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El set de MasterChef Celebridades vibraba con luces blancas y aromas especiados. Aquel día, los concursantes se alistaban para el desafío más complejo de la temporada: cocinar un plato que representara el hogar. Los nuevos participantes de la temporada ya se habían convertido en favoritos del público. T’Challa Udaku, ex embajador cultural; Sam Wilson, terapeuta comunitario y orador carismático; y James “Bucky” Barnes, chef autodidacta de estilo silencioso y manos firmes. Los tres habían llegado al programa casi por accidente… o eso le decían a la cámara. Nadie sabía que eran pareja. O mejor dicho: nadie lo decía. Pero sus miradas lo traicionaban todo. T’Challa entró al set con porte de realeza, el delantal perfectamente ajustado. Saludó al jurado con una inclinación medida de cabeza. Sam apareció con una sonrisa fácil, saludando a todos como si ya estuvieran en una parrillada familiar. Bucky entró último, tranquilo, con la manga del brazo izquierdo subida y una cucharita de madera en el bolsillo. Ninguno mencionó su relación. Pero las cámaras captaban los gestos que escapaban: una mirada que duraba un segundo más de lo necesario, un roce al pasar detrás de una estación, una broma compartida entre susurros. El desafío fue anunciado por Murdock, quien planteó el reto con una media sonrisa: — Hoy, cocinarán un plato que represente el hogar. No se trata solo de sabor… queremos historia. Foggy Nelson, jurado invitado, se emocionó. — ¡Esto va a ser memorable! Cuando sonó el gong, todos se lanzaron al trabajo. Sam comenzó a preparar pollo frito con waffles de camote. Añadió canela, cayena y una miel especiada que guardaba en un frasco etiquetado con un corazón. Mientras cocinaba, canturreaba una canción de su madre. Bucky lo miró de reojo, sonriendo apenas. T’Challa frunció el ceño... por concentración. También por celos. — ¿Estás cantando? — preguntó Yelena, que pelaba tomates como si fueran enemigos. — Cocinar sin música es un crimen — dijo Sam, guiñándole un ojo a Bucky. — Si se te quema eso, dormís en el sillón — lanzó en broma, sin mirar. Todos se congelaron. — ¿Cómo sabés si tengo sillón? — respondió T’Challa, sin dejar de cortar. Yelena los miró. MJ levantó una ceja. El ambiente se llenó de preguntas no formuladas. Bucky trabajaba en silencio. Preparaba un estofado de ternera con verduras de invierno. Agregaba hojas de laurel con precisión quirúrgica. MJ se acercó a su estación. — Ese delantal te queda bien. Bucky tosió. Con harina en la garganta. — Me gusta cocinar sin hablar — murmuró después al confesionario —. Pero si tuviera que decir algo... esto sabe a días fríos, a cosas que se rompen y se vuelven a juntar. Como yo. T’Challa cocinaba tilapia a la parrilla con arroz de coco y salsas wakandianas que nadie lograba identificar. Lo hacía con la elegancia de un embajador y la precisión de un general. Yelena, desde su estación, le ofreció especias “de su país”. Él las aceptó con una sonrisa diplomática, pero lanzó una mirada fugaz hacia Sam. Este levantó las cejas. Celos, en todas direcciones. — El hogar no siempre es un lugar. A veces es una elección. Este plato lo cociné por primera vez en la embajada. No sabía si quería quedarme. Ellos… me ayudaron a decidir — dijo T’Challa cuando explicó su receta al jurado. A la hora de presentar los platos, los jueces se mostraron visiblemente conmovidos. — Este plato sabe a Navidad — dijo Foggy, probando el de Sam con ojos brillosos. — Este a invierno y resiliencia — murmuró Murdock al degustar el de Bucky. — Este… este es el plato que le haría a alguien si quiero que se quede — concluyó Rhodey, al terminar la última cucharada del de T’Challa. Cuando Karen Page anunció el cierre del episodio, no hubo ganador. — Pero este fue el episodio más honesto de la temporada — dijo, como al pasar. Tras bambalinas, los tres se encontraron en un rincón del set, lejos de las cámaras. Bucky se apoyó en el hombro de Sam. T’Challa les pasó un trozo de pastel sobrante con una sonrisa leve. Nadie habló de lo que había ocurrido entre estaciones ni de las miradas que no pudieron ocultar. — Sabe a hogar — susurró Bucky. — Entonces ganamos — añadió Sam, rozando los dedos de T’Challa por debajo del plato. Y aunque el trofeo se lo llevó otro concursante esa temporada, el episodio fue recordado por todos como “el más sincero” de toda la temporada. Al final de la jornada, cuando el set ya estaba siendo desmontado y los focos se apagaban uno a uno, Yelena se acercó a T’Challa mientras él recogía su delantal. — Buen trabajo hoy, T’Challa — dijo con media sonrisa —. Si alguna vez querés salir a comer algo que no cocines tú, avisame. T’Challa la miró con amabilidad, pero no desvió la mirada ni un segundo. — Agradezco la oferta. Pero estoy en una relación — respondió con calma. Yelena arqueó una ceja. — ¿Con cuál de los dos? — Con ambos. La risa de ella fue baja, sin burla. — Ya lo sospechábamos. ¿Sabés que la producción lo supo todo el tiempo, no? T’Challa alzó una ceja, divertido por primera vez en el día. — Me lo imaginaba. Pero igual fingieron sorpresa muy bien. Yelena se encogió de hombros antes de alejarse. — Somos buenos en lo que hacemos. Pero ustedes... ustedes cocinan como si se quisieran de verdad. Y eso no se puede editar.Sin Edición
22 de noviembre de 2025, 20:35
🎙️ “Diez programas, un solo grito”
Crónicas culinarias según J. Jonah Jameson
(relato novelado)
Nunca pensé que un programa de cocina iba a convertirse en mi rutina diaria, pero ahí estaba yo, cada noche, viendo ese set bendito —¡o maldito!— donde un grupo de celebridades picaba verduras como si la vida se les escapara entre los dedos. Desde el primer episodio, MasterChef Celebridades: Edición Especial se convertía en una especie de tormenta que no dejaba de avanzar, y yo, J. Jonah Jameson, presenciaba cada paso con la dedicación de un soldado en la trinchera… y la frustración de alguien que veía cómo se desperdiciaban utensilios caros en manos inexpertas.
Los primeros días, los concursantes entraban al set con esa mezcla ridícula de ilusión y terror: Yelena Belova afilaba los cuchillos como si recordara un entrenamiento que nadie más entendía; MJ Watson observaba todo en silencio, analizándolo como si fuera un experimento social; América Chávez se movía con la confianza de quien sabía lo que hacía; Johnny Storm sudaba más que los focos del techo; T’Challa caminaba como si estuviera a punto de firmar acuerdos diplomáticos; Sam Wilson mantenía una sonrisa tensa; y Bucky Barnes tenía la mirada de alguien que prefería estar haciendo cualquier otra cosa antes que pelear con una olla a presión.
En el estreno, todos fingían calma mientras sus manos temblaban sobre las tablas de cortar. La cocina vibraba con ese sonido delicioso del caos: friccionaba, burbujeaba, explotaba. Y yo lo veía, capítulo tras capítulo, mientras tomaba notas para descubrir quién iba a ser el primero en desmoronarse. En las primeras pruebas, las recetas familiares sacaban lágrimas, recuerdos y uno que otro plato sospechosamente crudo, mientras yo gritaba a la pantalla: “¡NO SE SIRVE ESO ASÍ!”
Cuando llegó el episodio de equipos, el caos se multiplicaba por tres. Yelena ya estaba fastidiada desde el minuto uno; MJ resolvía todo sin alzar la voz; América improvisaba estrategias; Johnny discutía con la batidora como si esta tuviera la culpa de todo. T’Challa, Sam y Bucky intentaban colaborar, pero parecían estar firmando un tratado de paz más que preparando pollo. Yo golpeaba mi escritorio mientras gritaba que alguien tenía que liderar, ¡pero nadie me escuchaba!
El episodio de parrilla fue otro tipo de tragedia gloriosa. El humo subía como si estuvieran incendiando una montaña entera. América manejaba el fuego con maestría, Yelena amenazaba con partir la parrilla en dos si no encendía, MJ corría de un lado a otro ayudando a medio set, Johnny sudaba como si fuera un sauna. Yo ya tenía un ventilador apuntándome a la cara porque, honestamente, solo con verlo me cansaba.
Después llegó el episodio de repostería, donde todos descubrían que hacer postres no era para débiles. Bucky parecía tener miedo del azúcar; Sam mezclaba tanto que casi inventaba un nuevo estado físico; T’Challa servía postres dignos de una vitrina de lujo; Johnny intentaba hacer macarons que se desmayaban a mitad del proceso. Yo tomaba café, esperando que alguno llorara, pero no: seguían adelante como si estuvieran en una misión imposible.
En la Caja Misteriosa, todos abrían sus ingredientes como si fueran bombas. Yelena respiraba hondo antes de tocar su caja; MJ sonreía apenas; América parecía tener un plan que no compartía; Johnny se preguntaba qué había hecho para merecer lo que le tocaba. El trío recibía combinaciones tan raras que yo pensé que producción los odiaba: tofu, ruibarbo, cosas dulces donde debían ser saladas… ¡un desastre perfecto para televisión!
Y entonces llegó el capítulo del desajuste. Ese donde la energía entera del set se rompía. Donde T’Challa cocinaba perfecto pero sin alma; Sam dudaba de sus movimientos; Bucky miraba al vacío como si reconsiderara su existencia entera. América trataba de mantener el ritmo, MJ observaba más que nunca, Yelena parecía lista para enfrentarse a quien hiciera falta, Johnny por fin dejaba de sudar tanto, lo cual era más inquietante que tranquilizador. Yo miraba todo, sintiendo que algo se escapaba entre ellos, como si ya no estuvieran sincronizados.
Los capítulos nueve y diez mostraban un lento acomodo. Intentaban retomar el ritmo, volver a conectar, enfrentar los retos como si no sintieran que algo flotaba entre ellos. Las cocinas se llenaban otra vez de vapor, discusiones pequeñas, risas fugaces y silencios tensos. Cada plato parecía contar lo que no decían. América avanzaba firme, MJ seguía siendo la brújula silenciosa, Yelena mantenía esa mezcla de disciplina y enojo permanente, Johnny recuperaba su energía sudorosa, y el trío… bueno, el trío intentaba volver a ser lo que habían sido.
Yo veía todo como si estuviera presenciando una guerra culinaria. Gritaba cada vez que alguien quemaba algo, golpeaba la mesa cuando un plato se caía al suelo, celebraba cada acierto como si me fuese la vida en ello. Era ridículo, pero no podía apartar la mirada.
Y así, al llegar al final del décimo episodio, mientras la música dramática sonaba y los concursantes limpiaban sus estaciones, yo lo entendí: la temporada no se trataba solo de comida. Se trataba de tensión, de alianzas, de silencios, de momentos donde la cámara captaba algo que nadie decía. Se trataba de ver quién sobrevivía al fuego, literal y emocional.
Y yo, J. Jonah Jameson, seguía ahí, mirando, tomando notas, gritando a la pantalla, esperando el siguiente desastre deliciosamente televisivo.
Porque en ese set, cada noche, el caos siempre estaba servido.