Capítulo 1
25 de octubre de 2025, 10:37
—Levantémonos, hermanos, para orar.
A pesar de que el cuerpo parecía pesarle cien toneladas, Mycroft consiguió seguir a su marido en la tarea de hacer caso a la petición hecha por el sacerdote. Hacía meses desde que habían recibido la fatídica carta de aquel lejano familiar (tan lejano que el propio Lestrade había tenido que hablar con sus padres para tener una mínima idea de quién se trataba), que les invitaba a ambos a la celebración de la Primera Comunión de su pequeña hija Clara.
En un inicio, Mycroft había insistido en la idea de no ir puesto que aquellas celebraciones le parecían completamente absurdas y se contraponían a su mentalidad atea. Greg tampoco era especialmente creyente y también deseaba evitar aquella reunión tan innecesaria con desconocidos, pero lo ruegos constantes de su madre (y en especial de su padre, quien no quería verse solo en aquella celebración tan aburrida) terminaron por hacerle ceder, arrastrando en el proceso a Mycroft.
Y allí se encontraban, de pie en una iglesia presenciando como quince niños y niñas, vestidos con elegantes uniformes de militar que recogían toda la gama de rangos de las Fuerzas Armadas y delicados vestidos blancos con detalles despampanantes, acompañados por coronas de flores, recitaban las Escrituras Sagradas.
—Quiero dar las gracias a los padres por hacer posible esto —volvió a hablar el cura, levantando sus manos hacia el cielo con un gesto solemne—. No es novedad para ninguno de los aquí presentes la situación que está atravesando el cristianismo.
—¿La de desaparecer como todas las cosas que no tienen lógica? —susurró Mycroft, ganándose la atención de una anciana mujer que se encontraba a su derecha.
Greg le propinó un codazo para que se callara y, tras lanzar una breve mirada de advertencia a su pareja, regresó su vista al frente. Lo mismo hizo Mycroft, reconectando con el discurso.
—¡Ay, hermanos! —se lamentaba el religioso—. Me entristece tanto admitir que la Santa Madre Iglesia vive ahora una época de pura agonía por su presencia en una sociedad dominada por los ataques a la familia, la fe y la propia vida.
≪¿La familia?≫, pensó Mycroft al tiempo que alzaba una ceja con desdén.
Había algo en el discurso de aquel hombre que le hacía temer por el rumbo que iba a seguir.
—Hermanos, vivimos rodeados de una sociedad que celebra el pecado y la perversión —aseguró con tono abatido el sacerdote—. Este mundo cada vez abraza con mayor interés la herejía y permite que se cometan actos que no son aprobados por Dios. Debéis saber y defender siempre que no hay nada de religioso en el asesinato, la promiscuidad o la sodomía, y aquellos que traten de convenceros de lo contrario son demonios, enviados por el mismísimo Satanás para corromper vuestras almas —con un ligero movimiento hizo que su cabeza mirara hacia arriba y con voz grave y fuerte, añadió—. ¡No permitáis hijos míos que el pecado de la carne os arrastre hacía el fuego del infierno! ¡Combatid todo aquello que amenace la supervivencia de la familia y el matrimonio! ¡Y enfrentaos contra todas esas ideologías que tratan de imponernos los matrimonios entre homosexuales o las ideologías de género, que no son más que inventos del Diablo para arrastrar a las mentes débiles y sin fe al pecado!
Lestrade le acarició con delicadeza el dorso de la mano. El político no había sido consciente hasta el momento de cuanto estaba apretando los puños y, cuando abrió la mano para dejar a su marido tomarla, pudo ver las marcas dejadas por sus uñas clavadas en la piel. Con un discreto movimiento, Greg llevó su mano hasta sus labios para permitir que un ligero y casi imperceptible beso se estrellara contra esta. Aquel gesto era su pequeño y silencioso acto de protesta ante el estúpido discurso que acababa de escuchar. Ambos hombres se veían en la imperiosa necesidad de luchar contra sus instintos y enfrentarse con serenidad a la indignación.
—Para eso estamos aquí —continuó el sacerdote, ajeno a la tensión e incomodidad que habían generado sus palabras—, para salvar a estos niños del pecado y recogerlos en el seno de la Iglesia, al recibir el catolicismo como única fe verdadera y a Jesucristo como su salvador. Pueden sentarse.
Con el rojo de la rabia tiñendo aún sus mejillas y los labios apretados en un gesto de resignación Mycroft fue el primero en sentarse, seguido de inmediato por su marido, que lo observaba con una evidente preocupación. Sabía la dificultad que tenía Mycroft para expresar su emociones y el reto que presentaba hacer que perdiera la compostura, pero sin duda aquella situación debía estar suponiendo un enorme esfuerzo de contención por parte del “Hombre de Hielo”.
La ceremonia transcurrió sin mayores incidentes hasta verse finalizada. Cuando esto ocurrió, Mycroft tomó con todo el descaro del que fue capaz la mano de Greg y caminó hasta la salida con él a su lado. Les viera el sacerdote o no, esa era su forma de rebelarse. Tras esto, las distintas familias se dispersaron para reunirse en los restaurantes reservados por cada una de ellas para celebrar el banquete.
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Ya era de noche cuando salieron de la fiesta post ceremonia, pero ni siquiera el transcurso de las horas había apagado la furia causada por el discurso homófobo del sacerdote. Durante el banquete, Mycroft y Lestrade no habían hecho otra cosa a parte de despotricar sobre el ofensivo mensaje del discurso hacia las personas que, como ellos, defendían los matrimonios igualitarios, sin distinciones según los sexos de los cónyuges. No habían prestado atención a casi ninguna de las conversaciones de los otros invitados, lo que había llevado a una retroalimentación de su dolor y rabia. Caminaban ahora, dados de la mano en dirección al coche.
—¡Es que es un maldito imbécil, Greg! —exclamó con decisión Mycroft—. En cuanto me entere de quién es juro que me encargaré de que no vuelva a dar ni una misera misa o confesión en su vida.
—Le harías un favor al mundo —dijo Lestrade, alzando su mirada hacia el manto nocturno, manchado por la hermosa claridad de la luna llena—. Es increíble que siga habiendo personas así.
—¿Cómo es posible que haya gente incapaz de ver como me brillan los ojos al mirarte?
—Quizás si lo ven —repuso Lestrade, devolviendo su vista hacia Mycroft al tiempo que encogía los hombros.
—¿Y cómo ven posible que eso esté mal?
Greg le miró con ternura y le dio un beso en los nudillos de la mano que sujetaba.
—La luz de su Dios es tan poderosa que a veces parece impedirles ver lo que, estoy convencido, verdaderamente predica su propia religión.
Mycroft no respondió y se limitó a expulsar el aire de su pulmones con un suspiro cargado de pesar. Sus pasos pronto les llevaron de nuevo junto a la gran iglesia donde se había celebrado la comunión y que se encontraba cerca del aparcamiento en el que habían dejado el coche de Mycroft.
—Idiota… —susurró Mycroft, observando de reojo las paredes de piedra del edificio y recordando con furia las palabras del cura.
Quería alejarse de aquel lugar y dejar atrás todo lo que había pasado dentro pero un fuerte tirón le detuvo. Se giró sin comprender y pudo ver a su pareja, completamente paralizado y observando la estructura.
—¿Greg? —le llamó, acercándose con cuidado.
—Están abiertas —dijo simplemente Greg sin apartar la vista.
—¿El qué? —preguntó aún confundido Mycroft, dirigiendo su mirada a la iglesia.
—Las puertas —respondió el otro, levantando su brazo libre para señalar con el dedo índice el lugar indicado—. Las puertas están abiertas.
—El imbécil del cura no es capaz siquiera de hacer bien su trabajo…
—¿Te gustaría hacer un poco de justicia divina?
Mycroft apartó la vista del edificio para observar a su marido con una mirada que no podía expresar mejor su falta de entendimiento. Lestrade se giró a su vez y, ante aquella mirada confundida, se permitió sonreír con descaro.
—Déjame follarte Mycroft —propuso el inspector, tomándole de la cintura para que chocara contra su cuerpo.
A Mycroft le hubiera encantado negarse. Era una completa locura acostarse en un lugar así, demasiado expuesto, demasiado cargado de energía religiosa. Sí, a Mycroft le habría encantado negarse…, pero no lo hizo. En cambio, se apretó más contra el cuerpo de su pareja y, con un movimiento cargado de lujuria e intención, se abalanzó contra aquellos labios.
Cuando Mycroft Holmes quiere venganza, la consigue.
—Te voy hacer gemir hasta que el mismísimo Dios se entere de cómo me llamo —dijo Lestrade cuando sus labios por fin se separaron.
Sin añadir nada más, tiró de la mano de Mycroft, que nunca había dejado de sujetar, y dirigió sus pasos hacia aquel lugar sagrado que pronto se convertiría en un lugar profanado. Cuando llegaron ante las enormes entreabiertas puertas de madera, Greg las empujó con ansia, casi con rabia, y se apresuró a entrar.
La iglesia se encontraba sumida en la absoluta penumbra, privada de cualquier luz artificial o de velas, la única iluminación con la que contaba provenía de las grandes vidrieras que se encontraban repartidas alrededor de toda la sala, a pocos centímetros del techo. La claridad que brindaba la luna llena se filtraba entre los cristales y permitía dotar de cierto sentido y forma el enorme espacio que se encontraba frente a ellos, salpicado por los numerosos bancos alargados que se desplegaban desde la puerta hasta la pared del fondo. En la pared más alejada se erigía la gran estatua de Jesús crucificado y, frente a esta, se encontraba colocado el altar de mármol blanco, que aún mantenía sobre sí el cáliz sagrado, dos grandes velas situadas en los extremos y el mantel de encajes morados, sobre unas pequeñas escalinatas de madera.
—Es realmente bonita —dijo Mycroft, soltando la mano de su pareja—. Es una pena la cantidad de tonterías que tiene que escuchar cada día.
—Podemos cambiar eso —habló Greg, observando a Mycroft alejarse cada vez más de él—. Al menos por esta noche.
Mycroft giró sobre sí mismo mostrándole una sonrisa pícara y una ceja alzada a modo de provocación.
—Entonces ven a por mí, inspector.
—Encantado —fue la escueta respuesta que dio Lestrade antes de lanzarse a correr en su dirección.
Mycroft reaccionó con una insólita rapidez y salió corriendo para no ser atrapado. Ambos se entregaron al juego de la caza, del gato y el ratón que se persiguen. Mycroft quería provocar el deseo de Greg, llenarlo de tantas ganas para que, cuando al fin le atrapara, lo tomara con fuerza, haciendo honor a la promesa que le había hecho fuera de la iglesia e hiciera que sus gemidos de placer fueran escuchados en el mismísimo cielo.
El juego se daba entre aquellos bancos alargados, que en la espalda y a la altura de los pies, poseían unas pequeñas tablillas que permitían a los creyentes apoyar sus rodillas de manera cómoda al momento de rezar las plegarias y que estuvieron cerca, en más de una ocasión, de hacerles tropezar. Pasados algunos minutos, Mycroft por fin se detuvo, con la cara roja y los pulmones sin aire, y se apoyó contra el respaldo de uno de los bancos. El momento fue perfectamente aprovechado por Lestrade, quien logró dar alcance a su pareja y se abalanzó sobre él, tirándoles a ambos contra el asiento.
Holmes reprimió un grito ante el contacto. Greg, situado encima, deslizó su mano por debajo del cuello de su pareja y lo apretó con delicadeza al tiempo que le acercaba su boca hasta la oreja.
—Te atrapé Mycroft —susurró suave y seductoramente—. Eres mío.
—Siempre…, siempre lo he sido —consiguió gemir Mycroft, sintiendo como su pareja le comenzaba a frotar su erección contra el trasero.
—Quiero follarte…
—Hazlo —le interrumpió Mycroft, casi sin aliento por la excitación—. Por favor…, Greg…, hazlo…
El aire fresco de la noche ya no llegaba hasta ellos, y el calor de sus cuerpos les estaba asfixiando, haciendo que su ropa fuera cada vez más incómoda, molesta y sobre todo, innecesaria. Lestrade hundió su nariz en el hueco del cuello para aspirar el caro perfume que tanto le gustaba utilizar a Mycroft y dejó que su cuerpo reaccionara ante la agradable sensación lamiendo y mordiendo la piel que encontraba a su paso.
—Aquí no —consiguió susurrar Greg, con la voz hundida en deseo—. Vamos al altar.
Inmediatamente, se apartó de su pareja, permitiendo al aire separar su calor y ganándose por ello un gruñido. Con las pocas fuerzas que le quedaban después de la carrera y de aquel ataque, Mycroft consiguió levantarse del asiento, no sin dificultad, solo para ver como Lestrade ya había iniciado el camino hacia el altar dejando caer tras de sí su chaqueta y camisa. Siguió a su pareja, con pasos rápidos y ansiosos mientras se deshacía a su vez de su ropa.
La chaqueta, el chaleco y la camisa cayeron al suelo, liberando su torso antes de que llegara al pie de las escalinatas. Su pareja, quien le esperaba junto al altar, le tendió una mano que fue tomada de inmediato. Ante el contacto, Lestrade tiró con fuerza, haciéndole subir de un salto los pocos escalones que les separaban y reuniendo de nuevo el calor de sus cuerpos con un apresurado beso. Las bocas se encontraron, sedientas y necesitadas del sabor del otro, permitiendo a la saliva juntarse y entremezclarse con delicadeza y dulzura.
Mycroft deslizó sus manos por el pecho desnudo del inspector mientras sus pulmones hacían hasta lo imposible por no detener el beso. Al fin, sus dedos rozaron el botón del pantalón de traje y lo desabrocharon con destreza, sacando la erección que se escondía tras la tela. Lestrade suspiró contra sus labios con un profundo alivio cuando su pene fue también liberado de su ropa interior y recogido entre las cálidas manos de su pareja.
Con un rápido movimiento, Greg le tomó por la cintura y le movió hacia un lado para que, sin la necesidad de soltar su polla, Mycroft terminara apretado contra el rectángulo que conformaba el altar. La presión de aquel cuerpo hizo que el calor aumentara en Mycroft quien, con aún más ansias, comenzó a masturbarle.
—Joder Myc…, sí…, ah… —gemía Lestrade, sintiendo como la mano del otro le recorría con suavidad pero gran intensidad desde la base hasta la punta del pene, despertando todos sus instintos animales y primitivos—. Joder…, no te haces una idea de como te voy a follar —jadeó en un susurro.
—Entonces demuéstrelo inspector —le desafió Mycroft, aumentando un poco la velocidad de su mano al tiempo que rozaba con suavidad sus labios contra el cuello de Lestrade.
Greg se apretó más contra él, permitiendo un mejor acceso de la mano que lo masturbaba e invitando a Mycroft a lamerle el cuello, lo cual fue rápidamente concedido por su pareja, ansioso por llenarle de placer y ganarse una generosa recompensa cubierta de semen y gritos. Mientras él hacía esto, Lestrade reunió los pocos trazos descompuestos de su cordura para conducir sus manos hacia el pantalón de Mycroft y desabrochar el botón que los sostenía y que tan molesto iba a resultar al momento de desprender la tela.
—Detente —ordenó de pronto, con toda la autoridad de la que fue capaz.
Mycroft se detuvo al instante. El tono de voz que había utilizado no sonaba angustiado ni dolorido por lo que sabía que la pausa no se había producido por alguna incomodidad, sino por el mero afán de su pareja por recuperar el mando.
Y él estaba más que dispuesto a cederlo.
Lestrade le tomó la mano, que aún sujetaba su miembro, y la apartó a un lado. Inmediatamente después, escurrió sus dedos por la cinturilla del pantalón de su pareja y sin previo aviso lo deslizó hacia abajo, arrastrando consigo la ropa interior. Cuando volvió a levantarse, le dedicó una pícara sonrisa a Mycroft, que complementaba a la perfección con el brillo de deseo que rutilaba en sus pupilas.
—De espaldas, señor Holmes, piernas abiertas —ordenó de nuevo.
Mycroft sonrió con complacencia mientras obedecía, girándose para dar la espalda a su pareja y apoyando las palmas de las manos sobre el altar al tiempo que separaba las piernas todo lo que los pantalones, que continuaban enrollados en sus tobillos, le permitían. Inclinó un poco el cuerpo hacia adelante para exponer con sugerencia sus nalgas ante Lestrade. El inspector le acarició muy levemente la piel antes de apartarse a un lado, guiando sus pasos hacia el costado de Mycroft, en dirección del lateral del altar.
—¿Qué haces? —le preguntó con cierta desesperación Mycroft.
Greg le lanzó una mirada tranquilizadora.
—Calma, Mycroft. No me he olvidado de ti, tan solo quiero despejar un poco esto para que no tenga que detenerme a hacerlo mientras me suplicas que te folle —respondió con serenidad, tomando entre sus manos el cáliz sagrado y colocándolo inmediatamente después en el suelo.
El rubor encendió las mejillas de Mycroft. Le encantaba ver a su pareja tan convencido de sus habilidades para hacerle retorcerse del placer hasta el punto de que él, el gran Hombre de Hielo, se viera reducido a un amasijo de gemidos, súplicas y gimoteos desesperados. Su firme convencimiento permitía alejar sus palabras de una interpretación de mero alardeo.
Greg lo decía completamente en serio: le iba a hacer temblar.
Cuando las dos grandes velas acompañaron al cáliz en el suelo, Lestrade regresó por donde había venido, recuperando su posición detrás de Mycroft. Acarició, ahora sí, con mayor reverencia el suave y pálido trasero de su pareja, que se estremeció levemente bajo su toque.
—Deberías darme las gracias.
—¿Por qué debería, inspector? —preguntó sorprendido, a la par que divertido, Holmes.
—Porque si no fuera un perfecto pervertido ahora mismo te tendría que lubricar con la cera de las velas —respondió Lestrade.
Mycroft giró la cabeza sin entender y encontró a su pareja sonriente, sujetando entre sus dedos índice y pulgar un botecillo de dimensiones absurdamente pequeñas que guardaba un espeso líquido transparente.
—¿En serio? —preguntó incrédulo Mycroft, volviendo a su posición inicial—. ¿Te has traído lubricante?
—No te quejes, gracias a esto vas a poder sentir mi polla entrando en ti sin ningún tipo de dolor, amor. Pero antes —añadió, abriendo el botecillo y dejando caer un suave chorro entre sus dedos—, tenemos que prepararte.
Acto seguido, apretó uno de sus dedos contra la entrada de Mycroft, que lo succionó con ansia. Mycroft gimió, fruto del placer proporcionado por tan ansiada intromisión.
—Otro.., Greg, por favor…, estoy listo para otro…
—Lo que desees —dijo éste, deslizando otro dedo dentro de su pareja.
El ano de Mycroft se apretó con fuerza contra los dedos del inspector, que permanecían aún inmóviles para permitirle adaptarse lo suficiente al estiramiento. Cuando los músculos parecieron relajarse, Lestrade comenzó a deslizarlos dentro y fuera con lentitud, separando poco a poco los dedos para conseguir una mayor ampliación del espacio.
—Dios…, Greg…, ah…
Los dedos continuaron entrando y saliendo, aumentando la velocidad a cada segundo y arrancando gemidos cada vez más poderosos a la garganta de Mycroft. Un nuevo hilo de lubricante cayó directamente sobre la entrada estirada segundos antes de que el inspector se decidiera a meter el tercer y último dedo necesario para el estiramiento.
—¡Ah! —gimió Mycroft.
El placer de aquel sonido retumbó contra las paredes de la iglesia y se mezcló con el sonido húmedo de los dedos, que ahora habían aumentado un poco más su velocidad y habían conseguido golpear la próstata de Mycroft en un par de ocasiones. Lestrade tomó con su mano libre su polla adolorida por la excitación y sedienta del cuerpo y el calor de su pareja.
—Súplica que te folle Mycroft —ordenó, tratando de disimular sus jadeos—. Gímelo con fuerza, que se enteren allí arriba.
—¡Greg, por favor! —gritó Mycroft, notando como sus piernas comenzaban a temblar—. ¡Fóllame, Greg! ¡Ah!
—Más alto, mi amor. Tiene que resonar por todo el cielo —insistió Lestrade, golpeando certeramente la próstata de su pareja.
—¡Joder, Greg! —quisó protestar Mycroft pero un nuevo golpe le hizo desistir de aquella idea y obedecer—. ¡GREG, FÓLLAME! ¡FÓLLAME, POR FAVOR! —chilló desesperado.
Los dedos que se encontraban dentro de sí se detuvieron repentinamente permitiéndole recuperar un poco el aire. Lestrade se inclinó un poco hacia adelante y, al tiempo que le besaba una nalga, le felicitó:
—Buen chico.
Mycroft no pudo contestar, se encontraba demasiado ocupado tratando de recuperar el aliento y de controlar el temblor que arrasaba con su cuerpo. Cuando el inspector volvió a incorporarse, sacó por fin sus dedos y, con esa misma mano, golpeó decididamente el trasero de su pareja.
—¡Oye! —se quejó Mycroft con un gruñido.
—Por si no se han enterado bien —bromeó Greg señalando hacia arriba con el dedo índice cubierto de lubricante.
Mycroft se rio con suavidad mientras levantaba el cuerpo. Cuando al fin lo logró se giró con una rapidez que a él mismo le sorprendió y con idéntica velocidad se desprendió de sus pantalones y se sentó encima del altar.
—Conozco una mejor forma de asegurarnos, inspector —dijo juguetón, recolocándose encima de la estructura.
—Oh, Dios, Mycroft —jadeó Lestrade, observando como su pareja le mostraba la plenitud de su cuerpo, con todo su esplendor—. Me pienso asegurar de ello...
Con el ansia recorriendo cada centímetro de su piel, bajó sus pantalones hasta los tobillos y los lanzó fuera de sus piernas antes de acercarse y situarse entre las piernas de su pareja para unir sus labios en un nuevo y apasionado beso. Sin embargo, no le tomó por la cintura, pues sus manos se dieron a la tarea de lubricar su pene con el poco contenido que quedaba dentro de la botellita.
—¿Estás preparado? —preguntó, cuando notó que el frasquito se había vaciado y su polla se encontraba perfectamente lubricada.
—Métela —fue la escueta respuesta de su pareja, que se encontraba embriagado por el placer y ansioso de aumentarlo.
Sin que hubiera que repetirlo dos veces, Lestrade alineó su pene con la arrugada entrada de Mycroft y apretó suavemente, permitiendo al propio ano succionar con delicadeza su glande. El anillo de músculos se apretó con fuerza contra su pene enviándole una fuerte descarga de placer que le hizo gemir al instante.
—Sigue —le pidió Mycroft—. Por favor…
Greg empujó las caderas hacia adelante con lentitud, para que ambos disfrutaran de todo el camino y permitiendo a Mycroft adaptarse con mayor facilidad al intenso estiramiento.
—Joder… —jadeó Greg cuando su pene entró por completo—. ¿Bien?
—P-perfectamente —tartamudeó Mycroft.
Ante aquella respuesta, Lestrade comenzó a balancear sus caderas hacia adelante y hacia atrás, penetrando con cuidado a su pareja en un lento compás que parecía seguir el
tempo
de una suave sonata de piano. Greg se inclinó hacia adelante para unir de nuevo sus labios, hambriento como se hallaba del dulce sabor de su pareja. El contacto de sus pieles era absoluto, liberados de cualquier cárcel de tela que los separara, podían notar como el pecho del otro temblaba ante la presión del cuerpo ajeno y luchaba por mantener un ritmo controlado de la respiración.
Aquella suave sonata que parecía haber guiado los movimientos iniciales de Lestrade, se transformó al cabo de pocos segundos en una orquesta que entonaba el fuerte torbellino de sus gemidos y gritos de placer. Las embestidas, fuertes y rápidas, marcaban el
tempo
a seguir y los arañazos de Mycroft contra la piel de su pareja y la madera del altar dictaban la fuerza con la que debía ser tocada aquella melodía.
—Mycroft… —consiguió llamar Lestrade, sobre aquel sonido de pieles sudadas y calientes chapoteando la una contra la otra—. Como siga así…, me voy…, ah…, me voy correr…
Por toda respuesta, Holmes comenzó a balancearse todo cuanto podía hacia adelante para encontrarse directamente contra los golpes de pelvis de su pareja. El deseo de ser penetrado y llenado era lo único que rondaba su mente, y quería que Greg lo supiera. Quería que lo hiciera suyo en aquel lugar sagrado, para mancillar el discurso que había dirigido sus pasos hacia aquel momento y, de paso, recordarle a aquella iglesia como sonaba el verdadero amor. Sus gemidos envolviendo el nombre del ser amado, gritándolo sin vergüenza y con la intensidad del placer.
—Mycroft…, ah…, Mycroft… —gemía sin control el inspector—. No puedo más…
—E-entonces…, no pares —le instó su pareja, demostrando con su tez enrojecida que el orgasmo le estaba alcanzando.
Las embestidas se aceleraron, arrastrando con ellas las voces desesperadas de los amantes y aumentando el ruido de aquella orquesta invisible que comenzaba a tronar con furia.
—Mycroft… ¡Mycroft!
—¡Greeeeg!
Ambos gritaron al unísono, sus voces fluyendo por el espacio semivacío de la iglesia al tiempo que sus orgasmos les hundían en el más profundo placer y sus eyaculaciones eran disparadas. El semen de Lestrade llenó al completo el ano de Mycroft generando una sensación cálida y pegajosa a la par que satisfactoria alrededor de su pene, que ya comenzaba a ser apretado por las fuertes contracciones de los músculos. Mycroft, en cambio, se vio cubierto desde el pecho hasta el estómago con una serie de charcos irregulares de su propia eyaculación.
El aliento comenzó a llenar de nuevo sus pulmones y consiguieron recuperar parte del control de sus respiraciones agotadas y jadeantes. En contra de toda lógica (y de los deseos de sus propios pulmones, todo sea dicho), Lestrade se inclinó para reunir a sus labios de nuevo en un beso, ahora lejano a la ferocidad, y cargado de la gentileza del cansancio. Mientras sus bocas se encontraban aún unidas, Greg aprovechó para sacar su pene del ano de Mycroft, y aquella acción extrajo un leve gruñido por parte de su pareja.
—Lo siento —jadeó Lestrade con una sonrisa—. Me estabas apretando muy fuerte.
—No pasa nada —susurró Mycroft y, tras tomar un poco más de aire, agregó—. Deberíamos vestirnos e irnos inmediatamente.
—Cierto…, pero antes, hay algo que debemos hacer.
Holmes mantuvo su posición sobre el altar, en el ejercicio de recuperar algo de sus fuerzas, mientras observaba el camino seguido por su pareja para llegar al lateral del altar. Cuando se encontró frente a los objetos previamente retirados, tomó con delicadeza el cáliz sagrado y se giró con una expresión perversa impresa en el rostro.
Sin decir ni una sola palabra, se acercó unos pasos hacia Mycroft y apoyó el objeto contra la piel enrojecida de su pareja, rascando los restos de semen que allí se encontraban con el borde. Cuando hubo terminado, y bajo la mirada atenta y desconcertada de Holmes, dispuso la copa llena de aquel líquido blanco en el centro del altar.
—Para el cura —dijo, regresando su mirada hacia Mycroft—. Que se beba eso y se lo disfrute con salud —añadió en un tono burlón.
—Le va a dar un infarto cuando vea este desastre —aseguró Holmes, con una gran sonrisa en los labios.
—Recemos al señor por ello —respondió burlón el inspector.
Ambos hombres soltaron una carcajada que resonó por toda la iglesia como si de un trueno se tratara. Sin perder más tiempo, recogieron sus respectivas ropas, se vistieron y salieron de aquel edificio sagrado (ahora profanado), encaminando sus pasos hacia el coche de Mycroft, que les llevaría hasta su hogar.