Único capítulo
13 de mayo de 2025, 12:21
Con el pasar de las horas, los gritos de Aegon se volvieron un sonido de fondo tolerable. Los lamebotas de la corte de su hermano no tardaron en ofrecer sus respetos al Rey, usándolo como intermediario, pero Aemond ya no era un mensajero ni un segundón al servicio de otros; Aegon lo nombró Príncipe Regente mientras el dolor le permitió conciencia, le cedió su corona, su puesto, su asiento en el Trono de Hierro. Y si los dioses eran justos, pronto ocuparía ese lugar de forma permanente.
Ninguna de sus nuevas adquisiciones lo ponía a salivar como Blackfyre, la espada Valyria del conquistador. Aunque Aemond se sentía más afín a la reina Visenya, Dark Sister era lo que se catalogaría como un objetivo a largo plazo. Debía atraer al vejete de su tío, jugar al gato y al ratón por un rato, volverlo loco; solo así la victoria sería satisfactoria.
Para placeres inmediatos, tenía el coño de su sobrino bastardo.
Se preguntaba qué tanto sabría de las buenas noticias. Rhaenys Targaryen estaba muerta, reducida a cenizas, igual que los maniquíes del patio de entrenamiento –o de juegos, como consideraba más apropiado llamarle a partir de ahora– que su nueva espada decapitó. Iba por el quinto y aún no se sentía satisfecho. Necesitaba algo más, a alguien.
Si fuera su elección, si fuera posible, lo mantendría siempre desnudo, a su alcance. Un simple camisón cubría la vergüenza que Aemond sabe nunca ha tenido, lo suficiente para impedir que otras miradas se encaprichen con lo que le pertenece por derecho, por eso es que lo acepta. De lo contrario, tendría motivos para superar el espectáculo de Daemon durante la audiencia por Driftmark.
—¡La mataste! —Luke le reclamó desde la cama, ni bien cerró las puertas de sus aposentos— ¡Matasangre!
El chico se secó las lágrimas antes de dignarse a verle, sin usar el protocolo apropiado, aún renuente a aceptar que no era más que un prisionero, un esclavo a su servicio. Tenía suerte de utilizar aquellas transparencias como armas de seducción en su contra, capaces de hacerlo obviar sus faltas de respeto.
Aemond se acercó en silencio, con los guantes de jinete aún puestos y manchas secas en la ropa. —¿Por qué lloras, Lucerys? Esa mujer te odiaba. No eras su sangre, nunca te vería como un igual. Deberías estar feliz —susurró, antes de usar los nudillos para acariciar su mejilla.
El bastardo se estremeció, al mismo tiempo que lo hizo su polla. El castigo por su intento de escape le pintaba el pómulo de un violeta casi Valyrio, simulando esos finos rasgos que la sangre bastarda le hizo perder y que la semilla de Aemond se encargaría de arreglar una vez echase raíces. Ese era su propósito, ¿por qué los dioses le habían dado la capacidad de gestar, sí no fue para purificar su pecado? La vista era espléndida: piel blanca, tersa, pintas frescas a lo largo de su cuello y un par de pezones colorados que tentaban a salir entre la fina capa de tela; erectos. Le diría que era el frío, el miedo por lo inminente, pero Aemond sabía la verdad: Lucerys lo deseaba tanto como él.
—Deberías agradecerme.
Rodeó el cuello de Luke con su mano derecha, la izquierda en su delicada cintura para ponerlo a su disposición. Aemond lamió los rastros del llanto, mezclados con sudor frío que iba desde la clavícula a medio desnudar hasta los inicios de la mandíbula, salado como el mar del que presumía venir; mordió el lóbulo de esa cálida oreja que no podría estar roja por otra cosa que no fuese excitación, haciendo al bastardo soltar un gemido de súplica que no engañaba a nadie. Lucerys era tan puta como su madre.
—Tío, por favor… —lloriqueó, sus pequeñas palmas sobre el pecho de Aemond. Intentó librarse del agarre, el mismo juego de siempre que lo ponía tan duro—. Tío Aemond…
—Te ves hermoso cuando lloras, mi Lord Strong —contestó Aemond con la respiración entrecortada, una seca risa de deseo—...Hermoso, hermoso, hermoso.
Repitió las últimas frases en voz baja, mientras seguía repartiendo besos bruscos en esos labios rojos con mordeduras sin sanar. La erección le dolía, y que Lucerys se retorciera tan cerca de esta no hacía más que poner sus instintos e impaciencia a trabajar; le llevaron a rasgar el inútil camisón, fibras baratas que se deshicieron sin problema. Aemond podría dedicar el resto del día a acariciar sus glúteos, sus muslos, enterrar los dientes por todo su cuerpo hasta hacerlo sangrar, pero el animal en él no soportaba la tentación que aquel bulto, cubierto por vellos oscuros, igual de rizados que los de su cabeza, representaba.
Húmedo, fértil.
Luke terminó recostado sobre la cama, sus piernas cerradas en un intento por ocultar lo que Aemond más deseaba. —Ya no más, por favor —suplicó—. Te doy mi ojo, solo-
—Eso ya no me interesa.
Sabía que a Lucerys tampoco. Ambos sabían que, cuando metiera los dedos en su entrepierna, estos saldrían tan empapados como las pestañas del bastardo. Al menos parecía más dispuesto a aceptar su verdadera naturaleza cada día, ya no se molestaba en mordisquear o en dar patadas que no servían para nada y que no le causaba la misma diversión de un par de ojos hinchados, cansados, rendidos.
—Yo sé lo que eres —Aemond se relamió, en lo que desenfundó a Blackfyre como amenaza silenciosa. La dejó a su lado para que la viera bien. Se le colocó encima, su sombra cubriendo su frágil cuerpo—. Sé lo mucho que anhelas esto…mintiendo sobre lo que tienes entre las piernas para evitar que otros hombres se aprovechen de ti, ¿verdad? —volvió a reír—. No es cierto. Querías guardarte para mí y yo te he liberado.
Tomó la mano de Luke para guiarla hasta su miembro, acariciándolo por sobre la ropa con esos movimientos suaves que su sobrino terminó imitando por sí solo, como un experto. Aemond se dedicó a chupar, lamer, halar e intercalar entre esos pezones tan sensibles, con la esperanza de volver a sentir aquel sabor lechoso de la última vez. El bastardo intentaba reprimir los gemidos, pero él ya reconocía sus reacciones de placer y ninguna le pasaba desapercibida.
—Soy el heredero de Aegon. Pronto seré rey. Tú serás mi esposa, mi reina. La madre de mis herederos —se perdió en su propio placer durante unos segundos—. Eso es lo que siempre has querido y yo no soy nadie para negar los caprichos de mi sobrino favorito.
Si su Lord Strong seguía así de dulce, Aemond se iba a correr.
—¡Aemond-!
Aemond acarició con dureza el coño de Lucerys, más bien un golpeteo en el que separó sus piernas para evitar que continuase con su ritmo. Blackfyre brilló con los últimos rayos del atardecer y una idea se maquinó en su mente retorcida. Besó a Luke, lo hizo lamer su pulgar enfundado en cuero hasta que estuvo lo suficientemente mojado para acariciar esa maravillosa perla que le hacía honor a su sobrenombre. Pero Lucerys no era la perla de Driftmark, era la suya. Sólo él podía hacerlo delirar de placer, era el único que habría de tocarlo de esta manera, era su derecho. Ambos se unieron por sangre hace años, juntar sus carnes venía como una culminación, una consumación. Por eso su sobrino no se resistió al gozo, dejando escapar un par de suspiros que lo confirmaban.
Aemond sabía lo que era mejor para su sobrino. Él era su voz, su opinión. Lo conocía, cualquier queja que pusiera ante el pomo de su espada resbalando entre los jugos de su coño sería un simple acto. Así fue como agarró a Blackfyre por la empuñadura, usando su pomo para explorar los hinchados labios de su coño rebosante. Deseó encargarse de limpiar aquel desastre por su cuenta, pero ese no era el propósito de su plan. Necesitaba poner a prueba su paciencia.
—¡No! —gritó Luke, claramente por placer.
Paró, aunque solo para acomodar sus cabellos y besar su mejilla.
—Tranquilo, mi amor, deseo llevar un recuerdo tuyo cada que esté en batalla —lo masturbó de nuevo, esta vez preparando su entrada para lo inevitable— Tú me protegerás y yo te complaceré.
Aemond no se detuvo, sin importar que tanto Lucerys intentó escapar de su agarre ni que gritase una vez llevó a cabo su fantasía; entre besos, caricias y una erección dolorosa aún no complacida del todo, pero que valía soportar, el tuerto deslizó el pomo de Blackfyre dentro del agujero con una naturalidad que hacía parecer a la espada como diseñada para esto desde un inicio, la forma y el tamaño perfecto de empuñadura, que –con determinación– podría entrar por completo entre las carnes que ya la humedecen. Luke tembló, un gesto que lo hizo ver aún más hermoso.
—Shh, shh —canturreó en el oído de su sobrino, dándole tiempo para que se acostumbrara a la sensación—. No hay nada que temer, mi dulce príncipe. Yo te cuido. Muévete cuando te sientas listo.
A pesar de la espera, quien debió tomar la iniciativa fue Aemond, haciendo desaparecer la empuñadura de a poco. Entra, sale, entra, sale; lento, rápido, lento, rápido. Con descansos para disfrutar otras partes de aquel cuerpo. Y tal como lo esperaba, Luke empezó a gemir de una manera en la que nunca lo había oído…libre. Ya lo tenía donde lo quería.
—¿Se siente bien? —la voz se le quebró en su propia excitación.
No hizo falta preguntar. La manera en que Lucerys empezó a mover las caderas, para acelerar el ritmo de sus embestidas, lo dijo todo: lo deseaba, por supuesto que lo deseaba. Aemond entró en un frenesí, en un éxtasis que lo llevó a clavar su espada con la misma intensidad con la que acariciaba su clítoris. En círculos, duro, fuerte. Eso era lo que a Lucerys le gustaba. En cuanto menos se dio cuenta, lo único que se veía de la hoja para arriba era la guarda dorada; su sobrino superó sus expectativas.
—Eres una zorra —Aemond dijo como un cumplido, y sonrió—Espero que luego te folles mi verga con el mismo gusto.
—¡Qȳbor! —gritó, la respiración y las piernas trémulas, justo como sabía le harían antelación al mejor orgasmo de su vida.
Como prometió, cumplió su deseo. El rosáceo coño de Lucerys se contrajo, corriéndose de tal manera que empapó por completo el guante de Aemond, quien aprovechó la bruma del momento para besar a su sobrino, antes de hacerlo probar sus propios jugos impregnados en el cuero; entretanto, el Targaryen sacó a Blackfyre para hacer lo mismo con aquella empuñadura de ahora un aroma exquisito. Sabía a Lucerys, olía a Lucerys.
Ansioso por ser el siguiente dentro de Luke, no notó el afán que ocurría tras su puerta hasta que-
—¡Príncipe Aemond, el Rey solicita su presencia!
Esas palabras rompieron el hechizo para ambos. El bastardo se alejó con una tonta mirada de incredulidad, avergonzado –tal vez arrepentido– por lo que acababa de pasar. Eso solo potenció el enojo de Aemond, dispuesto a estrangular a la sirviente idiota y a su hermano moribundo.
—Quédate ahí.
Ordenó, enfundando la espada con un morbo nuevo.