Capítulo 1
23 de noviembre de 2025, 11:12
Los dinosaurios dominaron la Tierra durante millones de años, tanto tiempo que, para cuando algunos de los grandes saurios estaban en su mejor momento, ya existían fósiles de criaturas aún más antiguas. Andy pensaba mucho en eso mientras atravesaba los helechos prehistóricos, porque a veces veía rocas con formas familiares.
Al principio, casi no les prestó atención. Lo achacó a las pareidolias o a su acostumbrada distracción, pero cuando una vez se cayó de bruces contra una piedra con forma de trilobite y otro parecido a un crinoideo, Andy entendió qué tanto eran doscientos cuarenta y cinco millones de años realmente. La historia de la vida era tan larga que hasta el pasado tenía su propio pasado.
Para entonces, Andy ya hacía estas expediciones con Jenny. Cuando ella se dio cuenta de lo que esto significaba, se concentró de lleno en recolectar algunos. Muchos de esos fósiles se perdían: se rompían por las peleas de los grandes saurios o caían en la lava ardiente de los volcanes, quedando arruinados para siempre. Eso hizo que Jenny buscara la forma de rescatar los que parecían condenados a perderse sí o sí. No querían alterar el pasado, así que Jenny solo tomaba lo que creía posible.
Andy estaba orgulloso de ella. Su asistente tenía pasiones intensas, pero eso no le impedía estar pendiente de él. Buscaba en todo momento que Andy tuviera lo que necesitaba, aunque su propia mochila solía ir llena de pequeñas cosas.
Un día, Andy encontró un pequeño nautilo, del tamaño de una moneda de un centavo, recubierto de nácar en la orilla del mar prehistórico. Su concha acaracolada y sus tentáculos en blanco con reflejos rosados. Era una rareza, porque no se sabe si habían moluscos que usaran el nácar para crear perlas antes del prehistórico. Quizá, de alguna forma, ese pequeño nautilo terminó dentro de una almeja antediluviana y se recubrió con el suave nácar de las perlas. Era una joya muy especial, rara y maravillosa.
Andy pensó que quedaría muy bien sobre la piel color canela de Jenny. Por eso se lo llevó de vuelta al presente y buscó a alguien que pudiera perforarlo para hacerlo collar.
Desde que se lo dio, Jenny no se separaba de esa preciosa joya. Aunque Andy no la veía sobre su ropa de viaje, alcanzaba a notar la cadena de plata en su nuca y ya sabía que la joya estaba contra su piel, escondida, como lo especial que era.
Ella había reaccionado sin pensarlo y le había dado un beso en la mejilla cuando él se lo entregó, encantada y sonriente. A Andy nunca se le olvidaría ese día.
Por eso, y por mucho más, Jenny siempre andaba atenta. Mientras Andy hacía lo suyo, ella buscaba fósiles en el pasado. A él le parecía raro, pero no malo, solo curioso. Hasta tierno, en cierto sentido.
Andy alzó la vista para ver un cielo turbio que prometía anochecer pronto. Esa tarde, Andy debía encontrar unas garras grandes de Deinonychus mientras caminaba entre las plantas. Según lo que sabía, algunas se les rompían cuando cazaban, así que él tenía la esperanza de encontrar alguna en la zona de caza. Acababan de ver a uno salir con una presa, si tenían suerte, talvez una de sus garras estaría por el suelo.
Jenny iba a su lado, pero mientras la vista de él iba hacia adelante, la de ella exploraba el suelo y las rocas de alrededor.
—Terminarás tropezando. —comentó él con cierta sorna mientras la veía de reojo.
—Claro que no. —se rió ella— ¡Ya he encontrado dos pequeños bichos dentro de piedras!
—No estoy seguro de que sea lo mejor que has encontrado. —alzó las cejas él, tratando de provocarla.
—No es como lo que tú encuentras, por supuesto —bajó la voz ella, llevándose dos dedos al puente de la nariz para subirse las gafas en el rostro—, pero eso no quiere decir que sea algo menos especial.
Andy la vio bajar esa mano de los lentes al área bajo la blusa donde estaba escondido el pequeño nautilos de nácar.
—Pero estoy pensando en empezar en paleontología, eso me ayudará a clasificar lo que encuentre. Y... —de pronto se detuvo, y Andy se volvió hacia ella para ver qué ocurría— ¡Mira, Andy!
Él volteó hacia donde ella señalaba, que curiosamente ya no era el suelo, sino hacia el cielo, por encima de sus cabezas. Andy usó una mano sobre sus ojos como visera, tratando de mirar a través de la potente luz de la tarde.
—¿Ahora me dirás que has visto un fósil volador? —bromeó él, fingiendo sorpresa.
Jenny no evitó una risa.
—No seas tonto ¡Eso! ¡Mira!
Andy ubicó qué era lo que ella señalaba y vio una mariposa, o algo parecido, del tamaño de una bandeja qué pasaba volando en lo alto. Era de colores amarillos y dorados, como hojas de oro.
—Dios mío... —exclamó él— Eso no está registrado en ningún catálogo de especies, verdad?
—Oh no, para nada... —se soltó a reír— ¡Voy a seguirla!
—¿Qué? ¿Pero no me ayudarás a conseguir esas garras?
—Si, pero después ¡Ya vuelvo!
Y sin darle tiempo a responder, ella empezó a correr tras el enorme insecto, un ejemplar digno de Alicia en el País de las Maravillas. Andy la vio desaparecer entre helechos y monsteras enormes. Negó con la cabeza y se echó a reír solo. En el fondo, sabía que correría tras ella en un minuto. Siempre terminaba siguiéndola.
Era fácil olvidar que Jenny tenía casi la mitad de su edad, hasta que la veía correr así, con esa risa despreocupada. Andy recordaba cómo era él a esa edad, cuando también salía detrás de lo primero que veía con colores raros o de apariencia fuera de lo común.
Respiró hondo, llenándose los pulmones de un tiempo que no era el suyo y revisó la mochila de Hatty antes de extraer la botella de agua y dar unos tragos. Apretó el mango del machete que llevaba colgado del cinto y reanudó la marcha. Sabía que no podía dejar de buscar aquellas garras, Hatty las necesitaba para esa exposición de los Deinonychus. Era la razón por la que habían viajado a ese punto concreto de la línea temporal. Pero eso no evitaba que su mente se distrajera.
No era la primera vez que Jenny salía corriendo detrás de algo que le fascinaba. Lo hacía con insectos, con flores gigantes, con minerales raros. Andy había aprendido a no frenarla tanto: sabía que esa curiosidad la volvía buena en su trabajo. Igual que él había sido así de joven al iniciar ese trabajo y los anteriores.
Aunque claro, Jenny era más lista, se admitió con una sonrisa torcida. Mucho más metódica. Y bastante más valiente.
Se inclinó a remover una roca grande con el machete, buscando las marcas de garras fosilizadas que creía haber visto en el mapa geológico de Hatty. Pero cada tanto, alzaba la cabeza para mirar por donde se había ido Jenny.
No porque creyera que se perdería, no del todo, sino porque sabía que era peligroso. Cualquiera de esos pequeños dromeosaurios podía saltarle encima. O un terópodo más grande, aunque en esa zona se suponía que no abundaban. Se suponía. ¿Cuántas veces él no había resultado herido de una u otra forma?
«Si sale corriendo gritando, la voy a oír», pensó con un humor negro que le causó gracia a medias.
Volvió a bajar la vista y descubrió lo que buscaba: la curva de una garra enorme, semienterrada. Soltó un suspiro, era un hallazgo muy bueno porque estaba completa, casi sin imperfecciones. Empezó a despejarla con cuidado antes de encontrar una osamenta grande donde había quedado atrapada. Seguro que el deinonychus la había perdido cazando en una batalla encarnizada.
Pero su mente volvía una y otra vez a Jenny. A cómo le quedaba esa cadena de plata rozando la nuca en contraposición con su piel canela. A cómo se iluminaban sus ojos negros cuando encontraba algo. A la forma en que siempre terminaba volviendo con él, aunque se distrajera como una niña de seis años en vez de una joven mujer de veinti-pocos años.
Removió un poco más de tierra, era una garra grande, más de lo que esperaba. Los deinonychus podían alcanzar unos tamaños respetables, pero esta garra parecía reciente, al igual que el hueso al que estaba enganchada. Tal vez demasiado grande para ser de un deinonychus.
Eso lo hizo mirar de nuevo hacia el bosque, alerta.
—Jen... —murmuró para sí, levemente preocupado.
No siempre, pero a veces, Andy se sentía como un padre algo malhumorado con Jenny. Cuando la invitaba a venir al pasado, generalmente se sentía responsable de ella todo el tiempo. Eso resultaba incluso una distracción de su trabajo.
Iba a darle un par de minutos más. Pero si no la oía, iría por ella. Porque así eran las cosas, él podía querer garras de dinosaurio para Hatty, pero nunca iba a dejar a su asistente atrás.
Poco después, Andy contaba con dos pares perfectas de garras y un piquete de mosquito prehistórico en el cuello del tamaño de una pelota de ping pong. Sin mencionar que se le había acabado la paciencia. Jenny debería haber vuelto incluso antes de ese momento.
Andy se puso en pie, luego de guardar todo en la mochila de Hatty y volver a agarrar el machete con mayor seguridad. Emprendió la búsqueda de Jenny. Regresó sobre sus pasos y pasó del claro a la zona boscosa de nuevo, encaminándose hacia las monsteras por donde ella desapareció antes.
No obstante, los minutos se convirtieron en más de una hora y Andy empezó a preocuparse de verdad. La tarde se desvanecía hacia la noche con rapidez. Por más que gritara su nombre, Jenny no respondía.
No era lo más inteligente gritar en la prehistoria, no después de ver el tamaño de aquellas garras y recordar todas sus desventuras vividas en el pasado. Un sudor helado empezó a perlar la piel de Andy, a medida que seguía peinando la zona, atento, machete en mano.
Rastrear a un animal significaba mirar las huellas, pero también ramas dobladas, suelo removido, marcas de uñas o manos. Eso lo había aprendido con Hatty, cuando ambos trabajaban en el zoológico. Y aunque Jenny no contaba como un animal, para nada, los conceptos servían de la misma forma.
En el zoológico, cuando Andy aún trabajaba con animales vivos y actuales, a menudo se escapaban en los alrededores. Había algunas jaulas que colindaban con los bosques circundantes, y más de una vez tuvo que ir por ahí buscando algún wallaby o un bonobo.
Una vez, siguiendo huellas, terminó persiguiendo a un tapir hasta un arroyo. El animal se lanzó al agua y Andy, sin pensarlo dos veces, también se echó en clavado. Regresó con el tapir medio convencido de regresar, sobornado con un pedazo de papaya, y él completamente empapado. Escurriendo y tiritando, fue dejando un rastro de lodo por todo el pasillo de veterinaria. Hatty todavía se reía de eso años después... y se lo contaba a todo el que quisiera escucharla.
Los ojos entrenados de Andy notaron un helecho aplastado, un tallo roto. Si quería buscar a su asistente, debía pensar como un rastreador y seguir las pistas con lógica y sentido común. Jenny no era pesada, pero se movía rápido y sin cuidado, así que Andy siguió el sendero, deteniéndose para ver rasguños frescos en un tronco.
—Eso no es buena señal... —murmuró— ni en el presente, ni ahora...
Inició una carrera contra el tiempo, el reloj regresaría al día siguiente, al medio día. Era parte de las cosas que ocurrían cuando el reloj llevaba a más de una persona a la vez. El tiempo se prolongaba y, en vez de seis horas, se volvían hasta veinticuatro. Así que lo más justo era buscar a Jenny y regresar a los alrededores del reloj.
Confiaba en encontrar a esa chica antes de la noche.
Cuando tropezó con una raíz que sobresalía del suelo, su mano fue instintivamente a agarrarse de un árbol para evitar caerse. Cuando se recuperaba de la impresión, Andy vio que en el tronco habían más marcas y en en estas había un poco de sangre fresca.
Su corazón empezó a latir con más fuerza. Pero no quiso sacar conclusiones muy apresuradas. Simplemente continuó el camino, atento a cuanto lo rodeaba, y especialmente al sol que bajaba cada vez más en el horizonte.
Jenny era pequeña. Mucho más pequeña de lo que él estaba dispuesto a admitir, siquiera para sí mismo. Él medía uno ochenta y ella apenas uno cincuenta. Esa diferencia de tamaño le provocaba cierta incomodidad; a veces la veía más como una niña que como la joven mujer que realmente era, con más estudios que él
Recordaba aquellas ocasiones en el museo cuando ella se acercaba para entregarle algún informe, parada casi un metro más abajo que él. Andy siempre sentía una inquietud extraña, una mezcla de ternura y ansiedad, como si la urgencia de alzarla en brazos para que sus ojos quedaran al mismo nivel le quemara las manos.
Pero ella no necesitaba eso. Jenny estaba bien. Era mucho más lista de lo que aparentaba, más fuerte emocionalmente, más valiente y rápida para ver soluciones donde él solo veía problemas. En más de una ocasión, su capacidad de reacción había salvado la expedición o su propio pellejo.
Había huellas de botas pequeñas, del número seis o siete. Andy se sintió aliviado al verlas, pero para entonces la oscuridad era ya casi total. Encendió su linterna y siguió el rastro con cautela. A cada paso, la maleza crujía bajo sus botas, y la respiración se le aceleraba.
Entonces, vio algo que le revolvió el estómago: pequeños goterones de sangre fresca sobre las hojas. Brillaban bajo la luz de su linterna como pintura carmesí recién aplicada. Estaban dispersos, pero seguían la misma dirección que las pisadas.
Andy tragó en seco, pero no se detuvo.
El rastro lo llevó a un claro donde crecía una especie de haya prehistórica, gigantesca, con raíces gruesas que sobresalían del suelo como columnas en una catedral. A la luz de la linterna, dos figuras tomaron forma. Una de ellas estaba más cerca: un Deinonychus tirado entre las raíces, inerte. En su frente, atravesándolo entre los ojos, había un cortaplumas.
Andy reconoció al reptil de inmediato. Le faltaba una garra, la misma que él había encontrado antes. Era ese depredador de tamaño respetable que antes había despertado en él la preocupación por Jenny.
La otra figura era Jenny, escondida entre las raíces del árbol, temblando, ensangrentada y pálida. Uno de los lentes en sus gafas estaba astillado y su trenza de cabello marrón estaba desordenada y llena de hojas y ramitas. Andy vio que ella sostenía el nautilo entre las manos, sin dejar de mirar al dinosaurio muerto.
Andy se acercó con cautela.
—Jenny... —dijo, apenas un susurro.
Ella parpadeó como si recién notara su presencia. Sus labios se abrieron un momento, pero no dijo nada. Solo alzó el Nautilus con manos temblorosas, como si necesitara mostrarle que aún lo tenía.
Andy se dejó caer de rodillas frente a ella.
—Estás bien —dijo, más para convencerse a sí mismo—. Estás viva.
Jenny asintió muy débilmente. Después, se inclinó hacia él y lo abrazó.
Andy sintió su cuerpo liviano y frágil contra el suyo. La sostuvo sin pensar, con fuerza, olvidando por un momento las normas de lo correcto y la distancia que debía mantener un jefe con su asistente. O las que debían tener un hombre de cuarenta con una joven mujer en los veinte. Sintió el calor de sus lágrimas en el cuello, la tensión del miedo todavía vibrando en su piel.
—No sé en qué estaba pensando... —sollozó ella contra su piel— Lo siento...
—No, olvídalo, ya pasó. Ahora estás segura.
Cuando volteaba al dinosaurio en el suelo, Andy mismo no lo podía creer. Apuntó con la linterna hacia el ser inerte y se recordó sacar ese cortaplumas del cráneo del saurio. Lo último que necesitaba era que en el presente fuera noticia un cortaplumas prehistórico.
—Fue lo más estúpido que he hecho —dijo entre lágrimas—, como si esto fuera un día de campo en el bosque de nuestro presente. Prometo no volver alejarme...
Él, que la sostenía contra si, suspiró con una pequeña sonrisa.
—Mentira. Lo harás otra vez —trató de bromear, pero el temblor de su voz era una fachada pobre—. Y yo volveré a buscarte, aunque es claro que no me necesitas para defenderte.
—No sé ni cómo lo hice... —murmuró ella, aún temblando contra él— Creo que... prefiero el trabajo de oficina, Andy.
Él soltó una risa baja ante esto, negando con suavidad, estrechando su pequeño cuerpo contra el suyo. Consiente de que era el primer contacto que ambos tenían más allá de pasarse los fajos de documentos de mano en mano. Y de que Jenny tenía todo el calor que su cuerpo había estado necesitando desde siempre. A Andy le gustó la intimidad de lo cerca que estaban, cómo su cabeza descansaba contra su hombro.
—Olvida eso, después de ver lo que le hiciste a ese dinosaurio, te llevaré a todas mis expediciones. No me vendría mal una guarda espaldas de ahora en delante.
Jenny soltó una risa ahogada, aún aferrada a él, tan cerca de su oído que Andy sintió más escalofríos de los que la noche fría le estaba dando.
—¿Puedes decirme qué fue lo que pasó? —indagó él, con suavidad.
Ella pareció calmarse un poco, pero siguió con la mejilla contra su hombro.
—Encontré algo para ti.
Al decir esto, se deshizo el abrazo y ella se volvió a la mochila para abrir el cierre mientras le relataba a Andy lo que pasó después de que se fue tras la mariposa. Él sintió el cambio de clima al separarse de ella y le sentó más como un trago amargo. Lo mejor que pudo hacer fue apuntar con la linterna para que ella pudiese ver lo que hacía.
—Si busco fósiles y cosas perdidas en el tiempo es porque deseaba darte algo igual de especial —su mano tocó el nautilo con mucha delicadeza que destelló en tonos rosados—. Has sido muy bueno conmigo, Andy. No podría decir que eres mi jefe, sino mi mejor amigo. Me has enseñado tanto y me has protegido de la señora Pickles, me has ayudado en mis investigaciones y me has permitido conocer este secreto y además verlo con mis propios ojos... y esto, esta joya... ¿crees que no quiero retribuirte de alguna forma?
—Me diste un beso el día que te lo di —le recordó él con una ligera risa nerviosa y un rubor que estalló en sus mejillas momentáneamente—, eso fue mucho para mi.
—No digas eso, —le sonrió con ternura— no es suficiente... por eso he ido recolectando cosas que pensé que te podrían gustar... pero nada estaba a la altura, Andy... hasta que, siguiendo a esa mariposa, encontré algo magnifico.
Sacó su mano de su mochila, estaba cerrada con algo dentro, que apretaba suavemente. Por como lo tenía, parecía que era algo muy preciado y, si Andy se atrevía a especular, grande. La curiosidad le picó en gran medida.
—Oh, Jen... —le murmuró, algo incómodo anticipadamente— no te hubieras molestado.
Ella le sonrió con mayor amplitud.
—No seas modesto, Andy. Te merecerías el cielo si pudiera dártelo —su expresión cambió ligeramente—. Pero cuando encontré esto, ese deinonychus me atacó. Pude herirlo con el cortaplumas en una de las patas, pero me siguió por mucho rato. Cuando llegué aquí, no pude librarme de él, me acorraló. Hice lo que pude.
Andy volteó la linterna hacia el dino de nuevo.
—Hiciste más de lo que muchos haríamos, de eso puedes estar segura.
—El hecho es que... —continuó ella, atrayendo la atención de Andy de nuevo, que apuntó con la linterna hacia su mano cerrada— Pude salvar mi pequeño descubrimiento.
Ella separó los dedos y abrió la mano, como una flor que florece y muestra sus verdaderos colores. Ella le mostró una piedra de un profundo color azul encendido, redondeada por el tiempo, grande como la palma de su mano. Desde su centro hasta los extremos, seis rayos creaban una estrella que refulgía como un asterismo natural. Una constelación en miniatura.
—Jen... —suspiró Andy, enarcando las cejas, se había quedado sin aliento al completo.
—Nunca fui buena en el estudio de las piedras... Más allá de reconocer el feldespato, por necesidad, no me quedó de otra que usar mi propio ismo —ella le mostró el dispositivo averiado, al que seguro le dio un zarpazo el deinonychus— Un zafiro de estrella… se forma cuando las agujas de rutilo dentro del cristal se alinean y reflejan la luz así. Es bastante raro, muy raro... Y créeme que me enamoré de esta joya cuando la vi. Supe que debía ser tuya.
Una joya para un hombre, Andy no sabía qué decir.
Desde un principio, él nunca fue alguien detallista. Ni siquiera sabía exactamente porqué pensó tan inmediatamente en darle el nautilo a Jenny. Solo sabía, que fue el hombre más feliz del mundo cuando vio su sonrisa y el hombre más feliz de la historia cuando ella lo besó.
Cerró los dedos de Jenny sobre la piedra, como si no pudiera soportar del todo recibirla.
—Jenny… tú…
Ella se rió apenas, sonrojada.
—Solo guárdalo.
Andy miró sus ojos oscuros, tan vivos, tan honestos, y no supo cómo responder. Así que no lo hizo, solo la aceptó, tomándola y observándola desde varios ángulos. La belleza de esa piedra era increíble, sublime, la cosa más bonita que él hubiera visto. Y por seguro la más cara que ahora poseía.
—Es hermosa... No tanto como tú, pero es... —dio un respingo al darse cuenta de lo que dijo— Yo... quise decir que... la piedra y tú son igual de hermosas... No, eh.. es decir que...
Antes de que Andy pudiera decir nada, ella lo miró con infinita ternura y fue directo a unir su boca con la suya.
Fue un beso de alivio y gratitud, de perdón y de gran anhelo. Fue un estallido de sentimientos y sensaciones maravillosas. La suavidad y la dulzura lo atravesaron, un delicioso estremecimiento real, físico, le subió por la espalda y le tensó el pecho. Diminutos temblores invadieron todos los rincones de su cuerpo.
Ella se retiró de la misma forma en la que se había acercado, separando sus labios para volver a abrazarlo.
—Jenny... —murmuró él, con la voz afectada, ruborizado hasta que la piel se le volvió de fuego.
—Lo siento... —respondió ella, con cierta culpa impresa en esas palabras— te extrañé mucho... no pensé que podría extrañarte tanto mientras estuve en peligro... no sé qué harás con la joya, pero ahora es tuya. Puede que no valiese mi vida, pero el hecho de verte feliz y recompensarte lo mucho que has hecho por mi lo es todo...
Andy guardó el zafiro en su mochila sin soltar a Jenny, con un movimiento rápido. Cuando se aseguró de que esta estaba sana y salva como la mujer entre sus brazos, decidió dejar de pensar.
Hacía rato que la linterna se le había caído de la mano, alumbrando hacia un punto indefinido más allá, así que buscó su boca en la oscuridad, errando un par de veces por las mejillas y el mentón, produciéndole cosquillas y risas a la chica. Cuando encontró los labios de Jenny de nuevo, no entendió cómo había pasado tanto tiempo sin probarla antes.
La sostuvo con fuerza, rodeándola con ambos brazos sin cuidado por lo correcto o lo decoroso que un hombre maduro debía ser con una joven como ella. Sus labios ardían contra los suyos, encendían su sangre y le deshacían el juicio. Sintió sus propias manos moverse por instinto: de sus hombros bajaron por sus brazos, notando la piel tensa, todavía vibrante por el susto, pero viva, cálida, preciosa.
Jenny ladeó el rostro, y Andy entendió que no era ella la que se entregaba a él en un impulso, era él quien caía ante ella.
El beso se volvió más profundo, más crudo. Jenny se aferró a él con un hambre callada, como si no pudiera permitirse decir nada en voz alta pero tampoco dejar de sentirlo. Andy se perdió por completo, toda lógica, toda distancia, toda prudencia se deshicieron con el roce de su lengua contra la suya.
Y cuando se separaron al fin, los dos jadeaban.
Ella lo miraba a través de la penumbra, cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Con el Nautilus apretado en una mano, la otra todavía agarrada a su camisa. Sonrió con timidez, con un brillo húmedo en los ojos.
—No me mires así, Andy —susurró—. Estoy... tratando de no llorar más.
Andy se le había quedado viendo en la semi oscuridad que la linterna daba a la selva prehistórica. Él estaba abrumado por la ternura, pero desvió los ojos hacia la linterna abandonada mientras sacudía la cabeza apenas.
—Solo no vuelvas a hacerme esto, Jenny —le sonrió con suavidad, nervioso y ciertamente demasiado compungido para devolverle la mirada, no sabía de donde había sacado el valor para hacer eso—. No sabes cuanto me preocupaste.
Un trueno retumbó en toda la selva y estalló una tormenta de la nada. Las gotas heladas empezaron a caer con fuerza entre las raíces donde estaban escondidos llegando hasta ellos tras pocos segundos. Él la ayudó a ponerse en pie y salir de ese rudimentario escondite.
—Vamos, subamos al árbol, no conviene estar en el suelo. —ambos miraron furtivamente hacia el dinosaurio en el suelo, el cortaplumas en su frente lanzó un destello reflejando la luz de la linterna— Vamos, yo te ayudo.
Jenny se desperezó con mucha dificultad, pero lo siguió. Cuando estuvieron en lo alto, seguros y aislados de la lluvia, Andy volvió a buscar a Jenny. Besándola de nuevo, con una nueva desesperación que probablemente nunca antes había sentido por otra mujer.
—Andy, el reloj... —murmuró ella contra sus labios, sin mucha convicción, sin fuerzas para apartarse.
Él rozó su frente con la de ella, respirando agitado.
—Tenemos hasta mañana.
Ella sonrió, con un brillo nuevo en los ojos, y volvió a besarlo, dejando que la tormenta rugiera afuera mientras ellos encontraban calor en el otro.