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Cuando las hadas regresaron ese invierno a Neverland, más de una se sorprendió al notar que Vidia no venía sola esta vez. Ella jamás lo habría admitido en voz alta, pero siempre había sentido cierta inclinación por el hada del polvillo, y cuando Terence le confesó lo que había guardado durante tanto tiempo, todo lo ocurrido aquella Navidad pareció adquirir un nuevo sentido. Tras entregar el chocolate como regalo de invierno, Terence confesó, con una sonrisa tímida, que había probado de ambas bellotas y que al fin comprendía qué era lo que lo hacía tan especial. No era un ingrediente en particular, sino el hecho de compartirlo… ya fuera con una amiga, o con alguien a quien empiezas a querer.El sabor del Chocolate
26 de diciembre de 2025, 22:57
El búho los dejó en la ventana del primer piso y las dos hadas descendieron de su lomo hasta la nieve del alfeizar. El frío las recibió de inmediato, punzante y seco, clavándose en las suelas diminutas de sus botas. La escarcha crujió apenas bajo su peso y sus respiraciones formaron pequeñas nubes de vaho que empañaron el vidrio en formas irregulares. Desde allí, el interior de la casa se ofrecía como un refugio tentador: luces anaranjadas y doradas latían con suavidad, proyectando sombras largas y acogedoras, y todo parecía envuelto en esa calma tibia que solo existe durante las noches de invierno y Navidad.
Las hadas se detuvieron unos segundos a contemplar el panorama desde el exterior. Afuera hacía más frío, sí, pero también era el lado seguro del mundo.
Ambos iban bien abrigados, con prendas rellenas de algodón y capas hechas de hojas suaves, cubiertas de una pelusilla fina que atrapaba el calor. Aun así, al colarse por la estrecha ranura de la ventana, el aire tibio del interior las envolvió de golpe, relajándoles los músculos y robándoles un suspiro casi involuntario. Olía a madera, a cera derretida y a la madera quemándose en la chimenea, chasqueando muy suavemente.
—¿Es aquí? —preguntó Vidia, alzando una ceja mientras recorría el salón con la mirada—. No se ve tan peligroso como dijiste.
—Cualquier casa de humanos es peligrosa —murmuró Terence, cambiando su gorro de invierno por el habitual sombrero de bellota—. No todos son malos, claro... pero no podemos saber nunca cómo van a reaccionar al vernos. Debemos ser muy silenciosos. Recuérdalo.
—¿Cómo olvidarlo, si lo repites cada dos segundos? —rodó los ojos mientras se quitaba el abrigo y lo escondía tras unas cortinas pesadas que olían a polvo antiguo y aromatizante ambiental—. Deberías señalarme dónde y dejarme trabajar.
Terence ocultó sus propias ropas del mismo modo, quedándose en su traje de faena, con la bolsa colgándole al costado. Cerró los ojos un instante, respiró hondo, y trató de serenarse antes de buscar la forma más rápida y discreta de llegar a su objetivo. La habitación era grande, como siempre era para un hada las cosas humanas, pero el orden doméstico ya contribuía a calmar su agitado corazón de colibrí.
—No es tan sencillo, Vidia —suspiró, alzando el vuelo hasta el otro extremo de la habitación y deslizándose hacia uno de los umbrales que conducían a la cocina—. Lo mejor es que me sigas por el momento, ya he estado aquí las suficientes veces como para guiarte.
—Claro, el señor "yo mando" sigue haciendo de las suyas —se burló ella, volando a su lado hasta ver por el lateral de la entrada como él hacía—. ¿Están aquí?
—No... —dijo él, sin mirarla, aún imbuido en espiar todos los rincones— Aún no es hora.
—¿Porqué me has traído entonces en este momento? —volvió a quejarse ella, entrando en la cocina y volando como si nada pasara— Deberíamos haber venido cuando ya estuviera ocurriendo.
—¡Oye, espera! —Terence la siguió al vuelo, intentando interponerse, pero Vidia se movía con rapidez, posándose aquí y allá como una chispa inquieta—. ¡No toques nada! o si tocas algo lo mejor es ponerlo en el mismo lugar exacto en donde estaba antes. Ellos no deben darse cuenta de que estamos aquí.
—Lo sé, genio —exageró la voz para demostrarle todo su fastidio—, no es como si estuvieras tratando con alguna de tus amiguitas del jardín. Las vuelo veloces podemos escapar en un suspiro si alguien entra ¿lo sabes? si uno de los humanos baja, yo habré regresado a Pixie Hollow antes de que se le ocurra.
—No lo dudo —replicó él—, pero eso no quiere decir que me dejes atrás.
—Ese sería tu problema en todo caso —se sonrió ella con malicia, posándose sobre la tapa de una cristalera de condimentos—. Y yo estaría encantada de ver cómo tus planes se vuelven menos que una fantasía.
Terence la observó desde la encimera, junto a una cuchara de madera gastada y un escurridor mal colocado que aún conservaba el rastro húmedo de un lavado reciente.
—No harías eso —la contradijo—. Porque ningún hada podría ser tan mala.
—¿Cómo estás tan seguro, cariño? —se cruzó de brazos ella, inspeccionando las sales y la trenza de cabezas de ajo que pendían de un gancho.
—Porque te gusta el protagonismo más que la culpa —dijo con calma—. Buscarías salvarme antes que dejarme en manos de los humanos solo por salvarte a ti misma de la sensación de no haber hecho nada. Además, quieres más lo que yo puedo darte si salimos indemnes que la molestia de explicar por qué me secuestraron… o la molestia que representa que reina te ordene volver para rescatarme.
Vidia rodó los ojos una vez más y se elevó hasta una viga del techo, donde reposaban un par de nidos vacíos de tórtolas. Al acomodarse en uno, comprobó que no había escondite más discreto ni más cómodo.
—Eres tan desesperante como Tinkerbell —se quejó cuando él se asomó a su escondite—. Este es mi nido ¡Búscate el tuyo!
—Hay espacio para ambos —rezongó Terence, entrando de un pequeño salto—. Tenemos que permanecer juntos o no podremos hacer nada.
Vidia bufó, obligada a moverse apenas lo justo para darle espacio a Terence, que parecía tomarse con una ligereza irritante el hecho de estar atrapados en aquel nido improvisado entre vigas, plumas secas y ramitas. El calor corporal se acumulaba ahí dentro, una tibieza ajena que le erizaba las alas. Demasiado cerca. Podía sentir el leve cosquilleo del polvillo de Terence al desplazarse, el roce mínimo de su hombro contra el suyo.
—Entonces... —las palabras le salieron sin pensar, para aliviar la incomodidad— ¿a qué hora bajarán ese par de holgazanes? No tengo mucho tiempo para estar aquí, Terence. Si la ministra del invierno se da cuenta de que no estoy controlando el viento con las demás hadas de las ventiscas, seguro se lo notifica a la reina. Ya es un logro enorme que el ministro del otoño me prestara a esta estación esta vez para conocer la nieve en tierra firme. Si me quitan este privilegio, te juro que yo...
—Lo sé, Vidia... lo sé —alzó ambas manos y cerró los ojos un momento para pensar en lo que iba a decir a continuación—. Es por eso que estoy aqui contigo y no con ninguna otra hada. Como dices, es una suerte que el ministro de Otoño te diera permiso para estar aquí este invierno, pero tampoco eso no fue casualidad. Hablé con la hada Mary para que hablara por ti en este invierno porque una de las hadas de las ventiscas se lesionó un ala.
La vuelo veloz la miró enarcando las cejas y por un segundo se quedó helada.
—¿Tú hiciste eso? —preguntó despacio—. ¿Por qué?
—Si iba a entrar a un hogar humano con chimenea, debía ser con un hada cálida. Y también necesitaba a alguien rápido, alguien que pudiera hacer lo que yo no —añadió con una media sonrisa honesta, sin rastro de burla.
Vidia se apartó apenas un centímetro, lo justo para observarlo con suspicacia. Sabía que Terence era inteligente, como lo eran todas las hadas artesanas, pero no había calibrado hasta dónde llegaba su previsión.
—Bien, genio, ya me has dicho cómo conseguiste que viniera. Ahora dime ¿Cómo sabías que iba a aceptar tu plan descabellado? fácilmente pude haber dicho que no.
—Eso fue lo más sencillo —respondió él, sonriendo con una alegría tranquila mientras alzaba un poco el mentón—. Llevas varios ciclos buscando una probada del polvo que hizo Zarina. Me lo han dicho muchos guardias del polvillo. Mueres por probar el polvillo de la ligereza desde que la reina lo presentó en el festival de otoño.
Ella emitió un gruñido bajo. A veces una cree que guarda mejor sus secretos, hasta que descubre que Pixie Hollow habla más de lo que uno quisiera. Había intentado sobornar a varias hadas del polvillo para que le dieran una pizca de polvillo, solo un poco, para probar si de verdad la hacía más liviana que el aire para poder volar más rápido que cualquier hada de vuelo veloz de la que se tuviera constancia.
Nadie se lo había querido dar porque era un premio que solo duraba menos de un día, para las hadas escogidas de la reina. Vidia aún no había sido del todo perdonada por sus malos modos de antaño, a pesar de todo Clarion no la veía con buenos ojos después de todo.
Cuando Terence le contó su plan y le ofreció una bolsa llena de pizcas como para un mes de vuelos supersónicos, Vidia no pudo decir que no.
—Bien, tú ganas —resopló con hastío, apartando la mirada hacia abajo, hacia la cocina iluminada, fingiendo desinterés—. Lo tenías todo planeado. Un aplauso para la primera hada cerebrito de Nunca Jamás.
Hizo el amago de aplaudir y le lanzó una mirada cargada de sarcasmo. Terence no se sonrojó ni perdió la compostura como lo habría hecho Tinker Bell, pero eso no significaba que no le hirviera la cabeza cuando se burlaban de él.
—Sí, sí… ríete —murmuró, desviando también la mirada—. Supongo que eso te da una idea de cuánto quiero esto.
—Eso es lo que menos entiendo —replicó ella—, ¿porqué quieres tanto una taza de chocolate caliente? Las que TinkerBell hace son bastante buenas, aunque odie decirlo. Y las que hacen las hadas cocineras tampoco son nada desdeñables.
—Ese no es el punto, Vidia —empezó él, pero se interrumpió cuando dos figuras cruzaron el umbral de la cocina.
Él era alto y pelirrojo, ella era gordita y pelinegra. Eran la pareja que vivía en esa casa y los que habían estado esperando este momento tanto como Terence. El hada del polvillo mandó a callar a Vidia cuando esta quiso volver a hablar, cosa que la molestó. La pareja estaba colocando los adornos en distintas partes de la casa, en esta ocasión le tocaba a la cocina.
Venían riendo y haciendo pequeñas bromas mientras sacaban a su vez serpentinas que crujían al desplegarse y esferas preciosas que tintineaban al chocar suavemente entre sí.
—Creo que me he pasado un poco con la puntualidad —se sonrió Terence, murmurando para que su tintineo no se escuchase allá abajo—, pero llegamos en el momento justo. Siempre decoran todo antes de empezar las fiestas con su ritual de navidad.
—Sigo sin ver porqué quieres tanto robar ese chocolate —volvió a interrumpir ella—. Dame una simple razón del porqué, niño.
—Shh..
Ella lo miró con toda la expresión de "te mato", por unos segundos antes de dejar de pensar y seguir mirando hacia abajo. La mujer terminó su lado de la decoración y el hombre la suya antes de encontrarse en la mesa del comedor. A pesar de todo era una casa pequeña y la cocina servía para comedor de la misma forma. Entonces ella sacó un pequeño decorado para centro de mesa y él un pequeño recipiente con chocolates.
—Espera, primer el chocolate caliente —se rió ella dándole un beso a su marido—, después la cena y entonces probaremos estos.
Él asintió con suavidad devolviéndole el beso, pero secretamente se metió un chocolate a la boca cuando ella se dio la vuelta para ir hacia la encimera.
—Bueno, no llegamos tan temprano —dijo extasiado Terence—, ¡Mira, lo harán justo ahora!
Vidia observó con sorpresa la alegría del chico. Era interesante verlo tan emocionado por algo tan banal como el chocolate caliente. A Vidia le incomodaba pero no desagradaba del todo. Ya que no tenía nada bueno que comentar al respecto, decidió callarse por esa vez.
La mujer abajo empezó a sacar los ingredientes uno a uno mientras el hombre buscaba la leche y demás. Vidia alzó una ceja mientras iba anotando mentalmente cada uno a medida que la pareja los iba poniendo sobre la mesa.
—Nuez moscada, azúcar morena... ¿Qué tiene eso de extraordinario? —insistió mirándolo sin comprender—, todo eso hay en Pixie Hollow y más, Terence.
Vidia misma tenía algunas de esas cosas en su propio ciruelo amargo, donde vivía.
—No lo has comprendido —suspiró él—. Si fuera por los ingredientes ¿no crees que podría haberlo replicado antes?
Vidia se encogió de hombros viendo a la pareja cocinar en la cacerola la olla de chocolate caliente. Vainilla, canela, una pizca de sal, una cucharada colmada de cacao en polvo, piezas de chocolate negro que parecía de buena calidad... La olla empezó a calentarse. El vapor se elevó lento, cargado de aromas. El olor subió hasta el nido, envolviéndolos.
—Vine aquí con TinkerBell hace varios ciclos —empezó a decir Terence, con ojos nostálgicos—, la primera vez que nos dejaron venir a los artesanos a tierra firme después del descubrimiento de los abrigos y la escarcha para las alas. Encontramos esta casa y vimos una escena parecida a esta. Esa vez ya era como su segunda o tercera taza, hacen una cada noche de este mes hasta que se acaba el año. Pero el aroma… —inhaló despacio—. Era exactamente este.
La mujer ralló la cascara de una naranja antes de echarla en la mezcla. El sonido áspero del rallador se mezcló con el burbujeo bajo del líquido en la olla, y de inmediato una nota fresca, casi chispeante, se elevó en el aire, rompiendo la densidad del cacao con un toque luminoso. El hombre ya iba preparando las dos tazas especiales con líneas de jarabe de chocolate negro en el borde en el suyo y una estrella de anís para ella. El vapor siguió ascendiendo, tibio y envolvente, y por primera vez Vidia no pensó en el viento, ni en la reina, ni en el tiempo que se le escapaba. Solo en ese olor que parecía quedarse en el aire cálido del hogar.
—TinkerBell y yo hemos tratado muchas veces replicarlo. Pero simplemente no huele así y su saber no debe ser igual —dijo él, con tristeza y una sonrisa pequeña que no se reflejó en sus ojos castaños—. Fue un proyecto secreto desde hace mucho, probamos proporciones, temperaturas, distintos cacaos…. Hemos buscado la forma de hacer algo parecido, pero al final del ciclo de estaciones, ella y yo veníamos siempre aquí para percibir ese aroma y ver con anhelo las tazas y a la pareja feliz.
Vidia ladeó la cabeza, le sorprendió no sentir rechazo ante tanta franqueza, tanta dulzura vertida sin vergüenza. De verdad parecía algo importante para el hada del polvillo. Algo que talvez podría ser de verdad especial si ella le daba la oportunidad.
—¿Me dirás que TinkerBell se rindió? —preguntó con cierto destello de burla— eso no lo puedo creer.
—No... —dijo él, evasivo— ella tenía... tenía otras cosas qué hacer este invierno. Alguien por ahí le contó que el Big Ben volvió a retrasarse no sé cuantos segundos y ella está ahora obsesionada con unos engranes diminutos y… no sé qué más.
—Así que decidiste poner toda la carne en el asador —completó Vidia, mirándolo de una forma distinta a como lo había hecho nunca—. Como dicen estos humanos.
—Básicamente... si —suspiró él.
Rebuscó en su morral hasta sacar dos bellotas recubiertas con hojas peludas. Al agarrar las partes superiores estas se desenroscaban como tapas
—Pero planeo darle un regalo esta navidad.
Vidia apretó los labios sin darse cuenta.
Había tenido muchas parejas a lo largo de los ciclos. Todos habían sido hadas de vuelo veloces, y todos brillantes, arrogantes, veloces y emocionalmente tan afilados como una ráfaga del norte. Ninguno le había dado el menor regalo, ni siquiera se habían interesado en sus gustos personales o algo así. Ni una flor seca, ni un pensamiento detenido en ella. Nunca les había interesado saber qué le gustaba, qué deseaba, qué la calmaba cuando el viento no era suficiente.
Quizá por eso, ver a Terence tan esperanzado en conseguir algo especial para TinkerBell, le dejó un regusto amargo en la boca, tan persistente como el cacao en el aire.
Conocía la envidia, no la sentía a menudo pero la sentía a veces. Nunca lo admitiría, ni siquiera para si misma, pero la mayoría de las veces se encontraba odiando a los demás por tener menos talento que ella y ser más felices. Pensar que TinkerBell tenía el mejor novio que se podría desear, atento, lindo, sensible... le removía una amargura que Vidia no había sentido en mucho tiempo.
—Quiero que sea feliz esta navidad —sonrió Terence, con amplitud y una sinceridad que enternecía—. Imagínatela ¡Estará saltando como un ratón con su queso cuando lo vea!
Abajo, la cuchara volvió a girar en la olla antes de que la mujer apagase el fuego de la estufa. El hombre pelirrojo fue por cucharitas y malvaviscos antes de que ella vaciase el contenido en las dos tazas. Habían estado hablando todo el rato, contándose un par de anécdotas graciosas y otras no tanto mientras preparaban todo. Pero al sentarse en la mesa, con las velas de cera de abeja alumbrando tenuemente la cocina, ambos se quedaron callados.
Puede que no fuese un ritual oficial, pero ambos sentían que era algo solemne de alguna forma y le daban la importancia debida con su silencio antes de iniciar. Vidia tragó saliva sin darse cuenta. El aroma se le pegó al pecho, denso, envolvente, casi mareante. Había que admitir que daban verdaderas ganas de probar ese chocolate.
—Bien, Vidia... —Terence se frotó las manos con anticipación mientras se removía, nervioso— aquí es donde entras tú.
Antes de que ella pudiera decir algo, un par de golpes en la puerta sacó a la pareja de su momento especial. Abajo, ambos humanos alzaron la cabeza al mismo tiempo.
—¿Esperas visitas? —preguntó la mujer, frunciendo el ceño.
—Para nada… —respondió él, levantándose—. ¿Quién vendría con este frío?
El corazón de Vidia dio un salto brusco cuando el hombre se alejó de la mesa. En ese instante, Terence reaccionó, aferró con premura el brazo de Vidia.
—Vamos, el búho solo está avisado de dar golpes en la puerta y mantener al humano lejos por unos minutos. Yo iré a hacer ruido por la ventana de la habitación. Tú —le entregó el morral con ambas bellotas térmicas y el premio prometido—, consigue el chocolate y te daré otra bolsa de polvillo igual a esta.
Sin decir más, salió disparado hacia abajo. Un segundo después, un ruido sordo resonó en la habitación contigua. Pareció que algo había golpeado el cristal, seguido de un crujido leve. La mujer escuchó esos sonidos en la otra habitación y no dudó en ir a ver de la misma forma.
Vidia se sonrió ante la inteligencia del chico rubio, realmente era un peligro. Si fuera más travieso probablemente hubiera sido un vuelo veloz.
Ella tomó las bellotas y bajó a prisa hacia las tazas cuando la mesa quedó vacía. El calor del ambiente la envolvió al instante, desde el nido no se sentía tanto. El vapor dulce del chocolate le humedeció las alas, le erizó la piel. El aroma intenso del anís la hizo cerrar los ojos un instante, olvidando por un segundo que estaba robando.
Se inclinó sobre la taza de la mujer, desenroscó la tapa de la primera bellota y casi contuvo el aliento, consciente de que cualquier crujido de la madera podría delatarla. El calor humeante le pareció más agradable que cualquier otro cuando se agachó por el borde para recoger una buena cantidad y taparla rápido. El chasquido de la tapa encajando a la perfección se sintió como un instante de triunfo dulce en medio del peligro.
Tras meterla en el morral, sacó la otra y fue a repetir el proceso con la otra de la misma forma. El anís y el jarabe de chocolate le daban un toque diferente a ambas tazas, pero Vidia no tenía dudas, prefería por mucho la del hombre pelirrojo.
Podía decirse que Vidia había cambiado de opinión, ahora ella también quería probar un poco por lo menos. Cuando estuvieran arriba le exigiría Terence que le dejase dar un trago pequeño. Entonces, vio la bolsita de malvaviscos pequeños.
La pareja no había alcanzado a echar ni esos dulces ni tampoco la canela en polvo. Vidia se detuvo a pensarlo... ¿Qué había de malo en robar algo de eso también? No había nada de malo en ello... si no lo hacía rápido, se perdería la oportunidad.
Vidia tapó la segunda bellota y la guardó en el morral antes de aproximarse a la bolsa de malvaviscos. Tenía que ser rápida o ambos humanos volverían y la encontrarían. Sacó con premura una navaja de su bota y rasgó con fuerza el plástico antes de sacar un solo de los malvaviscos. Uno bastaba para ambas tazas.
Metió el dulce en el morral, que ya estaba en su máxima capacidad, y luego fue por la canela. Cada segundo contaba así que intentó ser tan rápida como se vanagloriaba de ser. Si los humanos regresaban ahora, no solo perdería la canela, sino también el chocolate. Tomó la cuchara metálica e hizo acopio de toda su fuerza para sacar el tanto de un puñadito. Solo que no tenía en donde meterlo.
—Upps… —susurró, tragando en seco—, esto no lo había previsto.
Volteó hacia el pasillo, luego al umbral por el que había desaparecido la mujer a tiempo para escuchar pasos en la escalera. No había tiempo para pensar demasiado. Así que Vidia improvisó.
Con su mismo cuchillo, rasgó con delicadeza un pequeño dobladillo de blusa, separando unos hilos y formando una especie de mini-saquito. No era nada elegante, pero serviría. Con rapidez embutió la pizca de canela y, cerrándolo lo mejor que pudo, lo metió al morral justo cuando la mujer entraba en la habitación.
Vidia era rápida, más que muchas hadas, pero ni siquiera su velocidad pudo evitar que la mujer alcanzara a ver un destello de luz dorada reflejarse sobre la superficie oscura del chocolate antes de desaparecer. Cuando la vuelo veloz se hubo dentro del nido de las tórtolas, la mujer se había quedado pasmada del susto, como una estatua.
Cuando su marido regresó, confundido por los ruidos y con el ceño fruncido, la encontró en ese mismo estado, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado.
—¿Krampus? —improvisó ella al fin, forzando una media sonrisa que no lograba ocultar del todo el temblor en su voz—. Parece que nos están jugando bromas.
—Depende… —respondió él, buscando darle la vuelta al asunto mientras la rodeaba con los brazos para calmarla— ¿te has portado mal este año?
Ella rió, nerviosa primero, y luego con más soltura, apoyando la frente en su pecho. El miedo se disipó como el vapor del chocolate. Hubo otro beso, esta vez más largo, más apasionado, un “¿qué más da?” silencioso, de esos que los adultos humanos se conceden cuando ocurre algo inexplicable y prefieren abrazarse antes que buscar respuestas.
Vidia espió desde su posición en el nido, aún con la respiración agitada y las manos cubiertas de canela. No apartó la vista. Algo en esa imagen, la calidez, la cercanía, la forma en que el susto se convertía en consuelo, se le quedó adherido como una marca a fuego en la conciencia. Nuevamente esa pequeña grieta de envidia florecía en su interior.
Fue entonces cuando Terence regresó volando a toda prisa. Los humanos ya volvían a sentarse a la mesa, comentando entre risas nerviosas la bolsa de malvaviscos rasgada y la canela derramada sobre el mantel. El chico rubio traía un pequeño chichón en la cabeza, que intentaba aliviar presionándose una bolsa de nieve improvisada con un calcetín, pero su expresión cambió por completo al ver el morral de Vidia, pesado y tibio, con ambas bellotas a salvo.
—No lo puedo creer… —murmuró, y su risa sonó como un tintineo suave—. ¿Quién diría que abandonar los valores de las hadas y decidirme por el hurto sería más efectivo que cientos de pruebas de recetas?
—Oh, no —replicó Vidia, alzando la barbilla con suficiencia—. Sabes perfectamente que no fue eso lo que te consiguió el chocolate. Fue mi participación en el plan la que cambió la ecuación.
El hada del polvillo ladeó la cabeza, mirando el estado de Vidia más detenidamente.
—¿Porqué tu ropa está rasgada y tienes canela encima?
Ella siguió su mirada, bajó los ojos a su blusa estropeada y soltó un bufido de fastidio. No tuvo más remedio que explicarle, de mala gana, el cómo y el porqué. La verdad es que rasgar su ropa de pétalos de flores no había sido la mejor de sus ideas, pero para salir de apuros funcionó bastante bien.
Para su sorpresa, Terence no solo no se escandalizó, sino que sonrió con una gratitud abierta, casi enternecida.
—Vaya, qué considerado de tu parte —se rió al verla, poniendo los puños en las caderas mientras se recreaba en la ironía del asunto—, nunca me hubiera imaginado que te tomarías esas molestias por Tink.
—Sabes que el polvillo es lo único que me interesa y la promesa de una segunda bolsa me inspiró —Vidia desvió la mirada, resoplando—. Olvídalo. Vámonos de aquí ya.
—Aún no podemos —negó él, aún sonriendo—. Los humanos nos verán si no tenemos cuidado. Espera, déjame ver esas bellotas. ¡Tink estará tan feliz!
Ella le pasó de mala gana el morral y Terence se detuvo a oler ambos con anticipación y gusto. El color marrón uniforme y la intensidad del aroma y el vaho que desprendía eran simplemente de ensueño. El hada del polvillo suspiró con satisfacción.
—¿Qué esperas? —se sonrió Vidia— ¿Porqué no pruebas un poco?
Debía admitir que para ese momento, quien más intrigada se encontraba por el verdadero sabor del chocolate era ella. ¿Valdría la pena tanto por una receta navideña casera llena de calorías y azucares?
—Solo un poco... —murmuró él— Quiero que Tinkerbell pruebe de ambos después.
Abajo, la pareja estaba bebiendo de sus tazas de la misma forma. Y Vidia comprendió por fin porqué tanto alboroto por el chocolate. Ambos humanos bebían con una satisfacción que no dejaba dudas de que era realmente bueno lo que tomaban. Las miradas de amor y ternura que se intercambiaban también eran algo qué envidiar, si uno los veía así casi deseaba tener a alguien para compartir algo tan bueno como una taza de chocolate caliente.
Terence probó un sorbo largo de su taza de bellota. Si Vidia no se equivocaba, era la que tenía el jarabe de chocolate negro, la del hombre. Estaba más oscura que la de la mujer y el aroma era tan dulce como parecía. Por la expresión de Terence, Vidia dedujo que en efecto, no había nada mejor.
—¿Quieres probar? —murmuró él, sonriendo con suavidad.
Ella asintió, embelesada por la imagen frente a ella. A la escasa luz de esa habitación, con todo lo que había pasado y los muchos sentimientos que ella ya sentía por él hada, Vidia no pensó tanto en lo que iba a hacer después. Se inclinó hacia él, aún embriagada por el olor, por el calor, por todo lo que había pasado esa noche.
Lo tomó por sorpresa al completo. Terence se quedó unos segundos ingrávido, con los ojos abiertos y el pensamiento hecho un nudo. El sublime sabor de la calidez de la bebida había sido algo maravilloso, pero nada se comparaba con la sensación que estaba inundando su ser en ese pequeño momento.
Vidia, por el contrario, paladeó el chocolate de su boca con curiosidad. Degustando con calma, deteniéndose a probar el sabor profundo y envolvente, oscuro y especiado, con un rastro tibio de azúcar morena y algo más, vainilla, quizá, que se mezclaba con el gusto natural de Terence. Era como beber de la bellota pero más íntimo y mil veces más especial. Vidia inhaló sin darse cuenta, y ese gesto mínimo bastó para que el beso dejara de ser un simple roce.
Los labios de Terence, inexpertos, dudaron un segundo antes de responder. Lo hizo con suavidad, torpemente al principio, demostrándole a Vidia que probablemente era la primer boca que besaba. Correspondió, siguiendo el ritmo que ella marcaba, dejando que el beso se acomodara por sí solo. El temblor leve de sus manos delató el nerviosismo que no se atrevía a mostrar pero que quedaba en evidencia totalmente.
Vidia percibió esa vacilación y, lejos de burlarse, se permitió quedarse un instante más. Probó de nuevo, no ya el chocolate, sino la calidez de sus labios, la forma en que Terence empezaba a responder con más seguridad, con un cuidado casi amoroso. Había algo sincero en esa manera de besar, algo que no tenía prisa ni tampoco parecía un error, y eso la desarmó más de lo que habría admitido.
Cuando finalmente se separaron, lo hicieron despacio, mirándose a los ojos.
—¿Qué te pareció... —carraspeó él, cuando la falló la voz y, nervioso, volvió a empezar— ¿Qué te pareció el sabor del chocolate?
—Tenías razón, es algo mágico —murmuró, aún sin apartarse del todo.
—Creo que... —Terence parecía hecho un lío de verdad, ante la cercanía de la hada y la tentación de volver a besarla— a mi no me importaría volver a probar...
Vidia tenía un leve rubor en las mejillas. Con una sonrisa algo traviesa en sus labios, tomó la tapa de bellota y tapó el recipiente con un simple movimiento. Entonces destapó la otra taza de bellota para darle un sorbo suave, bajo la mirada atenta de Terence. Cuando hubo terminado, puso la tapa y se acercó a Terence para que él probase a su vez el sabor que el anís le daba al chocolate. Y para enseñarle cómo le gustaban realmente los besos.
Notas:
No soy mucho de crear pequeñas historias para concursos o por épocas. Pero llevo un poco de tiempo sin publicar nada nuevo y sin escribir en general. Decidí hacer esto por la idea que me surgió al leer las bases del concurso, desde que las vi se me ocurrieron varias ideas divertidas. ¿Porqué no divertirnos un poco?
No soy tanto de portadas con IA, desde antes de este boom de esta nueva moda, usaba canva y hacía pequeñas portadas humildes para mis historias. Esta es la primera vez que me atrevo a crear una y siento que, puede que esté demasiado entusiasta, pero no está del todo mal. No sé qué opinan, pero por el momento se quedará esta portada.
Ojalá les haya gustado, comentarios y votos son siempre bienvenidos!
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