ID de la obra: 323

La Tumba Bajo Mis Lágrimas

Gen
G
Finalizada
1
El trabajo participa en el concurso «Harry Potter: El Capítulo Perdido»
Fechas del concurso: 26.06.25 - 13.08.25
Inicio de la votación: 12.07.25
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7 páginas, 1 capítulo
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La Tumba Bajo Mis Lágrimas.

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Caminó lentamente entre las tumbas. No estaba muy seguro de hacer esto, pero realmente nadie tiene la oportunidad de ir a su propio funeral, así que ahí estaba. Le sorprendió ver a tanta gente, ya que él no era precisamente el más amable del mundo mágico, pero después de ubicar unas cuantas caras, se dio cuenta de que la mayoría eran amigos de sus padres. Le alegró que algunas de las personas que le importaban estuvieran ahí: Barty, Evan y Pandora. Dorcas se había alejado de ellos hace mucho, así que no le sorprendió su ausencia. Eso no hizo que doliera menos. Se quedó mirando su propio funeral hasta que la última persona se fue. No tenía idea de que Barty lo quería tanto hasta que lo vio de rodillas frente a la lápida, llorando y maldiciendo. Sonrió cuando lo vio dejar un ramo de gardenias sobre el césped; él sabía que eran sus flores favoritas. Estaba a punto de marcharse hasta que vio a alguien acercarse. Creyó que era Barty volviendo para maldecirlo un poco más, pero entonces lo reconoció. Era Sirius. El recuerdo de la noche en la que su hermano se fue lo invadió. Había sido una noche dura y llena de maldiciones cruciatus. Bellatrix nunca había participado en este “deporte familiar”, como Sirius lo llamaba, pero ese día estaba especialmente de buenas y decidió ir a cenar a Grimmauld Place. Tuvo que haber sabido que Bellatrix y Sirius en la misma mesa era una mala combinación. No recordaba exactamente cómo sucedió, lo más seguro es que fue una simple estupidez, pero ellos comenzaron a pelear y, cuando menos se dio cuenta, Sirius estaba recibiendo tres maldiciones a la vez. Bellatrix, su horrible esposo Rodolphus y su madre estuvieron más de quince minutos con el hechizo levantado. Lo único que él pudo hacer fue mirar a su hermano retorcerse en el suelo mientras pedía ayuda. Él nunca se movió de su lugar. —¿Qué haces? —preguntó más tarde esa noche, cuando fue a su habitación para ver cómo estaba. —Me voy de aquí, Reg —respondió Sirius, guardando sus cosas en su baúl. —¿Qué? No puedes irte. —Su voz tembló. ¿Por qué estaba haciendo eso? —Claro que puedo. No voy a quedarme a esperar a que me maten —él lo miró y pudo ver la determinación en sus ojos—. Vámonos, Reg. Iremos con los Potter, ellos nos recibirán. Estaremos bien. Regulus lo miró confundido. Estaban en medio de una guerra. Voldemort era poderoso, no había manera de que sobrevivieran con los Potter. —No podemos hacer eso —dijo con toda la tranquilidad que pudo reunir. —¿Qué? ¿De qué estás hablando? —Sirius lo miró sorprendido y entonces comprendió. Él no tenía idea de nada. Su hermano era tan ingenuo que de verdad creía que iban a ganar la guerra, que los Potter iban a estar a salvo y que de verdad podía escapar sin que su madre se enterara y no hubiera consecuencias. Fue ese el momento en el que tomó una decisión. Iba a proteger a su hermano para que todo eso que él deseaba se cumpliera. Se iba a encargar de mantenerlo a salvo. Sirius lo había protegido durante mucho tiempo. Ahora le tocaba a Regulus protegerlo. —No voy a ir contigo —fingió neutralidad. —Reggie, no lo estás entendiendo. Tenemos que irnos —su tono era de súplica. Regulus casi cedió. Casi. Pero no iba a caminar hacia la muerte con su hermano. —Lo entiendo perfectamente, pero no voy a ir a ningún lado. Me quedaré aquí, con nuestros padres. La mirada que su hermano le lanzó reflejaba la traición que sintió; incluso creyó escuchar la magia de Sirius vibrar en su pecho. —Está bien. Haz lo que quieras —susurró mientras volvía a guardar sus cosas, esta vez con más fuerza de la necesaria—, pero no digas que no te lo advertí. Fue lo último que le dijo antes de salir con su baúl por la puerta principal. Eso solo confirmó sus sospechas. Walburga sabía que Sirius se estaba yendo y no lo iba a detener, pero Regulus sabía que su madre no lo iba a dejar tranquilo hasta que su hermano volviera o hasta que muriera. Observó a Sirius sentarse frente a la lápida y decidió acercarse un poco más. No esperaba que él, de entre todas las personas, fuera a su funeral. Sin embargo, ahí estaba, viendo fijamente la lápida que tenía su nombre grabado. Ahora que podía observar más de cerca al hombre en el que su hermano se había convertido, sintió un poco de vergüenza por la forma en la que él había “muerto”. No tuvo la fortaleza de “morir” con gracia. Siempre sería solo un traidor en un bando y un mortífago en el otro. Sirius, por otro lado, salía todos los días a arriesgar su vida para salvar y ayudar a personas que ni siquiera conocía. Se parecía a los héroes de los cuentos que él le leía para dormir, antes de que Walburga decidiera que eran lo suficientemente mayores para eso. Sirius era un héroe. Su héroe. Aquel que saltó tantas veces frente a él para que las maldiciones no lo tocaran, aquel que le leía cuentos antes de dormir y le cantaba cuando tenía pesadillas. Era a lo que estaba destinado desde que nació. —¿Por qué estás haciendo esto, Regulus? —gritó Sirius, caminando tras de él. Se habían encontrado en uno de los numerosos ataques que los mortífagos habían planeado para dejar desprotegido el Ministerio y tomarlo con más facilidad. —No deberías estar aquí, Sirius —respondió sin molestarse en mirarlo. —¿Por qué? ¿Te avergüenza estar haciendo esto? ¿Matando gente inocente? “Sí” quiso responder, “me avergüenza en lo que me he convertido”. —No sabes nada de mí —respondió en cambio—. Mejor vete de aquí, Sirius. Te necesitan en otro lado. —Siempre evitando las confrontaciones, ¿verdad, Regulus? Nunca das la cara. Se detuvo en seco y dio media vuelta, quedando cara a cara con su hermano. No lo había visto así de cerca en años. Se veía más grande, más maduro, y más cansado. La guerra te corrompe el alma antes de matarte lentamente. —No pudiste salvar a nadie aquí, Sirius. Ve adonde sí puedas ayudar a alguien y luego alardear por eso —su hermano tenía razón, nunca daba la cara ante las confrontaciones. —Eres igual a ellos —por primera vez en toda su vida, no pudo leer la mirada de Sirius—. Eres la misma escoria que ellos. Te odio, Regulus. Te odio. Y sin esperar respuesta, se apareció de ahí. Fue la última vez que se vieron. —Lo siento, lo siento mucho —escuchó los sollozos de Sirius—. Por favor, Reggie, vuelve. Podemos solucionarlo. Podemos hablar, pero por favor quédate conmigo, Reggie. Quédate conmigo. Si de verdad lo odiaba, ¿por qué estaba suplicando que volviera? —No te odio, nunca te he odiado —murmuró Sirius, como si hubiera escuchado sus pensamientos—. Lo dije por el calor de la discusión. Estaba enojado y herido, pero nunca te odié. El pecho de Regulus se oprimió al ver a Sirius poner ambas manos sobre la lápida con tanta desesperación. Tenía alrededor de cuatro años cuando fue a la playa por primera vez. Nada más llegar, Sirius le dijo que recogiera las mejores piedras que se encontrara en la arena. —Sirius, mira —corrió hacia su hermano, con los brazos llenos de piedras. —Excelente, Reggie. Son perfectas —elogió, revolviéndole el cabello—. Ahora ponlas aquí, te enseñaré a lanzarlas. —¿Lanzarlas? —preguntó confundido, dejando caer las piedras en la orilla del mar junto a Sirius. —Sí, las que reboten más de tres veces serán lanzadas perfectas. El tío Alphard me enseñó. Mira —tomó una de las piedras y la lanzó hacia el mar. La piedra rebotó: una, dos y tres veces. Sirius comenzó a reír y dar saltos de forma exagerada. —¿Viste eso, Reggie? Fue una lanzada perfecta —en realidad Regulus no lo entendía, pero ver a su hermano tan feliz lo hacía sonreír—. Es tu turno, vamos. —Pero yo no sé cómo hacer eso. —Te enseñaré, ven aquí —Sirius se puso detrás de él y tomó su brazo—. Tienes que inclinar tu cuerpo de esta manera y lanzar con todas tus fuerzas. Hizo lo que su hermano le indicó. La piedra rebotó: una, dos, tres y cuatro veces. Regulus contuvo el aliento. Siempre que algún niño de su edad hacía algo mejor, Sirius se enojaba y hacía berrinche. Miró a su hermano temiendo que estuviera enojado con él, y se sorprendió al ver que en realidad Sirius estaba sonriendo. —¡Eso fue increíble! —gritó, corriendo alrededor de Regulus—. ¡Soy un maestro tan genial que lo hiciste mejor que yo! —¿No estás molesto? —preguntó cauteloso. —¿De qué hablas? —Sirius se detuvo y lo miró confundido—. ¿Por qué estaría molesto? Eres mi hermanito, Reggie. Siempre voy a estar orgulloso de ti. El pecho de Regulus vibró de felicidad. Su hermano estaba orgulloso de él, y eso era suficiente. —Además, fui yo quien te enseñó. Eso solo muestra que soy un excelente maestro —infló el pecho y una sonrisa enorme adornó su rostro—. Ahora vamos, mi pequeño saltamontes, hagamos pulseras con las conchas que hay en la arena. —¿Saltamontes? —preguntó Regulus, caminando junto a Sirius de regreso a la playa. —No sé qué significa, el tío Alphard me lo enseñó —Regulus siempre pensó que su tío era un poco raro, pero no dijo nada y siguió a su hermano. Pasaron el resto de la tarde haciendo pulseras para el otro, prometiendo nunca quitárselas para recordar siempre ese día. Ambos se habían escapado de casa y era cuestión de tiempo para que Walburga los encontrara y los castigara por ello. —Reggie, tienes que prometerme algo —dijo Sirius cuando volvían a casa—. Tienes que ser valiente cada que madre intente castigarnos. —Pero ella me da miedo —se abrazó a sí mismo—. ¿Por qué padre nunca nos defiende? Sirius le dio una sonrisa tan brillante que rivalizaba con la luz de su estrella. —No lo sé —dijo con sinceridad—, pero te prometo que, mientras yo viva, siempre vas a tener a alguien que te proteja. Regulus sonrió cuando su hermano pasó su brazo sobre sus hombros. Probablemente sus padres nunca lo cuidarían, pero no los necesitaba. No cuando tenía a Sirius. La pulsera de conchas brillaba en la muñeca de Sirius. Llevó la mano a su propia pulsera y la apretó con fuerza; era un símbolo de promesas hechas, promesas rotas y promesas no dichas. —Vuelve a casa conmigo, Reg. Juntos haremos un hogar al que podamos volver. Los chicos estarán felices de recibirte, pero por favor vuelve conmigo —los sollozos de Sirius se hacían cada vez más fuertes. Por un momento, Regulus pensó en ceder a las súplicas de su hermano. Pensó en salir de entre las sombras y caminar hasta él, abrazarlo y pedirle perdón, decirle que no se iría otra vez. La cálida protección de Sirius era tentadora, pero ya se había refugiado detrás de él durante muchos años. Ahora era el turno de Regulus de sacrificar un par de cosas por su hermano. Además, había una parte egoísta de él que quería ver a Sirius llorar por él un poco más, ver cómo sus huesos gritaban por su ausencia, justo como él lo había hecho. —Vuelve a casa conmigo, Sirius —susurró, mirando a la estrella que le dio nombre a su hermano. Había pasado un mes desde que se había ido y lo extrañaba tanto. Su madre no se había atrevido a torturarlo, pero sabía que era cuestión de tiempo para que eso comenzara a suceder. Se sentó en la ventana que daba directo a la entrada principal. Era una costumbre que había tomado desde ese día. No podía dormir, así que hablaba con su estrella y esperaba a que Sirius llegara y le contestara. Nunca lo hizo. —¿Sabes algo? Sí quería ir contigo. Te habría seguido a donde fuera, incluso si eso significaba convivir con el idiota de Potter —sonrió al pensar en el molesto y lindo chico de cabello revuelto y gafas torcidas—. Pero no podía. Solo uno de los dos iba a salir de aquí, y tenías que ser tú. Tienes un mejor futuro que yo. La estrella parpadeó. A Regulus le gustaba fingir que cada vez que la estrella hacía eso, era porque Sirius lo estaba escuchando. —Otra vez tuve una pesadilla. Me prometiste que ibas a estar conmigo cada que tuviera una —la estrella volvió a parpadear—, pero parece que tampoco puedes dormir. Comenzó a tararear una de sus canciones favoritas, una que Sirius siempre le cantaba. En algún lugar de la oscura Gran Bretaña, Sirius cantaba para poder dormir. Él era la razón por la que hacía esto. Todo giraba en torno a Sirius Black. Hizo todo lo posible por mantenerlo alejado, por hacer que lo odiara para que su “muerte” fuera solo una más en la guerra. Y, a pesar de todo, ahí estaba, de rodillas frente a su tumba. Podía verlo y sentirlo. Estaba ebrio de dolor. —Me convertí en lo que más temía. Me convertí en Walburga —Regulus lo miró sorprendido; no sabía a qué se refería—. Prometí que te protegería y, por el contrario, te di la espalda, te abandoné. Yo te maté, Regulus. Yo te maté, y eso me está matando a mí. Pero no te voy a decepcionar. Voy a hacer las cosas bien, por ti, Reggie. Se acercó a la lápida y, con cuchillo en mano, comenzó a tallar florituras alrededor de ella. Fue bajo el soleado día de julio en Londres, cuando Sirius Black lloraba por la pérdida de su hermano menor, a quien había jurado proteger, y Regulus Black juraba hacer lo que estuviera a su alcance para proteger a su hermano mayor. Ambos Black se fueron de ahí, dejando la mitad de su corazón en una tumba vacía.

Regulus Arcturus Black

Amado hijo, primo, amigo y hermano.

1961 – 1979

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