ID de la obra: 379

Just roll with it

Slash
NC-17
Finalizada
2
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
12 páginas, 6.195 palabras, 1 capítulo
Descripción:
Notas:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
2 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

Capítulo 1

Ajustes de texto
Leer a las personas cuáles libros abiertos, luego de una rápida mirada o la más breve conversación, es una habilidad innata que Benito aprendió en su infancia y que pulió día a día a lo largo de los años. Alguien como él, con sus ambiciones, con su pasado, no puede darse el lujo de simplemente confiar en las personas, así que observar se convirtió en su mejor arma, y aquello, sumado a su intelecto, sirvieron para sacarlo de apuros y prevenir otros más en incontables ocasiones. Es bueno reconociendo la crueldad que merma detrás de semblantes en apariencia amistosos y palabras cordiales. Es así como, tan solo minutos después de conocer a Carol, Benito supo exactamente el tipo de persona con la que estaba lidiando. O tal vez “exactamente” no es la palabra adecuada: Ver la facilidad con la que estaba dispuesta a sacrificar a un inocente infante para su propio beneficio fue una sorpresa por demás desagradable. Considerarlo como una opción es algo que Benito comprende, pero llevarlo a cabo es cruzar un umbral de vileza que considera inconcebible, incluso con todo en lo que la vida lo ha convertido a él. Así pues, Benito tuvo en claro que bajar la guardia frente a ella, tan entusiasta en su cooperación y con su conciliatoria disposición, sería un error estúpido que él no estaba dispuesto a cometer. Y en una situación como aquella, en donde la fuerza se encuentra en los números, no hizo de su desconfianza un secreto y tan pronto tuvo oportunidad, advirtió al resto de los supervivientes lo ocurrido con Lucie antes de que Carol pudiera siquiera considerar manipular la narrativa. Benito pudo ver en los ojos de la chica el momento en que sus prioridades se reorganizaron, pasando de “Tengo que salir de este maldito sitio” a “Pero primero voy a matar a este pedazo de mierda”. Así pues, luego de pasar las siguientes horas rehusándose a soltar la mano de Emi, de resguardarse junto a Luis y de mantener a Carol siempre en su campo de visión, Benito sabe que su error no fue subestimarla a ella ni a su malicia. No, el error de Benito fue subestimar la infinita estupidez de Jeffrey. Con la presencia de aullidos en la lejanía, las escasas neuronas de Jeffrey hicieron sinapsis y recordó el perfume que había estado cargando con él todo ese tiempo. Sin otra fuente de información a la cual recurrir, le permitió a Carol examinarlo. La chica desenroscó la tapa de madera, olfateó los contenidos e hizo una mueca. Rápidamente devolvió el perfume a las manos de Jeffrey, y les informó que se trataba de un atractor natural para la bestia, uno que habían diseñado algunos investigadores en sus intentos por hallar una manera de controlar a la criatura. En ese momento, sin previo aviso, la criatura aterrizó intempestivamente sobre el techo, y lo que transcurrió después fue un accidente tan estupido que solo a Jeffrey pudo ocurrirle: Presa del pasmo y comprendiendo el riesgo inmediato en el que se encontraba al sostener el atractor líquido, Jeffrey soltó un patético grito a la par que arrojó el perfume lejos de él, sin siquiera mirar hacia dónde, con todas sus fuerzas. Parte del líquido aterrizó en la pared norte; el resto, en el más irónico y jodido de los destinos, sobre Benito. Y entonces, el caos se hizo presente en la pequeña sala de conferencias. ⚃⚄ Todos corren hacia la puerta al mismo tiempo. La bestia rasguña el techo, sus largas garras atravesando el metal con una facilidad acechante, pavorosa. Benito no es físicamente fuerte, como Luis; tampoco es tan hábil, como Diego; pero es veloz. Siempre ha sido el más veloz. Lamentablemente, no puede decir lo mismo de Emi. ⚃⚄ Va a lograrlo. Está por alcanzar la puerta, a tan solo un par de metros detrás de Luis. Benito sabe que va a lograrlo. Es a unos pasos del umbral cuando, de un fuerte tirón, siente la mano de Emi escaparse entre sus dedos. Cual vaquero lazando ganado, Carol ha envuelto el cuello de Emi en su bufanda. Detrás de ellas, el estridente sonido del metal del techo siendo levantado y destrozado se detiene y la luz de la luna se suma a la iluminación de la sala de reuniones. Es aquí donde comete su segundo error, uno que no puede achacarle a Jeffrey o a Carol, sino a un impulso protector totalmente desconocido para él hasta ese momento. Benito piensa que, una vez más, Emi es el objetivo de Carol. Pero cuando se inclina para cargarla en brazos, preparado para jugarse la vida en un violento forcejeo para recuperar a la niña, Carol, súbitamente, deja de tirar, y procede a empujarlo a él con todas sus fuerzas, y ahí, cayendo de bruces en el suelo, Benito cae en la cuenta: Emi no era el objetivo de Carol, sino su carnada. ¿Para qué sacrificar ahora a una niña que puede serle útil después, cuando puede deshacerse del molesto enemigo dispuesto a protegerla? Carol huye despavorida, la bufanda y la niña olvidadas detrás suyo. Benito mira por encima de su hombro, atisbando la silueta de la bestia que se asoma por el hueco que acababa de crear, observando con deleite a su aterrada presa sobre el suelo, y piensa, con cada dura lección aprendida a lo largo de su vida pasando frente a sus ojos en lo que probablemente se trate de uno de sus últimos momentos: “Por esto es que solo debes preocuparte por ti mismo” . Sentir compasión nunca deja nada bueno, solo se vuelve un obstáculo más en tu camino. Pero, cuando le lanza una última mirada a Emi, que hesita con un pie en la sala y otro fuera de la puerta, lo único que escapa de los labios de Benito, como última voluntad, es un trémulo: —Corre. Emi aprieta sus labios. Luego, obedece. Emi corre fuera de la sala, tan rápido como sus pequeñas y delgadas piernas se lo permiten, perdiéndose entre la nieve, sin mirar atrás y Benito descubre que no se arrepiente en absoluto. Sacrificarse por un extraño es la decisión más estúpida que ha tomado, pero también es lo más cercano a un acto de bondad que ha hecho. Es algo que ni siquiera sabía que le importaba, pero entre su incredulidad y su miedo también hay algo similar a consuelo estrujando su agitado corazón. Y es que de entre todas sus mentiras, todas sus traiciones, todo su egoísmo y sus manipulaciones, al menos, al final, había hecho una cosa buena. Una sola. Se pregunta si eso dice algo de él; si es algo que cuenta en absoluto. Escucha el sonido sordo de cuatro patas aterrizando pesadamente detrás suyo, y Benito hace de sus temblorosas manos dos puños. El rostro de Lucie pasa por su mente. Ingenua, molesta, brillante, Lucie. Sus dientes castañean en pavor, pero Benito logra formar una pequeña sonrisa. Quién lo hubiera imaginado, ¿No, Lucie? Él cometió su mismo error aún a sabiendas de que encontraría el mismo aterrador final. Tal vez, después de todo, Benito es tan tonto como Jeffrey, piensa por un momento; una última broma para sus adentros, a sabiendas de que nadie es tan imbécil como Jeffrey. La enorme criatura se acerca lentamente, no con cautela, porque debe ser capaz de detectar su miedo, debe ser lo suficientemente lista para saber que Benito se encuentra tan indefenso como luce, sino con curiosidad. El monstruo emite por lo bajo sonidos guturales, casi como gruñidos aunque sin su nota amenazante, mientras se coloca encima suyo, su gran cuerpo peludo cubriéndolo mientras lo olfatea de pies a cabeza. Esto solo le confirma a Benito que, pese al odio homicida que siente hacia Carol, incluso de haber logrado dejarla atrás, la realidad es que tenía su sentencia de muerte firmada desde que Jeffrey le arrojó accidentalmente ese maldito perfume. A menos que se desnudara en la helada intemperie e hiciera de sus ropas y gorro una pequeña fogata en la nieve, la bestia iba a poder localizarlo en cualquier momento, en cualquier lugar. Así que aquello es, posiblemente, lo mejor para asegurar la supervivencia de Emi y la del resto. Aun así, a pesar de su reciente revelación, Benito no es lo suficientemente noble como para perdonar a Carol y a Jeffrey. Desea que Emi viva en la misma medida que desea que Carol y Jeffrey sufran una muerte peor que la que le espera. Que sea el doble de agonizante, el doble de violenta. Especialmente para Carol, que se joda esa perra mata niños. Una mano, inquietantemente humanoide, gira su cuerpo de súbito, con una perturbadora facilidad que le provoca un espasmo de terror que en consecuencia ocasiona que las filosas garras que lo sostienen por su costado se entierren en su piel. Y así, sin más, Benito, que se había decidido a mantener sus ojos firmemente abiertos porque quería ver a la muerte directo a la cara en un último “me la pelas, hijo de puta ”, se encuentra con la visión más terrible que ha visto en su joven vida. Incluso de querer cerrar los ojos, ¿Cómo podría, sabiendo el horror que lo esperaba detrás del falso consuelo que le brindaba la oscuridad? La criatura es peor que todas sus pesadillas juntas; peor que las deformidades carnosas crepitando en el laboratorio del subsuelo. Su mente tan inteligente, tan rápida para reaccionar, ahora se ha quedado en blanco, tratando de procesar las facciones sin sentido del monstruo. Todo está al revés en él: sus ojos, su babeante hocico, su cuerpo contorsionado en un arco antinatural. Las fauces de la criatura se parten ligeramente a centímetros del rostro de Benito, el aliento pútrido de la peluda monstruosidad espirando sobre su rostro, revolviendo su estómago. Incapaz de apartar sus ojos de los grandes y filosos colmillos que sobresalen de su hocico, Benito se percata de las manchas carmesí ensuciando la comisura del pelaje. Su corazón da un vuelco cuando cae en la cuenta de que debe tratarse de la sangre seca de Lucie. Y advierte, con helado pasmo, que pronto la suya también se sumará a la suciedad que colorea aquel blanco pelaje, como la última prueba de su existencia y de su desafortunado final. Ojos escarlata, resplandecientes de odio puro, se encuentran con los suyos mientras el mutante se acerca a inspeccionarlo. Así, tan cerca de él, Benito siente, reverberando en cada nervio de su cuerpo, el gruñido gutural que comienza a formarse en el hueco pecho lanudo antes de poder expresarlo y, en una acto que después recordaría como estúpido pero siendo de naturaleza puramente instintiva, Benito se libra de su parálisis lo suficiente para evadir su mirada, ladear la cabeza y exponer su cuello, en un esfuerzo grabado de forma ancestral en su memoria para tratar de apaciguar la ira del enemigo, mostrando sumisión. El gruñido es contenido entonces, menguando en un vibrante refunfuño que amenaza con volverse hostil de nuevo ante la menor provocación. La criatura olisquea su rostro, mientras pesadas gotas de saliva y mucosidad caen de su quijada entreabierta, bañando su mejilla. Cuando llega hasta su frente, empuja el gorro con un movimiento de su larga nariz e inhala con ganas desde su expuesta cicatriz hasta la alborotada mata de su cabello oscuro. Pareciera explorarlo, como quien busca primero apreciar un delectable manjar antes de llevárselo a la boca. A la criatura le gusta jugar con su comida, nota Benito, sintiéndose desfallecer. No será una muerte rápida. No, esta bestia es tan despiadada como luce. Entonces, Benito lo siente inclinarse hasta su cuello. Por el rabillo del ojo, ve el gran hocico abrirse; siente la calidez de su pestilente exhalación; siente los puntiagudos colmillos, el doble de grandes y gruesos que los dedos en sus manos, acariciar su cuello; la larga lengua enroscada cae de entre las húmedas fauces, cual sanguinolenta liana, y le da un firme lengüetazo. Benito moja sus pantalones en ese momento. De su boca escapan agudos gimoteos que solo el pánico mismo impide que se conviertan en estridentes alaridos. En otro momento, jamás se hubiera permitido mostrar tal debilidad. Él mismo hubiera preferido jalar el gatillo sobre su sien antes de permitirse ser atestiguado así, tan desamparado. Pero la dignidad y el orgullo no significan nada cuando realmente estás cara a cara con la muerte, especialmente con una de magnitudes tan espantosas. Va a morir. En ese momento, en ese lugar. Benito aprieta los ojos. Decidido a forzar un último pensamiento de felicidad, una última imagen de paz, antes de ser consumido por la agonía incalculable que habrá de venir. Piensa en Emi, piensa en Lucie, piensa en Luis, piensa, incluso, en el estúpido Jeffrey. En México no hay nadie con quien haya compartido la mitad de lo que vivió aquel hórrido día con aquellos extraños, y aunque Benito daría todo por volver en el tiempo y nunca poner pie en aquel horrible hospital, agradece que, al menos, en el último día de su vida haya alcanzado a experimentar una conexión genuina con otras personas. Tal vez es un pensamiento triste, hasta patético para muchos, pero de donde proviene, luego de las cosas que ha visto y hecho, eso es más de lo que obtienen las personas como él. Así que mantiene sus ojos cerrados, su quijada apretada dolorosamente, y espera. Espera. Y luego continúa esperando. Entonces, el hálito sobre su cuello se detiene. La cabeza lanuda se aparta. Benito no abre los ojos. No respira. No se mueve un ápice. Garras, como punzantes navajas, presionan contra su pecho, asegurando su posición contra el suelo, y luego, lentamente, hacen su descenso por su torso. Se encajan en su ropa, haciéndola jirones, dejando marcas rojas a su paso, sobre su piel. El ardor lo hace gimotear, pero no se mueve, no abre los ojos, aterrado ante la perspectiva de encontrarse con un dolor tardío que reaccionaría una vez que viera sus entrañas expuestas fuera de su cuerpo. Sin embargo, con un fuerte tirón, las gruesas capas de tela que aún lo cubrían son arrancadas de él. Peor aún, su pantalón inmediatamente después recibe un trato similar. Y Benito no puede controlarse más. Suelta un alarido de horror, sus lágrimas precipitándose por su rostro, mientras se arrastra por el suelo, en un vano intento por poner distancia entre ellos. —¡No, no, no! ¡Vete a la verga ! —berrea, recobrando momentáneamente su espíritu de lucha. La bestia, descontenta, suelta un gruñido, y, con impresionante velocidad, alcanza uno de sus talones. Benito le asesta un fuerte puntapié en la nariz, pero además de hacer a la criatura sacudir la cabeza una vez no tiene otro efecto que enfurecerla y hacerla soltar un ensordecedor rugido, similar y, al mismo tiempo, exactamente opuesto a aquel de un lobo. Sintiendo sus tímpanos doler, Benito se cubre los oídos instintivamente y la bestia aprovecha para sujetarlo por su otro talón, antes de tirar de él, forzándolo a volver a su lugar inicial. El monstruo se agazapa encima suyo; las sombras lo consumen bajo el enorme, amplio, cuerpo peludo. No hay manera de que un humano pueda enfrentarlo y salir con vida. Es imponente, es pavoroso. Allí, a su merced, con la cálida luz de la sala de reuniones resaltando cada contorno de su musculoso cuerpo mutante, Benito lo percibe como invencible. La criatura lo gira una vez más, sin esfuerzo, colocándolo sobre su estómago, y cuando Benito intenta gatear fuera de su alcance, la bestia lo detiene con una de sus manos, apoyándola con fuerza entre sus omoplatos, y soltando un breve rugido aplacador, chorreando saliva que se desliza, espesa, caliente, por la curvatura de su espalda. Benito se congela de inmediato. Esta vez cuando lo que restaba de sus pantalones y ropa interior es arrancado, no logra reunir el valor para continuar poniendo resistencia. Con sus caderas al aire, su trasero y genitales son expuestos a la castigadora temperatura, pero Benito no siente diferencia alguna con el helado terror que ya recorre sus venas. Benito había anticipado sentir los colmillos enterrándose contra su piel, atravesando su carne, rompiendo sus huesos de una mordida. Lo que no había anticipado, era la sensación de la húmeda lengua entre sus glúteos, saboreando su ano. Benito da un fuerte respingo e, inmediatamente, la bestia presiona su mano con más fuerza contra su espalda y gruñe una vez, en advertencia, sin detener sus atenciones. La confusión embarga a Benito. “¿Pero qué reverenda mierda?” El extenso órgano recorre el anillo de su entrada anal, empapándolo con sus inhumanas cantidades de saliva, presionando, levemente, contra este. Es extraño. Es familiar. Si se encontrara en otra situación, con su misma especie, Benito pensaría que está siendo… Un gritito de sorpresa halla su camino hasta sus labios cuando la lengua lo penetra. La criatura hace círculos dentro de él, probando tentativamente el nuevo terreno, con una presteza que provocan en Benito una sensación inconcebible dado su apremio y exactamente opuesta al pánico del cual había sido presa hasta ese momento. La bestia pasa a dar lengüetazos, poco a poco, introduciendo más de aquel órgano dentro de él. El aumentado grosor y los movimientos probando sus entrañas hacen que un escalofrío recorra a Benito de pies a cabeza. ¿Qué verga está haciendo? Se pregunta, completamente azorado. Había visto la lengua de la criatura colgar varios metros debajo de su enorme quijada, ¿es que planeaba introducirla toda? ¿Con qué fin? La forma en que se mueve dentro de él (circular, de lado a lado, y, más recientemente, en un vaivén demasiado familiar) parece tener un propósito que ahora le resulta mucho más siniestro. ¿Es realmente así cómo juega con sus presas? ¿Realmente solo está probándolo? ¿Había hecho lo mismo con Lucie? Un profundo, lento, lengüetazo, lo hace contener un sonido de placer que no logra sino acentuar su pánico. No, piensa Benito, algo le dice que él está siendo una excepción. La bestia enrosca la fina punta de su lengua entonces, presionando contra su próstata. Contener el obsceno sonido que lo abandona en ese momento le resulta tan imposible como detener el movimiento involuntario de sus caderas. —¿Qué pedo?—Cuestiona en voz alta, casi sin aliento. La bestia presiona sus uñas contra su carne, en su silenciosa manera de recordarle a Benito que se mantuviera quieto, y continúa con su íntima exploración, mientras Benito se retuerce de placer en el sucio suelo polvoso de la sala, tratando de comprender, entre su excitación, la manera en que llegó hasta ese punto. Encuentra la respuesta a su demencial situación en la pequeña botella rota a unos metros de él, devolviéndole su reflejo en las puntas filosas de su envase, que resplandecen con las luces de la habitación: el perfume. Carol lo había llamado un atractor. Benito echa un vistazo por encima de su hombro. Se percata, por vez primera, que la blanca cola voluminosa que reposa al frente del torcido cuerpo del horror lanudo, se sacude de lado a lado, contento. El perfume contenía, se percata, en una pesadillesca, escalofriante deducción, muy posiblemente, feromonas. Feromonas de algún tipo de hembra. Feromonas que se impregnaron en Benito. Su muestra de sumisión tampoco ayudó a la situación y ahora, los gemidos que lucha por contener no deben estar sino empeorando las cosas. Para la bestia, todo en Benito ha dado claras muestras de estar dispuesto al apareamiento. A pesar de su repulsión, a pesar de su perturbación, Benito puede sentirse cerca del orgasmo. Es por la adrenalina, se dice. Al encontrarse un hombre asustado o enfurecido, las erecciones por reflejo son absolutamente naturales. La realidad, sin embargo, es que la lengua del monstruoso can no ha dejado de curvarse y desenroscarse contra su próstata desde que lo escuchó gemir por primera vez, haciendo que las piernas de Benito tiemblen en vergonzoso gozo. Cuando el pegajoso órgano se retrae de vuelta al puntiagudo hocico, habiéndose encontrado en la cúspide de un tan necesario orgasmo, Benito suspira en frustración. No es que haya olvidado su inaudita situación, es solo que entre el grosor, la longitud y la manera en que se retuerce y contorsiona, aquella lengua, deliciosamente inhumana, despertó en él una curiosidad meramente científica que lo abstrajo de la urgencia en la que se encuentra. Pero Benito no tiene tiempo de reparar en ello. Una serie de crujidos atraen su atención, y allí, detrás de él, presencia en primera fila un espectáculo de absoluto horror que está seguro que lo acompañará hasta el último de sus suspiros: la bestia rompe y reacomoda sus huesos frente a él. Empuja su cuello hasta torcerlo, hunde sus protuberantes costillas de fuera hacia dentro, y gira su cuerpo inferior: La que antes era su espalda ahora hace las veces de su pecho y viceversa; sus piernas y brazos, de previa apariencia quebrada, ahora se encuentran alineados; su cola reposa detrás de él, su cadera mirando hacia el frente. Asomándose ligeramente entre el pelaje, hay una cabeza roja, brillante en sus propios fluidos. Es, indudablemente, el inicio de una erección. Una que es, en apariencia, definitivamente más animal que humana. —¡Ay, no mames! ¡No mames, no mames…! —repite, interminable, con voz trémula, sin poder concebir lo que está por ocurrir y tratando, al mismo tiempo, de prepararse mentalmente. Aunque, ¿cómo podría alguien hacer tal cosa? ¿Quién carajo, siquiera, pensaría en algo como aquello? Pero definitivamente alguien lo había hecho, le responde su mente, infalible incluso en un momento así de apremiante; algún hijo de perra pensó en ello, de ahí la existencia del maldito, jodido, perfume. Conocían los instintos biológicos preservados por la criatura, y decidieron aprovecharse de ellos con un fin que Benito no alcanza (o no desea) discernir, pero que está por costarle caro. Es en ese momento que algo es presionado contra su ano. Algo duro, más grande que la lengua que había estado hurgando dentro de él. Benito vuelve la vista, arrepintiéndose inmediatamente después: el miembro rojo de la bestia, ahora completamente expuesto, se yergue, rígido, húmedo, en toda su considerable extensión. Es casi tan largo y tan grueso como el mismo brazo de Benito y palpita en impaciencia. —¡No digas mamadas! —gimotea en continua incredulidad, volviendo su vista al frente, al suelo polvoso bajo él. Aunque ser el pasivo en el coito no es el rol que prefiere normalmente, Benito ha sido penetrado con anterioridad. Sabe qué esperar y lo mucho que puede doler. Pero, verga, ninguna experiencia previa pudo prepararlo para aquello. Es demasiado grande, es demasiado grueso. Incluso la criatura tuvo la suficiente inteligencia para notarlo, sospecha, de ahí el que primero lo preparara con su lengua: no hay manera de que tremendo pito animal pudiera entrar sin algo de ayuda. E incluso así, Benito sospecha que no bastará. Ser devorado habría sido un mejor destino. La criatura va a empalarlo; va a destrozarlo; va a matarlo; y cada segundo va a ser agónico. Apenas tiene tiempo de lamentar su destino, cuando la cabeza del mutante pene presiona con decisión. Benito, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, hace lo posible por relajar su cuerpo, tratando de postergar su sufrimiento así fuera por unos momentos. Se concentra en controlar su respiración, mientras su cavidad anal cede con cierta facilidad, engullendo los primeros centímetros del falo escarlata sin demasiado esfuerzo. Pero la bestia no le permite tomar descansos, introduciendo más y más de su grosor, ensanchando el anillo rosado de su entrada hasta sus límites, con apenas la mitad de su miembro dentro. —¡Pérate, wey! ¡Pérate! —brama Benito, aferrándose a una de las patas deformes, tratando de comunicar su alarma, pero, en respuesta, la bestia pasa de presionar su espalda, a presionar su cabeza contra el suelo, haciéndolo levantar aún más sus caderas. —¡Ah! ¡Pinche animal culero! Se aflige Benito, tratando de controlar su llanto, pero las lágrimas escapan por su rostro ante la continua intromisión, gotas frías de sudor se forman en su sien, su miedo incapaz de enmascarar su creciente dolor ¡Va a ser partido en dos, está seguro de ello! Es cuando la bestia da una tentativa estocada y Benito se halla incapaz de contener un alarido de tormento, que, inesperadamente, la criatura se inclina hasta su cuello. Sus expuestas costillas punzan la espalda y costado de Benito, como curvas lanzas de acero que amenazan con abrir su piel si la criatura hubiera de acercar su cuerpo contra el suyo tan solo unos centímetros más. Cuando la pesada lengua relame su cuello y sus hombros, Benito cae en la cuenta de que esa es la manera de la criatura de mostrarse reconfortante. Aunque el monstruo ha demostrado ser más inteligente de lo que anticiparon, no cree que el acto se deba a una inesperada humanidad descubierta entre sus pulsiones salvajes. Debe tratarse de instinto, diciéndole que, de no ayudarlo a relajarse, no podrá montar a su pareja sin romperla antes de concluir cual sea su ritual de apareamiento. La esperanza despierta en Benito, tentativa, pero deslumbrante. Le da la suficiente motivación para separar sus trémulas piernas tanto como le es posible, concentrándose en controlar su respiración, en no tensar su cuerpo. Increíblemente, logra tomar más de la criatura dentro de él. Pero le parece interminable. Benito siente centímetro a centímetro abrirse paso en él, el dolor agudizándose más y más. Nunca se había sentido tan lleno; su cuerpo nunca había sido forzado hasta esos límites. Pero ahora que ha contemplado como real la posibilidad de salir vivo de aquella pesadilla, está dispuesto a soportarlo. Tiene que hacerlo. Y es que si la criatura realmente lo percibe no como un juguete, no como su almuerzo, sino como una pareja que espera fecundar, entonces es absolutamente posible que pretenda mantenerlo con vida en lugar de simplemente devorarlo al final. Es todo obra de las feromonas, y si Benito logra sobrevivir a aquel escenario de terror, entonces un escape futuro, antes de que se pase el efecto de ellas, se vuelve igualmente plausible. Solo tiene que resistir. Nunca se ha enfrentado a una locura de ese nivel, pero ha luchado toda su vida, ha sobrevivido a asaltos, accidentes y traiciones que han dejado detrás cicatrices como prueba de su fuerza, de su voluntad de vivir. Necesita salir de esto también, cueste lo que cueste. El pecho de la bestia retumba nuevamente, contento; su húmedo pelaje acariciando los glúteos y muslos de Benito, haciéndole saber, con absoluta sorpresa y alivio, que ha alcanzado engullir el monstruoso falo hasta su base. Benito suelta un tembloroso suspiro y, reuniendo valor, dirige su mirada hacia su entrepierna, revisando su estado. Comprueba que la parte baja de su abdomen está levemente abultada, pero, milagrosamente, no parece haberse desgarrado nada aún. Entonces, garras se entierran en sus caderas, en su hombro, y la bestia, gruñendo casi con furia en su oído, comienza un inesperado vaivén que contrasta en agresividad con el resto de sus acciones hasta ahora. Cual sea el impulso racional que había mantenido a raya el salvajismo de la bestia hasta ahora, acababa de terminarse. Saliva caliente se precipita como un torrente del hocico abierto de la criatura, que se ha curvado contra él posesivamente, sus costillas encajándose sobre la piel de su espalda. Las súplicas, los insultos, los gritos, todo se esfuma antes de ser expresado, lo único que tiene cabida en Benito son ruidosos quejidos de dolor que son forzados con cada estocada y sílabas de palabras a medias que olvida tan pronto los profiere, mientras araña el suelo metálico con desesperación. Es como ser atravesado por una espada ardiente; es como ser partido en dos. El grosor, la longitud, la fuerza, es, sencillamente, demasiado. No hay cabida en su mente para nada más que el pánico y la agonía. No queda en él pensamiento lógico, solo instinto. Y es por esto que alcanza a guiar una mano trémula, aquella que no está enguantada, hasta su flácido miembro y comienza a masturbarse. Es un desesperado intento por escapar del sufrimiento, por lograr lo imposible y acomodar al intruso que lo atormenta. Benito cierra los ojos, sacude su mano, arriba, abajo, estrechando el agarre de su puño debajo de su glande, rotando su muñeca ligeramente, haciendo todo lo que normalmente lo haría correrse con rapidez. No basta para distraerlo de la fricción castigadora, pero, de alguna manera, logra conseguir una erección. Colmillos recorren la extensión de su hombro, deteniéndose sobre la conjunción entre este y su cuello. Oscilan sobre su sudorosa piel, jadeando sobre él, como seducidos por el impulso de morderlo, pero conformándose con ejercer la suficiente presión para hacerlo sangrar. Es un acto simple pero aterrador, que le recuerda la cruda precariedad en la que se encuentra. Su vida pende de un hilo que puede romperse tan rápido, tan caprichosamente, que ni siquiera tendría una oportunidad para pelear de vuelta. Y es eso lo que, por algún motivo, hace que la presión sorda en la que se había convertido el dolor de pronto pase a transformarse en algo más. La adrenalina es una hormona realmente asombrosa. Benito ha estado alerta de cada movimiento, de cada sensación, de cada centímetro entrando dentro de él, pero, aterrado como estaba, no había notado la intensa manera en que su próstata se encuentra siendo estimulada. Cada brutal embestida lo llena como nunca nadie lo ha hecho ni lo hará en un futuro. El frío invernal ha quedado atrás, siendo resguardado bajo el musculoso cuerpo lanudo; mientras que el persistente dolor amaina a niveles que convierten sus chillidos en genuinos gemidos incontenibles. Se encuentra en un escenario inaudito que ha despertado en él sensaciones inimaginables: una criatura pesadillesca se aparea con él, tomándolo brutalmente por detrás, y Benito no puede sino gemir cual perra en celo. Cada parte de lo que anteriormente lo atormentaba ( el grosor, la longitud, la fuerza ), ahora es lo que hace rodar sus ojos hasta su nuca. Es incontrolable. Benito no puede detener su placer más de lo que pudo contener su sufrimiento. Todo pensamiento racional es forzado fuera de su mente. Solo queda el delicioso ardor, la inconcebible profundidad, la necesidad de recibir más, más… El cenit de su inesperado, hondo, placer, lo toma desprevenido. Benito se corre entre sus dedos, el estrés y el pavor acumulado abandonándolo de súbito en interminables gotas blanquecinas. Se desploma sobre el suelo, pero sus caderas se mantienen firmemente sujetas por la bestia detrás de él, cuyos gruñidos han ido en crescendo. Pronto, las paredes internas de Benito se encuentran siendo expandidas aún más, la base del miembro dentro de él ensanchándose progresivamente. El horror vuelve al cansado cuerpo de Benito. Un nudo. El monstruo está anudándolo. Demasiado agotado para siquiera moverse, Benito gimotea por lo bajo, mientras le suplica a su cuerpo que resista un poco más. Entonces, la criatura echa la cabeza hacia atrás, y profiere un gutural, estruendoso aullido invertido que reverbera en las paredes de la estación. Derrama su cálida semilla cual torrente dentro de Benito, cuyo abdomen se distiende ligeramente en un esfuerzo por contenerlo pero incluso así el resto se escapa en hilillos por su ensanchada entrada, aun abotonada. Sintiendo toda su zona baja entumecida en cansancio y satisfacción, a Benito no le resulta tan doloroso como lo es incómodo. La criatura se inclina hacia él nuevamente, atrapando sus lágrimas con su lengua, que después recorre por las heridas provocadas en su cuello, hombros y espalda. Con el nudo aún palpitando dentro de él, Benito (que trata de resistirse al extenuamiento, recordándose que el efecto de las feromonas es pasajero, que debe escapar cuanto antes), no tiene más opción que quedarse quieto mientras la criatura lo cubre con su saliva, y deposita en él una semilla que nunca verá frutos. Sin darse cuenta, con el lento pasar de los minutos, Benito pierde la conciencia. ⚃⚄ Es el helado viento contra su rostro lo que lo despierta. Benito se despereza con lentitud, confuso, agotado como si no hubiera descansado en absoluto. El familiar olor a carne pútrida impactando contra su nariz lo hace abrir los ojos en alarma, los recuerdos acuden a él como una avalancha que lo hace sacudirse violentamente, pero el gran brazo que lo sujeta lo aprisiona con más fuerza. No es recibido por la gran caja metálica que constituye la sala de reuniones de la estación, sino por las blancas planicies de la nevosa intemperie y por el descarnado pecho de la blanca monstruosidad. ¿Qué verga? ¿ En dónde putas…? Debió haber estado corriendo a gran velocidad, con él inconsciente en uno de sus brazos, pero ahora que ha vuelto en sí se detiene para sujetarlo con ambos, asegurándose de imposibilitar su escape. Lo cual es innecesario en realidad, considerando que Benito una vez más se ha paralizado del pasmo. Y es que, joder, ¿cómo? ¿Cómo es que sigue con vida? Sintiendo a Benito seguro en su agarre, la bestia presiona su cuerpo contra el músculo expuesto de su carne y vuelve a colocarse a cuatro, antes de emprender su viaje de nueva cuenta. Benito mira de un lado al otro, hasta que encuentra la oscura figura de la estación Glacius en la lejanía, volviéndose cada vez más pequeña desde su perspectiva. ¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente? Aquel monstruo es veloz, cual relámpago, así que supone que no pudo haber dormido por mucho rato si es que aún puede ver la base; aunque, bueno, había sido anudado, recuerda, la humillación coloreando sus mejillas. Tal vez el nudo de aquella criatura toma más tiempo de lo habitual en otros mamíferos en desinflamarse. Benito considera su situación: si no está muerto aún, es porque el efecto de las feromonas no ha pasado, o bien, supone, porque la esencia de la bestia se ha pegado a él al punto de enmascarar el aroma que normalmente consideraría el de una presa. En cualquiera de los dos escenarios, Benito está seguro de que su destino actual es el mismo: conocer la guarida de la bestia. Es lo único que tiene sentido. En la primitiva mente de la criatura, Benito es su pareja ahora, así que probablemente está en sus planes copular con él algunas veces más para continuar marcándolo con su esencia y preñarlo, cosa que, naturalmente, no va a ocurrir. Así pues, considerando que la bestia lo tiene literalmente entre sus manos y que se encuentra semidesnudo en un clima gélido y desolador, Benito concluye su análisis con que, desde un punto de vista sobrio y objetivo, podría decirse, con total seguridad, que ya se lo cargó la verga. ¿Qué madres va a hacer ahora? A pesar de haber alcanzado el más intenso de sus orgasmos hasta la fecha, no está seguro de que su cuerpo podrá soportar otra sesión de enloquecido sexo salvaje, ¡ni siquiera sabe cómo sobrevivió a la primera! ¿Qué va a ser de él? ¿Cómo puede sacar ventaja de su situación? ¡Debe haber algo que pueda hacer! Carajo, ¡de todas las formas en que imaginó que su vida terminaría, en ninguna visualizó que sería cogido hasta la muerte por una criatura infernal o que sería mutilado en un arranque de ira cuando ésta confirme que Benito no puede ser fecundado! Es cuando el pánico y el desánimo han comenzado a tomar asilo en su corazón, que el más estridente de los sonidos lo hace respingar. A su vez, la bestia detiene su paso tan súbitamente que de no ser por el firme brazo que lo sostiene, Benito hubiera resbalado del agarre que tiene sobre su pelaje y huesos. Una alarma ha comenzado a sonar en la lejanía, haciendo eco en cada estación. La criatura se para en dos patas. No gira su cabeza, sino que, sencilla y horriblemente, tuerce su cuello hacia atrás. El sonido del hueso siendo roto hace a Benito estremecerse en pavor, pero esta vez logra reponerse prontamente y ladea su cabeza, estirando su propio cuello, tratando de ver lo que sea que atrajo la atención del monstruoso depredador: Una serie de resplandores se han hecho presentes en el horizonte, el naranja y rojizo de sus colores alzándose hasta el cielo nocturno como un prematuro amanecer. La confusión nace y muere en Benito de un segundo al otro, cuando acude a él la remembranza de una nota amarillenta colocada en un tablón de anuncios: Un sistema capaz de crear llamas lo suficientemente ardientes para poder mantener con vida en el exterior a otra criatura que pervive sólo en climas cálidos, pero tan volátiles que bien podrían terminar por engullir las estaciones en los alrededores y a todos con ellas. El protocolo de contingencia solo puede ser activado desde la torre de radio, lo que solo puede significar una cosa: ¡Los otros chicos continúan vivos! ¡Benito aún tiene posibilidades de escapar! El cuerpo entero de Benito vibra con la imponencia del gutural aullido de la criatura que, en un impulso, vuelve sobre sus pasos y comienza a descender a toda velocidad por la duna de nieve que había subido. Benito se sostiene a él, con una pequeña sonrisa de incredulidad y renovada esperanza tentativamente asomándose en sus labios. Si por algún milagro Emi continúa con vida, Benito hallará la forma de escapar con ella, cueste lo que cueste. Esto aún no se termina.
2 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)