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14 de julio de 2025, 23:03
La ciudad bajo sus pies latía como un organismo vivo, respirando luz y estática a través de un entramado de venas de neón y huesos de acero. Los rascacielos se alzaban como gigantes dormidos, con sus caras de cristal reflejando el murmullo eterno de la vida humana. En algún rincón de esa maraña vibrante, sus compañeras cazadoras se preparaban para una redada nocturna, afilando cuchillas y activando talismanes de purificación.
Pero Zoey estaba sola, muy por encima de todo, en la azotea de un antiguo teatro de conciertos. Aquel lugar, que alguna vez vibró con luces y aplausos, ahora era sólo viento y sombras. Su abrigo largo ondeaba detrás de ella, y la barandilla metálica crujía bajo sus dedos. En su muñeca, el brazalete de cazadora emitía un leve parpadeo, reaccionando a una energía que se arremolinaba en el aire, tangible como un presentimiento.
Él estaba cerca.
No necesitaba verlo para saberlo. Aquella presencia —eléctrica, densa, imposible de ignorar— lo delataba. Habló sin girarse siquiera.
—Llegas tarde.
La voz surgió desde las sombras: grave, suave, con ese dejo de ironía despreocupada que siempre lograba descolocarla.
—Los ensayos se alargaron —respondió—. Nuestro líder cree que no transmito bien el verso dos. Irónico, considerando que lo escribí yo.
Zoey no se movió. El tono de su voz seguía teniendo esa profundidad seductora, como si hubiera atravesado tormentas nocturnas y viejos vinilos. No tenía derecho a sonar así… no siendo lo que era.
—Sigues viniendo —dijo ella con voz tensa—. ¿Por qué?
—Porque tú también sigues viniendo —contestó, sin vacilar.
Entonces sí, se giró. Lenta pero decidida.
Y ahí estaba él, apoyado contra una columna oxidada con su chaqueta oscura de Saja Boys, esa que ella había reconocido tantas veces en carteles y videoclips. Su figura alta absorbía la noche como si fuera parte de ella. Como siempre, su rostro estaba cubierto casi por completo por mechones largos y claros, un cabello tan pálido que brillaba como luz de luna. Sus ojos quedaban ocultos bajo esa cascada, pero ella sentía su mirada clavada en la suya.
El brazalete titiló con más intensidad, como si quisiera advertirle del peligro.
Pero su corazón no obedecía.
—Sabes lo que somos —dijo ella, bajando la voz—. Eres un demonio. Yo, una cazadora. Somos enemigos. No debería… no debería sentir esto.
—Y, sin embargo, aquí estás —respondió él, avanzando un paso.
El silencio que siguió fue denso, cargado de electricidad y palabras no dichas. El viento giraba a su alrededor como un aviso... o una tentación.
—No lo entiendes —siguió Zoey—. Si descubren esto… si me descubro a mí misma...
—Lo entiendo más de lo que crees —dijo él, con voz casi herida.
Otro paso. El brazalete vibró. Pero ella seguía inmóvil.
—Estoy cansado de esconderme tras la imagen que otros construyeron —murmuró Mysteri—. El ídolo. El mito. El demonio. Tal vez ya es hora de mostrarte quién soy realmente.
Y entonces, con movimientos lentos y ceremoniosos, llevó ambas manos a su cabeza y apartó hacia atrás el velo de cabello claro que siempre ocultaba su rostro.
Zoey contuvo el aliento.
Y el tiempo pareció detenerse.
Lo que vio no era humano… y, sin embargo, era más real que todo lo que había conocido. Su rostro era afilado, hermoso de una manera extraña, con una piel tan tersa que parecía esculpida por la luz misma. Bajo los ojos, marcas plateadas como símbolos antiguos brillaban levemente, huellas de su herencia demoníaca. Pero fueron sus ojos los que la atraparon: ámbar fundido, con pupilas verticales, felinas, peligrosas.
Y tristes.
Zoey alzó una mano, casi sin pensarlo, y rozó con la yema de los dedos la curva de su mejilla.
—Te veo —susurró—. No al ídolo. No al demonio. A ti.
Él cerró los ojos, inclinando la cabeza hacia su caricia.
—Entonces deja de huir.
Su mano tembló, pero no se apartó. El aire entre ellos chispeaba con tensión, con magia antigua, con un deseo largamente reprimido.
Y entonces lo besó.
No fue un beso perfecto. Fue torpe, urgente, lleno de miedo, furia, deseo… y algo más profundo. Algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Él la rodeó con los brazos, tirando de ella como si con eso pudiera salvarla. Sus dedos se aferraron a su chaqueta, anclándose a él, como si sin ese contacto fuera a desmoronarse por completo.
Cuando se separaron, ella lo miró con una mezcla de asombro y vértigo. Él le sostuvo la mirada con la misma intensidad.
—No puedo prometer que esto funcione —murmuró ella—. Ni siquiera sé si mañana tendré el valor de seguir sintiendo.
Mysteri esbozó una sonrisa, breve y melancólica.
—No quiero promesas. Sólo quiero este momento.
Zoey dudó, pero luego asintió.
—Entonces, por ahora… soy tuya.
Permanecieron abrazados un instante más, bajo un cielo lleno de estrellas, como si el mundo real se hubiera desvanecido. Durante ese pequeño e imposible momento, la cazadora y el demonio fueron simplemente Zoey y Mysteri.
Luego ella se apartó.
—Mañana volveré a fingir. A seguir órdenes. A la guerra.
—Y yo volveré al escenario —dijo él en voz baja—. A sonreír bajo luces que ya no me significan nada.
Ella lo miró con algo más que tristeza.
—Pero esta noche…
—Esta noche —completó él—, solo somos nosotros.
Y con eso, se giró y desapareció entre las sombras, dejando tras de sí un leve aroma a lavanda, a relámpago… y a pecado.
Zoey se quedó allí, sola en la azotea, con el corazón acelerado, los dedos aún vibrando y los labios ardientes por un beso que nunca debió haber ocurrido.
Pero ocurrió.
Y ella sabía que ya no había vuelta atrás.