Baladista

Si alguna vez existieron los dioses que nos cuidan, sin duda alguna en cierto momento se olvidaron de mí. Puede deberse a que ya no soy más una persona. No lo he sido desde el día en que caí. Y no fue una caída gloriosa. No me volví ningún rey. Me volví una peste, un mal augurio, una desgracia para quienes amo y una aberración para los mismos arcontes. Entonces me viste.  Viviendo una existencia ilimitada, seguro viste más cosas que yo, pero ruego que no hayas visto nada tan terrible como lo que yo vi alguna vez. Y es que en tus brazos me siento libre, como cuando era un niño jugando en la nieve y riendo con otros niños en los bosques de mi amada Shezhnaya, antes de perder mi nombre y mi hogar. El sonido mecánico de tus engranajes y el dulce canto sobre tu dolor, baladista, se han vuelto mi refugio. Mis ojos que dejaron de ver el sol un día, que ya no pudieron reflejar estrellas o alguna pizca de felicidad, solo te siguen a ti y a tu canción. Mientras la melodía ondula por los valles y páramos, los pétalos rosados de las flores primaverales de Inazuma se despliegan para dejar en claro que pasaste por allí. Entonces, baladista, tú te volteas, y llamas por mí, como una pequeña estrella parpadeando débilmente ante el ojo del mirón o el loco que sufre de insomnio. Entonces, baladista, yo corro tras de ti, y me pierdo en tu canto, en tu aroma a cerezos, porque el hogar que me quitaron está justo aquí, contigo, y la calidez de tu ser supera por mucho al gélido recuerdo de los días donde yo era débil, los días donde no te conocí a ti, baladista, dueño de las más bellas estaciones. Tú, baladista, que espantaste a la nieve, hoy me cobijas. Y es por ti, insisto, baladista, que este hombre abandonado por las manos de los arcontes, sin más ni menos, sigue su camino. Y es que siempre, siempre, siempre, sé que tengo un hogar al cual regresar.