Agridulce

Fueron largos meses, aquellos en los que no supo nada de su mejor amigo. Kyan Reki, sin aviso de ningún tipo, desapareció. Todavía no se acostumbra, y menos su familia, a la que va a visitar a diario, compartiendo recuerdos del alegre muchacho al que la policía ya dejó de buscar. Las manos del joven Hasegawa Langa tiemblan en cada ocasión que sale de la casa de los Kyan. Sus ojos se inundan de lágrimas, y la desesperación se apodera de su cuerpo. No puede creer que... Se fuera. No puede creer que se esfumara así, sin más. Hace que su corazón duela y que su cabeza de vueltas y vueltas. Entonces, cuando está a punto de romper en llanto a unas pocas cuadras de la casa de su amigo, su celular vibra en el bolsillo de su pantalón. Pensando en que puede ser su madre, revisa de inmediato. Sus cejas se alzan por asombro, y a los segundos se fruncen, al ver al remitente. — ¿Adam? —dice en voz baja para sí mismo. No le había hablado desde que le mostró su identidad. Langa le había dado espacio, y creía que aún lo requería. Por lo visto, se equivocaba. En parte, es un agrado que lo hiciera. Se siente solo. Desbloquea su celular, encontrando tres mensajes del hombre. Los lee rápido, una y otra vez: en resumen, estaba ocupado, le pregunta cómo se encuentra y le pide que le actualice sobre su vida, que se pongan al día, y, luego de meditarlo un poco, el chico escribe una respuesta que hace que se muerda los labios resecos hasta que consigue que sangren. A los segundos que sus palabras son leídas, el icono de «llamada entrante» ilumina su rostro. —Snow, buenas noches —le saluda con entrañable afecto —. ¿Querías hablarme?