Ángulos muertos
3 de agosto de 2025, 15:38
EL ÁNGULO EQUIVOCADO
El Salón Dorado del Ministerio era una jaula de luz y murmullos. Ron Weasley apoyaba la espalda contra una columna de mármol bruñido, sintiendo el frío penetrar su atuendo de gala. El whisky en su vaso había perdido todo su fuego, tibio y amargo como sus pensamientos. Su mirada, imantada, seguía a Hermione junto a la ventana arqueada. Y junto a ella, la sombra alargada y severa de Severus Snape.
Siempre el trabajo, masculló, apurando el resto del líquido dorado que le abrasó la garganta. Reconstruyó la escena con amarga precisión:
Snape hizo un gesto cortante, como un cuchillo en el aire. Hermione respondió con una inclinación de cabeza, seria, profesional.
En su mente, la traducción era clara e hiriente:
—El informe trimestral debe estar en mi escritorio el lunes. Ni un minuto más tarde. Sin excusas.
—Sí, Severus. He revisado los datos tres veces, los resultados son consistentes...
Snape se inclinó ligeramente, una esfinge de terciopelo negro. Hermione tensó los hombros bajo el vestido de seda verde esmeralda. Ron conocía ese gesto: no era concentración, era el reflejo de quien espera un reproche que no sabe cómo rebatir.
—Insuficiente. Sus variables de control son ingenuas. Reconsidere su metodología.
—Entendido. Reasignaré recursos del equipo de aritmancia...
Un movimiento brusco de la mano de Snape, un rechazo tajante.
—Denegado. Los datos de campo son clasificados Nivel 4. Concéntrese en lo esencial.
Hermione bajó la mirada hacia sus propias manos entrelazadas. No parecía enfadada. Parecía resignada, como si no tuviera derecho a protestar.
—Sí, profesor.
Entonces Snape dio un paso adelante, invadiendo su espacio con una naturalidad que a Ron le heló la sangre. Sus labios, finos y pálidos, rozaron la curva de su oreja. Ella enroscó los dedos en el tejido de su vestido, arrugando la seda, como si necesitara sujetarse a algo para no derrumbarse. No era un gesto íntimo, pensó Ron con un nudo en la garganta. Era un gesto de quien no se atreve a apartarse.
—Prioridad máxima al lote siete. Sin distracciones personales.
Ron sintió el hielo extenderse desde el estómago hasta los dedos. Ese maldito cabrón siempre exigiendo. Siempre ordenando. Y ella siempre agachando la cabeza, convencida de que cualquier desacuerdo sería una falta imperdonable. Le pareció que Hermione ya no sabía diferenciar un mandato de una petición. Que ya no recordaba qué era hacer algo por propia voluntad.
Snape extrajo entonces un libro de su interior de la túnica, un volumen gastado con el lomo resquebrajado. Mientras Ronald Weasley iba recreando la conversación en su mente, solo podía pensar que era un teatro que él ya había visto demasiadas veces: Snape dando, Hermione agradeciendo, pero nunca parecía libre de aceptar o negarse. Ni de detener esa máquina que la exprimía en nombre de la perfección.
—Principios Alquímicos de Emeric Switch. Evitará que repita sus errores de cálculo.
Hermione lo tomó como si fuera una reliquia sagrada, sus dedos acariciando la cubierta desgastada con una especie de cuidado que a Ron le resultaba casi triste. Como si temiera estropearlo, o estropearlo todo, si no mostraba gratitud.
—Gracias. Las estudiaré esta noche.
Como una sombra disuelta en la penumbra, Snape se desvaneció entre los invitados. Hermione apretó el libro contra su pecho, justo donde el escote en pico del vestido revelaba un atisbo de piel dorada por las lamparillas. Ron se acercó, pisando fuerte sobre el mármol.
—¿Todo bien? Snape parecía... particularmente intenso esta noche.
Hermione alzó los ojos un instante, pero su sonrisa cansada no alcanzó ni de lejos la calma.
—Solo exige perfección —dijo ella en voz baja, como si repitiera una consigna aprendida—. Me prestó sus notas originales de Slughorn.
Ron miró su propio vaso vacío, evitando esos ojos marrones que antes conocía mejor que los suyos propios. Ahora parecían los de alguien que ha aprendido a disculparse por respirar.
—¿Otra noche encerrada con libros, entonces?
—Es importante, Ron. Crítico, en realidad.
El rubio asintió, el sabor a ceniza en su boca.
—Sí. Siempre lo es.
EL ÁNGULO INOCENTE
El Salón Dorado del Ministerio era una jaula de luz y murmullos. Harry Potter observaba la escena junto a la ventana con una sonrisa auténtica. Después de tantos años de tensión y desconfianza, ver a Hermione y Snape conversar con esa intensidad académica era un bálsamo. Paz al fin, pensó, la guerra realmente terminó aquí, en estas pequeñas treguas.
La música se filtraba entre las conversaciones como un encantamiento de calma, y en medio de ese rumor dorado, Hermione, con su vestido verde esmeralda, parecía una figura de sabiduría y seguridad. Snape, en cambio, era lo de siempre: sobrio, contenido, con su sombra envuelta en telas negras. Y, sin embargo, algo en su lenguaje había cambiado. Harry lo veía: ya no había desprecio, sino atención. Y Hermione respondía a eso con respeto. Profesional, serena, confiada.
En la mente de Harry, el diálogo fluía con naturalidad académica.
—La edición de Blishen que exhiben omite tres pasajes cruciales sobre la transmutación del deseo.
—¡Lo sospechaba! Busqué la versión de Mervyn durante meses en el archivo mágico.
Snape cruzó los brazos sobre su pecho, una ceja arqueada en desafío silencioso.
—La biblioteca Malfoy tenía un ejemplar completo. Antes de los... incidentes del 98.
—¿Cree que Lucius consideraría venderlo?
—Dudo que ese coleccionista se desprenda de tal tesoro. Pero conozco fuentes... menos ortodoxas.
Snape se inclinó entonces, sus labios casi tocando la oreja de Hermione mientras susurraba algo. Harry vio el leve movimiento y luego el rubor subiendo por el cuello de su amiga, pero lo atribuyó a la emoción del descubrimiento. Hermione siempre se emocionaba ante un buen libro o una pista intelectual.
—La Sección Prohibida de Hogwarts, tras el falso ejemplar de Beedle el Bardo. Página 43. Pero cuidado con las runas marginales; muerden.
¡Clásico Snape!, pensó Harry con una mezcla de respeto y humor. Era extraño, pero casi agradable verlos así: como iguales. Él que tanto los había enfrentado, ahora los contemplaba desde la distancia con una paz que hacía apenas unos años habría creído imposible.
Con un gesto solemne, Snape extrajo un libro de lomo oscuro, sus dedos largos acariciando brevemente la cubierta antes de entregarlo. Harry reconoció ese libro desde lejos.
—Principios Alquímicos de Emeric Switch. Podrían interesarle.
Hermione lo tomó como si sostuviera un fragmento del Santo Grial, sus ojos brillando con devoción intelectual.
—¡Es increíble! Se lo devolveré sin una arruga, profesor. Palabra de Gryffindor.
Había orgullo en su voz, y algo más que Harry no supo nombrar. Admiración, quizás. Una gratitud profunda, de esas que se construyen cuando alguien reconoce tu esfuerzo sin condescendencia. A su modo, Snape lo hacía.
Ginny se deslizó a su lado, su brazo entrelazándose con el de Harry.
—Parecen compartir un interés muy... particular —murmuró, observando a Hermione acariciar el lomo del libro.
Harry sonrió sin reservas.
—Libros —respondió con una media risa—. Respeto mutuo por el conocimiento. Es bueno verlo, ¿no crees? Después de todo...
Ginny apoyó la cabeza en su hombro, su mirada también clavada en la pareja académica.
—Sí. Es bueno, después de todo.
Y por un instante, Harry sintió que todo estaba en su sitio. Que los fantasmas del pasado se habían desvanecido y que Hermione, incluso en sus largas noches de estudio y exigencia, se encontraba justo donde quería estar.
EL ÁNGULO CORRECTO
El Salón Dorado del Ministerio era una jaula de luz y murmullos lejanos. La música orquestal se había convertido en un zumbido lejano, como si el salón entero flotara bajo una campana de cristal. Para cualquiera, la velada seguía su curso: risas medidas, copas tintineando, sonrisas diplomáticas. Pero para Hermione, el tiempo se había detenido desde el instante en que sintió su presencia.
No necesitaba verlo. Bastaba el cambio en la presión del aire, el modo en que su piel se tensaba.
Snape llegó a su lado sin anunciarse, sin excusas, como quien ocupa un lugar que ya es suyo.
—Weasley intenta ahogar sus últimas neuronas funcionales en whisky de fuego barato —murmuró, sin mirarla, como quien hace un simple apunte sobre el clima.
Hermione soltó una sonrisa que no alcanzó los ojos.
—Dices exactamente lo mismo en cada recepción. Deberías renovar tu repertorio.
—¿Y perder la única tradición coherente que nos queda?
—¿Nos queda? —repitió ella, arqueando apenas una ceja—. Qué generoso estás hoy.
Él la miró entonces, no con dureza, sino con esa familiaridad inquietante que le hacía sentir desnuda incluso en mitad de un salón lleno de gente.
—No te hagas la nueva. Sabes exactamente qué somos.
—Somos un error repetido con precisión matemática —respondió Hermione, sin bajar la mirada.
Snape inclinó ligeramente la cabeza, como si reconociera la frase como cierta... pero insuficiente.
—Un error que repites sin dudar.
—¿Y tú no?
—Yo soy adicto a tus errores.
Hermione sintió el peso del anillo de compromiso como si le ardiera la piel. No por culpa. Por claridad.
—Deberíamos dejar de hacer esto —susurró, más para sí que para él.
—Lo hemos dicho mil veces —contestó él con cansancio en la voz—. Y sin embargo, aquí estás.
—Y aquí estás tú —replicó, bajando un tono—. Con esa mirada.
—¿Qué mirada?
—La que me lanza el mismo hechizo cada vez: el de querer olvidar todo lo demás.
—Entonces —dijo él, inclinándose hacia su cuello con una suavidad medida—, funciona.
El roce de su aliento le provocó un escalofrío que no tuvo nada de frío. Hermione desvió apenas el rostro, no por rechazo, sino por control. El autoengaño tenía límites.
—Spinner’s End —murmuró Snape—. Medianoche. La llave sigue bajo el sapo de piedra que detestas.
—¿Todavía no le pones un encantamiento decente? —susurró ella, en tono de reproche íntimo.
—Me gusta verte buscarlo. Cada vez parece que vas a rendirte. Pero nunca lo haces.
—Tú tampoco.
Una pausa.
—Sin medias —añadió él, como quien recita un viejo acuerdo.
—Sin anillo —dijo ella, completando la frase.
—Sin arrepentimientos.
—Eso nunca lo prometí —contestó, pero ya no tenía voz firme.
—Pero vuelves —susurró él, con una sombra de sonrisa—. Siempre vuelves.
—Y tú siempre me esperas.
—Porque no tengo otra forma de volver a respirar.
Hermione cerró los ojos un segundo. El corazón le golpeaba las costillas como si quisiera huir. O quedarse para siempre.
Él le entregó el libro con una solemnidad tan teatral como perfecta. Los dedos se tocaron. El contacto fue breve, pero dejó la sensación de un incendio.
—Principios Alquímicos de Emeric Switch —anunció Snape con voz clara, para quien quisiera escuchar—.
Preste especial atención al capítulo sobre catalizadores emocionales.
Hermione sostuvo el libro como si sostuviera una promesa envenenada.
—¿Otra indirecta disfrazada de bibliografía?
—Llamémoslo recurso didáctico.
—¿Es ese el capítulo en el que el contacto prolongado con el catalizador puede causar combustión interna?
—Justo ese.
Ella tragó saliva.
—Estás jugando con fuego.
—Y tú estás vestida para arder.
Hermione sintió que el vestido de seda ya no la protegía. La exponía.
Entre las páginas 42 y 44, un pergamino delgado como piel de serpiente:
"Cuando cruces ese umbral maldito,
donde el musgo cubre los ladrillos rotos
y el olor a cicuta y memoria
se mezcla con tu perfume a tinta y coraje,
recuerda esto, bruja insomne:
Esta casa solo albergó fantasmas
hasta que pusiste tus libros
en mi estantería vacía.
Conviértela en hogar esta noche.
Quema tus puentes con mi boca.
Sé el catalizador de mi ruina."
Hermione cerró el libro con lentitud. El poema no era nuevo. Lo había leído antes, copiado con la misma caligrafía angulosa, hace meses. Pero Snape lo había vuelto a esconder.
Eso lo decía todo.
La palabra hogar resonó como un eco que solo ellos conocían. Un lugar, un cuerpo, un instante.
El anillo en su dedo ardía. Y fuera, la luna llena cortaba el cielo como una cicatriz antigua.
Spinner’s End la esperaba.
Y ella no pensaba hacerle esperar.