Capítulo 1
                                                    22 de octubre de 2025, 10:38
                                            
                Nota de la autora: Parte de esto está basado en la vida real. Tenía una amiga, Kate, que era paciente estandarizada de la Facultad de Medicina de la Universidad de Toronto a principios de los años 90. Había un bar llamado The Public Library cerca de la Universidad Ryerson (ahora Universidad Metropolitana de Toronto) con cómodas sillas que no combinaban. Hay un George Brown College en Kensington Market. Los lugareños llaman al autobús nocturno de Yonge St. «el cometa del vómito» (Vomit Comet). Todo lo demás está completamente inventado.
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The Practical Patient
(La paciente de práctica)
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Supongo que se podría decir que tal vez nunca debimos estar juntos. Después de todos estos años, a veces cuesta recordar por qué empezamos a salir si tuvimos un comienzo tan turbulento. No somos exactamente polos opuestos, pero estamos bastante cerca. Estábamos -y a veces todavía estamos- en distintas latitudes. Pero lo amo y no cambiaría nuestra historia por ninguna otra.
Todo comenzó, como muchas grandes historias de amor, con un completo malentendido. Él me llamó puta y yo lo hice quedar en ridículo frente a los demás. Ya sabes, lo típico de chico conoce a chica.
George Brown College está ubicado en el centro de Toronto, en Kensington Market, cerca de Chinatown. El vecindario es excéntrico y ecléctico. Atrae a una gran variedad de personas de muchas culturas diferentes. Empecé a estudiar ahí en el otoño de 1993. Estaba en Artes Escénicas, para disgusto de mi papá. Él quería que trabajara con él en la Comisión de Tránsito de Toronto. Pero, ni loca, no había manera de que terminara manejando el cometa del vómito arriba y abajo por Yonge Street después de que cerraran los bares. No, yo iba a estar en el teatro como fuera. De cualquier forma, aunque solo fuera vendiendo boletos o como acomodadora. Al final cedió, especialmente después de verme en la producción escolar de My Fair Lady. Debo decir que me lucí como Eliza Doolittle. Me adueñé del personaje. Tenía que hacerlo para poder sostener a mi Henry Higgins. El chico era más festivo que el cuatro de Julio, si me entiendes, y apenas podía actuar ni para salir de una bolsa de papel. Pero me desvío.
Así que sí, estaba en mi segundo año en George Brown y pasándola genial. Sin embargo, el dinero empezaba a escasear. Papá no podía ayudarme mucho y los alquileres en Toronto puede ser altísima. No quería atender una barra ni servir café como robot. Ya sé, ya sé, no debería haber sido tan exigente y trabajo es trabajo, pero una chica tiene que tener algo de dignidad. Mi amiga Kate, que estudiaba Literatura Francesa en la Universidad de Toronto, me llamó aparte y me habló del trabajo de medio tiempo que hacía. Era divertido, fácil y pagaban bastante bien, así que yo también apliqué. Así comenzó mi ilustre carrera como Paciente Estandarizada.
En realidad, convertirse en PE tiene un proceso bastante riguroso. Hubo varias entrevistas, una cita con un psicólogo, prueba de orina y, mi favorita, una muestra de heces. Tenía que demostrar que no era una fetichista médica ni una hipocondríaca. Me alegra decir que pasé todas las pruebas. Tomamos un curso de capacitación de seis semanas donde nos explicaron todo lo que debíamos hacer. Nos pagaban para ayudar a entrenar a estudiantes de medicina y residentes para que pudieran interactuar mejor con sus pacientes, veinticinco dólares por hora en turnos de cuatro a seis horas. Nos daban distintos escenarios para representar con ellos, como, por ejemplo, cómo dar malas noticias o cómo manejar a un paciente demasiado cariñoso. La mayoría del tiempo todo era verbal y dábamos pistas sutiles mientras ellos tomaban nuestro historial. Ya sabes, toda esa basura que uno tiene que contarle al médico antes de que te hagan algo, por si acaso el furúnculo de la tía Ethel en el trasero tiene que ver con tu infección en el pecho. Como cuando hay que decirle al doctor que las voces en tu cabeza ahora hablan en español en lugar de mandarín, antes de que te suban la dosis. O admitir que esa erupción no es de un fin de semana divertido con un tal Rob musculoso, sino de tu gata Fluffy, que es demasiado afectuosa. Era un material buenísimo, la verdad.
Mi especialidad era llorar. Podía llorar al instante. Eso dejaba en shock a los doctores novatos, ni te imaginas. Después de seis meses de que me dijeran que no había nada que hacer por mi pariente ficticio y de fingir enfermedades rarísimas, me ascendieron.
Ahora, si le preguntas a mi papá -y por Dios, espero que no lo hagas, ese ascenso tiene que ver con archivar papeles. Sí, le dije que archivaba. En realidad, me manoseaban una y otra vez varias noches a la semana. Así es, dejaba que los doctores novatos me palparan los senos por diez dólares más la hora. Eh, no me juzgues, eso evitaba que únicamente tuviera ramen en la despensa. Seguía haciendo historiales y seduciendo internos nerviosos (bajo estricta supervisión, por supuesto), pero dejar que practicaran exámenes mamarios pagaba mejor. Y no estaba recibiendo atención de ningún otro lado. La escuela de teatro no es el mejor lugar para encontrar chicos heterosexuales. Bueno, sí hay varios, pero fuera del trabajo y del escenario, aunque no lo creas, soy muy tímida.
Y no es tan raro, en realidad. La mayoría de los actores son tímidos. Es más fácil ser otra persona en el escenario que ser tú misma todo el tiempo. Finge hasta que lo logres y todo ese rollo.
Ahora sí, vamos a lo jugoso. Después de un año como actriz médica, decidí ir por todo y empezar a ganar de verdad. Así es, chicas, estamos hablando de exámenes pélvicos. Setenta y cinco dólares la hora y toda la humillación que puedas soportar. Pero la verdad es que no me molestaba. No iba a volver a ver a esos doctores y, si lo hacía, seguramente ni me reconocerían. No es como si se hubieran fijado en mi cara ni nada así. La mayoría estaban más avergonzados que yo. Los profesores eran geniales y las enfermeras, aún mejores. Juntas les tomábamos la mano a estos doctores novatos para enseñarles cómo colocar el espéculo, qué significa «frío» y exactamente dónde deben meter ese hisopo. La mayoría de los bebés doctores eran un amor. De vez en cuando te tocaba un imbécil que creía saber más que nadie sobre todo lo relacionado con vaginas, especialmente las de nosotras que teníamos una. Seguro conoces ese tipo, tal vez hasta saliste con uno. Hay en todas partes, no solo entre los médicos, solo digo.
La jefa de enfermeras del departamento de Educación Médica, y mi chaperona favorita, Tanya, me avisaba cuando uno de esos estudiantes estaba en el turno y nos divertíamos un poco con eso. Y digo «eso» porque la idiotez no es exclusiva del género masculino, también hay muchas doctoras jóvenes desagradables, créeme.
Ahora imagina una fría tarde de enero. Ahí estaba yo, con mi bata celeste desteñida de tanto lavarla, calcetas rosadas y esponjosas en los pies, una actitud a la defensiva y mi ropa interior guardada en el bolso. Tanya me había informado que en esa rotación había un espécimen particularmente desagradable. Collins, Cummings, Carter o Constantine, algo así, algún nombre que empezaba con C. En fin, ese tipo se creía lo máximo y le hacía la vida imposible a las enfermeras. Así que ideamos un pequeño juego para darle una lección. Yo le contaría mis síntomas y justo cuando él se preparara para colocar el espéculo, empezaría a llorar. Lágrimas grandes, gordas, estilo Bambi. Me quejaría y lloraría durante todo el examen solo para verlo descolocado. Era cruel, sí, pero el chico necesitaba aprender a no meterse con el personal de enfermería ni con las Pacientes Estandarizadas. Él sería quien obtendría el título de médico, pero nosotras éramos quienes le enseñábamos.
La primera persona en atenderme esa noche fue una mujer joven. Lo hizo bien, fue delicada, pero sin exagerar. No se incomodó al hacer el examen y supo diagnosticar correctamente con las pistas que le di. Fue profesional, distante, pero al mismo tiempo empática.
La siguiente persona también era mujer. Más del tipo «aguántese, reina». No fue brusca, pero tampoco amable. ¿Conoces ese tipo? De las que tienen que estarse probando todo el tiempo y por el camino van perdiendo un poco de sensibilidad.
Luego vino un hombre. Fue un examen sin mucho que contar. Pasó por alto varios de los síntomas clave que le di y declaró que yo estaba bien, cuando le estaba dando pistas de una endometriosis temprana. En fin, su profesor revisaría todo con él después. Parecía del tipo que no comete el mismo error dos veces.
Tanya tuvo que salir a encargarse de otra cosa y Heidi la reemplazó. Heidi era buena, realmente buena en su trabajo. Era de esas enfermeras que no podrían ser otra cosa más que enfermeras. Como una vocación, ya sabes. Le di una pista sobre el doctor al que Tanya y yo estábamos preparando la broma, para que no fuera a llamar una ambulancia por mi culpa.
Y entonces él entró en la sala.
Dios me ayude, era guapo. Pero guapo en serio. Lentes. Un poco de barba sin afeitar. Alto. Cabello espectacular.
Caminó hacia donde yo estaba sentada en la camilla y se presentó.
—Hola, soy el doctor Cullen. ¿Cuál es el problema, señorita Swan?
Cullen. ¡Mierda! ¿Era ese el nombre del idiota? No podía recordarlo, solo sabía que empezaba con C. Doble mierda. Justo tenía que ser guapo el pendejo. Ni modo, hora de fingir el llanto y ponerlo en su lugar.
Le di los síntomas iniciales de una EIP, enfermedad inflamatoria pélvica. Nada glamoroso, es mi trabajo, ¿verdad? Él debía haber entendido, con lo que le dije, que el examen iba a ser doloroso. Pero no tenía idea…
Me merecía un premio de teatro por esa actuación.
Él, con mucha profesionalidad, me preguntó si podía empezar el examen tocándome. Dudé un poco, pero acepté. Tardó bastante en comenzar, pero cuando lo hizo, sus manos estaban heladas. Empecé con pequeños quejidos, luego me sobresalté. Se sonrojó y empezó a tartamudear. Tensé los muslos y me moví. Se le cayó el espéculo. Solté un siseo y empecé a respirar entrecortado. Se puso más rojo. Heidi me sostuvo la mano mientras le pasaba los instrumentos. Él dejó caer los hisopos. Heidi me tranquilizaba con un «Tranquila, tranquila» muy convincente.
Finalmente, rompí en llanto. Cuando levantó la vista desde entre mis piernas, casi se me olvida toda la farsa. Por el amor de todo lo sagrado, era hermoso. Los marcos de sus lentes resaltaban el color de sus ojos. Parte de mí quería agarrarlo del cabello y devolverlo al lugar del que acababa de salir. Podía imaginarme haciendo cosas indecentes y deliciosas con ese hombre.
El pobre chico estaba tan desconcertado que dijo (y hasta hoy le hago burla por eso):
—¿Quieres que te la bese para que se te pase?
Nunca en mi vida me había incorporado tan rápido. Cerré las piernas con tanta fuerza que ni una palanca podía abrirlas. Con la voz más fuerte y clara que logré reunir, le grité que saliera del consultorio.
Eso fue todo. Terminé por esa noche. Le pedí a Heidi que llamara a Tanya y reprogramamos el turno. Me duché, me vestí. Hice la retroalimentación con los primeros tres doctores. Les di mi evaluación desde el punto de vista del paciente y le entregué la documentación a Tanya. A propósito dejé al doctor «¿quieres que te la bese?» para el final. Quería hablar con su profesor antes de llenar sus formularios. Iba furiosa por el departamento cuando me topé con el doctor inapropiado hablando con algunos compañeros. Traté de rodearlo con paso firme, pero me detuvo. Bueno, esto iba a estar interesante.
—Dios, lo siento muchísimo. Y-yo-yo no sé qué me pasó. No quise hacerte daño. Sé que eres una profesional y todo eso. Solo que... solo que no pensé que fuera a doler así y…
—¿Una profesional y todo eso? ¿Qué demonios quieres decir con eso? ¿Crees que soy una prostituta o algo así por lo que hago? ¿Eso piensas?
Estaba echando humo.
—No-no-no-no. Y-yo-yo...
—Vete al diablo, imbécil.
Vi a la doctora Platt bajando por el pasillo. Ella era parte del departamento de enseñanza y ayudaba a coordinar a las Pacientes Estandarizadas. La detuve y, frente a ella, los demás internos y ese tipo, solté todo. Le conté cada cosa que él había hecho mal, incluyendo el comentario de «¿quieres que te la bese?». El tipo solo se quedó ahí parado aguantando, mientras los otros internos hacían esfuerzos visibles por no reírse en su cara.
Viéndolo en retrospectiva, no debí haberlo hecho así. Tendría que haber llevado a la doctora Platt y al doctor Besitos a un cuarto privado. Todavía me siento mal por eso. Pero vamos, estaba furiosa. Me sacaron del cronograma de exámenes pélvicos por el resto del semestre por gritarle a un estudiante en los pasillos. A él lo mandaron a clases extra de relaciones con el paciente. Más tarde me enteré de que ni siquiera era con él con quien se suponía que debía llorar. Tanya lo había asignado a Angela para su examen de prueba. Angela daba miedo. Estaba llena de piercings y tatuajes. Siempre andaba con mucho maquillaje oscuro. Para asustar al doctor idiota, una de las enfermeras le aplicó un tatuaje falso en la parte alta del muslo que decía: «Propiedad de Bubba. Si puedes leer esto, te mato». Funcionó. El tipo se portó tan amable como era humanamente posible. Su profesor habló con él después y le puso los puntos sobre las íes. Al final no le fue tan mal. Escuché que se dedicó a la investigación en lugar del trato directo con pacientes.
Así que, para no hacer el cuento largo… me equivoqué de tipo. Me sentí mal casi todo el tiempo, pero no podía superar lo de «¿quieres que te la bese?». Ah, y el comentario de «profesional» también me molestó bastante.
Una noche, tal vez dos meses después, estaba tomando algo con unos amigos en The Public Library. Ya sabes, ese bar cerca de la Universidad Ryerson al que van todos los chicos que acaban de cumplir la mayoría de edad. «No, mamá, no voy a tomar. Solo voy a The Public Library con mis amigos». Ese lugar. Estábamos esperando nuestro turno para jugar en una de las mesas de billar cuando entró el doctor Besitos y algunos más. Me escondí detrás de mi cerveza y fingí que no estaba ahí. Lo cual era difícil, porque mis amigos eran ruidosos… ya sabes, actores.
Me deslicé hasta uno de los sillones y traté de fundirme con la tapicería. No funcionó. Se tomó una cerveza y vino directo hacia donde yo estaba.
—¿Podríamos hablar un momento?
Mi sueño de convertirme en estampado floral se esfumó y acepté hablar con él. Me llevó a una mesa en una esquina y compró dos cervezas más.
—Quisiera presentarme como es debido. Soy Edward Cullen, estudiante de medicina de tercer año.
Sí, nada incómodo para nada. Parte del problema era que seguía estando condenadamente guapo, incluso con todo el desastre de cómo nos conocimos.
—Soy Bella Swan, Paciente Estandarizada y estudiante de teatro en George Brown.
Resultó que el chico guapo era en realidad un buen tipo. Para empezar, era hijo de la doctora Platt, así que conocía perfectamente el programa de Pacientes Estandarizados. Cuando me llamó profesional, no estaba insinuando que yo fuera una trabajadora sexual. De verdad se había creído mi actuación del examen doloroso y pensó que me había lastimado. Estaba mortificado. Además, acababa de terminar una rotación en pediatría y se había acostumbrado a sugerir que iba a «dar un besito» en los golpes, así que en realidad no me estaba proponiendo lo que yo pensé que me estaba proponiendo.
También me confesó que estaba nervioso y distraído… porque le parecía atractiva. La idea de hacerle un examen pélvico a alguien que le gustaba lo hizo aún más raro e incómodo «sin doble sentido».
Él entendía que Collins, el otro estudiante, necesitaba que le bajaran los humos, y no culpó ni a Tanya ni a mí por querer darle una lección.
Por mi parte, me disculpé mil veces por mi reacción y mi comportamiento.
Él compró otra ronda y seguimos hablando. Yo compré otra más y seguimos hablando. Descubrimos que teníamos algunas cosas en común, un par de bandas que ambos escuchábamos, una que otra serie, y algunos restaurantes baratos por toda la ciudad. Era un chico simpático y fácil de tratar. Y también de mirar. Se empeñó en acompañarme hasta mi casa pasada la medianoche, y no intentó nada al llegar. Le di mi número… y en serio llamó. Salimos unas cuantas veces más, hasta que me plantó un beso que me hizo encoger los dedos de los pies.
Unas citas más tarde, ya estaba besando todos mis «golpes», y déjame decirte… el hombre es un excelente doctor. Muy, muy comprometido con la atención al paciente. Exhaustivo sería una palabra adecuada. Explosivo sería otra. Sabe usar bien el estetoscopio. ¿Es demasiada información?
El resto, como dicen, es historia. Se especializó en Oftalmología, después de haber quedado traumatizado de por vida con Ginecología. Prefería tener a sus pacientes completamente vestidos. Y puedo dar fe de que su mejor trabajo lo hace en la oscuridad.
Conseguí trabajo en el Young People's Theatre, luego de algunos papeles menores en grandes producciones. Encontré mucho más gratificante ayudar a jóvenes actores que lidiar con las divas del escenario. Compramos una casita en Cabbagetown y criamos dos Weimaraners y un niño pequeño. Su madre, la doctora Platt, todavía se ríe de nosotros de vez en cuando. Ya no tengo absolutamente nada que ver con el Departamento de Educación Médica de la Universidad de Toronto. En su nombre, Esme Platt me lo agradece al menos una vez al año.
Y, hasta ahora, hemos vivido felices para siempre.
Nota de la autora: No puedo creer que esta pequeña historia sobre ginecología inapropiada haya ganado el segundo lugar por voto del jurado en el concurso Meet the Mate. Muchas gracias a los anfitriones, jueces y administradores. Felicitaciones a todos los que participaron por hacer de este concurso algo tan divertido. Y felicitaciones extra a todos los ganadores. ¡Buen trabajo!
                
                
                    