ID de la obra: 558

The Last of the Summer Cherries

Het
G
En progreso
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Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 12 páginas, 6.730 palabras, 1 capítulo
Descripción:
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Capítulo 1

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Nota de la autora: Esta historia fue escrita como regalo para la amable y dulce Jeannie Boom. Jeannie trabajó incansablemente en las recopilaciones de Fandom For Mental Health y Babies at the Border. Fue un honor tomar su idea basada en la historia de su familia y convertirla en este relato corto. Feliz Día de San Valentín. Espero que lo compartas con quien amas. ~oOo~ Los vagones modernos de los trenes nuevos no hacen los mismos ruidos que hacían hace cuarenta años, en los sesenta. Ya no se escucha el reconfortante clic-clac ni el pitido de los trenes a vapor. El viaje ahora es demasiado suave y rápido. Se acabaron los días de los viajes pausados por el simple placer de la experiencia. Se acabaron los días de vestirse apropiadamente en público y comportarse como gente decente. Cada pasajero que pasaba llevaba auriculares clavados en los oídos, aislado y separado de los demás. Vestían camisas de franela holgadas y vaqueros que parecían sucios. No podías distinguir a los chicos de las chicas; todos parecían iguales con sus cabellos largos y grasientos y expresiones aburridas. Edward Cullen estaba sentado en su asiento, sintiendo cómo su irritación creía, frunciéndole el ceño y torciéndole la boca en una mueca. No estaba seguro de que alguna vez le gustara algo de este nuevo milenio. A los jóvenes de hoy no les importaban las cosas simples, como la magia de viajar en tren o las cerezas dulces recién recogidas del árbol, no traídas de países lejanos. Tampoco les importaban las tardes viendo cómo el sol se ponía sobre su propia tierra después de una buena comida casera, con una cerveza fría en la mano. Para esta generación, todo era desechable o «divorciable». No sabían valorar los años dedicados a trabajar en algo, como una granja o un matrimonio. A vivir los altibajos, los tiempos difíciles y los momentos grandiosos. Edward se secó una lágrima antes de que pudiera caer. Los hombres adultos, los hombres mayores, no lloraban en público; Edward quería guardar sus lágrimas para la privacidad de su dormitorio. El pitido de su reloj lo sobresaltó, y luchó por apagar esa maldita cosa. Revisó sus bolsillos y se levantó. Era más fácil sacar la pequeña bolsa de cerezas de su chaqueta estando de pie, siempre y cuando el tren se mantuviera estable por un momento. Perdido en sus recuerdos, comió las cerezas, guardando los huesos en su mano cerrada mientras apenas notaba el sabor de la fruta. Cuando terminó, caminó hacia el pasillo que conectaba los vagones del tren. Años atrás, estos solían ser más abiertos, ligeramente peligrosos, pero más emocionantes. Ahora eran vestíbulos sellados que no le darían miedo cruzar ni siquiera a un granjero de sesenta y tantos años. Edward había notado, al principio de su viaje, que el vagón en el que viajaba tenía un pequeño espacio, perfecto para su propósito: unos diez centímetros de abertura rasgada en el revestimiento de acordeón cerca del piso. Se quedó en el pasillo, esperando a que las palabras llegaran a él. Sentía que la ocasión necesitaba un discurso conmovedor lleno de amor, pero todo lo que llegaba era enojo. Estaba más enojado de lo que había estado en toda su vida, no con alguien en particular, ni siquiera con la enfermedad que lo acechaba; solo estaba furioso con el mundo. La puerta detrás de él se abrió con un silbido, y Edward se giró, sintiéndose culpable de estar en un área donde no se suponía que debía estar y planeando algo que no estaba precisamente permitido por el ferrocarril. Un joven, desaliñado, pero no tan desastroso como la mayoría, cruzó el pasillo. Detrás de él, sujetándole la mano, venía una joven, vestida no al estilo descuidado actual, sino con una falda ordenada y una blusa bonita. La pareja se disculpó con Edward al pasar junto a él, sobresaltándolo al llamarlo «señor». Esta generación generalmente carecía de civilidad; ni siquiera los hijos de Edward lo llamaban «señor» con frecuencia. El joven incluso se ofreció a ayudar a Edward con la puerta hacia el siguiente vagón. Edward rechazó la ayuda, pero se sintió conmovido por la fugaz amabilidad del chico. La joven miró al chico como si él hubiera colgado la luna y creado cada estrella en el cielo con sus propias manos. Edward había visto ese tipo de amor antes, y eso lo sumergió aún más en sus recuerdos por un rato. El clima era más cálido de lo usual aquel junio de 1961, o tal vez solo lo parecía para Edward. Con el estómago delicado y un dolor de cabeza, abordó el tren en Chicago, feliz de dejar la gran ciudad atrás. Sólo había estado fuera unos pocos días, pero ya extrañaba la granja de su familia, el pequeño pueblo de Sheldon, Iowa, y la vida más simple que llevaba allí. Pasaron estación tras estación, deteniéndose por un momento en la mayoría de ellas. Campos de cultivo se extendían en grandes cuadrados, ropa secándose en las líneas y, ocasionalmente, niños corriendo y saludando al tren eran el telón de fondo del viaje. Edward se preguntó si sería igual en la otra línea. Si hubiera tomado la otra ruta, ¿habría visto las mismas casas de campo y granjeros trabajando la tierra; trigo, maíz o papas, grandes extensiones o pequeñas operaciones, animales o nada hasta donde alcanzara la vista? ¿O habría sido totalmente diferente? Consideró la posibilidad de perder su parada y continuar hasta la costa, atravesando Wyoming hacia Oregón o incluso California. Pero el padre de Edward Cullen no había criado a un desertor ni a un soñador. A la madura edad de veintitrés años, Edward viajaba de regreso a casa tras asistir a la boda de un amigo de la universidad. James no era el primero de sus amigos en casarse; aún quedaban unos cuantos solteros como Edward, pero esta boda le llegó al corazón. James tenía dos años más que él y había asistido algunos semestres a Northwestern antes de ser expulsado. James era muy rico. Su padre lo obligó a continuar con sus estudios, y la Universidad de Omaha fue la única escuela cercana que aceptó a James y su comportamiento desenfrenado. Él y Edward, junto con otros compañeros, se graduaron el año pasado de la facultad de negocios. Edward estaba seguro de que James habría llegado a la cima del mundo empresarial de Chicago eventualmente, pero James decidió casarse. Claro, había aceptado un puesto junior en la firma de su padre, pero que James se estableciera tan rápido... bueno, eso era algo que Edward no podía comprender. Suponía que la familia de Victoria tenía algún tipo de influencia y que el ascenso de James sería mucho más rápido gracias a su suegro. A pesar de pensar que el matrimonio era algo que quería evitar por unos años más, Edward estaba contento de asistir a la boda de James en Chicago. El padre de Edward necesitaba que asumiera un rol más importante en la administración de la granja, especialmente ahora que tenía un título en negocios. Ir a una boda elegante en la gran ciudad era su última oportunidad de divertirse antes de dedicarse por completo a trabajar para su padre. Era la boda social del año. No se escatimaron gastos. La novia le decía a todo el que cruzaba su camino que su vestido estaba inspirado en el que usó Jacqueline Bouvier Kennedy en su boda. De hecho, toda la boda tenía un aire Kennedy, desde el menú hasta la entrada con sopa de almejas que muy pocos invitados tocaron. La temporada era demasiado calurosa y la sopa demasiado pesada para una boda de verano en el Medio Oeste, pero era lo que la novia quería, y Victoria siempre conseguía lo que quería, James incluido. Fue una de las semanas más largas y confusas en la vida de Edward. En su corazón, era un granjero, un granjero a regañadientes, pero un granjero al fin y al cabo. Podría haber desafiado a su padre y convertirse en abogado o médico, pero no lo hizo. Los Cullen habían trabajado la tierra en Iowa por generaciones, cada una añadiendo más terreno o mejor conocimiento sobre los cultivos al legado de la anterior. La granja Cullen era grande y productiva. Su hermana mayor tenía una casa en la propiedad con su esposo e hijos. Edward y sus hermanos menores estaban destinados a unirse, formar sus propias familias en las tierras Cullen y trabajar los campos. El problema era que Edward no sabía qué más podría ser si no era granjero. No tenía una ambición ardiente por ser algo distinto. Lo único que sabía con certeza era que no quería casarse con una rolliza hija de granjeros alimentada a base de maíz de alguna propiedad vecina, criar un montón de niños pecosos y pasar el resto de su vida montado en un tractor. Eso lo tenía muy claro. Quería más aventura en su vida. O al menos, eso pensaba antes de la boda en Chicago. Había mucha aventura allí, y le dejó un mal sabor de boca. O quizá fue la ginebra la que se lo dejó. Edward nunca había bebido tanto en una semana. Había champán con jugo de naranja en el desayuno, tragos de whisky de centeno en el café, cerveza en el almuerzo, cócteles y vino en la cena, oporto y brandy después de cenar, y un último trago para cerrar la noche. Edward estaba seguro de que su hígado estaba molesto con él y planeaba vengarse. También estaba seguro de que su madre nunca lo perdonaría si se enteraba de la mitad de lo que hicieron en Chicago. James los llevó no a uno, sino a tres clubes diferentes en su última noche de soltería. El primero era un bar de puros. A Edward le gustaba fumar un cigarrillo ocasional, tal vez una o dos veces a la semana. Había algo en tomar una cerveza y fumar después de un largo día de trabajo que le resultaba atractivo, pero nunca había probado un puro. Y después de probar uno, prometió no hacerlo nunca más. James se burló de su amigo campesino por no disfrutar de un habano cubano hecho a mano, pero Edward se negó a dejarse afectar. El sabor desagradable permaneció en su boca y le quemó las fosas nasales. Ni siquiera el bourbon caro que James le ofreció logró quitarle los efectos del puro. La siguiente parada de James en su recorrido de soltero fue el Playboy Club en Walton Street. James y sus amigos se comportaron como idiotas con la joven que atendía su mesa. Edward estaba horrorizado por su comportamiento. Es cierto que no todos los días ni en todos los clubes las jóvenes atienden mesas con reveladores trajes de baño, pero, aun así, se suponía que eran caballeros educados, no patanes lujuriosos. Se alegró de que solo se quedaran por dos tragos. Edward se quedó rezagado cuando salían para disculparse con Tanya, su mesera. Su padre siempre decía que había que tratar a las chicas como querrías que trataran a tu hermana. Y Edward le dijo eso a Tanya mientras le daba cinco dólares extra. Ella le dijo que había lidiado con cosas mucho peores que las manos errantes de James y sus ojos lascivos. Tanya mencionó que estaba ahorrando para mudarse a Nueva York y trabajar en Broadway como bailarina, y la propina extra era una gran ayuda para sus planes. Ella le estrechó la mano y le agradeció. El intercambio lo dejó sintiéndose como un cretino, porque no pudo evitar notar sus hermosos y generosos pechos temblando de forma tentadora. No estaba acostumbrado a ver tanta joven con el pecho descubierto. Las mujeres de su familia y las chicas de su escuela vestían con modestia. No es que le molestara; en realidad, disfrutó mucho la vista, pero era desconcertante. El último club al que James los llevó era vulgar. Edward se había sentido estimulado por las mujeres apenas vestidas en el Playboy Club, pero las bailarinas topless del Velvet Lounge eran, cuanto menos, desagradables. Estaba muy contento de que al menos mantuvieran puesta su ropa interior y solo se quitaran los sostenes. A Edward le encantaban las mujeres. Le encantaban sus formas, su aroma, la manera en que se movían. Le encantaba el sexo, bailar pegado a una chica y todo lo que a un hombre debía gustarle. Pero prefería un poco de misterio, un atisbo de escote, el roce de faldas amplias y pantorrillas torneadas asomándose bajo las enaguas. Aunque también le gustaban mucho los pantalones ajustados que muchas chicas usaban últimamente. Solo que no quería que le restregaran todo eso en la cara, sin nombre y sin emoción. Había tenido una novia estable por un tiempo en la universidad. Era justo su tipo: alta, culta y rubia. Ella lo presentó a sus padres y luego a su cama. Terminaron seis meses después. No estaba enamorado de ella, pero Edward siempre la recordaría con mucho cariño como su primera novia seria. Había salido con algunas chicas en la preparatoria y la universidad, pero nunca encontró a la chica; la correcta, aquella con quien pasaría el resto de su vida, renunciando a todas las demás. Edward estaba tranquilo, sabiendo que tenía mucho tiempo para encontrarla. Las bailarinas topless parecían una mezcla de depredadoras, indiferentes y aterrorizadas. Caminaban por el escenario, pavoneándose sobre tacones altos, afilados y puntiagudos como armas. Su piel pálida parecía aceitosa. Hombres crueles y vulgares las miraban con ojos hambrientos. La habitación apestaba a humo, sudor y semen. James y el resto de su grupo de despedida de soltero se sentaron en primera fila con los puños llenos de billetes de un dólar y esperaron a que las chicas bailaran hacia ellos. Edward observó por un rato hasta que sintió que era seguro irse sin que lo ridiculizaran. Caminó solo de regreso al hotel y, al llegar a su habitación, tomó la ducha más larga y caliente posible, pero no pudo quitarse el olor de ese último club de las fosas nasales. Era demasiado tarde por la noche, pero Edward tenía ganas de llamar a su madre o a sus hermanas para disculparse en nombre de su género. No durmió bien esa noche. La boda transcurrió sin contratiempos. Victoria lucía preciosa con su vestido; James se veía sobrio con su frac y pantalones a rayas. Sus padrinos de boda lograron estar presentables después de su noche de desenfreno. Todos, excepto Edward, estaban nuevamente borrachos tan pronto como comenzó la recepción. Una madre tras otra arrastraba a sus hijas casaderas para exhibirlas frente a los padrinos. Edward se vio obligado a bailar con varias Beckys, Bitsys y unas cuantas Beulahs antes de que le permitieran cenar. El interminable desfile de mujeres disponibles y padres insistentes solidificó la idea de Edward de esperar unos años antes de casarse. No necesitaba esa molestia en este momento. Y definitivamente no necesitaba a una debutante de sociedad como prometida. Las chicas eran insípidas, superficiales y poco atractivas. No dejaban de decirle lo guapo que era, algo que a él no le importaba en lo más mínimo. Se deshacían en halagos sobre su título en negocios y varias se rieron de su plan de dirigir la granja familiar. De hecho, se podía ver cómo la luz codiciosa abandonaba sus ojos cuando mencionaba su futura carrera. Edward sabía que quizá nunca sería millonario siendo agricultor, pero también sabía que un granjero inteligente en Iowa podía ganarse bien la vida trabajando la tierra. ¿Quiénes eran esas chicas para menospreciarlo por eso? Edward estaba harto de la población femenina demasiado maquillada, demasiado vestida y con exceso de Aqua Net (1) de Chicago. Al subir al tren, Edward se sintió feliz nuevamente. Tenía un nuevo aprecio por su hogar, la granja y su familia. Encontró un asiento y se quedó mirando las plataformas frente a él. Volvería a casa y hablaría con su padre. Planeaba encargarse del lado administrativo de la granja: pagar las cuentas, hacer pedidos, rotar cultivos y llevar los libros. Dejaría el trabajo de la tierra a sus hermanos. En unos años, encontraría a su alta belleza rubia y se casaría. Hasta entonces, convertiría la granja Cullen en la más productiva del condado, quizá incluso del estado. Después de que el tren dejó la estación, el movimiento lo adormeció y se quedó dormido. Una hora después del viaje, Edward fue bruscamente despertado cuando el hombre a su lado encendió un puro grueso. El olor acre le recordó el bar de puros al que James lo había llevado, y le dieron ganas de vomitar. Se disculpó y se levantó de su asiento. Tratando de alejarse lo más posible del olor a puro, Edward atravesó dos vagones hasta encontrar un asiento vacío. Por suerte, era un asiento que daba hacia atrás, en medio del vagón. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Por más que lo intentaba, no podía volver a dormirse. El movimiento del tren y los sonidos a su alrededor lo mantenían alerta. Un vendedor de golosinas pasó y Edward lo llamó. Compró dos Baby Ruth, dos Junior Mints y un Zagnut (2). Normalmente no gastaba tanto en dulces, pero el vendedor tenía una oferta: si comprabas cinco barras, te regalaban una caja de un nuevo dulce que acababa de salir, llamado Lemonhead. En realidad, solo quería una caja de Junior Mints, pero cayó ante el discurso del vendedor. Le daría las barras extra a su hermano menor y los caramelos de limón a su madre. A ella le encantaban los dulces con sabor a limón. Y Edward adoraba a su madre. Unas risitas infantiles llamaron su atención, y Edward miró a su alrededor buscando al niño. Su vista estaba limitada mientras estiraba el cuello, pero no pudo encontrar la fuente de la risa. Era una lástima, le gustaban los niños. Eran divertidos y siempre brutalmente honestos. Edward apreciaba eso de ellos. Volvió a escuchar las risas, seguidas rápidamente por el sonido de alguien intentando silenciarlas. Inclinándose hacia adelante en su asiento, alcanzó a ver el ala de un sombrero blanco de paja, la curva delicada de un cuello largo, un hombro inclinado vestido con un vestido blanco con un patrón de flores o algo parecido, y un antebrazo ligeramente bronceado que terminaba en un guante con encaje en el borde. Edward dejó que su mirada bajara un poco más hasta encontrarse con los pliegues y pliegues de una falda amplia y un calcetín corto blanco dentro de un zapato de tacón bajo y sensato. Mientras observaba, la joven levantó la mano—cuyo codo sobresalía hacia el pasillo—hasta aproximadamente donde estaría su boca. Entonces escuchó la risa. La joven se inclinó hacia adelante, ligeramente fuera de su línea de visión, hacia el asiento junto a la ventana, volvió a sentarse y silenció las risas. Edward vio esta pequeña danza una y otra vez hasta que la joven metió la mano en su bolsillo, también del lado del pasillo, y sacó un pañuelo. La joven lo presionó contra su boca mientras se balanceaba de un lado a otro. Edward estaba tan absorto en lo que sucedía unas pocas filas delante de él que se levantó para ofrecer su ayuda. No quería que el niño quedara desatendido si la madre, tutor o la persona sentada junto a él estaba enferma. También le preocupaba que, si estaba enferma y vomitaba en el vagón de pasajeros, el olor lo haría sentirse mal a él también. A medida que se acercaba a la joven, la situación se volvió mucho peor de lo que pensaba. El pañuelo que ella sostenía contra su boca comenzó a mancharse de rojo mientras él se acercaba. Ella lo tenía parcialmente apretado en su mano enguantada, pero la punta se estaba saturando rápidamente. Edward se arrodilló a su lado. Y ahí fue donde quedó perdido. Edward miró los ojos marrones más grandes y profundos que jamás había visto. Estaban llenos de calidez y risas, con un toque de preocupación. A medida que lo observaban, la expresión de esos ojos cambió a sorpresa y asombro. El pequeño niño a su lado comenzó a reírse nuevamente. —¿Se encuentra bien, señorita? ¿Debo llamar al conductor? La joven sacudió la cabeza frenéticamente y agitó su otra mano. Un desnivel en las vías hizo que el tren diera un brusco sacudón. Edward mantuvo el equilibrio, pero la joven se inclinó hacia adelante, y algo salió disparado de su boca. Edward, quien había jugado béisbol en la escuela secundaria, atrapó el proyectil por reflejo antes de que pudiera golpearlo en el pecho. Abrió la mano y miró hacia abajo, encontrándose con una cereza húmeda en su palma. Edward volvió a mirar a la joven justo a tiempo para verla vaciar sus mejillas, llenas de cerezas, en su pequeño pañuelo blanco. El niño pequeño a su lado estalló en carcajadas, sujetándose los costados y balanceándose en su asiento. —¡Cállate, Emmett! —susurró la joven al niño. Luego, volviéndose hacia Edward, le dirigió una sonrisa de disculpa—. Gracias por su ayuda, señor. Lamento haberlo molestado, pero estamos bien. Con cuidado, extendió la mano y tomó la cereza húmeda de la palma de Edward. Un calor suave recorrió su mano y subió por su brazo cuando las puntas de los dedos enguantados de la joven rozaron ligeramente su piel. —¿Está segura? Pensé que estaba enferma. —No, solo estábamos jugando. —Sus mejillas comenzaron a teñirse de rojo, y bajó la mirada. —Soy Edward Cullen —se presentó, asegurándose de limpiar su mano en la parte trasera de sus pantalones antes de ofrecérsela. —Soy Bella —respondió, colocando suavemente su mano en la de él. La sensación de calor aumentó diez veces más. Edward solo podía imaginar lo que sentiría si ella no estuviera usando guantes. Estaba seguro de que sería eléctrico. Se sintió atrapado en su mirada, felizmente cautivo en sus suaves ojos marrones. —Yo soy Emmett —interrumpió el pequeño, rompiendo la conexión entre ellos—. Estábamos comiendo cerezas. Yo mismo las recogí de un árbol muy alto en el patio trasero de la casa de Nana. Nana dijo que este año ya no crecerán más. Me encantan las cerezas. ¿A usted le gustan las cerezas, señor Edward? —A mí sí, pero mis favoritas son las fresas —respondió Edward, volviendo su atención a Bella. —Nos quedamos en Joliet, pero no me dejaron ir a ver la cárcel. Dormimos afuera en un cuarto con techo pero sin paredes. ¿Has hecho eso alguna vez, Edward? —No puedo decir que lo haya hecho. Debe haber sido muy emocionante para ti y tu mamá. Emmett volvió a reír, exagerando y actuando de forma juguetona. —Tiita Bella no es mi mamá, ella es mi tía. Mi mamá es mi mamá. Está en casa. Pude hacer este gran viaje solo con tiita Bella. Ella es divertida. —Bueno, eso es una buena noticia. Me alegra que la tiita Bella sea divertida —dijo Edward con una sonrisa torcida, mirando de reojo a la joven. Estuvo encantado al verla sonrojarse, con el color floreciendo en sus mejillas. —Tiita Bella, tengo que ir… —susurró Emmett con una voz que, aunque baja, llegó a todo el vagón, haciendo que varios adultos cercanos sonrieran, incluido Edward. Él se ofreció a acompañar al niño, pero Bella declinó, aún no dispuesta a confiarle a este hombre desconocido a su sobrino favorito. Bella colocó su pañuelo lleno de cerezas en la cesta junto a ella y se levantó, extendiendo una mano hacia Emmett. El niño lideró el camino hacia el baño, seguido por su tía. Edward se sorprendió al ver lo pequeña que era Bella cuando estaba de pie, apenas alcanzándole al mentón. Sintió el impulso de protegerla, de mantenerla bajo su brazo y lejos del resto del mundo. Mientras la observaba caminar, su estrecha cintura y el movimiento de su falda lo dejaron hipnotizado. El vestido ligero de algodón era similar al estilo que usaban sus hermanas, pero de alguna manera nunca había apreciado uno como este antes. El cuello y las bandas en sus codos eran de un blanco puro, y las flores que había notado antes resultaron ser delicados capullos de rosa rosados, al mirarlas más de cerca. Observó cada movimiento mientras se alejaban y esperó su regreso. Emmett regresó corriendo por el pasillo con una amplia sonrisa en el rostro. Bella volvió con más calma y una tímida sonrisa en los labios. El niño corrió por el pasillo del tren y se dejó caer en su asiento, casi volcando la pequeña cesta de picnic que estaba acomodada entre los asientos. Bella intentó sentarse con gracia, pero su pie se enganchó y perdió el equilibrio. Cayó de manera desastrosa, casi volteándose de cabeza, y aterrizó de forma segura en los brazos de Edward, que ya estaban listos para atraparla. Soltó un pequeño grito antes de agradecerle, con el rostro completamente encendido por un rubor intenso. Mordiéndose la lengua para evitar soltar un «Siempre te atraparé si caes», Edward guardó el comentario para sí mismo, consciente de que era demasiado pronto y demasiado intenso para una primera reunión. Lo decía en serio, pero era muy temprano para tales palabras dulces. Dio un paso hacia adelante para ayudar a estabilizarla, pero su pie también resbaló por el suelo. Ambos se deslizaron hacia un lado y terminaron medio tumbados en el asiento, aplastando a Emmett contra la ventana mientras el tren daba un brusco sacudón. Emmett chilló de risa mientras los adultos luchaban por ponerse de pie. Edward tuvo que apoyarse en el suelo con la palma de la mano para estabilizarse. El piso estaba pegajoso y, cuando logró levantarse, miró su mano. Pegados a su piel había varios huesos de cereza, pegajosos, rojos y marrones, y un rabito verde. Algunos más estaban adheridos a las piernas de sus pantalones donde había apoyado las rodillas para levantarse. Miró hacia Bella y la vio con las manos cubriéndose el rostro, mientras sus hombros temblaban. Edward sacudió las manos, despegando los huesos de cereza antes de atender las manchas en las rodillas de sus pantalones. Emmett seguía riendo y Bella todavía se escondía. Recuperándose, Bella se asomó detrás de sus manos. Sus ojos brillaban con picardía. —Lo siento mucho. No sabía dónde dejar los huesos de cereza. Pensé que habría un lugar para la basura. De alguna manera tenía sentido escupirlos en el suelo. Iba a esconderlos bajo los asientos antes de bajarnos del tren. Emmett pensó que era divertidísimo. Estoy mortificada. Edward no pudo contenerse más y soltó una carcajada, lo que provocó que Emmett volviera a reír con un tono más agudo. Bella se cubrió el rostro otra vez, pero su cuerpo temblaba de risa. Edward se deslizó por la pared del tren hasta quedar agachado en el suelo frente a la alegre pareja. Intentó imaginarse a esta joven tan correcta escupiendo huesos de cereza, pero no pudo traer esa imagen a su mente. Ahora todo tenía sentido: el movimiento inquieto que ella mostraba antes de que él se acercara a verificar cómo estaba. Entonces recordó cuando ella descargó varias cerezas de su boca al pañuelo justo cuando él llegó. Eso sí podía imaginarlo: esta chica tan primorosa y pulcra, vestida con ropa de viaje impecable, con las mejillas llenas de cerezas como una ardilla con su alijo de nueces otoñales. Edward rio aún más fuerte. Bella tuvo que mandarlo a callar para evitar atraer más atención hacia el trío. Sacando su propio pañuelo, Edward barrió los huesos de cereza debajo de los asientos, fuera de la vista. Emmett, de repente cansado, se acurrucó en el regazo de su tía. Bella se movió junto con Emmett al asiento junto a la ventana y le ofreció a Edward el suyo. Conversaron durante el resto del trayecto mientras Emmett dormía. Resultó que Bella tenía solo un par de años menos que Edward. Él había estado bromeando al llamarla madre de Emmett. Solo estaba tanteando para ver si estaba casada o comprometida. En su opinión, Bella lucía demasiado joven para estar casada, pero ya tenía veinte años, casi veintiuno, mientras que él tenía veintitrés. Habían crecido a solo unos kilómetros de distancia, Edward en Sheldon, Iowa, y Bella en el pequeño pueblo de George. Podrían haberse cruzado en cualquier momento, pero el destino había esperado hasta ahora. Edward pensó en todos los partidos de fútbol de la secundaria, las ferias ambulantes o los eventos sociales de la iglesia donde podría haber conocido a Bella antes. Se preguntó si su padre conocía al de ella, si alguna vez habían hecho negocios juntos. La granja de los Swan criaba pollos y cultivaba maíz. Bella era la típica hija de granjeros que Edward había menospreciado en su mente antes. Pero para él, ella era mucho más que eso. Había terminado la secundaria y sido aceptada en la Universidad de Iowa. Sin embargo, no asistió porque la necesitaban demasiado en la granja, y para ella era suficiente haber sido aceptada. En invierno trabajaba en la tienda de cinco y diez centavos del pueblo para ganar un poco de dinero extra. Cuanto más hablaba, más profundamente Edward se enamoraba de ella. Mantuvo sus sentimientos para sí mismo, sin querer asustarla, pero sabía que algún día se casaría con esa chica. Cuando el tren llegó a la estación de Sioux Falls, Dakota del Sur, Bella le había dado a Edward su dirección, y él prometió visitarla pronto. Durante todo el camino a casa con su padre, Edward pensó en Bella. Recordó el apretón de manos al despedirse de Emmett, cómo bombeó exageradamente el brazo del niño hasta hacerlo reír. Rememoró la cálida sensación que recorrió su brazo cuando estrechó la mano de Bella al despedirse. Pasó su pulgar izquierdo sobre la palma derecha en un esfuerzo por revivir esa chispeante sensación que sintió cuando su mano estuvo en la de ella, y sonrió para sí mismo. Terminaría sus tareas lo más rápido posible a la mañana siguiente para poder estar sentado con ella en el porche al caer la tarde. Y lo hizo. Se sentaron en su porche, en un columpio blanco recién pintado, con limonada fresca en vasos altos junto a ellos. Regresaba a casa a las 9:30 cada noche. En su tercera visita, Edward reunió el valor para tomarle la mano. Quería hacer mucho más, pero no quería apresurarla. Edward quería demostrarle cuán serio estaba en cortejarla, tomándose su tiempo. Esa noche, Bella lo besó en la mejilla al despedirse. Edward besó a Bella por primera vez dos semanas después. Desde que se separaron en la estación, la había visitado día por medio. Bella había asistido a la cena dominical en su casa y conocido a sus padres. Sus hermanos y hermanas la adoraban, y su madre estaba muy impresionada. Bella encajó perfectamente con todos. Edward no sabía qué habría hecho si no les gustaba o si ella no se llevaba bien con ellos. Su cabeza daba vueltas pensando en lo rápido que Bella se había convertido en la persona más importante de su vida.Sabía que Bella estaba empezando a preocuparse por su indecisión. Notaba cómo suspiraba mucho más al final de cada visita. Bella lo abrazaba un poco más fuerte cada vez que se despedían. Usualmente, Edward decía sus "buenas noches" en el porche, Bella en el escalón superior y él un escalón abajo. Así quedaban más cerca en altura. Le rodeaba la cintura o las caderas, se inclinaba y le daba un beso en el mentón, la mejilla o la frente. Entonces, Bella le envolvía los hombros con sus brazos y lo abrazaba. Inevitablemente, sus dedos terminaban en su cabello, mientras los de Edward ansiaban recorrer su espalda o, quizás, su trasero. Enterraba su cabeza en su cuello y respiraba su aroma. Bella siempre olía bien, como galletas o fruta, dulce de alguna manera. Edward había comenzado a usar un poco del Old Spice de su padre para cubrir el olor del trabajo duro del día. También había dejado de usar Brylcreem (3) desde que comenzaron a pasar tiempo juntos, para que Bella pudiera acariciar su cabello sin ensuciarse los dedos. El mejor momento de la vida de Edward hasta entonces fue cuando sus labios tocaron los de Bella. No quería que terminara. Había anticipado ese momento desde la cena, pero estuvo distraído toda la noche. Incluso estacionó su camioneta de manera estratégica para poder besarla en privado. A las 9:15 ya era un manojo de nervios. Tomando la mano de Bella, prácticamente la llevó escaleras abajo hasta el lado del conductor de su Chevy. Bella se apoyó contra la puerta mientras Edward se inclinaba hacia ella. Al principio fue un beso suave, puro y delicado, con solo sus labios tocándose, sin moverse. Fue agradable, pero Edward quería más. Dio un paso adelante, cerrando el espacio entre ellos. Pudo sentir cómo su pecho subía y bajaba con cada respiración. Inclinando la cabeza, la besó con más intensidad, moviendo sus labios contra los de ella, tomando primero su labio superior y luego el inferior entre los suyos. Pasó su lengua por la línea de sus labios y levantó una mano para apoyarla en su cadera, inclinándose aún más cerca. Bella abrió su boca, permitiéndole explorar. Edward soltó un gemido de placer. Había sido un tonto al esperar tanto para un beso de verdad. Se arrepintió del tiempo perdido cuando podría haber estado besando a Bella. Se prometió a sí mismo no dejar pasar un solo día sin un buen y verdadero beso con ella. La señora Swan llamó a su hija, preguntando si Edward ya se había ido, porque el porche estaba demasiado silencioso. Edward no pudo evitar reírse un poco ante la interrupción mientras aflojaba el ritmo y rodeaba a Bella con sus brazos. Se sintió aliviado de que fuera la señora Swan y no el señor Swan quien los separara. El señor Swan era un hombre corpulento con la mirada intimidante de un sheriff interrogando a un criminal. Su amor por su hija se veía reflejado en su rostro. Había sometido a Edward a un intenso interrogatorio sobre su educación, habilidades, perspectivas y planes. En resumen, el señor Swan lo aterrorizaba. Hubo muchos más besos después de ese primero, cada uno dulce y hambriento. Bella encajaba perfectamente en los brazos de Edward, como si hubiera sido hecha solo para él. Edward le dijo que la amaba tan pronto como pudo admitirlo para sí mismo. Sin reservas ni dudas, Bella correspondió su amor con el suyo. No necesitaba preguntarlo; ella era su chica. Para Navidad de ese año, Edward le regaló a Bella una pequeña caja de una joyería. Era demasiado pronto para un anillo, pero Bella habría dicho que sí si se lo hubiera pedido. El señor Swan, por otro lado, probablemente le habría llenado el trasero de perdigones mientras sonreía al hacerlo. No, la pequeña caja contenía un broche esmaltado en forma de un par de cerezas. A través de sus sonrojos, Bella tuvo que relatar la historia de su primer encuentro tanto a su familia como a la de Edward. Bella le regaló a Edward una caja de puros de chocolate a cambio. Olían muchísimo mejor que los habanos que James le había dado a Edward en la boda. Durante el año siguiente se comprometieron y poco después se casaron. Su amor creció cada día durante los treinta y ocho años que estuvieron casados. Tuvieron dos hijos, uno de cada género. Ambos estarían en la estación para recoger a Edward cuando llegara. Una de las puertas siseó al abrirse, sacando a Edward de sus recuerdos y devolviéndolo al presente, en el año 2000. La joven pareja de antes caminó de regreso por el pasillo, la chica sonriéndole a Edward con un brillo en los ojos. El chico tenía los brazos llenos de bocadillos. Emmett había llevado a su tío Edward a Chicago; Edward quería hacer el viaje en tren de regreso a Sioux Falls por su cuenta. El cáncer de mama le había arrebatado a Bella. Ella luchó contra él durante años, pero lo perdió. Edward no podía pensar en una mejor manera de celebrar su amor y decirle adiós que en la misma ruta donde se conocieron tantos años atrás. Sus hijos habían querido acompañarlo, pero él suplicó por el viaje en solitario. Durante todo el trayecto, en el asiento a su lado había una bolsa de cerezas, esta vez cultivadas en Chile y enviadas a Chicago, así como un pequeño frasco con parte de las cenizas de Bella. Las cerezas eran extraordinariamente caras y difíciles de encontrar, pero Emmett llamó por toda la ciudad para localizarlas. Ahora que estaban a mitad de camino del viaje, Edward mezcló algunas de las cenizas con los huesos de cereza. Esperando que no lo atraparan, Edward se paró en el espacio entre los vagones, donde se acoplaban. A través de la pequeña rendija, esparció las cenizas y los huesos de cereza sobre las vías, observando cómo desaparecían. —Adiós, mi amor —habló en voz baja. En su mente podía escuchar su risa. La traviesa risa de «sé que me vas a regañar por esto» que era su favorita. Podía imaginarla animándolo, como siempre hacía. Su matrimonio no era perfecto, discutían de vez en cuando. Ella hacía cosas que lo volvían loco y él la fastidiaba como nadie. Pero se amaban; todos los días se amaban, a cada hora se amaban hasta que ella se fue. Edward caminó de regreso a su asiento para el resto del viaje. Observó cómo pasaban acre tras acre de tierras agrícolas. Los pueblos eran más grandes, las paradas menos frecuentes y con menos cuidado por la limpieza. Cuando llegara a casa, se encontraría con sus hijos y sus familias. Dejarían algunas de las cenizas de Bella en otros lugares que significaban algo para ella, la antigua granja de su familia, el árbol bajo el que le gustaba leer, el jardín que ella cuidaba. Su memorial se celebró en el patio lateral de la granja, donde Edward había plantado un huerto de cerezos y arbustos. Para su primer aniversario, plantó uno para hacerla reír, pero maldita sea, no produjo ni una fruta. Durante los siguientes cinco años hizo lo mismo, sin éxito. Luego encontró arbustos de cereza Nanking (4), y prosperaron. La fruta no era la misma, pero lo suficientemente parecida. A Bella le gustaba hacer jaleas y licores cuando la fruta estaba madura. En los años venideros, la siguiente generación y la que le seguiría se encargarían de trabajar la tierra. Edward dejaría que el huerto de Bella se redujera, poco a poco; no necesitaba casi una cuarta parte de los productos que Bella cultivaba y seguro que no podía cocinar tan bien como ella lo hacía. Pero cada año añadiría un nuevo cerezo al huerto para ella hasta el final de sus días. ~oOo~ 1. Aqua Net de Chicago: es una marca de laca para el cabello muy popular en Estados Unidos, especialmente durante las décadas de 1980 y 1990. La referencia a "Aqua Net de Chicago" enfatiza el uso excesivo de productos para estilizar el cabello en mujeres de esa época y región, dándole un toque de sátira al texto. 2. Dulces que compró Edward: Baby Ruth: barra de dulce estadounidense hecha de cacahuates, caramelo y chocolate. Su sabor es similar al de otras barras como Snickers, pero con una textura más centrada en el caramelo. Junior Mints: Pequeñas pastillas de chocolate rellenas de menta cremosa, conocidas por ser un clásico en los cines de Estados Unidos. Zagnut: Una barra hecha de una combinación de mantequilla de maní tostada y coco, sin recubrimiento de chocolate, lo que la hace única entre los dulces tradicionales. 3. Brylcreem: marca de crema para el cabello que se popularizó a mediados del siglo XX, especialmente entre hombres. Fue lanzada en 1928 en el Reino Unido y se convirtió en un producto icónico durante las décadas de 1940 y 1950. La fórmula original estaba diseñada para proporcionar brillo, fijación ligera y un aspecto bien peinado, ideal para los estilos clásicos de la época. 4. Las cerezas Nanking (Prunus tomentosa) son un tipo de cereza que proviene de un arbusto que pertenece a la familia de las rosáceas. A diferencia de las cerezas comunes, que suelen crecer en árboles, las cerezas Nanking crecen en arbustos que pueden alcanzar entre 1,5 y 2 metros de altura. Son originarias de Asia, particularmente de China y otras regiones del este de Asia. Gracias por leer.
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