ID de la obra: 627

A contraluz. Entre cenizas y lavanda.

Het
NC-17
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planificada Mini, escritos 123 páginas, 64.608 palabras, 6 capítulos
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Capítulo 3: Las cosas que no se dicen

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CAP 3: Las cosas que no se dicen       Era una mañana cálida de septiembre, y el aula de Encantamientos zumbaba con el murmullo habitual de los alumnos de sexto curso. El profesor Flitwick, de pie sobre su pila de libros, trataba de captar la atención con su voz chillona mientras los Merodeadores daban su propio espectáculo.       —¡Wingardium Leviosa! —exclamó James, apuntando la pluma de Peter, que comenzó a levitar erráticamente.       —¡Cuidado, Potter!— chilló Flitwick mientras la pluma salía volando hacia el pelo de una Ravenclaw que gritó indignada.       Sirius se reía con tal desenfado que incluso Remus tuvo que cubrirse la cara para no mostrar la carcajada. Flitwick, aunque frustrado, no podía evitar sonreír levemente. Al fin y al cabo, eran buenos alumnos, solo un poco… escandalosos.       Después de clase, Kate y Lily habían encontrado un rincón tranquilo en la biblioteca. Los rayos del sol se filtraban por los ventanales altos, iluminando el polvo suspendido en el aire. Ambas estaban enfrascadas en libros de Pociones, rodeadas de pergaminos y plumas, hasta que Lily rompió el silencio con una pregunta que parecía haber estado rumiando desde hacía rato.       —¿Te molesta que Sirius esté saliendo con Clare? —preguntó sin apartar la vista del libro, como si eso hiciera la pregunta menos directa.       Kate parpadeó y tardó un segundo en responder.       —¿Por qué habría de molestarme?       —No sé —dijo Lily con una media sonrisa, alzando por fin la mirada hacia su amiga—. Porque lo conoces mejor que nadie, porque has estado con él en todo... y porque a veces, cuando lo miras, hay algo distinto en tus ojos. Algo que no muestras con nadie más.       Kate bajó la mirada hacia su pergamino, fingiendo revisar una anotación.       —Lily, somos amigos desde siempre.       Lily se rió con suavidad. Kate guardó silencio unos segundos. Jugó con el borde de su túnica, luego habló con voz más baja.       —No hay nada que saber. Sirius es… Sirius. Él no ve a nadie más allá de la superficie, al menos no en ese sentido. Y no es culpa suya, simplemente no es así.       —¿Y tú? —preguntó Lily con más delicadeza—. ¿Lo ves a él?       Kate cerró el libro con lentitud y se quedó un momento en silencio antes de responder.       —Yo solo quiero que alguien me vea como si fuera… especial. Como si entre un millón, eligiera verme a mí. Y Sirius… Sirius mira al mundo como si todo estuviera a su alcance. Me gusta cuando no me siento parte de ese todo. Pero eso no significa nada, ¿vale?       Lily asintió, pero no con convicción. Sabía leer mejor de lo que Kate quería admitir. Sabía también que había cosas que su amiga no decía en voz alta porque dolían más si se nombraban.       —Vale —dijo por fin—. Pero solo te digo una cosa: a veces, lo que no se dice, también pesa.       Kate sonrió débilmente.       —Y tú a veces pareces una persona mayor.       —¡Oye! —Lily soltó una carcajada—. ¡Eso sí que ha sido cruel!       Ambas rieron, pero en el fondo, Kate sabía que Lily tenía razón. Kate revisó el reloj de su muñeca y soltó un leve suspiro.       —Tengo que irme —dijo, empezando a guardar sus pergaminos—. Le prometí a Pippa que le ayudaría a ordenar unas cajas en el invernadero.       Lily arqueó una ceja mientras recogía su propia pluma.       —¿Vas sola?       Kate sonrió, encogiéndose de hombros con un aire tranquilo.       —Sí, me viene bien. Así pienso un poco —dijo, con una sonrisa que intentaba ser despreocupada, pero que no engañó del todo a Lily.       La pelirroja la miró con atención, queriendo decir algo más… pero se contuvo. A veces, lo mejor era dejar que las cosas no dichas se asentaran solas.       Kate se despidió con un gesto suave de la mano y salió de la biblioteca, con paso ligero pero una sombra de melancolía en la mirada.              Sirius caminaba por el césped con Clare, escuchándola solo a medias mientras hablaba con entusiasmo sobre las fiestas del próximo fin de semana. Él sonreía en los momentos adecuados, asentía cuando debía, pero su mente estaba lejos. Algo en él se sentía fuera de lugar. La risa de Clare era fuerte y perfecta, su cabello brillaba al sol, su uniforme impoluto… y sin embargo, todo le parecía ensayado, como un espectáculo que ya había visto demasiadas veces.       Entonces la vio. A lo lejos, entre el vidrio verdoso del invernadero, Kate se inclinaba con dificultad para levantar una caja, el cabello algo desordenado y la expresión concentrada. No fue una decisión consciente. El corazón le dio un vuelco y, antes de que pudiera racionalizarlo, ya se había soltado del brazo de Clare.       —Un momento. Necesito ayudar con eso.       El cambio en su rostro fue tan súbito que Clare frunció el ceño, irritada.       —¿Qué? Sirius, ni siquiera sabes qué lleva en esas cajas.       —No necesito saberlo. Solo sé que ella no debería estar haciéndolo sola —respondió, más seco de lo que pretendía.       Clare parpadeó, como si no reconociera al chico que tenía frente a ella.       —¿Me estás dejando aquí…?       Él dudó un instante. Pero no mintió.       —Sí…luego nos vemos.       Y se marchó, sin mirar atrás, con un impulso en el pecho que no sabía si era culpa, alivio… o ambas cosas. Cuando Sirius llegó junto a Kate, ella le lanzó una mirada cargada de sorpresa.       —¿Y eso?       —Vi que necesitabas ayuda.       —Soy perfectamente capaz de llevar esto —replicó, aunque su sonrisa lo desmentía.       Trabajaron en silencio al principio, moviendo las cajas al interior del invernadero. Cuando terminaron, se sentaron junto a una mesa donde crecían unas mandrágoras jóvenes. Él, sentado frente a ella, tamborileaba con los dedos sobre la mesa, visiblemente incómodo.       —Oye… —comenzó, con voz más baja de lo habitual—. Quería decirte… lo del otro día. Perdona si fui un poco cortante.       Kate arqueó una ceja, como si le sorprendiera que él sacara el tema, y luego sonrió con suavidad.       —No pasa nada, Black. Ya deberías saber que no me ofendo tan fácilmente.       Sirius soltó una risa breve, nerviosa.       —No, en serio. Es que… estoy enfadado, supongo.       —¿Con quién? —preguntó ella, ladeando la cabeza.       —No lo sé. —Sirius apartó la mirada hacia las mandrágoras, que se movían inquietas en sus macetas—. Es como… como si todo me molestara, pero no sé bien por qué.       Kate lo observó con paciencia, intentando leerlo.       —¿Y qué haces normalmente cuando no entiendes por qué estás enfadado?       —Normalmente… —Sirius se interrumpió, apretando la mandíbula. Lo que quería decir era “me distraigo con alguien, con cualquiera que no seas tú”. Pero no podía—. Normalmente, no lo pienso demasiado.       El silencio cayó entre los dos. No era incómodo, pero sí pesado, como si hubiera palabras suspendidas que ninguno se atrevía a decir. Kate lo sostuvo con serenidad, y al mismo tiempo con esa chispa en la mirada que siempre conseguía desconcertarlo. Sirius rompió el silencio con un murmullo casi inaudible:       —Gracias por no enfadarte conmigo.       Ella sonrió otra vez, ligera, como si el gesto le saliera natural.       —Ya te lo dije: no pasa nada.       Él la miró, y por un instante sintió que aquella sonrisa era todo lo que necesitaba para que el mundo recobrara sentido. Pero no lo dijo. No podía. Sirius Black descubrió que las excusas que había intentado darle no eran tanto para Kate… como para sí mismo.       —Sabes… —empezó él, girándose hacia ella con el ceño ligeramente fruncido—. Aquello que dijiste hace tiempo. Lo de "esperar a alguien que te mire de forma especial". ¿A qué te referías?       Kate lo miró sorprendida. No esperaba que lo recordara.       —Es algo difícil de explicar —dijo con cautela—. Es como… cuando alguien no te ve como parte del decorado, ni como una más entre muchos. Sino como si fueras algo nuevo, único. Como si te descubrieran por primera vez, incluso si te han visto mil veces.       Sirius asintió lentamente, como si intentara descifrar un idioma distinto.       —¿Y has encontrado eso ya?       Kate sonrió, bajando la mirada.       —A veces creo que sí. Pero luego me doy cuenta que a lo mejor no.       Hubo un silencio breve. Sirius sentía un nudo en el estómago que no entendía del todo. No era incomodidad, sino algo parecido a la ansiedad. O tal vez miedo.       —Eres rara, Kate —murmuró con una sonrisa torcida.       —Lo dicen muchos —respondió ella con un guiño.       Al salir del invernadero, Clare estaba esperándolos con los brazos cruzados y una mirada glacial.       —¡Muy amable de tu parte, Sirius!— espetó con sarcasmo.       Kate se detuvo en seco, pero Sirius la adelantó sin dudar.       —Clare, no es lo que piensas.       —¡Claro que no! Solo ayudas a tus amigas cuando están en apuros dejando a otras de lado. Muy caballeroso.       Se dio media vuelta y se alejó a paso rápido.       Kate suspiró.       —Podrías ir tras ella.       —Podría —dijo él, pero no se movió.       Kate se quedó mirando a Clare mientras esta se alejaba con pasos firmes, y luego desvió los ojos hacia Sirius. Él permanecía de pie, las manos hundidas en los bolsillos, como si el simple hecho de moverse significara tomar una decisión que no estaba preparado para asumir.       —De verdad, podrías ir tras ella —repitió Kate, con un tono más suave esta vez.       —Podría… —contestó Sirius, y su voz se quebró apenas. Luego respiró hondo y clavó los ojos en ella—. Pero no quiero.       Kate abrió la boca para replicar, pero no encontró palabras. Sintió un calor inesperado en el pecho, ese tipo de calor que no sabes si te protege o te consume. Para disimular, se giró.        —Entonces deberías al menos ser honesto con ella.       Sirius soltó una risa seca.       —¿Y cuándo he sido honesto con alguien?       —Conmigo lo eres —dijo Kate sin pensarlo.       Él la miró de golpe. El aire parecía tensarse entre ellos, como si se hubiera roto una barrera invisible. Un silencio pesado se instaló, lleno de cosas que ninguno de los dos se atrevía a reconocer.       —Kate… —empezó Sirius, pero no terminó.       —Vamos, se nos hará tarde para la cena.       Caminaron juntos hacia el castillo. Pero Kate se detuvo de repente, obligándolo a frenar en seco. Se giró hacia él con la frente levemente fruncida.       —Black, ¿sigues enfadado?       Sirius soltó una carcajada amarga, pero no apartó la mirada.       —Sí.       —Pues tengo la solución.       Él arqueó una ceja, desconfiado.       —Eso suena sospechoso.       Kate sonrió de medio lado, esa sonrisa que a él siempre le parecía peligrosa.       —Sígueme.       Caminaron en silencio hasta el borde del lago. El aire de septiembre era fresco y olía a hojas húmedas; la superficie del agua temblaba con el viento.       —¿Aquí? —preguntó Sirius, cruzándose de brazos.       —Lo que tienes que hacer es no pensar —respondió Kate con solemnidad fingida.       Él alzó una ceja, incrédulo.       —Oh, claro… y el lago me ayudará, ¿no?       —Exacto.       Antes de que pudiera reaccionar, Kate le dio un empujón. Sirius perdió el equilibrio con un “¡Eh!” ahogado y cayó al agua con un chapoteo enorme. El frío lo golpeó como un hechizo, congelándole la piel y sacándole la cabeza de todo pensamiento coherente.       Tardó unos segundos en salir a la superficie, jadeando. Desde la orilla, Kate lo observaba arrodillada, con una mezcla de risa contenida y curiosidad genuina.       —¿Funciona? —preguntó, con una mirada examinadora.       Aún temblando, Sirius apenas pudo pensar. Lo único que hizo fue extender la mano, atraparla y, con un tirón repentino, arrastrarla con él al agua.       Kate soltó un grito agudo justo antes de sumergirse. El frío le recorrió la espalda como mil agujas, robándole el aire. Cuando emergió, con el cabello pegado a la cara y los labios morados, no pudo evitar reír a carcajadas.       —Sí funciona, Black —dijo entre jadeos—. Funciona.       Por un instante, flotando lado a lado en el agua helada, los dos se miraron sin máscaras ni ironías. Y aunque ninguno lo admitiría todavía, en ese momento, los dos habían dejado de pensar.              Mientras Sirius se alejaba con decisión hacia el invernadero unas horas antes, otra escena se desarrollaba en los pasillos cercanos al aula de Adivinación. James caminaba con paso ligero, su túnica algo desordenada y una pluma detrás de la oreja. Al girar una esquina casi choca con Lily, que venía distraída con varios libros en brazos.       —¡Evans! —exclamó James, instintivamente sujetando uno de los libros que casi caía.       —Potter —dijo Lily, recobrando el equilibrio y alzando una ceja—. Siempre apareces cuando estoy a punto de tropezar.       —Tal vez es mi superpoder —respondió él con una sonrisa ladeada—. Salvar libros y pelirrojas       Ella rodó los ojos, aunque una sonrisa tironeó de sus labios.       —¿No tienes entrenamiento de Quidditch ahora?       —Lo cancelaron por mantenimiento del campo. Además, me dijeron que tu conversación era más interesante que cualquier táctica de vuelo.       Lily rió suavemente.       —A veces creo que estás mejorando. Luego hablas y se me pasa.       —¡Ay! Eso dolió —replicó James teatralmente, poniéndose una mano en el pecho—. Pero no me rindo. Un día te reirás por algo que dije… y lo harás sin querer.       Ella lo miró un segundo de más, evaluándolo con los ojos verdes entrecerrados.       —Tal vez ya lo hago.       Y sin decir más, se alejó por el pasillo, dejándolo parado, sonriendo como un idiota.              Casi anocheciendo, Peter se sentó junto a Remus en un rincón del patio interior, el ejemplar más reciente del Diario el Profeta desplegado sobre la mesa. Su expresión era inusualmente seria.       —¿Leíste esto? —preguntó, señalando un artículo—. Otra desaparición. Esta vez fue una familia entera en las afueras de Lancaster.       Remus frunció el ceño y acercó el periódico.       —¿Sangre pura?       —Sí —respondió Peter en voz baja—. Pero no aliados de los Mortífagos. Gente neutral. Lo están haciendo para sembrar miedo, Lupin. Y funciona.       Remus cerró el periódico y lo dejó a un lado, mirando al cielo grisáceo.       —Todo esto se está moviendo demasiado rápido. Algo viene, Peter.       —¿Crees que deberíamos hacer algo?       —Aún no. Pero mantente alerta —Remus bajó la voz—. Especialmente con los tuyos. Los que tienen miedo son los primeros en traicionar.       Peter tragó saliva y asintió con la cabeza, inquieto. Ambos se pusieron de pie para ir a la Sala Común.              Kate y Sirius salieron del lago tiritando, las ropas pegadas al cuerpo y el cabello chorreando agua helada. No hablaron demasiado en el camino de regreso, salvo por algunas risas nerviosas que estallaban de repente, como si no acabaran de creerse lo que acababan de hacer. Al llegar a la entrada del castillo, Sirius se llevó un dedo a los labios.       —Shhh… si nos pillan, estamos muertos.       Kate asintió, reprimiendo otra carcajada, y echaron a andar de puntillas por los pasillos, dejando un rastro de huellas húmedas tras ellos. Al doblar una esquina, casi chocaron con Remus y Peter. Los dos levantaron la vista, sorprendidos, al verlos empapados de pies a cabeza.        —¿Qué…? —empezó Peter, con los ojos como platos.       —Entrenamiento improvisado —se adelantó Sirius con rapidez, fingiendo seriedad.       Kate le siguió el juego, asintiendo solemnemente.       —Sí, prueba de resistencia. Cosa de Black.       Remus arqueó una ceja, desconfiado, pero no dijo nada. Solo sonrió con un gesto que parecía contener demasiadas preguntas. Sirius le sostuvo la mirada un segundo y luego apartó la vista, arrastrando a Kate hacia la sala común.       Cuando por fin cruzaron el retrato de la Dama Gorda, se dejaron caer frente al fuego. Sirius, aún con las manos en el cabello empapado, soltó un estornudo tan fuerte que hizo reír a Kate a carcajadas.       —Genial… —refunfuñó él, sacándose las botas mojadas—. Ahora también tengo un resfriado.       Kate, todavía riéndose, le lanzó una manta.       —Pues valió la pena.       Un silencio cómodo se instaló entre los dos, mientras el crepitar del fuego llenaba la sala. Fuera, el día iba apagándose lentamente.              Unas semanas después…la mañana amaneció con un aire extraño en Hogwarts. Era uno de esos días donde todo el castillo parecía contener la respiración. Los alumnos de Slytherin fueron los primeros en notarlo al bajar al Gran Comedor: sus túnicas verdes habían sido encantadas durante la noche para cambiar de color según su estado de ánimo. Y no de forma sutil.       Así, Avery apareció luciendo un chillón fucsia mientras protestaba con furia, mientras que Mulciber, medio dormido y malhumorado, caminaba con una túnica naranja fosforescente.       —¿Qué demonios es esto? —gritó una Slytherin de séptimo al ver su reflejo tornarse verde esmeralda brillante—. ¡Parezco una maldita rana tropical!       La conmoción no tardó en propagarse por todo el comedor. Las risas estallaron en la mesa de Gryffindor, especialmente en un rincón donde los Merodeadores intentaban disimular muy mal su satisfacción.       —¿Les pusiste el hechizo emocional? —susurró Peter, admirando cómo Severus Snape pasaba del gris ceniza al rojo encendido en segundos.       —Por supuesto —respondió James con una sonrisa inocente—. Pero Sirius fue el genio del encantamiento retardado. Las túnicas solo reaccionaron al contacto con la luz del sol.       —Y eso no es todo —añadió Remus, con una chispa divertida en los ojos—. Espera que lleguen a clase de Encantamientos.       Como si el universo les respondiera, un grito agudo se oyó por los pasillos. Los alumnos de Slytherin empezaron a descubrir la segunda parte de la broma: cada vez que pronunciaban su apellido, su túnica soltaba un sonidito ridículo, una especie de "pop" agudo que parecía sacado de una función de títeres mágicos.       —¡Esto es una afrenta al honor de nuestra casa! —bramó un Slytherin desde el fondo del pasillo, justo antes de que su túnica hiciera un "pop" cómico que provocó una carcajada general.       Sirius se tapó la cara, riendo a carcajadas.       —Estoy seguro de que nuestra dulce casa de serpientes lo recordará por generaciones —dijo, entre risas—. No se diga que no estamos dejando legado.       Minerva McGonagall apareció poco después con una expresión severa, aunque sus labios temblaban peligrosamente como si contuviera la risa.       —Sr. Potter. Sr. Black. Sr. Lupin. Sr. Pettigrew. Mi despacho. Ahora.       Mientras se marchaban entre risitas, Sirius le susurró a James:       —Valió totalmente la pena.              Después de cenar, Snape se detuvo al verla doblar la esquina del pasillo, su cabello rojo como un incendio contenido. Llevaba los libros pegados al pecho y la mirada decidida. Él dudó por un segundo, pero no podía seguir posponiéndolo.       —Lily —la llamó, bajando la voz.       Ella se detuvo. Lo miró durante un instante largo, como si sopesara si valía la pena responder. Finalmente, dio un paso hacia él.       —¿Qué quieres, Severus?       —Solo... hablar contigo.       —¿Hablar o justificarte?       Snape tragó saliva. Su expresión era tensa, como si una batalla interna se librara dentro de él.       —Sé que estás enfadada, pero…       —¿Enfadada? —interrumpió ella, con voz firme—. Severus, he sido tu amiga desde que éramos niños. Pero cada vez que te rodeas de esa gente —Nott, Avery, Mulciber, y los demás— te alejas más de quien eras.       —No entiendes…       —Sí entiendo —replicó ella con frialdad—. Eres quien eliges ser. Y si eliges quedarte con ellos, con los que creen que alguien como yo no merece estudiar magia, entonces no sigas buscándome. Porque no volveremos a ser amigos.       Sus palabras quedaron flotando como cuchillas en el aire. Él bajó la mirada, pero no dijo nada. Entonces, como si un resorte se activara en su memoria, todo volvió a él de golpe:       Un año atrás. Era un día caluroso de primavera. Los Merodeadores estaban en el patio, riendo y burlándose, como siempre. Snape pasó cerca, intentando ignorarlos, cuando James alzó la varita.       —¡Eh, Snivellus! ¿Otra vez con la túnica manchada de pociones?       Sirius lanzó una carcajada. Snape intentó contestar, pero la voz de James lo cubrió.       —¿Por qué no te das una ducha? Tal vez hasta Lily querría estar cerca de ti por una vez.       Entonces, Lily apareció.       —¡Basta ya, Potter! —gritó, colocándose entre ellos—. ¡Déjalo en paz!       James se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.       —Solo nos divertimos, Evans.       Lily giró hacia Snape, indignada, dispuesta a ayudarlo a ponerse en pie.       —¿Estás bien?       Snape, humillado, herido en su orgullo, sintió que algo explotaba dentro de él. La miró, rabioso, y escupió las palabras sin pensarlo:       —¡No necesito que una sangre sucia me defienda!       El silencio fue inmediato.       Lily se quedó paralizada. La expresión en su rostro no era de rabia… sino de una herida profunda. James, que aún sostenía la varita, bajó la mano y lo miró con incredulidad. Luego, sin pensarlo, le lanzó un puñetazo que tiró a Snape al suelo.       —¡No te atrevas a hablarle así! —rugió.       Snape no respondió. Solo se quedó allí, en el suelo, mientras Lily se alejaba sin volver la vista atrás. Esa noche, permaneció sentado frente al retrato de la Dama Gorda durante horas, sin atreverse a pedir la contraseña. Esperaba verla. Esperaba poder decirle que no lo decía en serio. Que estaba furioso. Humillado. Avergonzado. Pero Lily no apareció.              Snape parpadeó. El recuerdo lo había dejado más exhausto de lo que imaginó. Lily seguía frente a él, firme, con esa dignidad que lo hacía sentir más sucio que cualquier palabra. Y entonces, llegaron ellos.       —¡Snape! —llamó Nott, caminando con Avery, Rosier y Mulciber—. Vamos, nos esperan en el pasillo oeste.       Lily le lanzó una última mirada. No era odio. Era algo peor: decepción.       —Tú decides —dijo ella.       Snape miró a Lily… luego a sus compañeros. Una parte de él gritaba que corriera tras ella. Que se disculpara, aunque fuera tarde. Pero no lo hizo. Simplemente se giró, sin una palabra, y se fue con los Slytherins. Como tantas otras veces. Como siempre.       Y Lily Evans, aún de pie en el pasillo, supo que esa sería la última vez que lo esperaría.              Dos horas después, la sala común de Slytherin estaba sumida en su habitual penumbra verde, iluminada apenas por la luz verdosa que se filtraba desde el fondo del lago. Las paredes de piedra húmedas y las lámparas de hierro colgaban como garras de algún animal antiguo. El murmullo de conversación era constante, aunque contenido, como si todos susurraran secretos que no debían cruzar la habitación.       Snape estaba sentado en uno de los sillones más alejados, casi fundido con las sombras. Sus dedos jugaban con una pluma rota, la mirada clavada en el fuego mágico que crepitaba con llamas verdosas. La conversación con Lily horas antes aún le retumbaba en la cabeza, como un hechizo mal lanzado que no cesaba de repetirse.       Del otro lado de la sala, Avery y Mulciber se reían entre sí, lanzando miradas burlonas a un par de alumnos de tercero que pasaban cerca. Nott hojeaba un libro de Maldiciones Avanzadas, pero claramente no le prestaba atención.       —Te ves más desagradable de lo habitual, Snape —dijo una voz calma pero afilada.       Regulus Black se acercó con las manos en los bolsillos, impecable como siempre. Llevaba el uniforme perfectamente abotonado y la corbata anudada con precisión. A pesar de ser un año menor, Regulus poseía una autoridad sutil que lo mantenía respetado incluso entre los mayores.       Snape le lanzó una mirada gélida. —¿Venías a insultarme o a ofrecer tu simpatía?       —Ni una cosa ni la otra —repuso Regulus, sentándose frente a él—. Solo me intriga cómo alguien tan inteligente como tú sigue esperando que algo cambie con Lily Evans, cuando está claro que ya te eligió en contra.       Snape apretó la pluma hasta romperla del todo. —No es asunto tuyo.       —¿No? Quizás sí. Eres un activo valioso para Slytherin, Snape. Pero no puedes servir a dos causas. No por mucho tiempo —Regulus habló con una calma peligrosa, casi ensayada—. Lily Evans no va a volver. Y en este lado del castillo, necesitamos certeza.       —¿Esto es una amenaza?       Regulus sonrió levemente.       —Es un consejo. Uno que te doy solo una vez.       Hubo un silencio espeso. Snape sostuvo la mirada unos segundos más, hasta que Regulus se puso de pie con elegancia, como si la conversación le hubiera sido apenas una distracción.       —A veces hay que quemar puentes para dejar de intentar cruzarlos —dijo antes de alejarse.       Snape se quedó allí, solo, rodeado de ecos y cenizas de decisiones mal tomadas. La sala común seguía llena, pero en ese rincón oscuro parecía que sólo él quedaba, atrapado entre lo que perdió y lo que aún no se atrevía del todo a ser.              La brisa otoñal barría el campo de Quidditch con fuerza, haciendo ondear las banderas escarlata y doradas que colgaban de las torres. Era sábado por la mañana, y aunque el cielo estaba cubierto por nubes densas, el ánimo de los estudiantes de Gryffindor era de pura expectación. Las pruebas para los puestos vacantes del equipo siempre eran un acontecimiento, y ese año no sería la excepción.       James Potter, ya en su segundo año como capitán, caminaba de un lado al otro del campo con su escoba al hombro. Observaba con ojos agudos a los aspirantes que se agrupaban frente a él, nerviosos, emocionados o ambos a la vez. A su lado, Sirius Black se mantenía erguido con los brazos cruzados, su uniforme impecable y su típica expresión de desdén perezoso. Aunque no era el capitán, todos sabían que su opinión pesaba mucho en las decisiones.       —Muy bien, escuchad —exclamó James con voz clara, proyectando sobre el campo con la facilidad de un líder nato—. Buscamos un cazador y un golpeador. No necesito que voléis bonito ni que presumáis de escobas. Quiero reflejos, cabeza fría y coraje. Lo demás lo trabajamos.       Las pruebas comenzaron con los aspirantes a golpeador. James hizo formar a los posibles candidatos en parejas, lanzando bludgers para observar su capacidad de reacción, fuerza y coordinación.       Uno de los primeros en destacar fue Daniel Creevey, un alumno de cuarto con rostro anguloso, brazos fuertes y una determinación que se hacía evidente incluso desde la grada. Aunque al principio su puntería fue torpe, James y Sirius intercambiaron una mirada de aprobación cuando Daniel golpeó con precisión una bludger hacia una esquina del campo, obligando a uno de los aros a temblar con el impacto.       —Tiene instinto —murmuró Sirius, sonriendo—. Y no se asusta fácil. Me gusta.       Más tarde, cuando uno de los aspirantes soltó el bate tras una bludger que venía directo hacia él, James suspiró y lo descartó con una nota mental. Tras varias rondas, solo dos quedaban con verdadero mérito: Daniel Creevey y otro que, si bien tenía fuerza, carecía de velocidad en los giros.       —Creevey está dentro —sentenció Sirius sin rodeo a James—. No quiero a alguien que llegue tarde a una bludger en mitad de un partido contra Slytherin.       James asintió.       Luego, vino la parte más compleja: elegir una cazadora. Había más aspirantes, y el nivel era sorprendentemente bueno ese año. Entre los nombres más fuertes estaba Leonora Spinnet, de quinto curso. Alta, delgada, con manos precisas y una vista excelente. Era prima de Alicia Spinnet, la famosa jugadora del equipo profesional Las Arpías de Holyhead, y parecía tener parte de ese talento en la sangre.       Los vuelos de práctica fueron cada vez más intensos. Leonora mostró una precisión magnífica al interceptar pases, moverse entre los aros y colaborar con Alice en combinaciones rápidas que dejaban atrás a la defensa improvisada.       —Tiene química con Alice —dijo Robert McLaggen desde su lugar bajo los aros—. Casi me hacen un lío con ese pase doble.       James anotó observaciones mientras Lily, Marlene, Remus, Peter y Pippa observaban desde la grada, comentando entre ellos con entusiasmo.       En la última ronda, James organizó un mini-partido con equipos mezclados. Kate, como buscadora, sobrevolaba las alturas sin buscar la Snitch, simplemente para practicar su lectura del campo. Los cazadores pasaban, giraban, esquivaban. Leonora no solo marcó dos tantos, sino que ayudó a Alice en otros tres con movimientos elegantes y rápidos. También resistió una fuerte entrada sin perder el control de la escoba.       Al final del día, el cielo comenzaba a teñirse de un gris más profundo, y los estudiantes recogían sus cosas con la emoción de quien ha dado lo mejor. James reunió a su equipo habitual al centro del campo: Alice, Sirius, Kate, Robert y él mismo.       —¿Opiniones? —preguntó.       —Spinnet, sin duda —dijo Alice, aún jadeando, con el rostro brillante por el esfuerzo—. Sabe trabajar en equipo. Y se anticipa bien.       —Creevey fue el único que me hizo correr de verdad —añadió Sirius—. Los otros no pasarían de un entrenamiento.       —Entonces está decidido —James sonrió con satisfacción—. A partir de hoy, Leonora Spinnet es nuestra nueva cazadora, y Daniel Creevey el segundo golpeador.       Todos asintieron, y James se giró para hacer el anuncio. Los aplausos estallaron entre los presentes, especialmente de parte de los amigos de Daniel, que saltaron de alegría en las gradas.       El nuevo equipo de Gryffindor quedaba así conformado: James Potter, capitán y cazador, junto con Alice y Leonora Spinnet en el trío ofensivo; Kate como la veloz e intuitiva buscadora; Robert McLaggen protegiendo los aros con su estilo dramático; y como golpeadores, Sirius Black, implacable y elegante, junto al recién llegado Daniel Creevey, joven pero prometedor. La temporada prometía emociones, rivalidades encendidas y, sobre todo, mucho Quidditch.              Más tarde, Alice salía de la biblioteca con varios libros bajo el brazo. Había estado repasando jugadas de Quidditch y estrategias defensivas, pero ahora caminaba sola por un corredor cercano a las mazmorras, absorta en sus pensamientos. No fue hasta que escuchó una voz aguda, llena de desprecio, que se detuvo en seco.       —¿Es que no te enseñaron a caminar con gracia, o es que ser de Slytherin ya no significa nada?       La voz pertenecía a Emma Vanity, y a su lado estaban Lucinda Talkalot y Gemma Farley, las tres envueltas en sus túnicas verde oscuro con un aire de superioridad que parecía tatuado en la piel. Frente a ellas, con los hombros encogidos, estaba una chica más joven, cabello castaño claro recogido en una trenza algo deshecha, y mirada firme pese al temblor en su barbilla: Calliope Cohen, prima de Alice y estudiante de primer curso… también de Slytherin.       —Vaya, vaya, qué decepción —se burló Lucinda—. Una Cohen que termina en nuestra casa y no sirve ni para responder.       —Quizá solo se coló —añadió Gemma con una sonrisa cruel—. Seguro que alguien confundió el apellido con el linaje.       Alice ya se acercaba, dejando los libros sobre un banco de piedra, sin preocuparse por la discreción. Caminó hasta situarse entre las tres mayores y su prima, con los brazos cruzados y la mirada en alto.       —¿Qué hacéis?       Las tres Slytherin alzaron las cejas, fingiendo sorpresa.       —Oh, Erhland…—dijo Emma, con voz falsamente dulce—. Qué pintas tú aquí. ¿No tienes escobas que pulir?       —Y tú no tienes espejo, por lo visto —respondió Alice sin perder la calma—. Porque si lo tuvieras, sabrías que tu arrogancia no tapa tu estupidez.       Las tres chicas fruncieron el ceño, ofendidas. Lucinda dio un paso al frente.       —¿Crees que por tener cara de niña buena puedes meterte donde no te llaman?       —Me meto cuando veo a tres idiotas acosando a una más pequeña como si eso les diera importancia. Y no. No me creo nada. Pero sí sé que más allá de vuestra mazmorra, nadie os toma en serio.       Gemma entrecerró los ojos.       —¿Y vas a protegerla? ¿Aunque sea de nuestra casa?       Alice se giró hacia Calliope y le sonrió con ternura.       —No necesito que esté en Gryffindor para defenderla.       Hubo un silencio tenso. Luego, con un bufido, Emma giró sobre sus talones.       —Esto no termina aquí, Erhland. Nos veremos pronto.       —Estoy temblando —replicó Alice, impasible.       Las tres se alejaron con murmullos venenosos mientras Alice se volvía hacia Calliope, que la miraba con una mezcla de alivio y vergüenza.       —Gracias… no sabía qué hacer. Son de mi casa. Y más influyentes.       Alice negó con la cabeza, le alisó un mechón de cabello.       —No tienes que dejar que te pisoteen. Si alguna vez se pasan de la raya, me buscas. Da igual en qué casa estés. Y, por cierto, las influencias se ganan con carácter, no con insultos.       Calliope asintió, un poco más segura.       —Mamá dice que tú siempre fuiste así… directa. Que no toleras idiotas.       Alice sonrió con picardía.       —Me halaga. Aunque no estoy segura de si lo decía como cumplido.       Ambas rieron y retomaron el paso juntas. A veces, defender a alguien no era solo enfrentar a los demás, sino recordarle que no estaba solo, incluso en los lugares más fríos del castillo.              Declan Montague, de Ravenclaw, se había ganado hacía tiempo una reputación peculiar en Hogwarts. Siempre impecable, con el uniforme perfectamente planchado y el cabello peinado con esmero, parecía más un joven aristócrata que un estudiante común. Sus palabras, envueltas en un tono suave y seguro, tenían la cualidad de parecer inofensivas y, sin embargo, esconder un filo sutil.       Aquella semana, comenzó a dejarse ver demasiado cerca de Kate Bellerose. Primero fue en clase de Encantamientos, donde le ofreció asiento a su lado con una sonrisa impecable. Luego, en el pasillo que conducía a la biblioteca, se adelantó para sostenerle la puerta con un gesto exageradamente cortés. Incluso en el Gran Comedor, Kate descubrió que su lugar había quedado casualmente libre justo frente a ella, con Declan ya esperándola con una conversación preparada.       —No sabía que te interesara tanto la teoría de Slughorn —comentó un día, con la barbilla apoyada en una mano y la mirada fija en Kate—. Aunque claro, supongo que no hay nada que se te dé mal.       Kate, algo incómoda, respondió con una sonrisa educada y un comentario rápido para desviar la atención.       Desde la mesa de Gryffindor, Sirius lo veía todo. Fingía que no le importaba, que estaba demasiado ocupado escuchando las historias de James o las ocurrencias de Peter, pero cada vez que Montague aparecía en el campo de visión, su mandíbula se tensaba. Había algo en la forma medida y constante con la que aquel Ravenclaw se acercaba a Kate que le parecía insoportable.       —¿Qué miras? —preguntó Remus, notando la distracción.       —Nada —respondió Sirius demasiado rápido, apartando la vista y clavando los ojos en su plato.       Pero no era nada. Era Montague inclinándose demasiado cerca de Kate para hacer una pregunta. Era su risa fácil. Era la forma en que parecía estudiar cada respuesta de ella como si le estuviera evaluando para un examen privado. Y, sobre todo, era el hecho de que Kate sonreía, sin darse cuenta de que estaba siendo el centro de un juego que tal vez solo Declan comprendía del todo.              El pasillo que conducía al aula de Transformaciones resonaba con el murmullo de estudiantes que se apresuraban a llegar antes de la profesora McGonagall. Kate caminaba con paso ágil, los libros bien sujetos contra el pecho, cuando Declan Montague se le unió con su andar seguro y pulcro, como si cada movimiento suyo estuviera ensayado.       —Bellerose, ¿te has dado cuenta de que últimamente siempre coincidimos de camino a clase? —dijo con esa sonrisa impecable que parecía dibujada.       —¿Coincidimos? —Kate arqueó una ceja, divertida—. ¿O será que me sigues?       Declan soltó una risa fácil, sin ofenderse.       —Tienes razón, quizás es la costumbre de un caballero…       —No es eso —lo interrumpió ella con tono amable—. Solo que… deberías intentar no ser siempre tan aristócrata. A veces pareces un cuadro colgado en una galería: perfecto, pero un poco distante.       El Ravenclaw ladeó la cabeza, sorprendido, aunque sus ojos brillaron con interés.       —¿Ah, sí? ¿Y cómo se supone que hago eso?       Kate lo observó unos segundos y sonrió.       —Pues… empieza por dejar de parecer que vas a una reunión con el ministro cada mañana.       Declan soltó una carcajada genuina, distinta de su risa medida de siempre. Luego, en un gesto inesperado, pasó una mano por su cabello, despeinándolo de forma deliberada, y se aflojó la corbata.       —¿Así? —preguntó, con una chispa juguetona en la mirada.       Kate asintió, divertida.       —Mucho mejor.       Entraron juntos al aula, todavía con sonrisas en el rostro. Kate se dirigió a su sitio habitual junto a Marlene, mientras Declan ocupaba un asiento algo más al frente. Marlene no tardó en inclinarse hacia ella, con una sonrisilla maliciosa.       —Vaya, vaya… no sabía que te dedicabas a dar lecciones de estilo personalizadas. Y nada menos que a Montague.       Kate rodó los ojos, aunque no pudo evitar reírse.       —No empieces.       Lo que Kate no sabía era que Sirius, sentado unas filas detrás, había escuchado lo suficiente para que el estómago se le encogiera. No podía apartar la vista de Montague, con el cabello ahora un poco desordenado y la corbata más suelta, sonriendo todavía como si hubiese descubierto un secreto compartido. Sirius fingió que apuntaba algo en su pergamino, pero la pluma apenas se movía.              En la siguiente hora, James, Remus y Sirius estaban apoyados contra la pared del pasillo, charlando en voz baja mientras esperaban que empezara la clase. Sirius, con los brazos cruzados y la mirada fija en un punto más allá de los estudiantes, no se resistió a soltar en un tono lo suficientemente alto para ser oído:       —Montague lo está intentando demasiado… se le nota a leguas.       James levantó una ceja, divertido.       —¿Y te molesta porque? Si el tipo quiere romperse la cabeza, allá él.       Remus sonrió con ironía.       —No creo que Sirius esté hablando de Montague en general, James. Creo que se refiere a con quién.       Justo en ese momento, Kate apareció con Marlene, y alcanzó a escuchar lo último. Se detuvo frente a ellos, arqueando una ceja.       —¿De qué habláis?       Sirius bajó la mirada un segundo, pero recuperó enseguida el tono seguro.       —De Montague. De lo evidente que es lo suyo contigo.       Kate frunció el ceño.       —¿"Lo suyo conmigo"?       —Vamos, Kate, es claro —dijo Sirius, con esa media sonrisa arrogante que intentaba disfrazar el fastidio—. Solo te busca porque eres atractiva.       El comentario cayó como un jarro de agua fría. Kate abrió la boca incrédula.       —¿Qué? ¿Acaso piensas que nadie puede ver algo más en mí? ¿Que lo único que ven es eso?       Sirius parpadeó, un poco desconcertado.       —No es eso. Es solo… un consejo de amigos.       Remus intervino enseguida, alzando las manos como para desactivar la tensión.       —Sirius solo quiere decir que Montague no es precisamente transparente en sus intenciones. No lo tomes a mal.       —A los chicos se les ven las intenciones con claridad—añadió Marlene, poniéndose del lado de su amiga pero con tono ligero—. Sabemos manejarlo, no os preocupéis.       Kate respiró hondo, tratando de calmar el nudo en su pecho. Pero no pudo evitar mirar a Sirius directamente, con esa firmeza que lo dejaba desarmado.       —Si sois mis amigos, os pido que os quedéis en vuestro sitio de amigos.       El silencio se hizo por un segundo. Sirius sostuvo su mirada, sin respuesta. James se rascó la nuca incómodo, y Remus bajó la vista con un suspiro resignado. Kate se dio media vuelta con Marlene, dejando a Sirius con la sensación amarga de haber cruzado una línea invisible.              Unas noches después, ya adentrado el mes de octubre, el Gran Comedor estaba decorado con calabazas encantadas y una niebla tenue que flotaba sobre el suelo, pero en una sala privada contigua, el Profesor Horace Slughorn daba una de sus exclusivas y más selectas cenas.       Candelabros flotantes emitían una luz tenue sobre una mesa vestida de rojo oscuro y oro viejo, con fuentes encantadas que rebosaban delicias humeantes. La sala olía a clavo, carne asada y manzanas caramelizadas.       —¡Ah, mis joyas de Hogwarts! —exclamó Slughorn con un gesto dramático mientras abría la puerta para recibir a sus invitados.       Lily fue una de las primeras en entrar, con su cabello recogido en una trenza elegante, vestida con una túnica negra que le sentaba con naturalidad. Le siguió Alice, con una sonrisa cálida y ojos vigilantes, apoyada por un Frank Longbottom alto y enmudecido por la formalidad.       Kate llegó minutos después. Llevaba una túnica elegante pero no ostentosa, el cabello recogido en una trenza suelta que le caía sobre el hombro. Sus ojos marrones recorrieron la sala con cautela, sin entusiasmo.       Detrás, otro grupo hizo su aparición: Regulus Black, impecable como siempre, con el rostro casi inexpresivo, caminando junto a Theodore Nott, de mirada calculadora, y Avery, cuya sonrisa no llegaba nunca a sus ojos.       A su lado, entraron dos nuevos invitados: Declan Montague y Anthony Otterburn, Hufflepuff de sexto curso, ya conocido entre los profesores por su talento excepcional en herbología y una memoria para las propiedades mágicas de cualquier planta. Su andar era tímido pero su sonrisa siempre era sincera.       La cena empezó, llena de cumplidos, historias forzadas y sonrisas bien ensayadas. Kate se sentó junto a Lily, con Regulus al otro lado. Aunque evitaba los saludos innecesarios, Declan Montague aprovechó para sentarse cerca, visiblemente interesado en entablar conversación con Kate.       En un susurro bajo el murmullo general, Regulus se inclinó hacia Kate.       —¿Sabes qué día es el martes?       Kate lo miró de reojo, sin mover la cabeza.       —Tres de noviembre.       — Cumpleaños de Sirius.       Un silencio cómplice cayó entre ellos.       —¿Crees que le importa? —murmuró Kate, girando ligeramente la copa de zumo.       —A él le importan más cosas de las que admite. Recuerdo uno de sus cumpleaños… el del segundo año. ¿Lo recuerdas?              En la Torre de Gryffindor, una pequeña caja mal envuelta aparecía sobre la cama de Sirius. Dentro había una miniatura encantada de una moto voladora.        —¿Tú hiciste eso? —le había preguntado Regulus a Kate al verla días después.       Kate sonrió. Sirius no dijo nada tampoco pero mantuvo esa sonrisa rara que reservaba para momentos que no podía describir.              —No volverá a casa—dijo Kate.       —No —coincidió Regulus—. Pero tú aún puedes hacer que ese día no sea otro recordatorio más de lo que perdió. A veces, mantenerse cerca es más difícil que irse.       Kate giró lentamente la cabeza hacia él. Era la primera vez que Regulus le decía algo así: algo que no fuera una frase medida, fría, políticamente correcta.       —¿Y tú cómo vas a mantenerte cerca? —preguntó.        —No lo haré —respondió, con una honestidad que la desarmó—. No se puede servir a dos casas a la vez.       Antes de que pudieran seguir, una pequeña conmoción en la entrada de la sala atrajo todas las miradas.       James Potter, Sirius Black y Remus Lupin entraron como si nada, con túnicas de gala que claramente no eran las suyas y una arrogancia cómica.       —¿Llegamos tarde? —dijo James con una sonrisa amplia—. El servicio de entrada de invitados está lentísimo.       Slughorn abrió la boca, ofendido y fascinado al mismo tiempo.       —¡Pero esto es…! ¡No están en la lista!       —No estamos en muchas listas, profesor —replicó Sirius, apoyándose en el marco de la puerta con los brazos cruzados, mirada fija en Theodore Nott.       Por un instante, el ambiente se tensó como una cuerda estirada. Theodore se incorporó lentamente, su copa de cristal aún en la mano.       —Este lugar es para estudiantes distinguidos, no para fugitivos domésticos —dijo en voz baja, pero firme.       Sirius no se movió. Una sonrisa peligrosa cruzó su rostro.       —¿Y tú qué eres, Nott? ¿Un lacayo vestido de terciopelo?       Kate lo notó. La forma en que Theodore apretó el borde de su copa, cómo Avery le tocó brevemente el brazo para contenerlo.       Sin decir palabra, Kate se levantó suavemente y se giró hacia Montague.       —Declan, ¿me contabas el otro día algo sobre las prácticas de intercambio mágico con Beauxbatons?       Montague, encantado, comenzó a hablar mientras caminaban hacia el extremo opuesto de la sala. Kate no lo escuchaba realmente; solo necesitaba que Sirius no hiciera algo imprudente.       Slughorn, medio divertido y medio resignado, aceptó la presencia de los recién llegados y todo volvió a la "normalidad".       Mientras tanto, en un rincón más apartado de la sala, entre las sombras y lejos de la atención del profesor, Theodore Nott y Avery observaban a Kate con ojos depredadores, fingiendo hablar de política mágica mientras sus voces bajaban a susurros.       —Slughorn cree que puede invitarla a su club y hacerla brillar, pero ella no es solo una alumna prometedora —murmuró Avery, girando el cáliz en su mano.       —No —respondió Theodore con una sonrisa ladeada—. Es un lazo suelto. Y Sirius Black la respeta demasiado. La voluntad puede ser doblegada. Solo hay que saber cuándo y cómo.       —¿Y tú sabes cómo?       —Estoy aprendiendo. Pero primero… hay que aislarla. Desconectarla de los que cree que la protegen.       Ambos levantaron sus copas como si celebraran una broma privada. En el centro de la sala, entre risas y manjares, Kate sentía una incomodidad difusa, sin saber por qué, como si alguien hubiera cerrado las ventanas del castillo sin previo aviso.       Poco a poco el ambiente recuperaba cierta calidez tras la tensión inicial, Slughorn se animó a proponer un brindis en honor a "los grandes talentos del futuro mágico".       Sirius, hundido en el respaldo de su silla, giraba distraídamente su copa de vino entre los dedos. Apenas fingía interés, mientras a su lado Declan Montague conversaba con Kate en tono elegante y seguro:       —Y tú, Bellerose —dijo con una sonrisa impecable—, ¿alguna vez te has planteado representar al Ministerio en proyectos de diplomacia mágica? Con tu claridad al hablar y esa compostura… no me cabe duda de que encajarías perfectamente en la Confederación Internacional.       Kate, un poco sorprendida, abrió la boca para contestar. Pero la voz de Sirius irrumpió con un filo tan cortante como inesperado:       —Claro, porque todos sabemos que lo más apasionante del mundo sería ver a Kate Bellerose discutiendo tratados aburridísimos con viejos magos franceses… mientras intenta que su trenza perfecta no se le deshaga.       El murmullo de la sala se cortó en seco. Un silencio incómodo se instaló entre los presentes, como si las velas hubieran temblado.       Kate parpadeó, incrédula.       —¿Perdona?       Sirius alzó la copa con una media sonrisa torcida.       —Lo digo en serio. No todos nacimos para la diplomacia. Algunos brillan con cerebro, otros con… otras cosas como belleza.       El comentario cayó como una daga en la mesa. No sólo la interrumpía: la reducía, la desnudaba frente a todos, la dejaba como una superficial.       Montague mantuvo la sonrisa, aunque bajó ligeramente la mirada. El gesto fue educado… y humillante.       —Vaya —murmuró Kate—, gracias, Sirius. ¿Algo más que quieras compartir con toda la sala?       Sirius abrió la boca, pero esta vez Remus le puso una mano en el brazo, firme.       —Eres idiota —le dijo sin rodeos—. Muy idiota.       Kate se levantó despacio, su silla crujió. Con el rostro enrojecido, los ojos brillantes no de rabia, sino de decepción.       —Buenas noches, profesor —dijo con tono controlado, y luego, más bajo, solo para Sirius—: Entiendo tus enfados, pero no soy un objeto decorativo para tus impulsos.       Salió con paso firme de la sala, y Sirius tardó unos segundos en reaccionar. Pero cuando lo hizo, no lo pensó.       —Buenas noches… —dijo, ignorando la mirada reprobatoria de Slughorn y la burla muda en la cara de Nott.       La siguió por los corredores iluminados tenuemente por antorchas mágicas hasta alcanzarla cerca de una ventana que daba al patio de astronomía. Ella no se giró al oírle llegar.       —Kate…       —¿Qué, Sirius? ¿Vas a hacer otra broma? ¿A decir otra estupidez?       —No… solo… No pensé que fuera tan grave…       —¡Porque nunca piensas! —su voz temblaba—. Solo actúas, hablas, te ríes… y yo tengo que lidiar con las consecuencias. ¡No soy tu sombra! Ni tu trofeo. Ni tu público.       Ella se giró por fin, y tenía los ojos llorosos. No de rabia. De agotamiento.       —¿Sabes lo que es estar en una cena con gente que espera que te comportes como una dama perfecta, que no digas demasiado, pero tampoco seas aburrida? ¿Y que justo cuando alguien ve en ti otra cosa… apareces tú para ridiculizarlo todo?       Sirius se quedó en silencio.       —Te reíste de mí delante de todos —continuó ella—. Como si lo que yo decía no valiera nada. Como si todo fuera parte de algún chiste interno en el que solo tú estás invitado. ¿Te parece justo?       —No… no lo es. Es que Montague…       —¿Montague qué? ¿Te incomoda que alguien me trate con respeto? ¿Con interés?       —¡No es eso! —exclamó Sirius, frustrado, pasando las manos por su pelo—. No es que quiera que no hables con nadie, es solo… no sé. Me pone de los nervios pensar que alguien te vea y quiera impresionarte.       Kate frunció el ceño. Había una mezcla de sorpresa y tristeza en sus ojos.       —¿Y por qué te pone nervioso eso, Sirius? ¿Porque soy tuya? ¿Por qué te debo algo?       —No… ¡No eres mía! Solo… me importa. Me importas mucho.       —¿Entonces por qué me haces daño? Hazlo más fácil.       La pregunta lo dejó sin aliento. Porque no tenía una respuesta. Porque jamás se había detenido a pensar que sus impulsos la lastimaban. Porque con ella se sentía cómodo, y tal vez por eso bajaba la guardia. Demasiado.       Sirius la miraba con la boca entreabierta, pero sin palabras. No estaba acostumbrado a verla así. Ni a sentirse culpable de verdad. Kate negó con la cabeza y volvió a hablar, esta vez con voz rota.       —No soy un objeto, Sirius.       Ella lo dijo como quien rompe un hechizo.       —No me trates como si lo fuera —añadió con voz más baja.       Intentó decir algo. Que no lo pensó. Que solo quería verla reír. Que le molestaba Montague, pero ni siquiera sabía por qué. Pero no pudo. Ninguna palabra parecía adecuada.       Kate respiró hondo y se alejó sin esperar respuesta. Su capa ondeó tras ella como una sentencia silenciosa.       Sirius, aún aturdido, tomó un desvío hacia los jardines para respirar aire frío. Pero la noche no estaba dispuesta a darle tregua.       Theodore Nott apareció desde las sombras, con las manos en los bolsillos y una expresión que mezclaba satisfacción y amenaza.       —La controlabas mejor cuando solo erais amigos.       Sirius giró el rostro, tenso.       —No la controlo. Y no me interesa hacerlo.       —Pues yo sí. Me interesa —dijo Theodore—. Su apellido, su carácter, su magia. Lo tiene todo. Y si tengo que ofrecerle un compromiso formal para unir nuestras casas, lo haré.       Sirius lo miró con una mezcla de rabia e incredulidad.       —¿Compromiso? ¿Estás loco?       —Llámalo como quieras. Pero tú solo sabes huir. Ella necesita estabilidad. Y tarde o temprano, todos elegimos el bando que nos da poder. Tú le das problemas. Yo puedo ofrecerle algo más.       Sirius dio un paso hacia él, pero Nott no se movió.       —Cuida tus pasos, Black. Estás en un juego que no entiendes. Y no todos te van a perdonar otra estupidez más.       Y sin más, se marchó. Dejando a Sirius solo entre las sombras y el frío, con la certeza de que había empezado una batalla que no sabía cómo ganar.              Kate cerró la puerta y se dejó caer en su cama con dosel. Las cortinas rojas colgaban pesadamente a su alrededor, y la tenue luz de una vela encantada parpadeaba junto a su mesilla. No lloraba ya con intensidad, pero el nudo en el pecho se negaba a deshacerse.       —¿Estás bien? —susurró Marlene desde su cama, asomando la cabeza entre sus propias cortinas.       Kate no respondió al instante.       —Estoy… frustrada. Agotada. Harta.       Pippa, que leía una revista de pociones de moda tumbada en el suelo, se sentó erguida.       —¿Ha sido por Sirius?       Kate asintió lentamente, recostándose de lado.       —Me avergonzó delante de Montague. Como si fuera una niña tonta a la que hay que corregir o que no puede pensar por sí misma porque solo le importan las apariencias.       —¿Otra vez con sus sarcasmos inoportunos? —bufó Marlene—. Ese chico no sabe cuándo parar.       Pippa se acercó, sentándose junto a Kate.       —¿Te dijo algo grave?       —No tanto por lo que dijo… sino por cómo lo dijo. Como si no tuviera derecho a que otro chico me prestara atención.       —¿Y qué hiciste? —preguntó Pippa, sin rodeos.       —Me fui. Se lo dejé claro. Que no soy un objeto. Que no es gracioso. Que estoy cansada de tener que explicarle mis emociones como si fueran conjuros avanzados.       Se hizo un silencio en la habitación. Luego Marlene dijo con suavidad:       —Hiciste bien.       Kate no respondió. Se quedó tumbada, mirando el techo encantado que imitaba las estrellas. La constelación de Orión parpadeaba ligeramente sobre su cama. “No todas las estrellas arden para morir. Algunas arden para guiar.”       Cerró los ojos. Le vino a la mente un recuerdo:       Ella y Sirius, cuando tenían catorce, escapando del castillo a medianoche. Sirius le enseñaba constelaciones, con la voz suave y el cabello alborotado. Entonces le dijo que su estrella, la de él, estaba condenada a explotar. Ella le había respondido: “No todas las estrellas arden para morir. Algunas arden para guiar.”       Cerró los ojos. Quería dormir. Pero sabía que esa noche, sus sueños no le darían tregua.       —No soy un objeto —repitió en voz baja—. No soy suya.       Y sin embargo… una parte de ella deseaba que él lo supiera. Que lo entendiera. Que dijera que sí, que lo sabía, pero que aun así no podía dejar de mirarla como lo hacía.              En ese mismo momento, el viento de finales de octubre soplaba con fuerza en la Torre de Astronomía, pero los tres amigos estaban ahí, sentados en una de las esquinas protegidas de la barandilla. James lanzaba piedras al aire y las hacía levitar antes de que cayeran. Remus miraba las estrellas en silencio. Sirius estaba tumbado, las manos cruzadas tras la cabeza.       —¿Lo arreglaste? —preguntó James, desde una esquina, jugando con una pluma.       Sirius no contestó.       Remus alzó una ceja.       —¿Y bien?¿Has hablado con ella? —preguntó Remus.       —La cagué.       —Sí —confirmó Remus sin dramatismo—. Lo vimos. ¿Pero por qué?       —No lo sé. Vi cómo hablaban. Montague parecía un político en miniatura. Y ella… ella brillaba. No como cuando está conmigo. Brillaba distinta. Como si estuviera mejor sin mí.       James suspiró.       —Eso no es excusa para arruinarle la noche.       —Lo sé. Pero me dolió. Y como idiota que soy, actué. Y luego no supe decirle lo que quería.       —¿Te gusta? —preguntó Remus, sin rodeos.       Sirius no respondió al instante.       —No lo sé... Pero me asusta.       —Pues será mejor que lo resuelvas —dijo Remus—. Porque ni Declan ni Nott van a dudar. Y ella tampoco te va a esperar eternamente.       Sirius bajó la mirada. El nombre de Nott le quemó el estómago. Recordó lo que acababa de decirle: "Ella necesita estabilidad. Tú le das problemas." Pero él no quería ser solo problemas. No con ella. Y, por primera vez, Sirius Black tuvo miedo de no saber cómo arreglar algo que realmente le importaba.       James dejó de lanzar piedras.       —¿Y qué querías decirle?       —Que me importa —susurró Sirius—. Cuando la veo con alguien como Montague, siento que me voy quedando atrás. Que soy un caos y ella un orden que no sé si merezco.       Remus se giró hacia él.       —¿Y por qué no se lo dijiste?       Sirius tragó saliva.       —Porque no quiero que me vea débil.       —Entonces ya lo hiciste mal —dijo Remus con amabilidad, pero sin suavizar la verdad—. Porque ella sí te mostró su parte vulnerable, y tú no supiste quedarte.       James suspiró, levantándose.       —Sirius, no se trata de ganar una discusión. Se trata de ser alguien que valga la pena para quedarse a su lado.       El viento volvió a soplar, más fuerte. Sirius cerró los ojos, sintiendo que esa brisa se llevaba algo de él… pero no lo suficiente. A lo lejos, desde la ventana más alta de la torre de Gryffindor, creyó ver una sombra moverse. No supo si era ella. Pero quiso que lo fuera.      
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