ID de la obra: 694

Web of Spider-Luz (The Owl House x Spider-Man Fanfic)

Mezcla
PG-13
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planificada Mini, escritos 16 páginas, 6.361 palabras, 1 capítulo
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#1: Una vida ordinaria para una chica común.

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Luz Noceda es una chica de secundaria, algo distraída pero carismática, que vive en la ciudad de Gravesfield. Lleva una vida aparentemente normal: va a la escuela, trabaja medio tiempo en una excéntrica casa de empeño y convive con un grupo muy peculiar de amistades. Sin embargo, entre sueños de ser una heroína y momentos cotidianos que se complican, se empieza a insinuar que su mundo podría cambiar más pronto de lo que cree.

Primer arco

Primer salto, primer reto.

#1: Una vida ordinaria para una chica común. Centro de la ciudad. La tranquilidad, dicen, es un lujo. Pero en ese momento, en ese lugar, la palabra misma era una burla grotesca. Una mentira con perfume barato. La ciudad había dejado de ser un lugar. Ahora era un testigo muerto. Todo lo que una vez respiró —avenidas, parques, estaciones de metro, edificios con nombres en letras doradas— ahora yacía en ruinas, colapsado como un cuerpo que ya no recuerda cómo mantenerse en pie. Torres retorcidas, autos como juguetes derretidos, faros que parpadeaban con epilepsia robótica. El cielo, si todavía podía llamarse así, era una sábana negra rota por lenguas de humo y fuego. Y en medio del desastre, sobre una colina fragmentada como la esperanza de los vivos, dos figuras se alzaban. No como sobrevivientes. Sino como juicios finales. Kamen Azura estaba allí. Inmóvil. Imponente. Como si cada centímetro cuadrado de su armadura blanca pulsara al ritmo de un corazón que no temía romperse. Las líneas púrpura que la cruzaban palpitaban con una cadencia viva, como si la energía dentro de ella quisiera escapar, gritar, liberarse de su contención. Su capa, media quemada, media sagrada, se agitaba con el viento cargado de cenizas. A su alrededor, incluso el fuego parecía mantener la distancia. Frente a ella, emergiendo del cráter de un edificio caído, Gildersnake. Una aberración sin edad, sin misericordia. El color de su cuerpo no era solo verde: era un tono marchito, como si cada escama hubiese absorbido siglos de odio y descomposición. Sus ojos —dos cuchillas húmedas e inteligentes— se clavaron en Azura como una profecía sin esperanza. La criatura se arrastró con una gracia malsana, dejando un surco de tierra muerta a su paso. El silencio no era respeto. Era miedo. Y luego, la voz. —¿De verdad pensaste… —siseó Gildersnake, cada palabra un goteo ácido sobre el alma del mundo— que puedes vencerme? No fue una pregunta. Fue un veredicto. Azura no respondió de inmediato. No porque dudara… sino porque había aprendido que a veces el poder está en las pausas. En lo que no se dice. Giró apenas la cabeza. Sus movimientos eran lentos, como si el tiempo mismo dudara en tocarla. Elegantes, sí… pero no por vanidad. Eran los gestos ensayados de alguien que ha perdido demasiado como para permitirse una pausa innecesaria. Y entonces, su casco —aquella corona de guerra, aquella prisión de identidad— comenzó a deshacerse. No estalló. No se quebró. No dramatismos. Solo se desvaneció. Partículas translúcidas —luz deshilachada de un pasado que no pudo salvar— se desprendieron en silencio. Flotaron hacia el cielo gris de una ciudad en ruinas, como luciérnagas que ya no recuerdan qué era la noche. El mundo alrededor parecía contener el aliento. Y entonces, el rostro. No era el de una heroína de portada. No había filtros ahí, ni cicatrices con historia épica. Era un rostro humano, demasiado humano. Párpados cansados. Pómulos helados por el viento y la responsabilidad. Ojos profundos, cargando el peso de decisiones tomadas en habitaciones vacías, cuando nadie más se quedó para tomar una. Ojos que no brillaban con arrogancia… sino con el recuerdo punzante de todo lo que no pudo salvar. —No importa si hoy no puedo derrotarte —dijo Azura. Su voz no era fuerte. Pero sonaba. Sonaba como una melodía firme entre la estática, como una palabra sagrada pronunciada en medio de un mundo que se desmorona—. Aún me quedan fuerzas suficientes para sellar tu existencia. Para encerrar tu presencia corrupta en un silencio que no puedas romper. Silencio. Y luego, la risa. No una carcajada. Ni siquiera una risa amarga. Era un sonido seco, enfermo, como el crujido de huesos de metal en un cuerpo demasiado viejo para seguir moviéndose. Como si alguien hubiese metido una grabación rota en una cinta oxidada y la dejara sonar en loop. Gildersnake. La criatura no sonreía. Esa mueca no era para provocar. Era un tic. Un residuo. Algo que le quedaba de cuando aún era alguien, y no… esto. —Tanto discurso… —la voz de Gildersnake bajó como un susurro que araña, cada palabra arrastrada con el peso de cadenas oxidadas, y ese gruñido final, lento, como si estuviera masticando la paciencia misma—. Siempre has sido arrogante, Azura. Creíste que tus palabras, dulces como veneno de serpiente, podrían encerrar al mundo entero. Pero Azura no respondió. Su silencio fue un muro, una tregua tensa que pesaba más que cualquier grito. Se mantuvo firme, erguida como una torre de acero templado, como si el acero de sus huesos fuera el último refugio de lo imposible. El viento no solo soplaba; ardía, arrastrando consigo cenizas y memorias rotas. Las ruinas de la ciudad, quebradas y grises, susurraban su lamento en lenguas de humo que se alzaban al cielo, difusas, efímeras. Su capa flameaba —una bandera desgarrada, una promesa que no se rendiría—, cortando el aire en líneas afiladas. Sus ojos, dos faros en la penumbra, no pestañeaban. No parpadeaban ante la amenaza ni ante la historia que se repetía. Simplemente miraban. Y en esa mirada estaba el juicio. —No soy arrogante —la voz emergió de sus labios, contenida pero implacable, como el eco que resuena en los abismos—. Soy constante. Un trueno rugió en la distancia, pero no fue un grito de tormenta: fue un latido, un pulso sincronizado con el ritmo de su convicción. Desde los guanteletes de Azura brotó una chispa, una serpiente eléctrica que corría sobre su armadura, vibrando con vida propia, aguda, pura. El aire se tensó; el zumbido se clavó en la piel, más cortante que el miedo, más intenso que el odio. De sus manos emergió algo más que un arma. Algo que latía, que respiraba, que contenía un universo contenido en un solo pulso. Un báculo. No era solo metal. Era un corazón eléctrico, una tormenta dormida, una promesa de caos y orden entrelazados. Palpitaba con un pulso primitivo, un latido que parecía retumbar en el mismo suelo roto. Azura lo sostuvo con una mano —liviano y pesado a la vez—, como si en ese núcleo concentrara el peso de todas sus decisiones y sacrificios, el juicio de todas sus batallas. Giró la muñeca con calma; el báculo respondió, pulsando con energía viva. Gildersnake retrocedió. No por miedo, sino por un reconocimiento más profundo y perturbador: la certeza de que aquel enfrentamiento no era el fin, sino apenas el inicio. —Esto no termina contigo, Gildersnake —dijo Azura, y por primera vez, su voz dejó de ser sentencia para convertirse en plegaria—. Pero alguien tiene que poner la primera piedra. El golpe vino rápido, certero. El impacto del báculo contra el rostro de la bestia resonó como el estallido de un mundo fracturado, una grieta en el firmamento que dejó caer un suspiro quebrado entre la ruina y el fuego. El sonido se mezcló con el lamento sordo de la ciudad herida, un grito callado entre los escombros. Gildersnake se estremeció, su colosal cuerpo serpenteó hacia atrás con la furia contenida de un dios caído. Sus colmillos chocaron, afilados y hambrientos, mientras de su garganta emergía un rugido que no solo era dolor, sino una proclamación indeleble: no me has vencido. No todavía. Y entonces se lanzó hacia ella. Era un océano oscuro desbordándose, una avalancha viva de músculos, veneno y furia. Su embestida era una fuerza imparable, una tormenta que buscaba devorarlo todo a su paso. Pero Azura no flaqueó. Corrió hacia adelante sin titubeos ni miedo. Sus pasos eran pura intención, cada zancada una declaración. Las botas resonaban contra el aire, dejando tras de sí plataformas de luz pulsante, etéreas y temblorosas, escaleras invisibles que la elevaban contra la gravedad y contra la lógica misma. Saltó, ascendió, ascendió como un cometa en llamas, trazando un arco de esperanza contra la oscuridad del desastre. Desde abajo, el combate se volvía danza ancestral: un duelo entre una bestia que llevaba la edad de la tierra en sus escamas y una mujer que se negaba a dejar que el mundo sucumbiera a la sombra. Poder contra instinto. Luz contra sombra. Honor contra ruina. Y entonces…

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Habitación de Luz. Viernes 16 de Mayo de 2018 ¡Pip, pip, pip! El sonido era un verdugo sin rostro. Incesante. Inclemente. Como si un robot diseñado por alguna mente retorcida hubiera sido programado solo para una cosa: destruir los últimos segundos de los mejores sueños de la humanidad. La luz tenue de la mañana se filtraba por la persiana torcida, colándose como dedos invisibles entre las motas de polvo suspendidas. Afuera, el mundo ya hervía con motores, aves desveladas y un cielo tan gris como una libreta de matemáticas sin decorar. En el centro del caos organizado de una habitación que parecía la mente de su dueña convertida en paisaje —paredes lavanda con stickers de calaveras felices, dibujos hechos a mano con plumón morado, una figura de Eda la bruja sosteniendo un control remoto sin pilas, y un foco que parpadeaba como si estuviera dudando de su existencia—, una figura humana se revolvía entre sábanas arrugadas. Lucía “Luz” Noceda, catorce años, estudiante de tercer grado de secundaria, apunto de terminar en unos cuantos meses, soñadora profesional, acumuladora de cuadernos empezados y —según su madre— campeona mundial de dejar el desayuno frío. Estaba boca abajo, medio hundida en la única almohada que poseía, la cual, dicho sea de paso, olía ligeramente a chocolate derretido y baba seca. Su cabello era una rebelión absoluta: mechones disparados en direcciones imposibles, puntas que parecían desafiar la física con arrogancia, y un remolino en la coronilla que ni el mismísimo Doctor Strange podría domar sin lanzar un hechizo o dos. Sus ojos, dos rendijas de cansancio adolescente, apenas se abrían como portales hacia un universo de sueño interrumpido. Luz Noceda se incorporó lentamente, como un alma cansada a la que le robaron el pase de regreso al mundo real. Las ojeras no tenían glamour ni misterio. Eran el resultado directo de noches robadas a las horas de sueño, entre fanfics clandestinos, maratones con subtítulos mal traducidos y una interminable pelea interna preguntándose si acaso era ella la elegida para algo más grande. —Siempre... siempre se corta el sueño justo en el punto clímax del momentum... —farfulló, su voz apenas un murmullo, como quien lanza una maldición al viento—. O justo cuando estoy a punto de besarme con alguien... típico. La frase quedó suspendida en el aire, sin testigos, como el remate olvidado de un chiste que solo ella y la almohada entenderían. Durante un par de segundos permaneció ahí, boca arriba, mirando al techo con una expresión que pedía respuestas universales. En la esquina del foco, una tela de araña brillaba al sol de la mañana, tan delicada como un suspiro y tan fugaz como sus sueños rotos. Esa simple visión le disparó un recuerdo fugaz. Un pensamiento diminuto, casi insignificante, pero que en su mente se infló hasta hacerse gigante: ¡La alarma! —¡Ay no, no, no, no, no…! —chilló, girando con una gracia de ninja desorientada hacia su mesa de noche. Allí estaba, implacable y cruel, el viejo despertador digital, mirándola con la indiferencia fría de quien ha visto demasiadas guerras y amaneceres fallidos. La carcasa azul pastel, decorada con calcomanías de personajes de Sanrio que alguna vez la hicieron sonreír, ahora lucía desgastada, como un recuerdo que se niega a morir del todo. Luz se negaba a admitir que ya había pasado la edad para esas pequeñas frivolidades, aunque las conservara como reliquias personales. La pantalla verde emitía un brillo letal, un veredicto inapelable: 8:30 A.M. —¿¡Las ocho y media?! ¡Estoy más que frita! —exclamó Luz, lanzándose de la cama con la gracia involuntaria de una bolsa de papas rodando escaleras abajo en un supermercado vacío. Pisó una libreta que estaba demasiado cerca del borde de la cama, luego un peluche con un solo ojo —ese que jura tenía vida propia y conspiraba contra su tranquilidad—, casi se tropieza con sus anteojos, que siempre parecían esconderse en los peores momentos, y finalmente pisó un calcetín arrugado que se había tomado la noche para sembrar caos silencioso. Se tambaleó, maldijo en tres idiomas —dos perfectamente identificables y uno completamente inventado— y en una maniobra que rozaba lo milagroso, recuperó el equilibrio. Sin tiempo para saborear la victoria, salió disparada hacia el baño, cerrando la puerta con un golpe seco que hizo vibrar el marco, como si el universo quisiera recordarle que no había tregua. —¡¿Por qué el agua siempre está fría cuando más la necesito caliente?! —gritó desde dentro, mientras el sonido metálico y traicionero de la regadera empezaba su lamento. Era un grito al cosmos, uno de esos que no pedían respuestas, solo una pizca de empatía universal. Cuatro minutos. Ese fue su récord. Ni uno más, ni uno menos. Salió envuelta en vapor y determinación, el cabello aún húmedo, el aliento agitado como si hubiera corrido un maratón dentro de una lavadora descompuesta. Se vistió en un torbellino textil: camiseta gris sin estampado, jeans viejos pero fieles, y su inseparable chamarra verde oscuro, ya con varios hilos sueltos en los codos que contaban historias de mil batallas cotidianas. En sus pies, unos Nike rojos desgastados, cicatrices de aventuras pasadas, y en su rostro, unos anteojos de plástico púrpura, con las patillas ya marcadas por el tiempo y el uso constante. —Ok, Luz... misión imposible: llegar sin que me anoten retardo o me pongan otro meme en el grupo —murmuró con la mezcla perfecta de ironía y nerviosismo mientras se colgaba la mochila al hombro. Tomó su fiel compañera: una patineta blanca, con la pintura descascarada y decorada con estampas de “Kamen Azura”, desgastadas, pero orgullosamente firmes, como un estandarte personal de todas las aventuras por venir. Bajó las escaleras a toda velocidad, con la urgencia y la torpeza combinadas en una coreografía que solo ella podría dominar. Pero la vida —ese villano silencioso y siempre listo para sorprender— tenía otros planes. Su mejilla derecha impactó contra la puerta de entrada con un ¡THUMP! contundente. —¡Ay, carajo! —exclamó, llevándose la mano al rostro mientras el dolor y la sorpresa se mezclaban en un solo golpe—. ¿En serio? ¿Otra vez la maldita puerta? Necesito ajustar mis anteojos. Se quedó un segundo frotándose el cachete, tambaleándose un poco, con la dignidad un tanto maltrecha, mientras enderezaba sus gafas púrpuras con el gesto exacto que decía “otra vez, Luz, ¿en serio?”. Sin más, se dirigió a la cocina. Ahí, el refrigerador abrió sus fauces frías, revelando su botín matutino: un sándwich envuelto en una bolsita plástica que empezaba a sudar como si estuviera consciente del apresurado destino que la esperaba. Pegado al envoltorio, un pequeño post-it amarillo resistía con nobleza: “Llegaré tarde, turno extra en la veterinaria. ❤️ Mamá.” Pero Luz no lo leyó. Ni siquiera con la mirada fugaz de quien sabe que hay algo importante, pero no puede detenerse. Sus ojos tenían un único foco: la puerta. Con el sándwich colgando a medias de su boca y las llaves firmemente apretadas en la mano, como si fueran la última defensa contra un mundo que no perdona, Luz giró el picaporte con más fuerza de la necesaria, como si el destino se doblara ante la presión de sus dedos. ¡BAM! La puerta se abrió de golpe y con ella irrumpió el caos. Algo —o mejor dicho, alguien— se lanzó directo hacia ella en un choque tan inesperado como brutal. La mochila impactó contra una caja de cartón que el visitante cargaba, huesos se toparon con huesos, y la dignidad de ambos pareció perder la batalla contra la gravedad. Luz dio un par de pasos tambaleantes hacia atrás, el sándwich olvidado resbaló de sus manos para caer al suelo con un susurro trágico y húmedo. En ese instante, cuando sus ojos finalmente enfocaron con claridad, ahí estaba: Un joven desgarbado, de cabello castaño despeinado como si hubiera peleado contra un ventilador enloquecido, con un uniforme de cartero arrugado que parecía sobreviviente de una batalla campal, lentes torcidos a medio equilibrio sobre la nariz, y una expresión que lo decía todo sin necesidad de palabras: “Demonios…” —¡AH! ¡Hooty! ¡Ay no, no, no! ¿Estás bien? —Luz se inclinó con la urgencia de quien intenta reparar el desastre, el corazón martillando en su pecho, mientras la culpa, la preocupación y un leve rubor se enredaban en su voz. Hooty parpadeó lento, como si le hubieran reiniciado el sistema operativo y su pantalla interna aún estuviera cargando. —¡Buenos días, señorita Noceda! —respondió con una sonrisa torcida, más chueca que sus gafas, pero con esa calidez única que solo él podía regalar—. Vaya forma de saludarme... ¡eso sí que fue directo al corazón! Y al hombro. Y a mi cadera también. Luz soltó una risita nerviosa, recogiendo el sándwich aplastado del suelo con delicadeza de arqueóloga evitando un fósil irrecuperable. —Lo siento tanto, Hooty. No fue mi intención. En serio, debí abrir con más calma… —dijo Luz mientras ayudaba al chico a levantarse, esquivando el sándwich caído con la delicadeza de una bailarina sobre un campo minado. Hooty, como un pichón recién bañado, sacudió los hombros con un pequeño espasmo, enviando gotitas de agua invisible al aire, y se ajustó la gorra torcida con un orgullo firme, como si ese detalle fuera un escudo contra cualquier desastre. —Estoy acostumbrado a tropezarme —respondió, encogiéndose de hombros con la humildad de un veterano en batallas urbanas—. Ya sabes... rutina de cartero urbano. Un talento poco reconocido, pero alguien tiene que hacerlo. Luz no pudo evitar soltar una risa suave, casi musical. Hooty tenía esa habilidad accidental de despejar cualquier nube oscura con su extraña pero reconfortante manera de ver el mundo, incluso después de ser embestido por una adolescente equipada con patineta y un desayuno en desgracia. Pero entonces, el tiempo rugió en su oído como un tambor implacable, recordándole que el mundo no hacía pausa para ninguna excusa. —¡La hora! —exclamó casi en un susurro, como si acabara de recibir una bofetada invisible. Sacó el teléfono del bolsillo interior de su chamarra, y la pantalla le lanzó un escalofrío familiar: 8:38 A.M. Los números, fríos y burlones, parecían reírse de todos sus intentos fallidos por llegar puntual alguna vez en la vida. —Tengo que irme, Hooty. ¡Ya! —dijo mientras retrocedía casi perdiendo el equilibrio, preparándose para la huida. Hooty la miró con una sonrisa ladeada, un brillo cómplice en los ojos. —¿Vas a lanzarte a correr o vas a usar tu confiable nave voladora? —preguntó, señalando la patineta blanca que Luz cargaba con una mezcla de orgullo y resignación, como si fuera un arma secreta más que un simple accesorio. Luz alzó una ceja, atrapada entre la duda y la urgencia, mientras el viento parecía llamar a su nombre. —…Pensé en correr, pero si voy a llegar tarde, al menos llegaré con estilo. —Se subió a la patineta en un movimiento fluido y torpe a la vez, como solo ella podía hacerlo. —¡Como disculpa, te debo una hamburguesa con queso! ¡Prometido! —gritó mientras arrancaba cuesta abajo, una bala envuelta en sarcasmo y juventud. —¡No lo olvidaré! ¡Y con doble queso! ¡Y papas! ¡Y un batido! —respondió Hooty desde la banqueta, ondeando su gorra como un general despidiendo a su soldado en misión suicida. Luz apenas pudo oírlo. El viento ya golpeaba su rostro, la mochila rebotaba contra su espalda, y la ciudad se desplegaba ante ella como un tablero de juego, lleno de obstáculos y oportunidades por igual.

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Afuera de la secundaria. 8:45 A.M. La entrada de la Secundaria Gravesfield se alzaba ante ella como la cima de una montaña que se burlaba en silencio, imperturbable, ajena al drama de quien la escalaba cada día como si fuera una expedición al Himalaya. —Llegué... —susurró Luz entre jadeos, doblada sobre sus rodillas, las manos hundidas en los muslos, el sudor enfriándose en su frente como gotas de tiempo que se escapan—. Contra todo pronóstico... llegué. El viento le revolvió el cabello, todavía húmedo de la ducha exprés que había conseguido armarse esa mañana. Era un viento frío, insensible, como si el aire mismo no estuviera dispuesto a ser compasivo con los mortales retrasados. Una punzada de orgullo se coló en su pecho, pequeña y rápida, pero fue rápidamente apuñalada por un pensamiento corrosivo que se aferró a ella como un escalofrío. —Claro que, si el chofer de la ruta 34 no fuera ciego para adolescentes desesperadas en patineta... —murmuró con sarcasmo—. “Uy, no lo vi”, seguro. Como si yo no hubiera estado agitando los brazos como una de esas figuras inflables de gasolinera, con el cuello torcido y el alma en el límite. Pero la atención de Luz se desvió, porque no estaba sola. Ahí, en la acera, como estatua de mármol malhumorado y precisión quirúrgica, estaba el Director Faust. Erguido. Impecable. Su traje era un gris tan neutro que parecía absorber el color de todo a su alrededor, como si llevara puesto un pedazo del cielo nublado. En una mano, sostenía una libreta encuadernada en cuero —esa libreta que, se rumoreaba, contenía la condena silenciosa de cada estudiante tardío— y en la otra una pluma, cuyo brillo bajo el sol era un bisturí administrativo afilado. Su mirada, esa mirada, no era simplemente fría: era calculadora, un veredicto sin palabras que parecía medir cada paso, cada tic nervioso, cada excusa no dicha. Como si llevara siglos ahí, juzgando a generaciones de adolescentes desde un trono invisible hecho de tareas sin entregar y reportes de conducta. Luz tragó saliva. —Si me ve entrar tarde otra vez… me va a dar detención hasta que la Tierra vuelva a enfriarse —susurró, con un tono que mezclaba pánico, resignación y un apretón en el estómago, recordándole el desayuno que había perdido en la batalla matutina. Sus ojos comenzaron a buscar frenéticamente una rendija, una grieta, una rendija en el muro invisible de vigilancia para escabullirse. La reja a un lado estaba abierta, pero Faust la tenía en la mira. Un grupo de estudiantes charlaba a la distancia, con risas a media voz, ajenos a la tragedia que se desplegaba en el mundo de Luz. Ella apretó los dientes, calculando. Podría cruzar por la puerta de emergencia —esa reliquia olvidada, como un vestigio de una remodelación que nunca se terminó— pero justo allí estaba él: un vigilante alto, serio, con cara de haber cursado un doctorado en “Cómo mirarte con sospecha hasta que confieses”. El corazón de Luz empezó a latir con una fuerza tal que casi podía escucharlo reverberar dentro de su pecho, como un tambor en la cueva de su ansiedad. No era la primera vez que se encontraba bailando con el reloj, esquivando miradas inquisitivas y fingiendo una calma que sólo existía en la superficie. Su mundo interno era un caos silencioso, un grito ahogado que temía estallara en cualquier momento. Y entonces, entre todas las opciones que la realidad le ofrecía, apareció. La ventana del baño del primer piso. Torcida. Mal cerrada. Una invitación sutil del destino, o quizás una trampa disfrazada de oportunidad. Pero Luz no era precisamente quisquillosa cuando se trataba de milagros improvisados. —Gracias, arquitectura deficiente —susurró con una sonrisa cómplice que sólo ella entendía, preparándose para su misión de infiltración escolar. Agachada tras los arbustos, como una agente secreta en entrenamiento (y fallando con estilo), avanzó con cuidado. Cada pisada era un sigilo torpe, el césped parecía dispuesto a denunciarla en cualquier segundo. Al llegar a la pared de ladrillos, se detuvo un momento. No para recuperar el aliento, sino porque su cuerpo entero le pedía tregua —una súplica muda en medio del campo de batalla cotidiano. Sacó su patineta blanca del brazo con la delicadeza de quien desactiva una bomba. La enganchó con la correa lateral de su mochila, como si esa simple acción fuera un amuleto contra el desastre. Sí, lo había hecho antes. Y sí, seguía siendo igual de complicado. La ventana torcida estaba apenas unos centímetros por encima de su cabeza. No era inalcanzable, pero tenía la personalidad de un jefe final en videojuego: irritante, impredecible, estratégicamente colocada para hacerle la vida imposible. Suspiró, cargando un poco el peso de la mañana en ese aire entre exhalación y aceptación. —Vamos, campeona —se susurró con voz contenida—. Eres Luz Noceda. Sobreviviste a la clase de deportes con uniforme mojado... esto no es nada. Sus dedos, temblorosos pero decididos, buscaron entre las grietas del muro como si descifraran un antiguo código. Cada pequeño hueco en el ladrillo era una promesa, una pista en ese videojuego llamado “llegar a clase sin morir en el intento”. La chamarra verde, ya un poco raída, se enganchaba en los bordes rugosos, intentando ralentizarla, como si la propia escuela conspirara en su contra. Las piernas le flaqueaban, recordándole que su cuerpo tenía memoria de miedos y de caídas anteriores. Un pequeño resbalón la sorprendió, y su codo chocó con una piedra traicionera, una punzada que fue más que física: un recordatorio de lo frágil que podía ser su equilibrio. —Si pudiera trepar paredes como una babosa... o una araña... —murmuró con un sarcasmo a medio camino entre la ironía y la desesperación—. Esto sería pan comido. Pan con mantequilla. Pan francés. Buffet. Con un último impulso, se encaramó, y con un salto torpe pero victorioso, logró colarse por la ventana. El aterrizaje fue un espectáculo digno de aplausos para el caos: cayó con el estrépito de una bolsa llena de naranjas, directo sobre su trasero. —Auch... —susurró, sobándose la parte afectada, intentando rescatar un poco de dignidad de entre los escombros del impacto—. Primera ley de Luz: nunca subestimes una caída corta. El baño estaba vacío, salvo por el zumbido persistente del extractor de aire y un par de azulejos que parecían juzgarla en silencio. Se incorporó con calma fingida, acomodó la mochila y salió con la sigilosidad de un gato callejero entrenado para esquivar escobas y miradas inquisidoras. Cada paso que Luz daba en el pasillo era un cóctel explosivo de euforia contenida y una paranoia que se le había pegado como una sombra incómoda. Pero entonces, como un sol que atraviesa la tormenta, una sonrisa comenzó a escurrirse en su rostro. Ni rastro del temible Director Faust. Misión infiltración: cumplida. Se detuvo frente a la puerta del aula, tomó aire con calma fingida, y posó la mano en el marco con una suavidad que desafiaba su torpeza habitual, como si cada milímetro importara. Empujó apenas la puerta, lo justo para asomarse y contemplar el panorama. Al frente, la Maestra Veyne navegaba con firmeza por un océano de ecuaciones cuadráticas. Su voz tenía el grave tono monocorde que podía convertir cualquier clase en un funeral de entusiasmo. La manera en que pronunciaba "x al cuadrado más bx más c" era casi un epitafio matemático. Luz tragó saliva, sintiendo el peso de la mirada invisible que se le avecinaba. Pero Veyne no parecía haberse percatado aún de la infiltración silenciosa. Un instante breve, casi un suspiro. La calma antes de que el día mostrara sus verdaderas garras. Pero no todos estaban distraídos. Un par de cabezas giraron hacia ella con sonrisas cómplices. Una mueca silenciosa de "otra vez tú" y otro par de pulgares alzados en señal de un apoyo invisible pero valioso. Los pequeños gestos invisibles de un mundo adolescente que comprendía que la vida nunca fue puntual. Y que Luz... menos que nadie. Se deslizó hacia su asiento con la sigilosidad de un ninja de segunda categoría, esquivando con cálculo los ángulos de la mirada de Veyne, esa brújula infalible de la vigilancia académica. A dos pasos de la silla, pensó que había logrado el milagro. El aire olía a marcador seco, a carpetas viejas, a esfuerzo colectivo por fingir que todos entendían álgebra. Sus pasos eran silenciosos, medidos, como si la loseta misma pudiera traicionarla. Había sobrevivido al muro, al director y al reloj. Casi. Pero entonces... —Señorita Noceda. La voz de la Maestra Veyne cayó como una cuchilla congelada. No levantó el tono. No necesitaba hacerlo. La autoridad real no grita; simplemente existe. Luz se giró como si acabara de pisar una mina de sarcasmo. Lenta, con esa resignación elegante de quien ya ha perdido muchas veces, pero aún juega como si tuviera una oportunidad. Veyne la observaba con una ceja arqueada que parecía tener título universitario en decepción. No había enojo, no todavía. Solo esa clase de juicio que solo las maestras con agendas apretadas y paciencia limitada pueden ejecutar: silencioso, quirúrgico, definitivo. —Disculpe... me equivoqué de universo. Este no era el que tenía sentido del tiempo —murmuró Luz, la voz entre un suspiro y una súplica, la sonrisa deshilachada por la vergüenza. Veyne, como toda buena villana de horario escolar, no respondió. Solo asintió con un gesto que no era perdón, ni absolución, ni siquiera aceptación. Era… suspensión temporal del castigo. Una prórroga emocional. Luz se dejó caer en su asiento como si el mundo entero se hubiera estado apoyando en su mochila y al fin se bajara. Exhaló como si estuviera liberando una versión reducida de su alma. Se quedó mirando al frente, los ojos puestos en la pizarra, pero sin leer nada. No había espacio mental para raíces cuadradas cuando sentías que tu vida era una constante ecuación mal planteada. Y justo cuando pensó que el silencio sería su única compañía... ¡Pling! La vibración fue un susurro conspirador en su chamarra. Luz, con el sigilo de quien ha cometido crímenes escolares antes, deslizó el celular debajo del escritorio, lo desbloqueó con el pulgar y leyó: Hun: Llegó la reina de la puntualidad... Descuida, la clase está más muerta que mis ganas de vivir. Luz sonrió apenas. Hunter Wittebane. Camisa arrugada, cejas fruncidas de nacimiento, el tipo de chico que parecería problemático… si no fuera porque en realidad era el amigo más leal que uno podía tener. Su humor era ácido, pero su amistad, férrea. Mas: ¿Te volviste a dormir tarde, Luci? ¿O solo soñabas con tu waifu otra vez? Masha. Cabello teñido con decisión, labios afilados en cada broma, y la única persona capaz de hacer que Luz se sintiera atacada, comprendida y apreciada al mismo tiempo. Su nivel de sarcasmo solo era equiparable a su lucidez emocional. Luz: 🙃 La carita lo decía todo. "Sí, fue una mañana infernal, gracias por preguntar. Estoy viva. Apenas." Guardó el teléfono, deslizándolo como quien esconde pruebas de un atraco emocional. Miró alrededor. Veyne seguía enfrascada en una ecuación tan larga como la lista de tareas que ella no había hecho. Afuera, un rayo de sol se colaba por la ventana, iluminando un rincón del salón como si el universo aún tuviera fe en los que llegaban tarde. Luz respiró. Cerró los ojos un segundo. Las cosas no siempre salían bien. De hecho, casi nunca. Pero al menos no eran aburridas. Y en el caótico, torcido, semi-absurdo universo de Luz Noceda… eso era más que suficiente.

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Ruta del autobús. 1:11 P.M. Cuando sonó el timbre final, no fue tanto una liberación como una pausa extendida. La luz del atardecer —esa que araña los edificios con dedos anaranjados y extiende las sombras como si el mundo se desperezara— caía sobre Gravesfield con una languidez melancólica. Luz miraba por la ventanilla del autobús mientras las calles pasaban como viñetas. Bancas solitarias. Tiendas con toldos desgastados. Gente que caminaba sin prisa, pero con destino. Y ella… ella se preguntaba si todo lo que hacía no era simplemente una repetición disfrazada de rutina. —¿Esto es todo? —pensó sin dramatismo, pero con un peso invisible. No era tristeza… era algo peor: neutralidad. El gris del “meh” que se instala sin ser invitado. Un pensamiento común, sí. Pero uno que perfora cuando aparece en el momento adecuado —o, quizá, en el equivocado. A veces no hace falta una tragedia, solo una pausa demasiado larga en la canción. —Creo que me estoy volviendo pesimista —murmuró, con la barbilla apoyada en el vidrio frío—. A papá no le habría gustado verme así... Su reflejo, borroso y débil por el movimiento del autobús, respondió con una sonrisa ladeada. —Nah... él no crió a una melancólica —se corrigió en voz baja—. Crió a una nerd adicta a las novelas gráficas y con opiniones fuertes sobre adaptaciones cinematográficas. Rió suavemente, apenas una exhalación con forma. Una risa con sabor a resistencia. El autobús chirrió al detenerse. Luz se levantó, ajustó la mochila en su hombro y descendió con pasos firmes pero no apurados. Afuera, el aire olía a concreto caliente, metal oxidado… y algo más: posibilidad. Cruzó la acera hasta llegar al edificio de dos plantas, encajado entre un taller de bicicletas y una lavandería vieja. Su fachada parecía haberse detenido en el tiempo, con maderas que crujían como si quisieran hablar y un letrero oxidado que apenas conservaba pintura. Aun así, Luz lo miró con una ternura muda. Bienvenidos a su segundo hogar: La Casa Búho. Un sitio mitad tienda de empeño, mitad taller de reparaciones, mitad refugio para almas extravagantes —y sí, Luz sabía que eso daba más de un entero, pero la lógica no vivía en ese edificio. Al entrar, fue recibida no por campanas ni saludos humanos, sino por un maullido que sonaba más a queja que a bienvenida. —Hola, mi cosa bonita —saludó con tono suave, agachándose para acariciar al gato panzón que caminaba hacia ella como si la hubiera estado esperando toda la vida—. ¿Me extrañaste, King? El gato, cuyo collar decía orgullosamente “KING” en letras doradas ya arañadas por el tiempo, se dejó acariciar como un emperador concediendo audiencia. Ronroneó con intensidad, moviendo la cabeza al compás de la mano de Luz. Después de ese ritual sagrado, Luz cruzó el pasillo de madera vieja que crujía bajo sus botas y se dirigió a la bodega del fondo, donde el sonido de herramientas resonaba como música de fondo: una sinfonía de martillos, tornillos y murmullos metálicos. —¡Eda, ya llegué! —avisó Luz, su voz cruzando el taller como una chispa en una habitación cargada de polvo y recuerdos. No hubo respuesta inmediata. Solo el zumbido intermitente de un soldador lejano y el crujir de la madera vieja bajo sus pasos. Pero Luz conocía el lugar como se conoce una historieta leída tantas veces que uno ya se sabe los diálogos. No necesitaba permiso para existir allí. Se acercó al perchero del fondo, donde colgaba su delantal de batalla: color café, manchas de grasa, y las iniciales “L. C.” bordadas con hilo cobrizo, un trabajo hecho a mano que Eda insistía en que había hecho ella misma (“y sin lentes, para que aprecies mi arte, mocosa”). Atárselo era más que una rutina. Era casi un ritual. Un cambio de piel. Como si, por un par de horas, pudiera dejar de ser solo Luz Noceda, estudiante distraída y soñadora crónica, para transformarse en L.C., aprendiz de tía excéntrica, aprendiz de la calle, aprendiz del caos controlado. Avanzó hacia la parte trasera del taller, entre estanterías que parecían más bien monumentos a la acumulación obsesiva. Radios antiguas, lámparas sin pantalla, teclados sin tecla, juguetes rotos y teléfonos de disco. Todo con precio. Todo con historia. Todo con potencial. Y allí estaba Eda. Sentada en una banquita de metal, los codos hundidos en una mesa de trabajo llena de herramientas como si fueran extensiones de su cuerpo. Frente a ella, una radio portátil que parecía haber sobrevivido a la guerra del Golfo y a una infancia particularmente destructiva. Sin levantar la vista, Eda habló, como si pudiera oler la presencia de Luz o simplemente hubiera escuchado su forma particular de respirar entre engranes. —Antes de que me digas que soy tacaña, te aviso que gasté cinco dólares en tornillos. Cinco. —Su voz rasposa se arrastró entre las paredes con esa mezcla de humor seco y orgullo difícil de justificar. Luz ladeó la cabeza y bufó, divertida. A veces Eda parecía leerle la mente; otras, como si viviera en un universo paralelo donde el sarcasmo era una lengua oficial. —Nah. Solo iba a decirte que esa radio parece más vieja que tú —respondió Luz, con media sonrisa y una pizca de crueldad cariñosa. —¡Oh! Touché, mocosa. Pero esta viejita aún puede cantar, ya verás… Eda ajustó un par de tornillos con movimientos rápidos, casi automáticos, como si su cuerpo supiera más de radios que su mente. Dejó el destornillador sobre la mesa con unclacksatisfactorio, se sacudió las manos como quien cierra un trato con el universo, y giró la perilla de encendido. Por un segundo, nada. Y luego… un zumbido leve, estático… seguido de una batería que estalló como un grito juvenil desde los noventa: “Punkrocker” de Teddybears. La sonrisa de Eda fue instantánea. No una sonrisa elegante o discreta, sino una de esas que te arruga la cara entera. Levantó los brazos, los movió como si tocara una guitarra invisible, y empezó a bailar con torpeza teatral. —¡¿Ves esto, Luz?! Soy una genia. Una artista. Una leyenda viviente. ¡Y no tuve que pagarle a ningún sabandija para revivir esta belleza! —Sí, sí. Da Vinci estaría llorando de envidia ahora mismo, Eda —dijo Luz entre aplausos irónicos, pero con una alegría genuina chispeando en los ojos. Era en esos momentos cuando Luz recordaba por qué valía la pena venir cada tarde, a pesar de las tareas, a pesar del ruido mental. Porque Eda, por muy rara, testaruda y teatrera que fuera, convertía lo ordinario en historia. En familia. Eda tomó la radio en brazos como quien carga a un bebé que ha vuelto a respirar, y caminó hacia la tienda con paso triunfal. —¡Bueno, vamos, mocosa! Vamos a vender baratijas... digo, maravillas—anunció con esa voz rasposa que tenía tanto de estafadora como de profeta. Luz la siguió, bajando el volumen de la música con un toque rápido, como si al hacerlo protegiera el hechizo del momento.
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