"For so long, London
Stitches undone
Two graves, one gun
I'll find someone ..."
1916. Desde 1890, Portugal no le dirigía la palabra a Inglaterra más allá de lo estrictamente necesario. Sus encuentros eran un ritual mecánico: un saludo breve, una inclinación de cabeza seca, la cortesía indispensable para no romper la fachada de la diplomacia. Ni una carta, ni una confidencia, ni un gesto compartido. Lo que en otro tiempo había sido complicidad ardiente, ahora se reducía a un protocolo rígido, a un eco vacío sostenido únicamente por la inercia de tratados firmados siglos atrás. Si alguna vez existió un nosotros, había quedado enterrado bajo capas de silencio y orgullo herido. Los años habían pasado con la constancia de las mareas hasta desembocar en 1916. Europa estaba convertida en un campo de ruinas: trincheras infinitas, barro mezclado con sangre, cadáveres que se contaban por millones. El imperio británico, tan arrogante en su esplendor victoriano, comenzaba a sentir el desgaste. No en sus discursos —pues Inglaterra siempre hablaba como si aún controlara el destino del mundo—, sino en sus ojos cansados, en el temblor de sus manos al encender un cigarrillo entre reuniones, en la rigidez de un cuerpo que empezaba a doblarse bajo el peso de la guerra y de las obligaciones. Portugal había prometido neutralidad. Lo juró ante su pueblo y ante sí misma, convencida de que su deber era preservar lo poco que quedaba intacto de su reino. Pero la vieja alianza con Inglaterra —esa cuerda invisible que la unía desde hacía siglos— la arrastró inevitablemente al conflicto. No entró por amor ni por reconciliación, sino por deber. Por orgullo. Por no traicionarse a sí misma ni a la memoria de quienes habían luchado y muerto bajo la bandera de esa alianza. A diferencia de Inglaterra, ella sí tomaba en serio sus pactos. Incluso cuando la sola idea de ofrecerle ayuda después de lo que él le había hecho, como la había tratado como un peón más, le revolvía el estómago. En las salas de estrategia del alto mando, entre mapas manchados de café y ceniza de cigarro, ella, sin embargo, evitaba cuidadosamente el asiento junto a Inglaterra. Elegía el lado de Francia, casi como un gesto de desafío deliberado, aunque nunca lo admitiera en voz alta. Con Francia compartía notas rápidas, estrategias, comentarios susurrados entre reuniones. A veces, incluso, alguna sonrisa cómplice, un chiste murmurando bajo el ruido de los generales, un bálsamo en medio de la guerra. Francia, sin embargo, estaba exhausto. Lo cubría con una elegancia aprendida, con ese arte teatral que le era tan natural, pero no podía ocultar lo que la guerra le estaba afectando. Verdún lo había quebrado hasta la médula, y el Somme lo estaba desangrando lentamente. Sus ojos, que alguna vez brillaban con descaro, ahora tenían un cansancio hundido, oscuro. La piel se le había vuelto más pálida, y las ojeras se marcaban como sombras que ni su coquetería lograba disimular. Portugal, aunque a veces lo encontraba insoportable en tiempos de paz, no podía evitar sentir compasión. Había entre ellos una historia demasiado cargada de intimidad y cariño como para ser indiferente ahora. Y así, en medio de mapas y discusiones, ella lo cuidaba con gestos mínimos: inclinándose para hablarle en voz baja, aligerándole las cifras más duras con una observación ingeniosa, ofreciéndole un respiro disfrazado de chiste o un cigarro, o simplemente sosteniéndole la mirada cuando los demás parecían ver solo al general, y no al hombre. Y por eso se quedaba a su lado, porque su compañía podía, aunque fuera un poco, aliviarle el peso insoportable que cargaba. Y esa cercanía, esa facilidad con la que se inclinaba hacia Francia, bastaba para inquietar a Inglaterra más que cualquier palabra de desprecio o gesto hostil. Porque mientras a él lo trataba con fría indiferencia, a Francia le ofrecía simpatía. Con él, en cambio, no quedaba nada. Portugal ya no fingía interés ni suavizaba sus frases por cortesía. Respondía con monosílabos pulidos, tan afilados como cuchillos, y si podía evitar responder, prefería el silencio. Cuando Inglaterra desplegaba con voz firme sus planes para preservar rutas marítimas o reforzar el frente occidental, ella permanecía erguida, en silencio, como una estatua: inmóvil, inquebrantable, la mirada fija en un punto lejano. No interrumpía, no lo confrontaba, no daba su punto de vista, ni siquiera lo miraba. Inglaterra, no obstante, la observaba. Siempre la observaba. Su voz continuaba describiendo ofensivas y necesidades imperiales, pero sus ojos buscaban —casi con desesperación disimulada— un gesto en ella: un asentimiento, una chispa de complicidad, la señal de que aún lo reconocía como aliado. En otros tiempos, esa mirada era un puente silencioso entre ambos: bastaba un cruce de ojos para entenderse. Ahora, cada vez que intentaba alcanzarla, lo único que encontraba era un muro impenetrable. Portugal no lo odiaba con estridencia. No lo maldecía ni lo enfrentaba en público. Lo ignoraba con disciplina, con la constancia de quien ha rehecho su mundo sin necesidad de la otra parte. Y eso, para Inglaterra, le era insoportable. Porque no era frialdad momentánea, ni un arrebato de ira que pudiera apagar con disculpas tardías, sino era la certeza de que ya no esperaba nada de él: ni excusas, ni explicaciones, ni memoria. Para Inglaterra, cada instante que Portugal pasaba con Francia era un filo que se hundía un poco más en su orgullo. Bastaba verla inclinarse sobre un mapa para susurrarle una sugerencia al oído del francés; bastaba notar cómo ella lo escuchaba con atención, cómo se permitía sonreírle. Pequeños gestos, casi insignificantes para cualquiera, pero que para él se volvían insoportables. Peor aún eran los momentos en que Francia, agotado y con la piel cetrina de tanto desvelo, buscaba su mano para apretarla bajo la mesa —una costumbre demasiado íntima para su gusto— y ella no lo apartaba, todo lo contrario. Lo peor era la diferencia de trato. A Francia lo cuidaba. Portugal lo miraba con ternura contenida, como si reconociera en sus ojeras la fatiga de Verdún y el dolor del Somme. Con él era distinta: callada, fría, como si cada palabra estuviera medida para no darle un solo resquicio donde refugiarse. La alianza se mantenía, sí. Pero el afecto que alguna vez la sostuvo había sido relegado al olvido. Lo que alguna vez había sido complicidad ahora era rutina, y el vínculo que los había unido durante más de cinco siglos yacía reducido a un cuerpo insepulto, desprovisto de todo duelo. Fue entonces que, tras una de tantas reuniones en el alto mando, cuando las voces aún resonaban entre los corredores y las paredes parecían impregnadas de cansancio y tabaco, Inglaterra la alcanzó en el largo pasillo de mármol. No fue premeditado. Fue puro impulso, un arranque nacido de la desesperación que llevaba años guardada bajo las capas de su orgullo. No era la primera vez que lo intentaba, y ambos lo sabían. Desde 1890, había buscado pequeñas grietas en el muro que ella le había levantado: un comentario al margen de un tratado, una carta enviada bajo pretexto diplomático, un gesto en los pasillos, un intento de conversación en cenas de Estado. Nunca obtenía más que la misma respuesta: cortesía fría, palabras medidas, un muro que no se quebraba. Y, aun así, volvía a intentarlo, como si algo en su interior se negara a aceptar que Portugal realmente había borrado todo lo que los unía. —Leonor... —murmuró. Su voz sonó baja, áspera, casi torpe, como si pronunciar su nombre humano siguiera siendo un acto íntimo, una costumbre que no lograba olvidar. Fue la voz de un hombre solo, perdido, que buscaba compañía en medio del estruendo de la guerra. Ella se detuvo, sin embargo no se giró. Su silueta, recortada por la luz tenue de los ventanales, parecía ajena al presente. Era la misma de siempre: erguida, sobria, distante, con esa elegancia que no necesitaba adornos. Vestía de negro, como si la guerra entera hubiese elegido teñirla de luto. Quizás lo llevaba por las muertes, quizás por el duelo de la relación extinguida entre ambos. —Inglaterra —respondió con voz clara y perfectamente neutra. Su tono no era ni reproche, ni dureza, ni compasión. Era un tono impersonal, como si hablara con un diplomático más, un extraño con el que se cruzaba por obligación. El vacío en su respuesta era peor que la ira; al menos la ira significaba que aún le importaba. Ni un gesto. Ni una mirada. Solo el peso implacable de la cortesía. Inglaterra frunció el ceño y apretó los labios. No sabía qué esperaba, exactamente: tal vez una grieta en su indiferencia, un titubeo apenas perceptible, un gesto de ternura, un resquicio de compasión. Algo que confirmara que aún lo veía, que aún le importaba. Porque, aunque Francia cargaba sus heridas visibles con teatralidad y orgullo, él también sangraba. La guerra lo estaba desgarrando por dentro: su pueblo sufría escasez, huelgas que paralizaban fábricas, hambre en los barrios obreros; la muerte se extendía más allá de las trincheras, con una gripe silenciosa que carcomía ciudades enteras. El peso de la guerra no solo se medía en cadáveres, sino en la fatiga de un pueblo agotado. Y él lo sentía en su propia carne. Estaba cansado. Estaba herido. Estaba, sobre todo, solo. Y la soledad era lo que más lo carcomía. Esa soledad punzante que lo rodeaba incluso en medio de multitudes, de generales, de ministros. La soledad de quien sabe que la cima del mundo es un lugar donde no llega nadie más, donde incluso la victoria sabe a derrota. Podía soportar el fuego de las ametralladoras, el hundimiento de sus barcos, las noches interminables en que los informes traían más pérdidas que logros. Pero no esa otra guerra silenciosa: la constancia de Portugal, ese modo disciplinado y casi cruel de ignorarlo. Esa frialdad sostenida con la precisión de un ritual. Eso lo desarmaba más que cualquier cañón alemán. Necesitaba que ella lo mirara. Que lo interrumpiera con una ironía, con un reproche, con cualquier cosa que rompiera el hielo. Que lo perdonara aunque fuera con una mirada. Que todo, aunque fuese por un instante fugaz, pudiera parecerse a lo de antes. La necesitaba. La extrañaba. —¿Vas a seguir sin dirigirme la palabra...? —preguntó al fin, y su voz ya no sonó como la del imperio que gobernaba mares, sino como la de un hombre exhausto, más cansado que amargo—. ¿Siempre va a ser así entre nosotros? Portugal lo miró de soslayo. Sus ojos turquesa, tan luminosos en otros tiempos, no mostraban ni afecto ni resentimiento. Solo la calma implacable que nace tras demasiados desencantos, esa serenidad que no proviene del olvido, sino de la decepción convertida en costumbre. —No hay hostilidades entre nuestras naciones. —Su respuesta fue limpia, precisa. —. Mantenemos una cooperación cordial, como dicta la alianza. Nuestra comunicación es eficiente. Adecuada a las circunstancias. Cada palabra tenía el tono de un informe diplomático. No había lugar para grietas ni matices, como si hablara con un funcionario y no con el hombre que conocía hasta en sus silencios. Inglaterra dio un paso hacia ella. —No me refería a eso. Y lo sabes. El silencio que siguió fue breve, pero pesado, como si todo el corredor de mármol respirara con ellos. Entonces, Portugal se giró. Sus ojos se encontraron por primera vez desde 1890. Verde contra turquesa. En esas pupilas se agolpaban noches de amantes, de cuerpos entrelazados en camas que olían a tabaco y sal, en aposentos donde habían sellado alianzas con besos ásperos, con uñas y con piel, el choque de dos miradas que habían compartido sudor, jadeos y juramentos susurrados entre sábanas, palabras dichas en un idioma que no aparecía en ningún tratado, ahora reducidos a un duelo de distancias. —Desde 1890, nuestras relaciones se rigen por tratados —dijo ella con voz serena, sin temblar—. No por promesas rotas. Y yo no discuto tratados en pasillos. —Yo... —Inglaterra tragó saliva. El hombre que solía dominar salones enteros con un discurso, que sabía moldear la política con palabras precisas, de repente estaba desnudo de lenguaje. Titubeó, como si cada sílaba pesara demasiado—. Yo solo hice lo que creí necesario. Lo que era mejor para nosotros. Portugal arqueó apenas una ceja. Luego dejó escapar una risa seca, quebradiza, tan breve como cortante. No tenía nada de alegría: sonaba como un cuchillo al chocar contra la piedra. —¿Para nosotros? —repitió ella, con una sonrisa que no tocó sus ojos—. No uses el plural. Tú tomabas las decisiones. Yo solo existía cuando te convenía. Cuando necesitabas mis barcos, mis rutas, mi oro... mis soldados. La frase cayó como un látigo. No había gritos, no había ira. Solo la verdad, pronunciada con la calma de quien ya no necesita demostrar nada. Él calló. No porque no tuviera argumentos, sino porque lo sabía. Porque sus palabras eran un espejo en el que no quería mirarse. Recordaba con precisión los momentos en que había callado sus objeciones en los congresos, las veces que la había dejado al margen, tratándola como extensión de su poder y no como una igual. Recordaba demasiado bien las omisiones, los silencios, la forma en que la había convertido en una sombra útil. Pero también recordaba otras cosas. Recordaba con claridad las veces que la había tomado con urgencia en la penumbra, como si el mundo se redujera a su piel y al gemido de su nombre. La forma en que ella temblaba en sus brazos, confiando en él como en nadie más. Como la reclamaba para él, como si ella fuera suya. Sus palabras, sus gemidos, su obediencia, su risa ahogada contra su cuello. El modo en que lo miraba en aquellas madrugadas sin mapas ni tratados, cuando parecía que lo amaba a él y no al imperio que representaba. Las risas, la confianza, la cercanía, la amistad. Todo eso había sido amor, deseo, y sin embargo, todo eso había sido al mismo tiempo posesión y traición. Portugal lo sostuvo la mirada un instante más, firme e inmutable. —Desde 1890 no espero nada de ti —continuó ella, sin elevar la voz—. Ni disculpas, ni flores, ni justicia. Solo respeto. El mismo que yo siempre te ofrecí, incluso cuando tú me trataste como a una de tus colonias. La acusación no necesitó énfasis. Era un hecho. Una verdad que llevaba décadas flotando entre ellos, y que ahora por fin se pronunciaba con toda claridad. Inglaterra quiso replicar. Su boca se entreabrió, pero la garganta se le cerró en seco. El discurso que tantas veces había practicado en su cabeza se deshizo en humo. Quiso decir que no era cierto. Que ella había sido distinta. Que sí la había respetado. Quiso invocar recuerdos, excusas, razones. Pero entonces la memoria lo traicionó: escuchó sus propias palabras de desprecio, sus propias órdenes que la reducían a herramienta. Y ese recuerdo lo encadenó más que cualquier acusación. —It’s not fair… —murmuró, sin poder evitarlo, con un filo quebrado en la voz—. You treat him—the one who invaded you—with kindness. But me? I stood by you. I fought for you. And all I had is your silence. Sus ojos turquesa ya no eran un mar calmo, sino oleaje embravecido, como una tormenta. Y aunque su voz no se elevó, su tono fue áspero y cruel. —Francia nunca me prometió nada que no él pudiera cumplir. —Sus palabras cortaron como vidrio—. Tú, en cambio, me hiciste promesas que sabías que ibas a romper. ¿O ya olvidaste el juramento que me hiciste en 1387? El aire pareció congelarse entre ambos. Inglaterra palideció apenas, y no por la referencia histórica, sino porque cada palabra traía consigo la memoria de aquella noche y de su juramento arcturiano. La primera vez que la había besado, la primera vez que sus cuerpos se entrelazaron bajo velas y sábanas, la primera de muchas noches que aprendería a conocer su cuerpo como la palma de su mano. Esa noche, se juraron no solo lealtad, sino cuidado mutuo, respeto más allá de la política, promesas que habían sobrevivido siglos solo para ser quebradas. Cada beso, cada caricia, cada palabra secreta se le apareció ahora como un espectro que lo acusaba. Lo que había sido pasión, confianza y alianza, ahora se sentía como deuda que nunca podría pagar. Quiso hablar, excusarse, implorar, pero ninguna palabra logró sostenerse. La memoria de su traición y sus silencios lo sofocaba. Recordó cómo ella había sostenido su alianza durante guerras, cómo había actuado con firmeza cuando él dudaba, cómo había cuidado de su pueblo y de su imperio cuando él apenas podía mirar más allá de su propio orgullo. —Boa noite. —dijo ella entonces. Y sin darle tiempo a más, Portugal retomó el paso. Sus tacones resonaban sobre el mármol, cada golpe como un martillo que sellaba las decisiones tomadas por ambos, cada eco recordándole a Inglaterra lo imposible de recuperar lo perdido. El silencio que ella imponía era su castigo… pero también su única defensa, la armadura más impenetrable que había construido en décadas. Él la veía alejarse, la mujer que había sido su confidente, su amante, su igual, su amiga. Y por primera vez entendió algo que ningún tratado, ejército ni corona podía cambiar: la distancia que ella había impuesto no era negociable, ni podía reducirse a una estrategia cruel por parte de ella. Era definitiva. Era ella reclamando el espacio que él había intentado usurpar durante siglos, con promesas rotas y decisiones que la habían reducido a sombra de sus propios intereses. Era ella, intentando sanar y recuperarse de el daño causado por él, por el sentimiento de desplazamiento e irrelevancia que él le había provocado. Portugal avanzaba, elegante y firme, como un estandarte que no podía conquistar. Ya no era la joven que recorría con él océanos y noches torpes de deseo y promesas. Ya no era la que cedía ante sus caprichos ni ante su arrogancia. Ella había dejado de ser parte de su mundo y ahora habitaba uno propio, un mundo donde su imperio no tenía voz ni voto. Y él… él se había convertido en aquello que ella siempre temió: un imperio incapaz de amar, atrapado en su soledad, en su rigidez, en su orgullo que lo dejaba solo incluso en medio de la gloria. Inglaterra permaneció inmóvil. Su mente buscaba mil excusas, mil formas de alcanzarla, de justificarse, de enmendar lo irremediable. Quiso llamarla, quizás con una súplica, quizás con un reproche, pero la certeza de que cualquier palabra sería hueca lo dejó paralizado. Cada pensamiento se deshacía en vacío. Cualquier intento de diálogo habría sonado impotente, hueco y vacío, frente a la claridad implacable de Portugal. Por primera vez, comprendió que su poder, el mismo que había amasado durante siglos, el que se había ganado con sangre, lágrimas y fuego, era irrelevante frente a ella. Un pensamiento oscuro cruzó su mente: podría tomarla. Someterla. Obligarla a permanecer a su lado a la fuerza. Doblegarla como tantas veces había hecho con reinos enteros. Lo había hecho antes; ¿por qué no podría con ella? Su imperio no conocía límites, su poder no tenía rival. Pero incluso ante esa idea, algo crujió en su interior. Portugal no era una provincia, ni un tesoro, ni una posesión, ni siquiera era una colonia, aún si a veces la trataba como a una. Su fuerza y su historia no podían obligarla a amarlo. Y él sabía, con claridad aterradora, que cualquier intento de coerción solo provocaría su odio absoluto, un odio que ni los cañones, ni los tratados, ni los ejércitos podrían disipar. El mundo podía odiarlo, sus colonias podían rebelarse, sus enemigos podían desafiarlo. Eso era parte de su existencia. Eso era soportable. Pero el rechazo de ella…su odio... eso era intolerable. La sola idea de verla elegir otra vez, de no volver a él por propia voluntad, lo helaba más que cualquier invierno europeo. Porque él no buscaba controlarla ni dominarla: buscaba su elección. La libertad de Portugal nunca fue un gesto de debilidad ni una concesión diplomática. Era la condición de su amor y su respeto. Él la había protegido, la había defendido contra imposiciones de otros imperios, asegurando que en cada decisión, en cada guerra, ella pudiera elegirlo a él por propia voluntad, defendiendo su libertad cuando era parte de la Unión Ibérica o cuando las guerras napoleónicas ocurrieron. Porque él la quería libre, sí, pero libre para escogerlo a él, como lo había hecho en esas épocas, cuando la mirada que ahora lo desarmaba lo había visto no como un imperio, sino como alguien capaz de cuidarla, de comprenderla, de sostenerla. Así que cuando Portugal desapareció al final del corredor, Inglaterra comprendió que no había diplomacia ni fuerza ni memoria que la retuviera. Que cada barco, cada tratado, cada palabra de hace siglos no podían reparar lo que había roto su indiferencia y su arrogancia. Y en esa comprensión, sintió el peso de su propia impotencia, había perdido lo que jamás espero perder, a ella. Pero Inglaterra no era un hombre de quedarse de brazos cruzados, ni de rendiciones. Nunca lo fue. No sabia aceptar el rechazo, no podía someterse a la derrota. Mientras el eco de sus pasos se desvanecía, un plan comenzó a formarse en su mente, oscuro y silencioso. La guerra, la diplomacia, los tratados: todo eso era su terreno natural. Y aunque no podía obligarla a amar, podía esperarla, acecharla, manipular cada movimiento a su favor. Porque un imperio aprende a ser paciente. Y un imperio herido también aprende a ser peligroso. Pero la historia le había enseñado a Inglaterra otra lección: la fuerza no siempre reside en cañones ni en ejércitos, existían maneras, más sutiles, más duraderas, más profundas de permanecer, de dejar huella y su imperio nunca se detuvo ante tales fronteras. lengua, cultura, comercio, educación: todo era una extensión de su voluntad, un hilo invisible que se enredaba en la vida de otros. Podría no tocarla, no obligarla, no invadirla… pero podía hacerse imposible de ignorar. Su presencia, su influencia, se filtraría en cada decisión, cada pensamiento, cada paso que ella diera. La amaba demasiado para usar la violencia, pero también demasiado para dejarla ir del todo. Por mucho que ella quisiera, Portugal no podría seguir tratándolo como un mero desconocido. Portugal podía ser libre, podía mantenerse distante, podía intentar tratarlo como un desconocido… pero tarde o temprano, él estaría allí, imposible de borrar, imposible de ignorar, esperándola a cuando ella se decidiera en perdonarlo.