ID de la obra: 704

The Bolter

Otros tipos de relaciones
PG-13
Finalizada
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23 páginas, 10.921 palabras, 1 capítulo
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Capítulo 1

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By all accounts, she almost drowned

When she was six in frigid water

And I can confirm she made

A curious child, ever reviled

By everyone except her own father

En los tiempos más antiguos, cuando los días no se contaban por horas sino por soles, y cuando los dioses aún compartían camino con los hombres, la península ibérica era apenas una promesa. Fue entonces cuando nació una niña en la frontera entre la tierra y el mar. Nadie la llamó por nombre en ese momento. No existían aún las palabras que pudieran contenerla. Siglos más tarde, sería conocida como Portugal. Pero entonces, era solo la hija mayor de Iberia y Cartago. Desde muy pequeña, fue evidente que no se parecía a nadie. Había nacido del encuentro entre una tierra vieja, anclada a la roca, y una civilización que había aprendido a moverse con el viento. Su sangre era mezcla de raíces firmes y velas desplegadas. Era inquieta, difícil de contener, siempre con la mirada fija en el horizonte. No tardaron en notar que no encajaba del todo. Tenía un hermano, Hispania, el segundo hijo de Iberia, fuerte y solar, con el rostro vuelto hacia el interior del continente. Caminaba con paso firme sobre la tierra, recogía aceitunas con manos decididas y recitaba los nombres de los montes como si fueran parte de su linaje. Iberia veía en él continuidad, orden, permanencia. Para ella, era el hijo perfecto. El heredero natural. A su hija mayor, en cambio, no lograba entenderla. Lusitania —como empezaron a llamarla algunos— era impredecible. Se escabullía de los rituales, evitaba los templos, se perdía entre los muelles. Escapaba de las obligaciones que su madre le imponía y pasaba horas en los puertos, escuchando a los pescadores, observando cómo reparaban las redes, o simplemente sentada sobre la madera húmeda de un barco atracado, mirando hacia donde el cielo tocaba el mar. No hablaba mucho, pero preguntaba con los ojos. Había algo en ella que incomodaba a los demás. Algo profundo. Incontrolable. Antiguo. La gente del poblado murmuraba a sus espaldas. Decían que era demasiado callada, demasiado curiosa, demasiado inquieta. Las demás niñas ayudaban en los cultivos, en los rituales o en las labores del hogar. Ella desaparecía. Siempre terminaban por encontrarla entre los marineros, robando mapas viejos, tocando brújulas oxidadas, o memorizando constelaciones que no pertenecían a su cielo. Iberia la observaba con recelo. Veía en ella una chispa que no era suya. Una herencia que no había pedido. Cada gesto, cada silencio, le recordaba a Cartago, el hombre que había amado sin prometer quedarse. Era extranjero. Y, sin embargo, era el único que parecía entender a la niña. Cartago nunca le preguntaba por qué pasaba tanto tiempo junto al mar. No le hacía preguntas, no intentaba corregirla ni aleccionarla como los demás. Cuando regresaba de sus viajes —a veces tras semanas, a veces tras estaciones enteras— siempre traía algo entre las manos: especias envueltas en telas ásperas, caracolas del norte de África, pedazos de mapas con bordes quemados, historias sobre costas donde los barcos flotaban entre la niebla como si cruzaran de un mundo a otro. La encontraba en los muelles, donde siempre estaba. Se sentaban juntos a la sombra de las barcas, alejados del ruido de la aldea, y ahí comenzaba a enseñarle. Le mostraba cómo leer los vientos con una mano levantada al cielo, cómo calcular distancias mirando el sol, cómo orientarse por las estrellas cuando todo lo demás fallaba. No le decía que debía quedarse. No le exigía que fuera como las otras niñas. Solo la preparaba. —Te pareces a mí —le dijo una vez, con voz tranquila y una sonrisa cansada—. Pero naciste de tu madre, que teme al mar. ¿Sabes lo que eso significa? Portugal asintió, aunque no estaba del todo segura de comprenderlo. Cartago no insistió. Sabía que con el tiempo lo entendería. Él venía del sur, de un imperio hecho de rutas, puertos y fuego. Era un navegante, no un padre común. Había amado a Iberia sin prometer quedarse, y sin embargo, a esa hija nacida entre tierra y agua sí le dio algo que a nadie más había ofrecido: raíces. —Algún día vas a cruzarlo todo —le dijo mientras señalaba el cielo estrellado—. Y no tendrán más remedio que seguirte. Fue él quien la encontró el día en que casi se ahogó. Tenía seis años y se había lanzado al mar detrás de una vela que creyó al alcance. Las aguas estaban heladas, espesas como una promesa rota. Se hundió más rápido de lo que imaginaba. Cartago no dudó. Se arrojó tras ella sin quitarse la capa, nadó con fuerza hasta alcanzarla y la sacó del agua con sus propios brazos. La envolvió con la tela empapada y se quedó a su lado mientras temblaba, con los labios morados, la mirada clavada en el cielo como si no entendiera por qué aún respiraba. —Eres el mar —le susurró entonces, con voz baja, sin intentar consolarla—. Y el mar nunca se ahoga. Ese día, sin decirlo demasiado alto, le dio su primer nombre. Un nombre que no le quitó lo salvaje, pero le dio pertenencia. Leonor. Y en ese silencio, entendió algo que no podía explicar con palabras: que el mar la había reclamado. Que el abismo no le tenía miedo. Y que su padre, el navegante, era el único que jamás intentaría atarla a tierra firme.

With a quite bewitching face

Splendidly selfish, charmingly helpless

Excellent fun 'til you get to know her

Then she runs like it's a race

Behind her back, her best mates laughed

And they nicknamed her "The Bolter"

A los doce años, ya no era solo una niña curiosa que se escapaba a los puertos. Ahora era Lusitania. No por elección, sino por decreto. Roma la había tomado bajo su ala con la intención de transformarla en algo útil: una provincia ejemplar. Una hija obediente. Una pieza más en su maquinaria ordenada. La llevó a su domus en la Hispania Ulterior, lejos del Atlántico, donde el aire era seco y el mármol del suelo quemaba los pies. Pero ella caminaba descalza igual. Se negaba a usar los velos que él mandaba traer de oriente. A menudo perdía los brazaletes de oro que le imponían y rompía las sandalias a propósito, solo para poder correr mejor. Roma insistía en que una dama se debía comportar con gracia, con obediencia, moderación. Lusitania, en cambio, se colaba en los establos a medianoche, trepaba a los árboles frutales del jardín, nadaba en los ríos sin permiso y aparecía embarrada en las cenas formales, hablaba con esclavos celtas. No entendía –o no quería entender– por qué tenía que fingir ser algo que no era. —No tiene respeto por nada —decía Roma, sentado en su triclinium, rodeado de asesores y mapas—. Ni por la civitas, ni por el nombre que lleva. Ni siquiera por mí. Ella lo escuchaba desde la otra sala. No respondía. Sabía que si hablaba, discutirían, y si discutían, acabaría castigada. Aunque, a decir verdad, los castigos no la afectaban demasiado. Encerrarla era inútil. Siempre encontraba una manera de salir. Mientras Roma trazaba líneas de poder sobre los mapas, con plumillas doradas y manos firmes, Lusitania dibujaba otras en el polvo que cubría las columnas: rutas de escape, caminos que solo ella conocía, constelaciones que inventaba mientras fingía escuchar a sus tutores. No era ignorante, ni desinteresada. Todo lo contrario. Aprendía rápido. Leía latín mejor que muchos adultos. Retenía discursos enteros con una sola escucha. Entendía la lógica detrás de las estructuras políticas, el funcionamiento de la administración, incluso los fundamentos del derecho imperial. Pero no se dejaba moldear. Había algo dentro de ella que no sabía obedecer, una brújula interna que se negaba a girar hacia Roma. Apuntaba a otro sitio. Algo más viejo. Más hondo. Podía ser encantadora, sí. Divertida, incluso hilarante. Cuando ella quería. Tenía una sonrisa traviesa que dejaba desarmados a los sirvientes y a los centuriones por igual. Sabía decir lo justo para calmar a Roma cuando la pillaban escapándose. Sabía ganarse a los cocineros, a los jardineros, a los escribas. Tenía carisma, tenía belleza. Pero usaba ambas como herramientas, no como una forma de agradar. Le servían para escabullirse. Para distraer. Para esconder lo que de verdad pensaba. Su rostro —todavía infantil pero ya marcado por una intensidad que no era normal a su edad— parecía brillar con una luz propia. Tenía los ojos turquesa, inmensos, expresivos, que no sabían mentir, pero sí callar. Miraba siempre como si estuviera a medio camino entre la atención y la fuga. Como si estuviera allí, pero también en otra parte. Como si ya supiera que ese lugar no era para siempre. Roma intentaba imponerle estructura. Horarios, rituales, deberes. Ella simplemente desaparecía. Sin hacer escándalo. Sin responder. Como si se desvaneciera entre las cortinas del palacio. Reaparecía horas más tarde con las manos manchadas de tinta, o el pelo húmedo de haber nadado en el río, o con un libro prohibido bajo el brazo, hablando de estrellas o de islas que no estaban en los mapas oficiales. —No le teme a nada —gruñía Roma en los pasillos, con el ceño marcado por la frustración—. Ni siquiera a mí. Y eso lo desquiciaba. Hispania, su hermano menor, era lo opuesto. Obediente, entusiasta, dispuesto. Se esforzaba por agradar, por aprender. Brillaba bajo el sol de Roma. Empuñaba espadas con fuerza, recitaba nombres de emperadores con solemnidad. A veces, miraba a su hermana con ternura... y un poco de resignación. —¿No puedes quedarte quieta por una vez? —le preguntó una tarde, al encontrarla en el tejado, con los pies descalzos colgando al vacío y un mapa astronómico robado entre las manos. —No quiero quedarme quieta —respondió ella, sin apartar la vista del cielo. Él suspiró. Sabía que insistir era inútil. Gallia, el hijo inquieto de Roma, la había seguido durante meses. Le reía las ocurrencias, la ayudaba a escapar, la defendía cuando la buscaban. Al principio la encontraba fascinante. Le gustaba su forma de hablar, tan distinta. Le gustaba su olor a lavandas, su cabello siempre alborotado. Pero con el tiempo, se cansó. Ella no lo necesitaba. No buscaba aliados, ni atención, ni reconocimiento. Solo libertad. Y eso lo irritaba. Una tarde, después de que ella desapareciera de una clase de estrategia y pasara la noche entera durmiendo sobre un acueducto, soltó el apodo con sorna: —Errans. Así voy a llamarte. Porque no sabes quedarte. Ella lo escuchó. Lo pensó un momento. Se encogió de hombros. No respondió. No lo negó. Desde entonces, Errans se volvió su otro nombre. No oficial, pero repetido. Era lo que decían cuando no la encontraban. Lo que murmuraban los soldados, los criados, incluso algunos senadores. "Errans volvió a perderse." "Errans huyó del banquete." "Errans duerme entre las columnas del templo." Si algo era cierto, era eso: que no sabía quedarse. Que huía antes de sentirse atrapada. Que no toleraba las paredes ni las reglas. Que no podía soportar el peso de las expectativas. Nunca gritaba. Nunca se rebelaba con palabras. Pero era una rebelión constante. Silenciosa. Persistente. Como el mar golpeando una roca durante siglos. No necesitaba levantar la voz para hacer que se notara su desobediencia. Bastaba con su ausencia. Roma envió tutores más estrictos. Mandó soldados a seguirla. Le asignó sacerdotes, castigos, vigilias. Nada sirvió. Ella aprendía lo que le interesaba. Todo lo demás, lo desechaba. No por arrogancia, sino por instinto. No era como Hispania, que florecía bajo cada regla. Ni como Gallia, que las usaba para su beneficio. No. Lusitania era un desafío constante. Y aunque nadie lo dijera en voz alta, había algo magnético en ella. Algo que incomodaba. Su mirada daba la impresión de estar viendo más allá. Sus silencios eran largos. No por timidez, sino porque pensaba demasiado. Y cuando hablaba, era para decir algo que nadie esperaba. Roma la veía como un error. Hispania, como una oportunidad desperdiciada. Gallia, como una molestia creciente. Pero Lusitania no pedía comprensión. Solo quería espacio. Silencio. Movimiento. Y, sobre todo, que nadie le dijera dónde debía quedarse. No sabía qué quería ser. Pero tenía claro qué no quería ser: una extensión de Roma. Una réplica de su hermano. Una copia obediente. Prefería la incertidumbre de los caminos abiertos a la seguridad de una vida decidida por otros. Por eso huía. Porque quedarse significaba perderse. Y aunque todavía no lo sabía con certeza, un día sería más que una provincia difícil. Un día, Roma la perdería. Porque Lusitania había nacido para navegar. No para marchar. Porque ella solo era ella. Hija del mar, criada entre imperios, con la certeza de que no podía quedarse en ningún lugar mucho tiempo sin ahogarse.

Started with a kiss

"Oh, we must stop meeting like this"

But it always ends up with a Town Car speeding

Out the drive one evening

Ended with the slam of a door

Then he'll call her a whore

Wish he wouldn't be sore

But as she was leaving

It felt like breathing

A los diecisiete años, Portucale ya no era solo la niña indomable que se escabullía entre columnas. Era otra cosa. Había crecido. Tenía el cuerpo de una mujer joven, el cabello oscuro cayéndole por la espalda y una expresión endurecida por los años vividos a la sombra de Roma. No era solo desobediente. Era desconfiada, feroz y astuta. Tenía la mirada de alguien que había sido arrancada y devuelta demasiadas veces, como si el mundo estuviera decidido a doblarla sin conseguirlo del todo. Vivía en los márgenes del imperio. A veces dentro, a veces fuera. Nunca del todo aceptada. Nunca del todo sometida. No vivía en los márgenes de Roma por rebeldía; era simplemente que no sabía habitar otra parte. No encajaba. No quería hacerlo. Sabía usar una espada. Trazaba mapas con precisión. Sabía leer en latín, hablar en griego, interpretar las corrientes del mar. Había aprendido a no creer en promesas, ni en pactos, ni en la palabra amable de quienes decían saber más. Pero todavía no había aprendido a quedarse. No sabía cómo. Gallia, en cambio, era lo opuesto. A sus dieciséis años, ya era brillante, carismático, ambicioso. El favorito de Roma. El Imperio Carolingio. Arrogante, carismático, impaciente. Se movía con una seguridad natural, como si el mundo le debiera algo. Reía fuerte, hablaba rápido, robaba vino sin culpa y besaba con la certeza de quien aún no había perdido nada. Él sí quería quedarse. Quería que Portucale lo eligiera, que lo mirara solo a él, que lo necesitara. A su manera arrogante y medio trágica, creía que eso bastaba. Se encontraban a escondidas. No por orden, ni por planificación. Nunca pactaban un sitio, ni una hora. Pero siempre aparecían. En los acantilados cuando el mar rugía fuerte, en los establos mientras todos dormían, en los pasillos olvidados del palacio donde ni las ratas pasaban. A veces en ruinas antiguas, otras en las colinas detrás de la villa. Las coincidencias eran demasiadas como para ser reales. Nadie sabía con certeza cómo había empezado todo. Tal vez fue una carrera a caballo. Tal vez una pelea con espadas en un entrenamiento. O quizá un beso mal calculado, en medio de una discusión. Lo único seguro era que, desde ese día, empezaron a buscarse. —Apostemos —dijo ella una tarde, con una corona de lavanda enredada en el pelo y una sonrisa torcida que no decía del todo la verdad. —¿Por qué siempre tiene que ser una apuesta contigo? —refunfuñó él, acomodando las riendas, aunque ya sabía lo que venía. —Porque siempre gano —respondió ella, y espoleó su caballo sin esperar respuesta. Él la siguió. Siempre lo hacía. Los cascos golpeaban la tierra con fuerza, levantando polvo a su paso. El viento les arrancaba las carcajadas del pecho. Corrían como si no hubiera mañana, como si solo existiera ese momento. Cuando finalmente rodaron por el césped, entre risas y tropiezos, terminaron uno sobre el otro, respirando agitados. Y entonces se besaron. Ahí. Con los cuerpos cubiertos de barro seco, los labios cortados de tanto reír, el mundo entero apagado a su alrededor. Después vinieron más besos. Muchos más. Tantas veces que ya no sabían si se buscaban para pelear, correr o tocarse. Las tardes se volvieron costumbre. Los besos, inevitables. Las discusiones, frecuentes. Las huidas, constantes. Siempre eran ellos dos, en algún rincón donde nadie pudiera verlos, como si el mundo entero existiera solo en esos encuentros clandestinos. —Tenemos que dejar de encontrarnos así —murmuró él una vez, con la cara hundida en su cuello, la voz húmeda y molesta. Las manos se deslizaban bajo las capas de tela con impaciencia, como si fuera injusto todo lo que aún los separaba. Ella no respondió. Tampoco se fue. Y siempre terminaba igual: los caballos pastando a lo lejos, la hierba aplastada bajo sus cuerpos, las túnicas arrugadas, los corazones desbocados, los labios manchados de deseo y saliva. Se reían. Se tocaban. Se mordían las palabras. Él hablaba de quedarse. Ella, sin decir nada, ya pensaba en el mar. Portucale lo quería, en su modo esquivo. Lo miraba con ternura, con fuego, incluso con cierta esperanza. Pero no podía quedarse. Nunca podía. Una noche, después de otro de esos encuentros robados, Gallia volvió solo a su villa. Golpeó la puerta con furia, los nudillos rojos, los labios apretados. Caminaba de un lado al otro como una fiera. Estaba furioso. No entendía. ¿Qué más quería de él? ¿Qué más tenía que darle? La insultó entre dientes. La llamó puta, ingrata, bruja. Lo escupía al aire, con los dientes apretados, como si maldecirla fuera a hacerla aparecer. Sabía que otros la deseaban. Sabía que no era suya. Y eso lo volvía loco. No se arrepentía de lo que había dicho. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que lo enfurecía no eran sus palabras, sino su ausencia. Su forma de irse como si no importara. Como si él no bastara. Ella, galopando en dirección contraria, respiraba hondo. Como si hubiera estado conteniendo el aire demasiado tiempo. Irse no era fácil. Pero era necesario. A veces lo miraba antes de desaparecer. A veces no. Siempre dolía. Gallia no entendía. Para él, amar era poseer. Era marcar con fuego. Era quedarse y obligar al otro a hacer lo mismo. No podía comprender ese miedo suyo a pertenecer, esa urgencia por huir cada vez que él creía haberla atrapado entre sus brazos. —¿Por qué te vas? —le gritó una noche, cuando la encontró a punto de partir, los ojos brillando por una emoción que no sabía nombrar. —Porque tengo que hacerlo —dijo ella, sin detenerse. La amenaza de Al-Andaluz ya se extendía por la península. La historia venía como un río, y ella lo sabía. Nadie escapaba del todo, pero al menos ella podía intentarlo. Y no volvió. Al-Andaluz ya estaba entrando por el sur, y Portucale hizo lo que siempre había hecho: Sobrevivir. Gallia se quedó solo. La villa se sentía vacía sin ella. La pradera, más fría. A veces, por orgullo, la insultaba entre dientes. Decía que era cobarde, que no sabía amar. Que era una salvaje, una puta del sur. Pero en el fondo, lo único que sabía con certeza era que dolía. Mientras la península ardía y las fronteras cambiaban de manos, Portucale desapareció. Se volvió niebla. Se volvió resistencia. Una ausencia persistente. Un eco entre las montañas. Una carta sin firma. Gallia siguió con su vida. Tenía batallas que librar, alianzas que forjar, enemigos que conquistar, tenia demasiado peso sobre sus hombros como para detenerse. Tenía que fingir que nada lo había tocado. Que ella no era más que un recuerdo borroso. Pero nunca volvió a sentirse igual. Y aunque jamás lo dijo en voz alta, cada vez que pasaba cerca de aquellos acantilados, todavía esperaba verla aparecer a lo lejos, con la corona de lavanda enredada en el pelo, y esa sonrisa torcida que lo sacaba de sí. Ella, lejos, respiraba con dificultad. Como si amar hubiera sido una batalla, y escapar, su única victoria.

All her fuckin' lives

Flashed before her eyes

It feels like the time

She fell through the ice

Then came out alive

Todos sus malditos pasados le pasaron frente a los ojos la primera vez que Al-Andalus la encerró entre muros de piedra blanca y mármol frío. Portucale no necesitó años para comprender dónde estaba. Bastó una noche. Bastó el silencio. Bastó sentir el peso del techo sobre su cabeza, la vigilancia constante en cada esquina, las puertas cerradas con demasiados cerrojos. Recordaba. Recordaba la risa de su madre, Iberia, cuando todo era uno. Recordaba su caída, tan inevitable como dolorosa. Recordaba la mirada orgullosa y cruel de su padre, Cartago, antes de desaparecer bajo el yugo romano. Recordaba la voz de Roma, con sus órdenes altisonantes, su lengua impuesta y esa decepción constante en su mirada. Recordaba las manos de Gallia —antes de ser Francia—, rápidas, urgentes, robándole besos entre las sombras de los campos, entre guerras y pactos rotos. Recordaba la tierra ardiendo, las ciudades alzadas y arrasadas una y otra vez. Y ahora estaba allí. Bajo el dominio de otro conquistador. Al-Andalus era diferente. En apariencia. No era brutal como Roma. No imponía con fuerza bruta. No gritaba, no golpeaba. Pero tampoco le daba opciones. Era elegante, refinado, seductor. Le ofrecía sabiduría, astronomía, arquitectura perfecta. Le enseñaba medicina, poesía, jardines colgantes, el lenguaje del cielo. Y al mismo tiempo, le imponía restricciones, normas, vigilantes en los caminos. La trataba con una mezcla de deseo y condescendencia. Como si pudiera enseñarle a ser mejor. Como si todo lo que había sido hasta entonces hubiera estado mal. —Puedes ser más de lo que fuiste —le dijo una noche, mientras le acariciaba el cabello, como si estuviera corrigiendo un error. Portucale sonrió. Bajó la cabeza. Asintió. Y cuando nadie la veía, huía. Se escabullía entre los árboles. Escapaba a las costas. Se escondía entre estrellas. No fue una vez. Fueron docenas. Hasta que una noche, tras cruzar a nado un río helado para evitar los caminos custodiados, la encontraron tiritando, empapada, con las ropas pegadas al cuerpo. Al-Andalus se acercó molesto. No alzó la voz, pero el desagrado estaba claro. —¿Por qué insistes en escapar? Ella lo miró. Temblaba, pero no se acobardó. El pelo le caía sobre el rostro, los labios estaban morados, pero la voz le salió firme: —Porque vivir encerrada no es vivir. Él no respondió. Solo se alejó. Pero algo había cambiado. A partir de entonces, ella dejó de obedecer. No fue de un día para el otro. Fue un proceso largo. Inestable. A veces se caía. A veces se hundía. Y aun así, siempre encontraba la forma de salir a flote. Volvía a congelarse. Volvía a respirar. Y un día, simplemente, no volvió a caer. La Reconquista no llegó como un relámpago. Fue una tormenta lenta. Un proceso sucio, desgastante, lleno de barro, traiciones, batallas sin gloria. Pero fue. Y cuando por fin, tras siglos de resistencia, el estandarte que ella misma había bordado ondeó sobre la última torre que la vigilaba, supo que había terminado. Se paró sola. No bajo la sombra de Roma. No tras Gallia. No bajo el dominio de Al-Andalus. Sola. Libre. Respiró profundo. El aire tenía olor a sal, a sangre, a campo mojado. No lloró. Solo cerró los ojos. Y por primera vez, no sintió necesidad de huir. No porque deseara quedarse. Sino porque ya no quedaba nadie de quien escapar.

He was a cad, wanted her bad

Just like any good trophy hunter

And she likes the way it tastes

Taming a bear, making him care

Watching him jump then pulling him under

And at first blush, this is fate

Los rumores llegaron mucho antes que él. Decían que era un bárbaro del norte. Hijo del lodo, la niebla y las tormentas. Inglaterra, le llamaban. Un nombre cargado de historia, de guerras, de aislamiento. En las cortes del sur, se hablaba de él con recelo. Los reyes lo mencionaban con los dientes apretados. Francia lo despreciaba abiertamente. Castilla lo miraba con desconfianza. Incluso los poetas, los generales y los diplomáticos coincidían: era peligroso. —Es un cazador —le advirtió Castilla, tenso, la noche que escuchó que Inglaterra se acercaba—. Un canalla. Solo quiere usarte. Como todos. Y quizás tenía razón. Porque Inglaterra no fingía. No se molestaba en esconder lo que era. Tenía modales de caballero, sí. Su andar era elegante, su ropa impecable, su voz controlada. Pero debajo de todo eso había filo. No uno nuevo, reluciente. No. Era un filo oxidado, viejo, marcado por batallas demasiado largas. Olfateaba el mundo con el olor a pólvora, a tabaco inglés, a lluvia constante. Y tenía esos ojos... verdes, oscuros, implacables. Como los bosques del norte. Como algo que no pedía permiso para mirar dentro de nadie. Portugal lo supo desde el primer cruce de miradas. No era bueno. Pero tampoco lo era ella. No del modo en que los demás esperaban que fuera. Ambos cargaban apodos a sus espaldas. Ella era Errans, la que huye, la fugitiva. Él, la Bestia del Norte, el bastardo sin rey. Se encontraron en silencio. No hicieron falta discursos ni saludos pomposos. Solo coincidieron en el margen de una guerra que no los tocó directamente, pero que dejó heridas alrededor. La alianza no se selló con fiestas ni con besos. Fue lenta. Dura. Silenciosa. Una promesa tácita entre dos naciones que no sabían quedarse quietas, pero que por primera vez querían intentarlo. Porque ella había conocido a muchos hombres rotos. Y él lo estaba. No hacía falta que lo dijeran los demás. Bastaba verlo. Bastaban sus silencios. Sus gestos de hierro. Era un hombre solo. Había perdido hermanos, tierras, promesas. Y había aprendido a defenderse antes de aprender a confiar. Cuando hablaba de barcos, lo hacía como quien habla de fantasmas. Ella lo escuchaba en silencio, y le respondía mostrándole mapas. Como quien enseña cicatrices. Desde el primer encuentro, Inglaterra no intentó agradarle. No cortejó. No halagó. Solo la observó con esos ojos endurecidos por el tiempo. Con la desconfianza animal de quien ha sobrevivido demasiado. Había un respeto tenso entre ellos, una especie de pacto implícito. Ninguno esperaba que el otro fuera blando. Ninguno lo necesitaba. Y sin embargo, poco a poco, sin planearlo, se fueron eligiendo. Y Portugal, que estaba cansada de las miradas interesadas, reconoció algo en él. No fue atracción inmediata. No fue ternura. Fue reconocimiento. Algo en él hablaba el mismo idioma que ella. Uno sin adornos ni cortesías. Uno aprendido a la fuerza, a golpes, en los márgenes del mapa. El amor —si se puede llamar así— vino después. Sin dramatismos. Sin regalos. Sin juramentos. Fue un acuerdo tácito, como tantos otros en sus vidas, que nadie escribió, pero que ambos respetaron. Mientras el mundo lo llamaba el Oso del Norte, el demonio sajón, el corsario sin patria, ella descubría otra cosa. Frente a ella, el oso no atacaba. Gruñía, sí, con esa forma áspera de quien ha estado solo demasiado tiempo. Pero no mordía. El demonio murmuraba maldiciones, pero no lanzaba hechizos. Y el corsario, contra todo pronóstico, parecía estar buscando un lugar donde quedarse. Tenía una forma rara de mostrarse. Observaba en silencio, se tensaba, caminaba en círculos como si buscara una salida. Y luego, de a poco, bajaba la cabeza. Como si no supiera si debía huir o quedarse. Eso a Portugal le llamó la atención desde el primer momento .Y eso, le encantaba. Porque sí, Inglaterra era todo lo que decían: rencoroso, impredecible, terco, violento. Una amenaza. Pero también era claro. Nunca prometía más de lo que podía dar. Nunca fingía luz donde solo había sombra. Era, en muchos aspectos, brutalmente honesto. Y ella sabía moverse en las tormentas. Sabía lo que era estar rota y aún así mantenerse firme. Sabía lo que era aprender a navegar por instinto cuando el mapa ya no servía. La noche que sellaron su alianza no hubo banderas ni firmas. Ni intermediarios ni testigos. Fue en una playa solitaria, lejos de los puertos y lejos de cualquier costa vigilada. El viento soplaba con fuerza desde el Atlántico, y el frío parecía pegarse a la piel como una advertencia. Ambos estaban allí por decisión propia. No porque hiciera falta, sino porque ninguno de los dos confiaba en los símbolos oficiales. Estaban desnudos, sentados sobre una roca, con la sal pegada al cuerpo y el mar golpeando detrás. Ninguno parecía incómodo con la vulnerabilidad. No era la primera vez que se veían así. Pero esa vez había algo distinto. Algo suspendido entre ellos que no tenía nombre. Inglaterra la miró con la mandíbula apretada, los hombros tensos. Había una mezcla de rabia y duda en sus gestos, como si estuviera esperando que ella dijera algo que confirmara sus sospechas. —¿Y qué querés de mí? —preguntó finalmente, sin levantar la voz. No sonaba enojado, pero tampoco abierto. Era solo una pregunta directa. Como todas las que hacía. Portugal no dudó. Tampoco bajó la mirada. —Lo que nadie más me pudo dar —respondió—. Un sitio seguro. Él no contestó enseguida. El silencio entre ellos duró lo suficiente para volverse incómodo. Pero ella no retrocedió. Sabía lo que decía. Sabía lo que pedía. No era una promesa de amor. Era algo mucho más difícil. Inglaterra no habló. Solo asintió una vez, breve, y volvió a besarla. No con pasión, ni con urgencia. Fue un gesto seco, casi torpe, como si el contacto físico fuera la única forma que conocía para afirmar algo que no se atrevía a decir. Ese fue el acuerdo. No hubo más palabras esa noche. Cuando se vistieron y cada uno tomó su camino, no lo hablaron otra vez. Pero los dos sabían que algo se había sellado ahí. Sin documentos. Sin garantías. Solo con ese momento: una promesa compartida entre dos naciones demasiado viejas para confiar, y aún así dispuestas a intentarlo.

When it's all roses, portrait poses

Central Park Lake in tiny rowboats

What a charming Saturday

That's when she sees the littlest leaks

Down in the floorboards

And she just knows

She must bolt

Desde la cubierta del Santa Maria da Fé, Portugal observaba el mar con atención. No era solo la belleza del paisaje lo que la mantenía quieta, sino esa manera en que el Atlántico parecía hablarle, como si conociera secretos que los mapas todavía no podían mostrar. Tenía los labios secos por la sal y el sol, pero sus ojos seguían clavados en el horizonte. O, más precisamente, en la nave que flotaba a unos metros, alzando velas con una arrogancia que ya no la sorprendía. Inglaterra estaba allí, firme, como siempre. De pie sobre la cubierta de su barco, con esa postura suya que combinaba control y desprecio, como si todo lo que lo rodeaba le perteneciera por derecho. Era imposible no verlo. Imposible no sentirlo. Para el resto del mundo, ellos eran la alianza perfecta. La más antigua, la más estable, la más funcional. Un ejemplo de diplomacia y conveniencia. Saber náutico por un lado, fuerza imperial por el otro. Juntos, habían trazado rutas, conquistado mares, desafiado imperios. Nadie se atrevía a cuestionar esa unión. Nadie, salvo ella. Desde la distancia, la escena podría haber parecido hasta armónica. Dos barcos gemelos, alineados como reflejos, sus tripulaciones ocupadas en sus rutinas. Gaviotas en el aire, velas agitadas por el viento, brillos de sol sobre las olas. Y entre ellos dos, un puente invisible hecho de historia compartida, de tratados, de silencios. —Para el mundo —dijo Inglaterra, con la voz proyectada por encima del viento—, somos el modelo a seguir. La alianza más antigua. Mar, oro y gloria. Una sola voluntad. Portugal no respondió. Bajó la mirada hacia la madera bajo sus pies. Allí, en medio de la cubierta, notó una pequeña grieta. Apenas perceptible, pero suficiente para que el agua empezara a filtrarse. Una gota, luego otra. No era urgente. No aún. Pero estaba ahí. No dijo nada, pero supo lo que significaba. Lo perfecto siempre se fisura primero en lo más pequeño. Y esa grieta, insignificante para cualquiera, era un recordatorio. Algo se estaba desgastando. Inglaterra también la vio. Su mirada fue rápida, casi imperceptible. Pero no reaccionó. No mandó a un carpintero, no hizo comentarios, no dio órdenes. La dejó estar. Como si ignorarla fuera suficiente para que dejara de existir. Portugal no se sorprendió. Lo conocía demasiado bien. Sabía que él hablaba desde un lugar de dominio, como si compartir una ruta o una guerra fuera lo mismo que compartir poder. Como si decir "nosotros" bastara para no tener que decir "yo decido". No era que lo odiara. No podía. Lo amaba. Lo quería con esa mezcla de admiración y fastidio que nace cuando uno ama a alguien que representa todo lo que intenta evitar. Había una fuerza salvaje en Inglaterra, algo incontrolable que a ella le resultaba magnético. Pero ya no era el mismo. Había crecido. Se había expandido. Y empezaba a mirarla distinto. Con la misma expresión que Roma había tenido siglos atrás. Con la misma ambición con que Al-Andalus la había deseado. Ya no la miraba como aliada. La miraba como territorio. Y Portugal, que llevaba siglos esquivando imperios, lo entendió enseguida. Una tarde, en medio de las aguas calmas de Cabo Verde, Portugal e Inglaterra compartían un bote auxiliar, remando sin apuro. Habían dejado atrás los grandes navíos, que flotaban en la distancia como catedrales dormidas, recortadas contra el cielo del Atlántico. El mar estaba inmóvil. La luz del sol descendía densa y dorada, cubriéndolo todo con ese brillo engañoso de los momentos que parecen eternos. No hablaban. No hacía falta. El silencio entre ellos estaba construido con años de conocimiento mutuo, como una tregua pactada sin palabras. Desde fuera, cualquiera habría creído que era una escena romántica: dos aliados, dos potencias en expansión, compartiendo un instante de calma en medio del océano. Lo cierto era que todo parecía estar en su lugar. El bote se deslizaba con suavidad, el agua golpeaba apenas el casco, y el tiempo, por un momento, no apuraba a nadie. Inglaterra remaba con tranquilidad, la camisa desabotonada por el calor, los rizos húmedos por la bruma marina. A veces la miraba de reojo. Portugal seguía fija en el horizonte, con los ojos perdidos en el mar. Ese mar que los había unido desde siempre. Ese mar que había salvado a ambos, más de una vez, de destruirse a sí mismos. Cuando él habló, su voz no rompió el silencio; simplemente lo atravesó. —He estado revisando los mapas del Atlántico sur —dijo, sin mirarla del todo—. Y estaba pensando... podríamos crear una administración conjunta. Centralizar decisiones. Consolidar el poder. Desde Londres, claro. Sería más eficiente. Las palabras quedaron suspendidas, pesadas, como una cuerda tensa que nadie había pedido. Portugal no respondió. Bajó apenas los párpados, como si necesitara un segundo para procesarlo, aunque ya lo había entendido. Lo había entendido antes de que él terminara de hablar. Inglaterra bajó la vista hacia el agua. Parecía buscar una excusa entre las olas. —No me malinterpretes. Sabes que confío en ti más que en nadie. Siempre ha sido así. Pero... esto funcionó porque nunca hubo sorpresas. Porque hablamos el mismo idioma político. Si unimos nuestras gestiones, podríamos mostrar al mundo que somos indivisibles. Una sola voz. Era una propuesta lógica. Clara. Conveniente. Y, al mismo tiempo, una advertencia. Lo que decía estaba vestido de estrategia, pero no era solo eso. En el fondo, se le notaba el miedo. No a una guerra, no a una amenaza externa. Era el miedo a perderla. A que Portugal eligiera otro camino. A que, como tantas veces antes, decidiera marcharse sin mirar atrás. Portugal sonrió. Una sonrisa mínima, difícil de leer, pero que Inglaterra conocía bien. Esa mueca silenciosa que precedía las decisiones irreversibles. No había rabia. No había desprecio. Solo un cansancio antiguo, como el que deja el viento después de golpear la misma costa durante siglos. Dentro de ella, algo se activó. Una corriente vieja. La misma que la había hecho resistir a Roma, a Al-Andalus, a Castilla, a todos los que habían confundido amor con dominación. La misma corriente que le había enseñado que nadie es dueño de un imperio. Que un imperio solo responde al mar, y al silencio de sus propios pasos. Era la misma corriente de su niñez, la misma que la hacia querer correr. Porque entendía lo que significaban esas palabras, incluso cuando eran dulces: Ya no la veía como un igual. Inglaterra la miró, y comprendió. Conocía esa expresión, no era un hombre estúpido. La había visto en ella cuando aún era joven, cuando sus ropas olían a pólvora y a incienso, cuando hablaba poco pero navegaba como si el mundo le perteneciera. Sabía que ya había perdido. Dejó de remar. El bote se balanceó suavemente, entregado a las olas. —No lo digo por control —murmuró, casi con resignación—. Lo digo porque el mundo está cambiando. Porque hay otros que vendrán. Y no quiero que te quedes atrás. No quiero que te hundas. Ella no respondió. No era necesario. No había enfado en sus ojos. Solo esa decisión silenciosa que Inglaterra había aprendido a temer. Esa noche, mientras la tripulación dormía y el cielo tropical se llenaba de estrellas, Portugal se levantó de su litera sin hacer ruido. Caminó hasta la proa de su nave. El viento era fuerte, agitado por los caprichos del océano. Pero ella no dudó. No era su satélite. No era su colonia. No era su victoria. Era un imperio. Y los imperios no se explican. No se justifican. No se arrodillan. Navegan. Cuando el sol salió por el este, sus velas ya estaban desplegadas, avanzando hacia el sur. Rumbo a Brasil. Sin cartas firmadas. Sin pactos renovados. Solo el crujido firme de la madera, el olor a sal, y la libertad de quien, una vez más, se salva huyendo..

Started with a kiss

"Oh, we must stop meeting like this"

But it always ends up with a Town Car speeding

Out the drive one evening

Ended with the slam of a door

Then he'll call her a whore

Wish he wouldn't be sore

But as she was leaving

It felt like breathing

Todo entre Portugal e Inglaterra siempre terminaba de la misma forma: con un beso. No importaba dónde comenzara. A veces en la penumbra de un salón, durante una recepción diplomática donde las palabras sobraban. A veces entre mapas abiertos en la biblioteca de alguna embajada. O en la cubierta de un navío, con las estrellas como único testigo. También en las playas, donde la brisa lo arrastraba todo menos a ellos. Un brindis que duraba unos segundos más de lo necesario. Un roce casual bajo la mesa. Una mirada sostenida demasiado tiempo. El gesto mínimo siempre desembocaba en lo mismo: una puerta cerrada tras de sí, y el deseo latiendo fuerte, como si no pudieran evitarlo. Terminaban enredándose una vez más, como si fuera inevitable. Y lo era. —We must stop meeting like this —susurraba Inglaterra, mientras enredaba sus dedos en su cabello oscuro. A veces lo decía con esa sonrisa irónica que tan bien sabía usar. Otras, con rabia. Pero aun así sus labios seguían en su cuello. Y nunca se detenían. Siempre terminaban igual. Portugal se vestía antes del amanecer. Lo hacía en silencio, sin una palabra de más, con la precisión de una capitana que conoce cada nudo de su barco. Sus manos firmes ajustaban el corsé como si tensara una vela antes de una tormenta. Cada movimiento era seguro, exacto. No había torpeza en ella. Nada en ella vacilaba. Desde la cama, Inglaterra la miraba con el torso desnudo, aún atrapado entre el deseo, la frustración y ese orgullo inglés que se negaba a rendirse, incluso en la derrota más íntima. A veces murmuraba cosas entre dientes. —Coward. —Bitch. —Witch. Lo decía casi sin pensar, casi con desprecio. Como si al nombrarla pudiera reducirla, dominarla, herirla. Como si bastara con una palabra para atrapar lo que era imposible de retener. Pero nunca decía lo que realmente deseaba gritarle: "Don't go." Y Portugal tampoco lo decía. No porque no lo sintiera, sino porque pronunciarlo habría sido ceder. Y si había algo que ella no hacía, era eso. Afuera, siempre la esperaba un barco. Uno discreto, ágil, casi invisible en la niebla. Era uno de los suyos: rápido, silencioso, como su sombra. Portugal no necesitaba más que eso para desaparecer. Como el mar, como la sal que siempre llevaba en la piel, tenía un camino listo para escapar. Una vez, en Lisboa, se marchó tan rápido que el carruaje apenas había terminado de girar en la calle empedrada. Las ruedas chirriaron contra la piedra mojada. Las ventanas vibraron. Inglaterra bajó corriendo por las escaleras, con la camisa a medio abotonar, el cabello revuelto y la respiración cortada. No parecía una nación, mucho menos un imperio. Parecía un hombre que acababa de perder una guerra. —¡Portugal! —gritó con voz rota—. For God's sake, what are you running from? Había algo casi infantil en su dolor. Algo primitivo en su furia. Y algo imperial, de una arrogancia antigua, en su herida. Pero ella no se detuvo. Ni tembló. Porque lo sabía. Sabía que si se quedaba, él intentaría envolverla en tratados, promesas y alianzas eternas. La llamaría "aliada" cuando en realidad querría decir "posesión". La trataría como a una reina, sin preguntarse si alguna vez había querido una corona. Y Portugal no aceptaba coronas impuestas. Inglaterra la quería cerca. Pero no a su lado. No como igual. Quería que estuviera un paso detrás. Que caminara con él, pero bajo su sombra. Por eso, la historia entre ellos nunca avanzaba. Se repetía. Una coreografía que se mantenía intacta siglo tras siglo. Amantes en la oscuridad, aliados frente a los banquetes, cómplices en los salones de estrategia. Nunca enemigos declarados. Pero tampoco jamás marido y mujer. Y eso era lo que más lo envenenaba. Eso era lo que más lo enfurecía. Porque para el resto del mundo —para los imperios en ascenso y los decadentes, para los diplomáticos, los comerciantes, los cronistas y historiadores—, Inglaterra y Portugal eran una pareja inquebrantable. Vieja, sólida, funcional. La más antigua de todas. Y él creía que esa antigüedad le daba derecho. Derecho a tenerla. A hablar por ella. A decidir con quién se sentaba, con quién negociaba, con quién compartía cama. Pero Portugal nunca fue de nadie. Ni siquiera de su propia historia. Inglaterra la amaba. Pero amaba más la idea de que fuera solo suya. Y eso, ella jamás se lo concedía. Entonces llegaron los rumores. Al principio eran susurros. Cruzaban océanos en las velas de los barcos, se colaban en cartas interceptadas, en informes secretos, en bromas entre comerciantes. Que si Portugal tenía demasiados hijos para no tener marido. Que si sus puertos estaban abiertos a demasiadas banderas. Que si negociaba con los holandeses, brindaba con los franceses, hablaba con los otomanos y dormía con los ingleses. No se ocultaba. No mentía. No explicaba nada. Disfrutaba de su cuerpo, de su poder, de su libertad. Y aunque tenía alianzas, nunca prometió fidelidad. Se dejaba querer por otras naciones, por otros hombres. Francia, como siempre, volvía una y otra vez. Holanda encontraba en ella un puerto seguro. Turquía le ofrecía rutas que Inglaterra despreciaba. Y Leonor se dejaba querer. No por necesidad, sino por decisión. Jamás confirmaba nada, pero tampoco lo negaba. Solo sonreía, con una copa de vino en la mano, y los ojos tan turquesa como imposibles de leer. Inglaterra no lo soportaba. Él, que era orden, estructura, pertenencia, control. Él, que la había defendido, que la había deseado, que había creído que con el tiempo ella se entregaría del todo. Él, que no sabía soltar. Entonces empezaron las palabras. Primero en privado, cuando estaban solos, cuando la rabia vencía al silencio. Después del sexo, con el cuerpo aún caliente y el alma hecha trizas, él murmuraba con la voz tensa y el orgullo herido: —"You open your legs faster than you open your ports." —"So many sons and none with a father. What does that make you?" —"You're no queen. You're a trade route. And every ship seems to know the way." Ella no respondía. Se vestía en silencio. Se ajustaba el corsé con la misma meticulosidad con la que dibujaba sus mapas, cada nudo una decisión, cada botón un adiós. Y se marchaba. Pero con el tiempo, él dejó de guardar sus palabras para los momentos íntimos. Las cartas, antes confidenciales y desesperadas, comenzaron a filtrarse. Las frases cargadas de veneno escapaban en banquetes, en reuniones diplomáticas, en cenas donde se suponía que reinaba la cortesía. Un sarcasmo apenas disimulado. Una mirada que cortaba como filo cuando ella saludaba a Francia con un gesto demasiado largo. Un comentario lanzado al aire, esperando que alguien más lo atrapara. —"Portugal is no wife. She's a whore with a navy." —"She doesn't rule. She beds. That's her diplomacy." —"What kind of mother spreads her legs for every flag that sails by?" Y aunque se reía después de decirlo, aunque fingía que era una broma entre viejos conocidos, el daño ya estaba hecho. Frases envueltas en carcajadas, pero afiladas como puñales. Las palabras volaron. Se repitieron en otras cortes, en otros bailes, en salones donde los embajadores brindaban sin sonreír. Algunos reían, otros asentían, otros callaban con complicidad. Leonor se convirtió en escándalo. Porque era mujer. Porque era nación. Porque tenía hijos sin padre. Y porque seguía actuando como si nada de eso fuera problema de nadie. Como si ser deseada no implicara pertenecer. Y eso, en el siglo XVI, era imperdonable. Incluso ahora, en este siglo, sigue siéndolo. Sobre todo para Inglaterra. Pero ella no se detenía. No pedía disculpas. No se explicaba. A veces lloraba, sí. En la cubierta de un barco, sola, con la sal del mar y la de sus ojos mezclándose. A veces lo extrañaba. A veces deseaba quedarse. Pero no lo hacía. Porque al marcharse, sentía que respiraba. Que era libre. Que seguía siendo ella. Y él nunca lo entendió. O no quiso entenderlo. Así vivieron: Él, dolido. Ella, fugitiva. Y sin embargo, la alianza nunca se rompió. Ni los siglos, ni los insultos, ni las heridas lograron quebrarla. Porque por muy rota que estuviera la cama, los tratados seguían firmes. Y en el fondo, los dos sabían algo que jamás pusieron en palabras: Eso también era amor. Uno antiguo. Uno roto. Uno libre. Uno suyo.

All her fuckin' lives

Flashed before her eyes

It feels like the time

She fell through the ice

Then came out alive

Todos sus nombres. Todos sus hijos. Todas sus vidas. Estaban ahí, siempre presentes. No como una carga, sino como una parte esencial de ella. Flotaban en su memoria como mapas antiguos, con rutas marcadas a fuego, a sal, a despedidas. No necesitaba ver sus rostros para recordarlos. Cada uno tenía una historia, un idioma, un mar distinto. Sabía que muchos la juzgaban. Inglaterra, Francia, España, incluso algunos de sus propios hijos. Algunos la miraban con desprecio, otros con lástima. A veces con asco. Pero ella no sentía vergüenza. Nunca la sintió. Brasil. Angola. Goa. Macau. Mozambique. Timor Leste. Cabo Verde. Guinea Bissau. Santo Tomé y Principe. Sabía sus nombres de memoria, aunque a veces dolieran. Eran muchos, sí. Y no todos la querían. Había quienes la evitaban. Quienes la culpaban por todo. Pero eran suyos. Y los había traído al mundo sin pedirle permiso a nadie. Lo que pensaran los demás le importaba cada vez menos. Su reputación estaba escrita desde hacía siglos, en los márgenes de cartas diplomáticas, en comentarios entre cancilleres, en informes enviados a escondidas. Siempre decían lo mismo: —Demasiados hijos. —Demasiados amantes. —Demasiado mar. Demasiado todo. Nunca encajó del todo en los moldes que otros querían imponerle. La llamaban exagerada. Ambiciosa. Irresponsable. Pero nadie había vivido lo que ella vivió. Nadie había construido lo que ella construyó. Y sin embargo, ahí estaba. De pie. A veces cansada, sí, pero nunca vencida. No se molestaba en responder a los insultos. No por miedo o vergüenza, sino porque sabía que no iba a cambiar nada. A los hombres no les interesaba escuchar. No entonces. No en ese mundo, en ese tiempo. Podía intentar explicar sus decisiones, justificar tratados, detallar sus razones. Pero ya la habían encasillado. Ya habían decidido qué era ella para ellos: una mujer descontrolada, desleal, promiscua. Una puta con bandera. Una corona sin moral. Así que eligió el silencio. No como señal de sumisión, sino como una forma de resistencia. Dejó que hablaran. Que inventaran lo que quisieran. Que la usaran como ejemplo de lo que no debía hacerse. Porque mientras hablaban, ella seguía. Seguía navegando. Seguía fundando ciudades. Seguía comerciando, enviando barcos, organizando rutas. Seguía criando naciones, aunque muchas se le fueran de las manos. Porque ya había caído antes. Sabía lo que era perder todo. Lo que era ver su tierra temblar, partirse en dos. Sabía lo que era vivir con culpa, con miedo, con silencio. Pero también sabía levantarse. Sabía cómo salir del agua. Sabia renacer. Lo había hecho sola, muchas veces. Y seguiría haciéndolo. A diferencia de muchos de ellos, no necesitaba que nadie la validara, ella no necesitaba la aprobación de ningún hombre para seguir viva. No construyó su historia para complacer a nadie. La construyó para sobrevivir. Para mantenerse a flote. Para proteger lo que era suyo, aunque ese "suyo" a veces la negara. Porque ella no era solo una mujer. Era Portugal. Y seguía viva. Con o sin permiso.

She's been many places with

Men of many faces

First, they're off to the races

And she's laughing drawin' aces

Había estado en muchos lugares. En puertos lejanos, en ciudades amuralladas, en palacios escondidos entre desiertos y montañas. Con naciones de rostros distintos, lenguas ajenas, historias incomparables. Y, aun así, siempre era igual. Al principio, todo era entusiasmo. China, con su calma imperturbable y su lógica antigua, creyó que podía descifrarla. Le dijo una vez, con voz suave, que ella era como el agua. Que quien tenía paciencia y observaba con atención, podía llegar a entenderla. Ella sonrió, como lo hacía siempre que alguien intentaba comprenderla. Y se marchó antes del amanecer. Sin cartas. Sin despedidas. Con el Imperio Otomano fue diferente. Fuego, orgullo, una pasión tan intensa como impredecible. La quiso hacer suya con promesas, riquezas y palabras dichas al oído bajo una luna brillante. —Solo un cobarde abandona un cuerpo que ya ha probado el paraíso —le dijo él, desnudo, sin imaginar que sus palabras no la retendrían. Ella se vistió sin apuro y se fue mientras él dormía profundamente, convencido de que la había conquistado. Con Holanda fue más sutil. Había historia entre ellos. Tratos. Rutas compartidas. Enemigos comunes. Él pensó que por conocer sus puertos, por haber intercambiado mapas, secretos y camas, tenía una ventaja. —Tú y yo nos entendemos. Somos comerciantes. Sobrevivientes —le dijo una vez mientras revisaba viejos documentos manchados de vino. Ella le dio la razón. Le dejó esas mismas manchas en los papeles de su escritorio... y la cama vacía antes de que llegara la tormenta. Siempre pasaba lo mismo. Las demás naciones se acercaban confiadas. Algunos con diplomacia. Otros con deseo o necesidad. Todos con la certeza de que serían diferentes, de que lograrían lo que otros no pudieron. Se lanzaban a ella como caballos en una carrera. Rápidos. Seguros. Cegados por la ilusión de alcanzarla. Y ella lo sabía. Y se reía por dentro. Le gustaba el juego. Le gustaba sentirse buscada, deseada, medida con cuidado en cada estrategia. Le gustaba dejar que creyeran que podían atraparla. Pero nunca era real. Nunca del todo. Porque ella elegía cuándo quedarse, y sobre todo, cuándo irse. Sabía que no importaba cuánto poder tuvieran. Cuánto la desearan. Tarde o temprano, se iría. No porque quisiese hacer daño. Sino porque nadie podía retenerla. Y lo más importante: nadie debía hacerlo.

But, none of it is changin'

That the chariot is waitin'

Hearts are hers for the breakin'

There's escape in escaping

Pero nada cambiaba. Ni el lugar, ni el idioma, ni el nombre de la nación que tenía frente a ella alteraban el curso inevitable de los hechos. Ni siquiera el amor. Le hacían promesas, siempre con solemnidad o urgencia. Alianzas sin fecha de vencimiento. Tratados firmados con sangre o con besos. Le ofrecían tierras, rutas, puertos, ejércitos. Algunos hablaban de compartir el poder. Otros directamente le ofrecían renunciar al suyo. Le escribían cartas extensas, llenas de palabras antiguas, de invocaciones románticas o estratégicas. Le daban coronas, lechos, nombres nuevos. Le ofrecían estabilidad. Y sin embargo, nada de eso hacía la diferencia. Algunas naciones llegaban con flores en la mano, convencidas de que la ternura bastaría. Otras con barcos de guerra anclados en el horizonte, esperando que la presión hiciera lo suyo. Algunas la escuchaban como si fuera un secreto antiguo que querían descifrar. Otras directamente la mandaban callar, convencidas de que su voz era peligrosa. Unos hablaban de amor sincero. Otros solo querían someterla. No importaba si eran viejos enemigos o aliados de ocasión. Si se presentaban con paciencia o con violencia. Si intentaban comprenderla, o directamente callarla. Pero todas cometían el mismo error: pensar que podían retenerla. Y ella, sin necesidad de mentir, dejaba que creyeran lo que quisieran. No porque jugara con ellos, sino porque ya conocía el resultado. Ella siempre encontraba una salida. Un carruaje que esperaba en la parte trasera del palacio. Un barco cargado antes de lo previsto. Un caballo ensillado por un mozo leal. Un mapa plegado en el bolsillo de su vestido, con rutas que nadie más conocía. Una excusa ensayada apenas con una mirada. Una mentira piadosa. Una verdad a medias. Siempre estaba lista para partir. Siempre podía irse. Y la mayoría de las veces, lo hacía. No por frialdad. No por cálculo político. Y tampoco por vanidad, ni mucho menos venganza. Era necesidad. Era una forma de sobrevivir. Era la única que conocía. Porque en realidad no huía de los demás. Huía del riesgo de pertenecer. Del peligro de quedarse quieta. Del vértigo de bajar la guardia. Y esa era la sensación que más amaba, no era el beso, ni la promesa, ni el pacto. Era esa bocanada de aire al cruzar la frontera, ese escalofrío en la columna cuando todo quedaba atrás... Eso era lo que le daba sentido a su existencia. La libertad. No como ideal abstracto, sino como impulso vital. Una libertad que, en su caso, tenía el rostro áspero de la soledad, pero también el vértigo de estar viva. Sabía que rompía corazones a su paso. Sabía que muchos la recordaban con furia, con tristeza, con rencor. Algunos aún la esperaban. Otros nunca volvieron a hablar de ella. Aun así, no miraba atrás. Nunca lo hacía. Porque si lo hacía —si por un instante dudaba, si se detenía demasiado tiempo en un puerto o en una cama— corría el riesgo de que alguien, algún día, lograra convencerla de quedarse. Y eso era algo que no podía permitirse. Y ella había aprendido, a fuerza de caídas y guerras, que nada era más peligroso que eso.

Started with a kiss

"Oh, we must stop meeting like this"

But it always ends up with a Town Car speeding

Out the drive one evening

Ended with the slam of a door

But she's got the best stories

Sus historias románticas solían empezar de la misma manera. Siempre había un beso. A veces era uno robado en un pasillo oscuro, cuando nadie miraba y las palabras no alcanzaban a salir. Otras veces era lento, frente al fuego de una chimenea, con el crepitar de la madera cubriendo lo que ninguno de los dos se atrevía a decir. También los hubo salados, breves, en la cubierta de un barco, con el viento del sur golpeando las velas y anunciando una partida que ni siquiera estaba planificada. —We must stop meeting like this —decía alguno, con media sonrisa. Portugal no respondía. Solo sonreía, como si no quisiera interrumpir la escena. Pero ambos sabían que era mentira. Nunca dejaban de encontrarse. Y también sabían que, tarde o temprano, todo iba a terminar igual. Un carruaje saliendo a toda velocidad, las ruedas golpeando el empedrado con violencia. Un barco zarpando antes del amanecer, sin despedidas, sin avisos. Un portazo seco, sin intención de dramatismo, pero que lo cerraba todo de una vez. Ella se iba. Siempre se iba. Y detrás quedaba otro amante confundido, intentando entender en qué momento la perdió. Otra nación, herida en su orgullo o en su ternura. Otra cama aún tibia, vacía antes de que amaneciera. A veces había cartas sin respuesta. A veces, ni siquiera eso. Pero si alguien pensaba que Leonor lamentaba algo, estaba equivocado. Ella no coleccionaba arrepentimientos. Coleccionaba historias. Ella tenía las mejores historias. Sabía narrar, con esa calma suya, anécdotas imposibles: Tormentas atravesadas en el Índico. Negociaciones susurradas en Constantinopla. Bailes clandestinos en Ámsterdam, con la música aún sonando cuando se escabullía por la puerta de atrás. Mapas extendidos en mesas de madera vieja, compartidos con hombres que ya no recordaba por nombre, sino por las rutas que dibujaron juntos. Podía describir el sabor exacto del vino servido en Goa una noche de verano. La textura de una seda china que se deslizó por su hombro antes de caer al suelo. El suspiro de Holanda cuando perdía una apuesta de cartas. El aroma del perfume francés cuando todavía le dedicaba poemas escritos a mano. El olor de la pólvora justo antes de un intento de invasión. Y la forma en que una promesa de alianza podía sonar sincera, incluso cuando estaba hecha de mentiras. Cada encuentro dejaba una marca. Un recuerdo. A veces incluso una herida. Pero ella no los guardaba con nostalgia, sino como un navegante guarda estrellas: para orientarse, no para regresar. Y si alguna vez, muchos años después, alguien se atrevía a mirarla con reproche y decirle: —Tú, que has amado a tantos... Ella simplemente giraba su copa entre los dedos, miraba al horizonte como quien reconoce una costa lejana, y respondía: —He viajado. Mucho. Y con eso bastaba. Porque nadie había amado como ella. Porque nadie sabía irse tan bien como ella. Y porque, con el tiempo, todos terminaban entendiendo la verdad más simple: Leonor no pertenecía a nadie. Ni siquiera al amor.

You can be sure

That as she was leaving

It felt like freedom

Desde pequeña fue así. No porque alguien se lo enseñara, sino porque ya venía en ella. Cuando escapaba de los muros del palacio para ir hasta el puerto, no lo hacía por simple desobediencia. Lo hacía porque necesitaba respirar. El olor a sal, el crujido de la madera bajo sus dedos, la línea lejana del horizonte: eso era lo que la hacía sentirse viva. Allí, entre cuerdas y velas, comprendía que existía algo más allá de los pasillos de piedra y las voces que le decían qué debía ser. Cuando se escabullía de las lecciones impuestas por Roma y subía sola a los cerros de Sintra para trenzar coronas con ramas de lavanda, no era por rebeldía. Era un impulso más fuerte que ella. Su cuerpo buscaba belleza, buscaba paz, mientras la doctrina solo le ofrecía normas y culpas. Y cuando, más adelante, dejaba atrás los controles de Al-Andalus para quedarse sola bajo las estrellas, dibujando mapas en secreto, no era traición. Era deseo. El deseo genuino de decidir su rumbo, de trazar con sus propias manos su futuro, sin que nadie lo hiciera por ella. Cuando abandonaba a su hermano, España, no lo hacía por odio. Lo hacía porque necesitaba espacio. Él la ataba con la misma fuerza con la que la quería. Y ella no podía soportar las ataduras, ni siquiera las del afecto. Tampoco encontraba consuelo en los banquetes diplomáticos, en las audiencias con reyes ni en los rituales eternos que la política le imponía. Esos espacios la desgastaban. Sentía que cada palabra que pronunciaba era medida, cada gesto era interpretado, cada silencio usado en su contra. Todo le pesaba. Las reuniones, las alianzas, la religión que la llenaba de culpa más que de consuelo. Y entonces llegó el amor. Durante un tiempo creyó que sería distinto. Pero no tardó en reconocer los mismos barrotes, aunque con forma distinta. Los amantes la admiraban. Querían entenderla, protegerla, quedarse con una parte de ella. Pero cada beso parecía tener condiciones. Cada caricia venía con expectativas. Los "te amo" sonaban demasiado parecidos a los tratados de frontera, a pactos territoriales. Había una forma de posesión disfrazada de afecto que siempre aparecía, tarde o temprano. Entonces Portugal entendió lo que ya sabía desde niña: Había cosas que la hacían respirar, y cosas que la ahogaban. Y aprendió —como lo hacen quienes han visto demasiado, quienes han sentido el suelo temblar bajo sus pies y sobrevivido a sus ruinas— a irse. A veces lo hacía a tiempo, antes de que todo estallara. Otras, cuando ya era tarde y solo quedaban cenizas. A veces partía en silencio, dejando atrás habitaciones con olor a sal y promesas aún calientes. Otras, con cartas sin firma, mensajes crípticos que no ofrecían respuestas. Pero nunca miraba atrás. Ese impulso, sin embargo, no se limitó a sus amantes, ni a sus aliados, ni siquiera a sus enemigos. Con el tiempo, alcanzó también a sus hijos. Brasil, Angola, Mozambique, Macau... Los había criado a su modo: con firmeza, con ternura a ratos, con un amor antiguo, lleno de contradicciones. Los había visto crecer, había sentido orgullo, miedo, frustración, esperanza. Los había amado de verdad. Pero también los había soltado. Y no porque no los quisiera. Sino porque en el fondo siempre supo que un día se irían. O que ella tendría que irse antes. Porque estar demasiado tiempo en el mismo lugar la asfixiaba. Porque las cadenas, incluso las hechas de sangre y afecto, seguían siendo cadenas. Para Portugal, irse era su forma de vivir. Su forma de resistir. Los imperios no comprenden eso. Están hechos para expandirse, para sujetar, para permanecer. Ella no. Ella había sido imperio, sí, pero más que eso, había sido navegante. Y los navegantes no nacen para quedarse. Nacen para moverse, para perder de vista la costa, para arriesgarse al vacío del horizonte. Los hombres nunca lo entendieron. La acusaron de fría, de calculadora, de inconstante. La querían contenida, decodificada, fiel a un solo lugar, a un solo nombre, a una sola historia. Pero ella no se explicaba. No se justificaba. No se quedaba. Se iba. Porque para ella irse era lo más cercano que una nación podía estar de la libertad. Un lujo que los imperios no comprenden. Un acto que los hombres no perdonan. Un legado que los hijos aún intentan descifrar. Y con cada partida, respiraba. No porque odiara lo que dejaba atrás, sino porque, por un instante, mientras el mundo se hacía más pequeño en el espejo del mar, sentía que volvía a ser ella. Solo ella. Una nación que aún creía que podía elegir.  

All her fuckin' lives

Flashed before her eyes

(And she realized)

It feels like the time

She fell through the ice

Then came out alive

Toda su vida pasó delante de sus ojos. No de forma ordenada ni lineal, sino como una corriente desbocada de imágenes y sensaciones que se superponían sin pedir permiso. Se vio a sí misma como conquistadora, arrogante y segura, empuñando tratados como armas. Se vio después del otro lado, como colonia, como esclava, como pieza en manos ajenas. Recordó los días en que había sido imperio, los años en que fue república, las noches oscuras bajo dictaduras, los periodos de transición en que no sabía qué era exactamente. Recordó cuando ardió. Cuando tembló. Cuando se partió en dos y nadie creyó que volvería a levantarse. Y en medio de todo ese torbellino, lo entendió. Esa sensación de vacío y alivio que la invadía cada vez que se subía a un carruaje a mitad de la noche. Cada vez que abandonaba una cama aún tibia, una ciudad silenciosa, una conversación a medio terminar. Cada vez que dejaba atrás a un amante con preguntas o a un hijo en la costa, sin mirar atrás. Esa punzada en el pecho, esa bocanada de aire que la hacía sentirse viva y rota al mismo tiempo... Era la misma que había sentido aquel día, años atrás, cuando cayó a las aguas heladas del Tajo. Y lo entendió. Todos pensaron que había muerto entonces. Que se había ido para siempre. Pero salió. Mojada, temblando. Y viva. Desde entonces entendió que huir no era solo escapar. Era una forma de morir un poco. Y luego volver a nacer. Distinta. Más vieja, tal vez. Más cansada, seguro. Pero libre. Y aunque con los años comenzó a preguntarse si alguna vez dejaría de correr, si algún día se detendría por voluntad propia... la respuesta nunca fue clara. A veces lo pensaba mientras dormía a la intemperie, con el cielo abierto sobre su cuerpo y las estrellas filtrándose entre sus párpados. Lo pensaba cuando el barco crujía bajo sus pies y las olas golpeaban suavemente el casco, marcando un ritmo que solo ella parecía entender. Porque, al final, del único lugar del que nunca huyó fue del mar. Del Atlántico inmenso que la había visto nacer y crecer. Del océano que no le pedía nada a cambio. Que no exigía fidelidad. Ni nombres. Ni explicaciones. Que no buscaba encerrarla ni reclamarla. Con él no era una fugitiva. No era una nación escapando de su historia. Con el mar, simplemente era. Y mientras las velas se inflaban con el viento y el horizonte se abría limpio y azul frente a ella, Portugal supo que ese era su hogar. Su lugar en el mundo. Todo lo demás —los amantes, los hijos, las banderas, los títulos, los imperios— era circunstancial. Pero el mar... El mar era suyo. Y ella, del mar. Y el mar el único que la podía reclamar.
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