ID de la obra: 788

La verdad de un alma fragmentada

Otros tipos de relaciones
NC-17
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planificada Mini, escritos 5 páginas, 2.376 palabras, 1 capítulo
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Prólogo: La consecuencia del dolor

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Prólogo: La consecuencia del dolor. La madrugada en Ninjago City tejía sus horas más profundas con hilos de plata y sombra. En el distrito residencial, donde las casas se alineaban como dientes perfectos en una mandíbula adormecida, una ventana en el segundo piso de una casa de estilo moderno emitía el único destello de vida consciente. Era la habitación de Lloyd Garmadon, y dentro de ella, el tiempo se había curvado, volviéndose pesado, viscoso, como si cada segundo tuviera que ser arrastrado a la existencia. La habitación era un paradoja. Por fuera, hablaba de un adolescente normal: posters de los Ninja pegados con esmero, una colección de videojuegos alineada alfabéticamente, ropa tendida sobre una silla con la negligencia típica de la edad. Pero en los detalles, en los más pequeños, revelaban otra verdad. Los posters no estaban arrancados de revistas sino comprados en tiendas especializadas, cuidadosamente enmarcados. La ropa, aunque desordenada, era de calidad impecable, como si alguien intentara compensar con bienes materiales una carencia invisible. Y el silencio… el silencio no era el tranquilo de quien duerme, sino el silencio elástico y tenso de quien aguarda un impacto. Lloyd estaba sentado frente a su computadora, pero su cuerpo no parecía pertenecerle. Estaba inclinado hacia la pantalla, como una flor mustia hacia una luz artificial. El resplandor azulado le lavaba el rostro, acentuando las ojeras violáceas que se extendían bajo sus ojos, dos charcos de sombra en un paisaje de palidez extrema. Ya no lloraba. Las lágrimas eran un lujo que su cuerpo había agotado horas atrás, dejando tras de sí una desolación salina y una hinchazón que le ardía al parpadear. Sus manos, largas y de dedos delgados—manos de guerrero o de estratega, le había dicho una vez su maestro—, se cernían sobre el teclado como aves heridas. Clic. Clac. Clic. Cada sonido era un latido en el silencio, un ritmo marcando el compás de su final. Las yemas de sus dedos, a veces ágiles para dibujar planes de batalla o para enviar coordenadas a sus compañeros, ahora se movían con la torpeza pesada de quien carga con lastres invisibles. “Queridos hermanos…” Las palabras aparecieron en la pantalla, blancas y desnudas sobre el fondo negro que siempre usaba para no fatigar la vista durante las largas noches de vigilancia. Hermanos. La palabra le quemó la retina. ¿Qué sabía él de hermanos? Solo tenía hermanos de armas, de peligros y de sombra. Rojo, cuyo fuego interior sentía incluso a través de las frías líneas de texto, siempre impulsivo, siempre apasionado, un líder natural que seguía su dirección sin saber que quien guiaba era un fantasma. Cyan, fría y lógica como el agua en reposo, pero con una profundidad que intuía y admiraba, cuya inteligencia técnica solucionaba problemas que él ni siquiera veía. Negro, sólido como la roca, el pilar en el que todos confiaban, incluído él, para mantener la calma cuando el caos amenazaba. Blanco, curioso y analítico, a veces tan literal que resultaba hilarante, otras tan perspicaz que los dejaba a todos pasmados. Azul, nervioso como un colibrí, cuyo corazón era tan grande como su tendencia a meter la pata, pero cuya lealtad era inquebrantable. Y él. Verde. El espectro en la máquina. El que todo lo veía y nada era. El estratega. El punto de conexión. El líder que nunca tuvo la confianza con sus hermanos de armas a quienes quería, pero siendo meramente soldados a quienes dirigir. Una risa seca, más un suspiro ronco que un verdadero sonido de humor, le escapó de los labios agrietados. Se llevó la mano a la boca, sorprendido por el eco de su propia voz en la habitación silente. ¿Cómo había llegado hasta aquí? No había un solo evento, no un gran cataclismo. Había sido una erosión lenta, constante, como el goteo implacable de una gota de agua sobre la roca de su espíritu. Cada mirada de desconfianza en los pasillos del colegio, cada cuchicheo ahogado a su paso, cada “Garmadon” pronunciado como un insulto, como una maldición hereditaria. Cada vez que los Ninja, sus compañeros, hablaban de “acabar con la amenaza, desde el padre como el hijo” en el chat, sin saber que cada palabra era un cuchillo que se clavaba en el pecho de su líder. “Queridos hermanos…” ¿Cómo continuar? ¿Cómo explicar el camino de su dolor que se arraigó en ll profundo de su corazón? No era un simple triángulo de causas y efectos. Era una fractura compleja, un cristal quebrado en mil pedazos, cada uno reflejando una faceta diferente de su agonía: la soledad del hijo único, el peso del apellido infame, la paradoja de ser un héroe enmascarado que era el símbolo de los marginados en su vida civil, la desesperación de anhelar conexión mientras se escondía detrás de capas de secretos. Sus dedos temblaron sobre las teclas. Borró las palabras. El cursor parpadeó, burlón, en el vacío. Volvió a escribirlas. “Queridos hermanos…” Era un saludo para una carta que sentía como la traición última. Iba a abandonarlos. Iba a dejar que lucharan solos contra las sombras de la ciudad, contra el legado de su propio padre. Iba a convertirse en la carga que siempre temió ser. Su mirada se desvió, vagando por la habitación. Se posó en el poster central, justo frente a su escritorio: los seis Ninja, espalda con espalda, en pose heroica, la ciudad a sus pies. Él estaba en el centro, el Verde, el líder. ¿Cuántas veces había soñado con que ese momento fuera real? Que no fueran aliados anónimos, sino amigos. Que supieran su nombre, que lo conocieran, que no lo rechazaran. Pero los ecos en su cabeza eran más fuertes. “¡Aléjense de él!”, “¿Creen que será como su padre?”, “Basura andante”, “Ojalá se fuera de una vez”. Los susurros de los pasillos del colegio se habían fundido en un coro perpetuo dentro de su cráneo, un tribunal interior incesante que siempre, siempre, lo hallaba culpable. Culpable de nacer. Culpable de existir. Culpable de ser el hijo de Lord Garmadon. Un sudor frío le recorrió la espalda. No era miedo. Era la certeza glacial de lo inevitable. Abrió un documento nuevo. No podía ser la carta que había escrito y reescrito durante semanas, llena de justificaciones torpes y de excusas transparentes. Tenía que ser otra cosa. Algo más simple. Algo más verdadero. Empezó a escribir. No una explicación, sino una confesión. No de sus actos, sino de sus ausencias. De las veces que quiso hablar y no pudo. De las veces que anheló decirles “Hey, soy solo un chico como ustedes” durante los momentos de calma después de una misión. De la envidia profunda que sentía por su camaradería, por sus risas fáciles, por su capacidad de existir más allá de las máscaras. Las palabras fluyeron entonces, torrenciales, desesperadas. Ya no luchaba por encontrar la frase perfecta. Dejaba que su dolor se derramara crudo sobre la pantalla, sin filtros, sin edición. Habló de la presión de ser el líder perfecto, el estratega infalible, cuando por dentro se sentía como un fraude a punto de ser descubierto. Del pavor constante a defraudarlos, a que descubrieran que su líder, el que todo lo sabía, no era más que Lloyd Garmadon, el chico al que todos despreciaban. Escribió sobre su madre. Sobre el dolor de verla envejecer prematuramente por la preocupación, por tener que defenderlo una y otra vez, por cargar con el peso de un apellido que también la marcaba a ella. De la vergüenza que sentía por ser la fuente de su dolor. Escribió hasta que los dedos le dolieron. Hasta que la pantalla se llenó de párrafos densos, de frases entrecortadas, de puntos suspensivos que creaban la nada. Era un documento caótico, un mapa de su mente fracturada. No era una carta elegante. Era un grito. Finalmente, exhausto, se detuvo. Leyó el título que había puesto al principio: “Para mis hermanos. La verdad de mi mente fragmenada”. Adjuntó el archivo al chat. Su dedo, el mismo que había apretado el botón para enviar órdenes que salvaron la ciudad incontables veces, se cernió sobre “Enviar”. El cursor parpadeó sobre el icono, un pequeño avión de papel digital que prometía llevar su dolor hasta ellos. ¿Y si? ¿Y si alguien estaba despierto? ¿Y si Azul, insomne como siempre, veía la notificación y la abría de inmediato? ¿Y si Rojo, siempre de sueño ligero, se despertaba por la vibración del teléfono? ¿Y si por una vez, el universo le tendía un cable de salvación? ¿Y si alguien, por una vez, lo veía a él y no a su apellido? Contuvo la respiración. Escuchó. El mundo exterior estaba en silencio. Ninjago City dormía, ajena. Dentro de su casa, solo el zumbido leve de la computadora y el violento latido de su propio corazón. Ninguna notificación. Ningún mensaje de respuesta. Ningún “¿Verde? ¿Lloyd? ¿Estás bien?”. El silencio fue la respuesta más elocuente. Apretó el botón. Las 2:17 AM. Su último mensaje partió hacia el vacío digital, una botella arrojada a un océano de indiferencia. Cambiando las reglas del grupo de chat. Solo el como administrador podía enviar mensajes. Apagó la computadora. La oscuridad que lo envolvió fue total, absoluta, como un terciopelo negro que ahogaba todo sonido, toda luz. Durante un largo minuto, solo existió su respiración entrecortada en la negrura. Encendió la lámpara de su mesa de noche. La luz cálida fue una intrusión violenta, iluminando el sobre blanco que yacía allí, virgen y acusador. Con movimientos que parecían de un autómata, tomó el bolígrafo—el mismo que usaba para trazar complejos diagramas de estrategia para las misiones de los Ninja—y escribió en el sobre: “Para mamá”. Abrirlo y escribir la nota para ella fue la parte más difícil. Cada trazo del bolígrafo era una traición a su amor, una confesión de su fracaso monumental como hijo. ¿Cómo decirle a la única persona que siempre lo había visto por quien era, no por su apellido, que se rendía? ¿Cómo explicar que su amor, por feroz que fuera, no había sido suficiente para contrarrestar el odio del mundo? “Mamá,” escribió, y el solo acto de trazar esa palabra le partió el alma en dos. “Perdóname.” Las lágrimas,que creía agotadas, regresaron entonces, silenciosas, implacables. No eran sollozos, sino un llanto quieto y profundo que le nublaba la vista y caía sobre el papel, creando constelaciones de dolor que se expandían en la fibra absorbente, difuminando la tinta azul en espectros de agonía. Escribió un poco más, frases truncadas, pedazos de disculpas que nunca serían suficientes. “No fue tu culpa.” “Eres la mejor madre.” “Por favor, sé feliz.” Palabras huecas que sonaban a falso incluso en su propia mente. Al final, la nota era un campo de batalla de manchas y palabras incompletas. Un reflejo perfecto de su interior. Dejó el bolígrafo. Se levantó, y sus articulaciones crujieron como las de un hombre viejo. Su mirada barrió la habitación una última vez. Se posó en los posters de los Ninja—sus compañeros, sus únicos ¿amigos?—y por un instante, permitió que la fantasía lo arrastrara: imaginó sus rostros bajo las máscaras. ¿Serían amables? ¿Despiadados? ¿Se avergonzarían de haber seguido las órdenes de un Garmadon? Nunca lo sabría. Su reflejo en el espejo del armario lo esperaba. Un fantasma pálido con ojos vacíos. El hijo de Garmadon. El marginado de toda la ciudad. No se convirtió en un demonio que arrasara la ciudad con ejércitos oscuros. Se convirtió en algo mucho más común y mucho más trágico: un efecto colateral. Un adolescente que no pudo soportar el peso de existir. Y entonces, lo vio. El destello. Un reflejo pálido y tentador sobre la cama, que atravesó la penumbra como un mensaje cifrado. El cuchillo de cocina, olvidado días atrás después de cortar manzanas. Su madre siempre le dejaba un plato con manzanas verdes—sus favoritas—en la mesita de noche. “Para que crezcas fuerte, mi amor”, le decía con una sonrisa que nunca alcanzaba a ocultar completamente la preocupación en sus ojos. El filo mellado brillaba débilmente, una sonrisa torcida y seductora en la penumbra. Una promesa de quietud, de silencio eterno, de que los murmullos cesarían para siempre. Se acercó. Sus pies descalzos no hicieron ruido sobre la alfombra gruesa. Era como si ya estuviera flotando, desvinculado de lo físico, de lo tangible, de la realidad que tanto dolor le había causado. Cada paso era una rendición, un desprendimiento de los hilos que lo ataban a un mundo que no lo quería. Se detuvo frente a la cama. El cuchillo yacía allí, inocente y mortal, un objeto cotidiano transformado en un símbolo de liberación final. Extendió la mano. Sus dedos, que habían digitado comandos para salvar la ciudad, que habían sostenido el volante del mech verde con determinación, que habían limpiado lágrimas furtivas en la oscuridad de la noche, se cerraron lentamente alrededor del mango de madera. Lo sostuvo. La madera áspera, familiar. El metal frío, impersonal. Un instrumento tan común, tan doméstico, ahora cargado con el peso metafísico de una decisión eterna. No pesaba nada, y a la vez, pesaba más que todos sus quince años de existencia combinados. No hubo más pensamientos. No hubo más dudas. No hubo un flashback de su vida. Solo una calma glacial, un silencio interior total y absoluto. El zumbido de los murmullos en su cabeza se apagó de golpe. Las voces críticas callaron. Las risas burlonas se desvanecieron. Por primera vez en años, solo hubo paz. Una paz terrible, vasta y vacía. Y en esa paz insondable, en ese silencio final, encontró el último vestigio de valor que le quedaba para llevar a cabo el acto definitivo. No fue un acto de rabia. No fue un acto de venganza. Fue un acto de rendición total. La última estrategia de Lloyd Garmadon, del ninja Verde para salvar a Ninjago de su existencia. La única jugada que le quedaba para silenciar, por fin, el eco interminable de su nombre. El frío filo tocó su piel, sintiendo como la sangre se filtraba, ya no había vuelta atrás. Siguió con la acción, sintiendo como la calidez de sus venas se drenaba como el aire de sus pulmones, y como último acto, sonrió levemente al sentir la sal de sus propias lágrimas, el frío del cuchillo y su sangre caer como una fuente de agua viva.
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