Sométeme
12 de septiembre de 2025, 20:42
El silencio reinaba en la mansión de Mycroft Holmes, aquel poderoso funcionario que se permitía asesorar a la mismísima reina y que se movía entre los círculos más prestigiosos de la alta sociedad británica. Ahora, ese mismo hombre se encontraba en la habitación que había destinado a ser su estudio particular dentro de la casa y se devanaba los sesos mientras quitaba los innumerables papeles de su mesa.
La sala estaba en penumbra, tan solo iluminada por la cálida luz de la lámpara de mesa que se encontraba sobre el escritorio y cuyo brillo fluía con suavidad, sin poder llegar hasta las esquinas, pero alumbrando perfectamente los informes. Para mayor comodidad, se había desprendido de la chaqueta de su traje, y ahora tan solo su chaleco negro (a juego con el resto de su vestimenta) y la camisa cubría su torso.
El fax no paraba de imprimir avisos sobre posibles terroristas atentados en cada rincón de Londres y que, pasados algunos minutos, resultaban ser falsos. Todo parecía un juego, una especie de broma pesada que tan sólo un perturbado podría planear y cuyo objetivo no podía ser otro más que el de sacar quicio.
Lo peor de todo aquel asunto, es que Mycroft sabía exactamente quién era ese maníaco enfermo, la misma persona que siempre había estado interesada en llamar su atención…
Jim Moriarty.
Aquel nombre pasó como un veloz rayo negro por su mente. Sí, eso era Moriarty; la oscuridad y la electricidad que todo lo rompe, que todo lo oscurece y que todo lo agita.
≪Está muerto≫, pensó Mycroft, regresando su atención a los confusos papeles que tenía frente a él.
Pero sabía que era mentira.
Él lo sabía.
Jim amaba la muerte y parecía siempre dispuesto a alcanzarla, pero sin duda era demasiado orgulloso como para irse de aquel mundo si no era por la fuerza. Pensar lo contrario, incluso suponer que desaparecería por su propia mano, era demasiado estúpido.
Y la prueba de ello estaba frente a él, en aquellas hojas; nadie causaba estragos tan importantes como Moriarty y, sin duda, lo de aquella noche era un estrago muy importante.
El fax volvió a zumbar. Mycroft giró la cabeza para observar cómo el aparato escupía una nueva hoja. Cuando al fin salió por completo, la tomó con impaciencia y hartazgo pero, al ver lo que había escrito, notó como la sangre bajaba directamente hasta sus pies.
"¿Extráñame?"
Esas dos palabras, una pregunta sencilla, hicieron que su corazón latiera con furia.
¿Moriarty estaba allí?
≪Imposible≫, pensó Holmes, ≪La seguridad de este lugar es impenetrable, ni siquiera alguien como Jim podría…≫
El chirrido de la puerta de la habitación le sacó de golpe de sus pensamientos y una figura, pequeña y delgada, se escurrió dentro. A pesar de la escasa iluminación, Mycroft le reconoció al instante:
—¡Moriarty! —exclamó.
Jim, que llevaba puesto un elegante traje de color azul marino y un largo abrigo negro, le sonó mientras cerraba la puerta tras de sí.
—Buenas noches, Mycroft —dijo con tranquilidad.
Holmes se levantó rápidamente de su asiento y se balanceó hacia su paraguas, que había dejado apoyado contra la mesa. Mientras trataba de desenroscar el mango, lanzaba miradas veloces hacia el otro hombre que, tras avanzar hasta la mitad de la sala, se había detenido y ahora permanecía quieto e impasible, con las manos tras la espalda y una ligera sonrisa en los labios.
Al final, logró sacar la afilada cuchilla que guardaba el paraguas dentro de sí y la levantó, de forma amenazante, en dirección a Jim. El criminal mantenía su postura despreocupada y divertida mientras el otro rodeaba la mesa y se acercaba peligrosamente hacia él.
Mycroft dejó de avanzar cuando entre ambos tan sólo existía la distancia correspondiente al largo de la pequeña espada, cuya punta se balanceaba a unos centímetros de la garganta de Moriarty, a la altura de la yugular.
—¿Qué quieres Jim? —dijo, acercándose más a la cuchilla para que le pinchara levemente la piel.
—A ti —respondió escuetamente Jim.
Holmes separó un poco la cuchilla para después deslizarla por el cuello de Jim, quien fue levantando el mentón para seguir el movimiento marcado. La punta de metal terminó justo debajo de su barra.
—Vete —exigió Mycroft.
—Realmente no creo que quieras eso —susurró Moriarty.
Y tenía razón.
Aquel hombre le parecía tan horrible y despreciable, como interesante y misterioso, ya Mycroft le encantaba desentrañar los secretos de personas como Jim, tan inestables e intrigantes.
Definitivamente no quería que se fuera.
Holmes presionó un poco la cuchilla hacia delante y Moriarty comenzó a retroceder para evitar que se le clavara en la carne. Simultáneamente, Mycroft avanzaba, persiguiendo al criminal.
—Bésame —le dijo Jim, bajándole los ojos cuanto podía ver al hombre armado.
—¿Por qué lo haría? —preguntó con frialdad el otro.
—Porque estás deseando hacerlo.
Los pasos continuaron, lentos y precisos. Moriarty disfrutó de todo el trayecto mientras notaba que la cuchilla temblaba ligeramente como signo del nerviosismo creciente de Mycroft. Al fin, Jim chocó contra la pared empapelada.
—Lárgate.
—Fóllame —jadeó Moriarty, con una sonrisa en los labios—. Lo estás deseando.
—¿Por qué estás tan seguro de ello?
—Porque estás jugando a tu juego de dominación, Mycroft.
Jim lo conocía. Los dos hermanos, Sherlock y él, siempre estaban deseando mantener el control de las situaciones y era evidente que eso les ponía. Moriarty sabía que Mycroft era el más orgulloso, lo que también le convertiría en alguien impulsivo en cuanto a ganar se referiría.
Y él quería ser víctima de aquellos impulsos.
—¿Tu ha causado todo el alboroto de hoy? —preguntó Holmes, tratando de mantener su voz serena.
Jim irritando.
—Tenías que recordarme.
—Como si fueras fácil de olvidar, psicópata —espetó Mycroft, dando un pequeño paso para empujar un poco más la espada hacia adelante.
Moriarty presionó más la cabeza contra la pared; Apenas le quedaba ya espacio para maniobrar por lo que, si Mycroft daba un par de pasos más, terminaría por ensartarle. La adrenalina que sigue a la consideración de la posibilidad de morir fluyó por sus venas, provocando que su temperatura aumente.
—¿Eso te dices cada noche mientras te tocas? —se burló.
—Eres despreciable…
—Pero también inteligente —le interrumpió Moriarty—. He jugado con tu pequeño hermano tantas veces para llamar tu atención. He jugado con su mente…, y también con la tuya.
—Te juro que…
—Si no terminas esa frase con “te follaré” te estás engañando a ti mismo —volvió a interrumpir Jim, con una amplia sonrisa; Podía ver como Mycroft apretaba los dientes—. He jugado tanto con tu mente que terminó gustándote.
—No me gustas —aclaró Mycroft.
—Al menos no románticamente —contestó Moriarty, confiado—. Pero si hablamos de un nivel sexual…, quizás deberías mirarte los pantalones.
Holmes se hizo consciente entonces de cuanto le apretaba el pantalón a la altura de la entrepierna. Su erección había ido aumentando con el paso de los minutos y parecía más dispuesta a hacer saltar la cremallera por los aires. Levantó de nueva vista la vista para enfrentar a Jim, que lo observaba con una sonrisa cargada de lujuria.
— ¿Qué se supone que tengo que hacer contigo ahora? —preguntó Mycroft, consciente de que su tono de voz se había suavizado.
La mente de Jim le fascinaba, siempre lo había hecho. No podía negar que le desearía ni tampoco que fuera cierto que más de una vez había gemido su nombre en la oscuridad de su habitación.
No le amaba, no se trataba de eso.
Nunca habían rondado por su mente aquellos sentimientos y estaba seguro de que lo mismo había ocurrido con Jim.
No, nunca había sido amor y probablemente nunca lo sería, pero el respeto mutuo y la admiración compartida habían terminado por transformar el odio inicial en deseo. Un deseo incendiario, que amenazaba con quemarles a los dos. Pero nada importaba, con Jim frente a él, ya no.
—Sométeme —sugirió Moriarty.
Un cosquilleo de excitación se hizo presente en las yemas de los dedos de Mycroft. Separó la hoja de la piel y permitió a Jim bajar la barba.
—Arrodíllate entonces.
—Dijo que me había pasado —replicó Jim, dando un paso al frente.
Mycroft se acercó con lentitud, hasta quedar a su lado y, una vez allí, se giró para mirar en la misma dirección que Moriarty. Con un rápido movimiento le tomó por el hombro y le tocó la parte interna de la rodilla con su pie derecho.
Jim, por supuesto, cayó de rodillas al suelo.
—Eso está mejor —rio, notando el pequeño flujo de dolor provocado por la flexión involuntaria.
—Si vas a querer jugar a esto —dijo Mycroft, mirándole desde arriba—, vas a tener que seguir mis normas —añadió, deslizando la parte plana de la cuchilla debajo del mentón de Moriarty.
Jim miró hacia arriba con una expresión provocativa.
—También estamos jugando a mi juego.
—No, Jim. Yo estoy a carga ahora y tú, obedecerás en lo que te diga —puntualizó Holmes, avanzando hacia adelante, manteniendo aún la cuchilla en su lugar, para posicionarse justo delante del criminal.
—Demuéstralo —desafió Jim.
Mycroft me escuchó. Con su mano libre, comenzó a desabrochar el único botón de su pantalón y dejó que la cremallera se deslizase hacia abajo.
—Quítate el abrigo —ordenó.
—Hace calor —dijo Moriarty, permitiendo que la tela se cayera por sus hombros.
Mycroft observó, impasible, el espectáculo. Aquel hombre estaba haciendo que algo tan simple se convirtiera en parte de su juego erótico solo por medio de su mirada.
Tan oscuro y desafiante.
—No me importa que finjas que no lo deseas también.
—Es parte del juego, ¿no? —Se burló Jim, tirándole el abrigo a un lado.
Mycroft bajó la mirada hasta la ropa que tan molestamente seguía cubriendo el cuerpo del criminal.
—La chaqueta y la camisa fuera —exigió—. Ahora.
Su tono permaneció imperturbable mientras decía aquellas palabras. A Mycroft nunca le había hecho falta gritar o elevar el tono para mandar, le bastaba con su voz grave y su entonación, lo suficientemente autoritaria como para imponer el respeto y la obediencia.
Pero Moriarty quería saber las consecuencias de no hacer el caso de Mycroft Holmes.
Se quitó la chaqueta, la tiró junto al abrigo y se quedó quieto. Había escuchado perfectamente la orden, pero ese era precisamente el punto: hacer creer a Mycroft que tenía el control, permitirle sentir como si le ofreciera su culo en bandeja de plata para luego arrebatárselo de golpe.
Mycroft sabía que Jim nunca se arrodillaría ante él en un contexto que no fuera sexual, pero también tenía que comprender que en la intimidad debía ganarse su sumisión.
—La camisa —repitió.
Moriarty no se movió. Alzó un poco el mentón en una actitud arrogante mientras le sostenía la mirada.
El rayo negro apareció de nuevo, azotando el cerebro de Mycroft. Sabía exactamente lo que significaba esa mirada: “Oblígame”.
Mycroft dio un par de pasos hacia adelante y se agachó un poco para poder tomar por el cuello de la blanca camisa a Jim, con cuidado de mantenerlo suficientemente alejada de la espada.
El criminal sonrió satisfecho.
«Hazlo», gritaba su mirada.
Con un movimiento preciso, rápido y fuerte, Mycroft empujó hacia fuera de la tela, desgarrándola. Los botones saltaron por todos lados y rebotaron contra el suelo.
Entonces, Mycroft se soltó y se alejó con lentitud, permitiéndose disfrutar del desastre causado. A pesar de tener su camisa rota, Moriarty había seguido manteniendo su sonrisa e, incluso, parecía haber ampliado.
—La camisa —repitió por segunda vez Mycroft, recuperando la posición de la cuchilla bajo el mentón de Jim.
—Menuda fiereza —dijo Moriarty, burlón, quitándose con cuidado lo que quedaba de la tela—. Me gusta la sangre, por cierto.
—¿De qué me sirve eso? —preguntó Mycroft, levantando una ceja a la vez que sonreía un poco.
—No lo sé, tú eres el que está a cargo.
Mycroft se pisó los zapatos, expulsándolos de sus pies, y los lanzó de una patada junto a la ropa de Jim. Se agachó para quitarse los calcetines, que siguió el camino de sus zapatos.
Una vez descalzo, separó la espada del cuello, se acercó y, cuando estuvo a pocos centímetros del criminal, atravesó la hoja entre ellos, dejando que ahora fuera el largo de ésta la que amenazara la garganta de Moriarty.
—Bájame los pantalones —ordenó.
Jim irritando.
Estaba disfrutando de aquello. Mycroft realmente sabía lo que quería y estaba más que dispuesto a dárselo. Sin duda, alcanzó los extremos del pantalón desabrochado y tiró hacia abajo.
Mycroft aprieta un poco más la espada contra su garganta. No iba a verbalizar la siguiente orden, y no era necesario pues Moriarty sabía perfectamente lo que tenía que hacer: encontró la goma de la ropa interior y la deslizó hacia el suelo.
La tela cayó con un ruido sordo.
Mycroft sacó primero un pastel y luego el otro. No se molestó en agacharse a recoger la ropa, tan solo le pegó una patada para alejarla.
—Chúpala.
Moriarty observó la firme erección que esperaba, anhelante, aliviada con su lengua y boca.
—Oblígame —retó, levantando la cara para enfrentar sus miradas.
—Que caro te va a salir ponérmelo tan difícil —amenazó Mycroft.
—Visto Westwood —sonrió Jim—. Me gustan las cosas caras
Sin añadir nada a aquellas provocaciones, Mycroft separó la cuchilla de la garganta y la hizo descender hasta el pecho. El frío metal comenzó a deslizarse, cortando poco a poco la piel.
Jim notó el dolor disparándose con cada centímetro que le desgarraba.
—Oh…, Mycroft… —jadeó, cerrando los ojos.
El dolor era intenso, pero la satisfacción lo era más. Su propia erección comenzó a apretar mientras disfrutaba de aquel estallido de sufrimiento deseado. Sabía que se trataba de un corte superficial, Mycroft no se arriesgaría a marcarle de aquella manera, pero no hacía que la sensación perdiera su componente peligroso y erótico.
Al llegar al borde, sintió como la cuchilla se separaba y gruñó ante la desconexión. Abró los ojos con asco y encontró la espada, llena de su propia sangre, justo frente a su boca.
—Entonces chupa esto.
—Pareciera que eres tú el que sigue las órdenes —rio Jim, sacando la lengua para deslizarla sobre el metal ensangrentado.
—Que te haga caso en lo que te gusta no significa que me mandes —aclaró Mycroft.
Jim sonrió y continuó lamiendo su propia sangre. Era excitante ver a Mycroft así, gozando del placer de la carne…, SU carne. Lejos de aquella fachada de finura y elegancia, se escondía el hombre que ahora tenía frente a él, hambriento de sexo.
— ¿De verdad prefieres chupar esto antes que mi polla? —le preguntó divertido—. Me siento ofendido.
—Te he dicho que me algunas, Mycroft —dijo Moriarty apartando por un segundo la boca del metal.
Antes de que pudiera retomar su tarea, la espada fue apartada de su camino. Jim miró hacia arriba y pudo ver cómo la mano libre de Mycroft se lanzaba hacia delante en dirección a la parte trasera de su nuca, de donde agarró el pelo.
—Pedir las cosas también es una forma de someterse, Jim —dijo, tirando un poco hacia arriba, obligándole a estirar su cuerpo hasta el extremo. Dio un fuerte empujón para acercar la cabeza de Moriarty hasta su entrepierna descubierta y cuando vio que éste abría la boca muy levemente le frenó, añadiendo—. No, no, Jim. Debes pedirlo, ¿Recuerdas? Y por favor sea posible.
El criminal vaciló, pero este era sólo el juego al que quería jugar.
—Por favor —susurró, sintiendo como el perfume del otro hombre le golpeaba con dulzura la nariz.
—Más alto —le ordenó Mycroft, acercándose un poco más a su cuerpo pero sin darle opción de alcanzarlo.
Jim sintió que la adrenalina se expandía por sus venas. Nunca nadie se había atrevido a negarle algo que quisiera y mucho menos obligarle a rogar, pero siempre había sabido (y ahora las pruebas lo confirmaban) que si alguien era capaz de hacerlo era Mycroft Holmes.
—No te estoy escuchando, Jim.
-¡Por favor! —exclamó Moriarty, al borde de la desesperación.
—Adelante —respondió simplemente Mycroft, liberándolo de su agarre.
Jim se abalanzó sobre el pene del político. Lo tomó con su mano derecha y metió con rapidez el glande en su boca, arrancando un suave suspiro de satisfacción hacia Mycroft. Su balanceo hacia adelante y hacia atrás, introduciendo y sacando aquella erección le hizo consciente de una extraña tirantez en su pecho: la sangre de su herida, que había resbalado hasta su vientre, se estaba empezando a secar.
No pensaba consentirlo, no sin antes divertirse más con ello.
Llevó su mano izquierda con discreción hacia arriba y apretó el corte. Su leve dolor gruñido quedó fácilmente opacado por los profundos gemidos que desde hacía unos segundos no hacían más que huir de la boca de Mycroft para llenar la habitación. Cuando sintió que su mano se llenaba suficiente de su sangre, la apartó, dirigiéndola hasta la erección y, con un rápido movimiento, intercambió de posición sus manos.
La sangre comenzó a llenar el pene de Mycroft y la lengua de Moriarty se vio inundada por el sabor metálico de aquel fluido que hasta hacía algunos segundos fluía por sus venas.
Era algo fascinante pensar como aquel líquido rojo podía ser la figura representativa perfecta tanto de la muerte como de la vida, una muestra más de que ambos conceptos se encontraban perfectamente unidos por el mismo hilo.
Pero la diversión tan sólo duró unos minutos hasta que, con un fuerte tirón del pelo, Mycroft le arrastró fuera de la erección. Le miraba con los ojos ensombrecidos por la ira y el disgusto.
—¿Se puede saber qué ha hecho? —le preguntó, señalándose el pene ensangrentado. Antes de que Jim pudiera responder, se percató de las marcas de dedos déjadas por éste alrededor de su pecho herido—. ¿Acaso te he dado permiso para eso?
—Perdóname, Mycroft —jadeó Jim, con su mano aún sujetando firmemente la polla del político y su saliva sanguinolenta chorreando por la comisura de los labios—. Quería divertirme —se defendió, ofreciendo la voz más tierna e inocente que fue capaz de fingir.
—Límpialo —le ordenó, impasible, Holmes—. Ya veremos luego cómo te lo hago pagar.
Dicho esto, le soltó y Moriarty volvió a lanzarse contra la entrepierna de Mycroft, esta vez lamiendo a conciencia para que no quedara ni rastro de su obra anterior.
No podía decir que se arrepintiera de tomar aquella decisión, ya que había podido disfrutar de una experiencia única y se había ganado un castigo por parte del político.
Aquella noche seguía prometiendo mejorar con cada paso que daban en aquel juego iniciado y en el que solo ellos podían ser vencedores y vencidos. Y ambos sabían cuánto estaban disfrutando de jugar.
Pasaron algunos minutos, en los que los gemidos de Mycroft y los gruñidos ahogados de Moriarty llenaron el silencio de la casa, hasta que Jim se detuvo.
—No recuerdo haberte dado permiso para parar —le reprendió Mycroft—. ¿Acaso quieres otro castigo?
—Fóllame Mycroft, por favor —respondió Moriarty, adoptando su papel como sumiso. Miró hacia abajo, hacia el bulto que su propia erección había provocado en sus pantalones y añadió—. Por favor, duelo.
Mycroft sonrió. Sabía que su sumisión era fingida, pero eso no le quitaba lo excitante de ver a Jim Moriarty, el peligroso criminal, suplicando por ser follado.
—Que educado te estás volviendo —dijo Mycroft, complacido—. Bueno, por portarte tan bien te doy permiso para levantarte y quitarte los pantalones y la ropa interior, pero no creas que este premio significa que no te voy a castigar por lo de la sangre.
Moriarty se levantó con lentitud y Mycroft comenzó a rodearlo hasta posicionarse detrás de él. Cuando Jim le bajó las manos hasta el botón de su pantalón, Mycroft se le abalanzó sobre el cuello, chupando y lamiendo la piel.
—Joder, Mycroft… —gimió Moriarty, estirando más la garganta para darle un mejor acceso.
Con sus dedos temblando, pudo al fin soltar el botón que cerraba su pantalón, deslizó cuanto pudo la tela hacia abajo, arrastrando también su ropa interior y lanzó un suspiro aliviado cuando su erección se vio liberada de toda aquella presión.
Mycroft separó sus labios de su cuello y Jim temió haber cometido algún error sin darse cuenta, pero rápidamente sus dudas se disiparon cuando sus pantalones cayeron al suelo con más velocidad: Mycroft se había agachado para ayudarlo a quitárselos por completo y ahora había lanzado la tela. lejos.
Al levantar su cuerpo, llevó la mano que no estaba armada por el vientre desnudo de Jim, deslizándola hacia arriba hasta detenerla en la garganta. Moriarty levantó un poco el mentón y Mycroft se acercó la boca hasta su oreja.
—A la mesa —susurró. Un suave escalofrío recorrió la espalda del criminal—. Bueno, Jim.
Inmediatamente, Mycroft le soltó la garganta permitiéndole emprender el camino sobre aquel enorme abismo que le separaba de la mesa. El calor fluía por sus cuerpos y la sensación al separarlos era totalmente desesperante, pero Jim confiaba en Mycroft. Sabía que aquel hombre deseaba tanto como él lo que estaban a punto de hacer, y eso fue lo que le dio fuerzas para caminar en dirección hacia el enorme escritorio de roble lleno de papeles.
Mycroft, quien había dejado caer su arma al suelo, efectivamente le seguía muy de cerca, experimentando cómo sus manos temblaban mientras desabotonaba su chaleco negro.
—Aparta los papeles, aún tengo que arreglar todo el desastre que ha hecho —ordenó, aflojando ahora el nudo de su corbata.
Moriarty obedeció. Se inclinó un poco sobre la mesa y comenzó a recoger las hojas, uniéndolas en un orden aleatorio y apilándolas en cada rincón de la mesa que le era posible. Mientras, Mycroft consiguió deshacerse de su corbata, la dejó encima del escritorio y se agachó para abrir uno de los cajones.
—Las manos sobre la mesa y las piernas abiertas —dijo, sin dejar de revolver el contenido del cajón.
Jim dejó la última pila de papeles que había recogido en un hueco libre y apoyó la palma de sus manos sobre la madera. Por fin, Mycroft levantó la cabeza y le mostró triunfal un pequeño anillo de plástico y una botellita de lubricante.
—Vaya con el “Hombre de Hielo” —se burló Jim, abriéndole las piernas.
—A todos nos gusta divertirnos de vez en cuando… —dijo Mycroft, empujando con la cadera el cajón para cerrarlo—, aunque tu esto no lo vas a disfrutar.
Moriarty sonriendo; Sabía que no era real.
Claro que estaba seguro de que Mycroft le iba a torturar, debía pagar con el castigo el incidente de la sangre y el estrés causado con todas aquellas alarmas falsas... Pero todo era parte del juego, y Mycroft no haría nada si no estaba absolutamente convencido de que Jim también lo disfrutaría.
—Póntelo —le ordenó Holmes, tendiéndole el anillo y el lubricante.
Jim tomó el anillo de plástico entre sus manos y roció un poco de lubricante encima, esparciéndolo con cuidado. Mycroft le observaba, vigilando cada movimiento mientras se deshacía del chaleco y arrastraba su camisa por los hombros. Moriarty estiró el anillo y lo condujo a través de su pene hasta colocarlo en la base.
—Dame el lubricante —pidió Mycroft, dejando caer la camisa al suelo y tendiéndole la mano. Cuando tuvo la botella entre sus manos, añadió—. Ven, no soy un jodido salvaje para follarte sin siquiera darte un beso antes.
Dicho esto, Jim se inclinó hacia adelante, con cierta satisfacción, y permitió que Mycroft le agarrara el mentón con la mano para acercarlo más. Sus labios impactaron, con una suavidad inesperada cargada de la gentileza de Mycroft y del cansancio de Moriarty.
Pero, rápidamente, el beso derivó en un fuerte torrente fruto de la necesidad de Jim por sentir el fuego y la pasión, y las ganas de Mycroft por concedérselo. Sus labios se encontraban con furia, chocando entre sí mientras sus cuerpos luchaban con la necesidad de respirar que estaba ahogando sus pulmones.
Cuando al fin desconectaron sus labios, derrotados ante la falta de oxígeno, ambos hombres se miraron, indagando en la mirada del otro y tratando de desentrañar en sus ojos sus pensamientos e impresiones.
Algo estaba claro: No aguantaban más.
Sin decir una sola palabra, Mycroft liberó a Jim de su agarre y comenzó a rodear la mesa para colocarse detrás de él. Holmes observó su cuerpo y le masajeó una de las nalgas, firmes y tonificadas, con admiración.
—¿Te gusta? —preguntó divertido Moriarty.
Mycroft apartó la mano y abrió el tapón de la botella.
—Te cuidas bien —rio Mycroft apretando el bote para que el lubricante cayera sobre sus dedos.
Dejó el recipiente sobre la mesa y con una mano abrió un poco el trasero de Jim para observar mejor su año. La otra mano, llena de lubricante, se acercó lentamente y acarició la entrada.
—¿Cuánto quieres, Jim? —preguntó, pero antes de que Moriarty respondiera añadió—. Y no me respondes “sométeme” porque te juro que te meto tres de golpe —amenazó.
El criminal irritante, mordiendo su labio inferior.
—A veces —respondió, desafiante.
Inmediatamente, los tres dedos resbalaron dentro de su cuerpo, arrancándole un chillido ante el intenso ardor que comenzó a experimentar. El dolor era insoportable, pero era justo lo que él quería: sentir como su cuerpo llegaba al límite, al borde de romperse. Comenzó a temblar y por un momento creyó que sus codos cederían ante la presión del sufrimiento.
—Yo siempre cumplo mis promesas, Jim.
—T-te lo agradezco —gimió Moriarty, apretando los dientes.
—En serio, Jim, ¿Cuántos? —repitió Mycroft—. Estoy tratando de ser amable.
—N-no me parece qu-que…, ah…, así esté mal —insistió Jim.
Holmes suspiró, sacándole uno de los dedos y ganándose por ello un gruñido molesto.
—Como eres incapaz de tomar una decisión racional, la tomaré por ti —dijo, comenzando a deslizar los dedos hacia adentro.
Jim cerró los ojos y respiró aliviado.
—Qu-que descortés…, ah…, de tu parte ignorarme —se quejó, cuando pudo recuperar el aire.
—No estás pensando con esa hermosa cabecita tuya, Jim. Te vas a hacer daño.
—Eso…, eso quiero…
—Pero yo no —replicó Mycroft, dando un fuerte empujón con sus dedos dentro de Moriarty. Este abrió la boca y dejó escapar un potente gemido—. Y yo soy quien está a cargo.
Mycroft aceleró el ritmo de su mano, metiendo y sacando sus dedos con fuerza y rápidamente acallando las posibles protestas de Jim.
Pasados algunos minutos, el criminal apenas podía respirar, pues todo el aire lo destinaba a formar los gemidos que no paraban de atravesarle la garganta. Su cuerpo temblaba ya sin control y Mycroft tuvo que tomarle del hombro para ayudarlo a sostener el peso que recaía sobre sus brazos.
—Otro…, otro… —jadeó.
Sus ojos permanecían cerrados fruto del esfuerzo que libraban su mente y cuerpo.
—Eres un caprichoso… —le regañó Mycroft, torciendo el gesto—. ¿Cómo se piden las cosas, Jim? Sé educado.
—P-por…, p-por favor…, otro…
Mycroft colocó una ceja en un gesto de pura complacencia e introdujo lentamente el dedo ansioso. Moriarty abrió la boca, sin emitir sonido alguno, tratando de similares los nuevos calambres que comenzaban a recorrer su columna. Holmes, divertido, imitó el gesto de Jim mientras seguía midiendo cada nuevo milímetro.
—Dios…, Mycroft…
El movimiento se reanudó, adaptándose al reciente estiramiento, en un compás más lento y cuidadoso, permitiendo que el dedo fuera perfectamente recibido por el cuerpo de Jim y no causara ningún daño.
Moriarty jadeaba sin control alguno, tratando de no ahogarse con los gemidos que le llenaban la garganta. Los calambres eran intensos a pesar de que el dolor era ya prácticamente imperceptible gracias al lubricante. El nombre de Mycroft se escapaba por su boca a cada instante, retumbando en las paredes de la habitación y provocando un placer inmenso al hombre que le escuchaba.
—¡Mycroft! —chilló, desesperado.
El sudor le había pegado el pelo a la frente y sus ojos ya eran incapaces de ver más allá de los colores marrones y blancos que se mezclaban en el escritorio. Si no conseguía ser follado estaba seguro de que iba a perder por completo la poca cordura que le quedaba.
—Sométete, Jim —dijo con calma Mycroft, golpeando de manera seca y continuando el interior de Moriarty. Deslizó la mano que había destinado a sujetarle desde el hombro hasta el cuello y presionó un poco los dedos en la garganta antes de agregar con un susurro—. Súplica.
Jim contrajo el rostro, apretando los dientes y arrugando la nariz por el esfuerzo. No quería que aquello acabara tan rápido pero el convencimiento de que lo que seguía iba a ser mucho mejor y las abrumantes sensaciones no le dejaron reprimir los escandalosos gemidos que trataban de guardar:
—¡Joder, Mycroft!
—Sé educado, Jim —respondió Mycroft, disfrutando completamente del desastre en el que se estaba convirtiendo en un poderoso criminal—. Dime lo que quieres.
—Eres un genio…, ah…, joder…, ¡Déjalo! —gritó Jim, en un último intento por conservar la composta.
Su actitud desafiante le valió los fuertes empujones de aquellos dedos que no paraban de penetrarlo. Las descargas de placer se hicieron mucho más intensas y terminaron por explotar cuando Mycroft advirtió directamente en su próstata. Un gemido feroz precedió su derrumbamiento sobre la mesa.
Cuando su cuerpo impactó contra la madera los dedos se detuvieron al instante. No pudo ver la cara de Mycroft, si estaba preocupado o se mantenía tranquilo ante algo que ya había visto venir.
—Soy un genio Jim, no un adivino —dijo Holmes—. Dime lo que quieres.
Su voz sonaba pausada aunque firme. Lo más seguro es que si se hubiera preocupado por él, y no era al menos debido al fuerte golpe que se había dado…, pero era sorprendente sabiendo la relación que los unía: la pasión derivada del odio y la admiración.
Moriarty cerró los ojos y apretó los labios por cuyas comisuras escapaba la saliva acumulada dentro de su boca. Era imposible resistirse más a algo que él mismo quería, lo sabía perfectamente y por eso, cuando logró regular un poco su respiración, relajó el rostro y dijo:
—F-folláme…, Mycroft…, p-por favor…
Mycroft sonrió levemente. Con cierta delicadeza, fue sacando, uno a uno, los dedos que estiraban el ano de Jim. El criminal giró ante la sensación tan molesta como liberadora.
—¿Puedes levantarte? —preguntó Mycroft.
En su voz se adivinaba cierta preocupación, tan genuina que llegó a sorprender a Jim. Sin responder directamente, usamos las pocas fuerzas que pudieron reunir y se levantaron, apoyando con firmeza las palmas sobre aquella superficie.
—Dime una palabra.
Jim se giró con una expresión que rondaba entre la confusión y el cansancio. Las palabras de Mycroft no tenían ningún sentido en aquel momento y trataron de buscarlo en las expresiones que el hombre mantenía.
—Necesito una palabra de seguridad que puedas usar si sientes que me estoy excediendo, tampoco quiero destrozarte —le aclaró Holmes, observándole con aquella ligera preocupación que había percibido en sus palabras.
—¿Ah, no? —dijo, tembloroso y divertido Jim, volviendo su mirada al frente.
—Jim…
—¿No te parece un poco tarde para eso? —le interrumpió burlón el criminal.
—De momento no he hecho nada que tú no me hayas pedido… —se defendió Mycroft.
—¿Acaso ahora qué vas a hacer?
—Sólo por si acaso.
—¿Qué te parece “por favor, para”?
Mycroft bufó con fastidio.
—Eso son tres palabras, que además puedo arrancarte fácilmente.
—A lo mejor no quiero una palabra entonces…
—Jim, una palabra, ahora —ordenó con dureza Mycroft.
—Manzana —respondió rápidamente Moriarty, aún divertido por haberlo desafiado una vez más al político.
—Manzana, entonces —repitió Mycroft, tomando por la cadera a Jim.
Ante el contacto, el criminal se inclinó más, echando el cuerpo hacia atrás para facilitar la entrada de aquello que tanto ansiaba. Su respiración volvió a descontrolarse cuando el glande de Mycroft rozó ligeramente su año, con un movimiento tan pausado y calmado que desesperaba.
—Joder, Mycoft —protestó—. Él supli-...
Antes de que terminara la frase, Mycroft metió la cabeza de su polla y despertó todos los nervios de aquel manojo de carne apretado y arrugado. Jim tensó los dedos contra la madera y arqueó la espalda con un intenso gemido de placer. Sus piernas temblaron sin control ante las fuertes sacudidas que enviaba su cuerpo, pero consiguió mantener el equilibrio.
Cada centímetro se introduciría lentamente en su interior, abriéndose paso con delicadeza y cuidado, casi con…, cariño .
Cuando al final la pelvis de Mycroft chocó contra su cuerpo, señal de que toda la erección se encontraba dentro, dejó escapar un fuerte suspiro cargado de alivio.
—Recuerda Jim, “manzana” —avisó Mycroft.
Moriarty afirmó frenéticamente con impaciencia.
Había esperado demasiado para que llegara aquel momento y no quería que se retrasara más.
Y no lo hizo.
Mycroft sabía estado torturando a Jim todo este tiempo, consciente de que ese era el tipo de juego que disfrutaba el criminal. Era tan sádico y perturbado…, pero también estaba ansioso por ser controlado.
Le había buscado a él, precisamente a él, por ser un hombre impasible y paciente. El único capaz de soportar las provocaciones de alguien tan irritante y también por ser el único que pudiera controlarle y arrastrarle cuesta abajo por los pies desde su cima de poder e inmunidad.
El único capaz de someterle .
Pero también el único que pudiera sorprenderle.
Por ello, Mycroft tomó la decisión de golpear con embestidas rápidas y sin piedad el cuerpo de Jim, sin darle más opción que la de tratar de mantener su posición y llenar de gritos y gemidos la sala. El placer penetró bajo la piel de ambos, electrificando sus nervios y tensando y destensando sus músculos.
Sus gemidos se entremezclaban, cortando de la forma más bella y desgarradora la calma de la noche que reinaba fuera. Poco podía importarles si la ciudad entera de Londres se estaba prendiendo en llamas o si el mundo estaba a punto de estallar en mil pedazos, en aquel rincón solo existían ellos: un poderoso político y el criminal más terrible y buscado del planeta.
La mente de Jim comenzó a nublarse cada vez más con el constante estiramiento que experimentaba y que le estaba destrozando el cuerpo de la manera más placentera y satisfactoria que pudiera imaginar. Con el fin de doblar (si es que era posible) aquel placer, balanceó el peso de su cuerpo para que todo cayera sobre su mano derecha y con la izquierda consiguió alcanzar su miembro, que goteaba líquido preseminal.
El contacto con la piel fue liberador aunque angustioso. Podía notar como la presión experimentada por sentirse ignorada desaparecía de su polla en cuanto comenzó a frotarla, pero, al mismo tiempo, el anillo que apretaba justo en la base de la misma no permitía llevarle al nivel de placer que buscaba.
De pronto, una mano rígida y firme cayó sobre el dorso de la suya, obligándole a detener sus movimientos.
—Oh, Jim —dijo Mycroft, con tono disgustado, deteniendo también los movimientos de su cadera—, creía que había quedado claro que debes pedir permiso para estas cosas.
Con un movimiento rápido y potente, empujó con su mano libre justo en el centro de los omóplatos del criminal, haciendo que éste perdiera definitivamente el equilibrio y cayera de bruces sobre la madera del escritorio.
—P-perdóname… —tembló Jim, temeroso de que Mycroft decidiera privarle del gusto recibido hasta el momento.
—No, Jim, esta vez no —negó Holmes, apartándole la mano y alcanzando con la suya propia su corbata, que había permanecido en un extremo de la mesa hasta el momento—. Es hora de que empieces a cobrar algunos de los castigos que te mereces.
La mano que había apretado a Moriarty contra la mesa ahora se unió con la que sostenía la corbata en la tarea de llevar las manos del criminal tras la espalda. Mycroft le cruzó las muñecas y enredó la tela entre ambas, asegurándolas con un fuerte nudo.
Sometido .
Sin dar tiempo a ninguna réplica, Mycroft se sujetó de nuevo por las caderas y continuó con las embestidas hacia el cuerpo de Jim, que se retorció de placer. Aquello resultaba excitante; finalmente alguien capaz de descubrir y entender lo que le gustaba, y dispuesto a dárselo.
—Joder…, Mycroft…, ah…, sí…
—¿Por qué esto no es suficiente para ti? —jadeó Mycroft, con un ligero tono de reproche en la voz.
Moriarty cerró los ojos y los apretó con fuerza.
—L-lo…, ah…, s-siento…
Mycroft lanzó sus estocadas con más furia, como si quisiera destrozar el cuerpo de Jim con cada golpe. Una cosa era que Jim le provocaría, tratando de incitarle y llevarle al límite, y otra muy distinta era que se saltaría las normas que tan claramente habían establecido.
Merecía el castigo, y Jim lo sabía.
—P-por…, por favor…, ah…, Mycroft…
El dolor se mezclaba con el placer en un amasijo de nervios y dulzura que tan solo se podía explicar en la vibración de sus cuerpos.
Constante y desequilibrada.
Pasaron algunos minutos así hasta que, sin previo aviso, los movimientos de Mycroft se detuvieron. Entonces, Jim comenzó a intentar restablecer el ritmo de su respiración.
—Quiero que me respondas algo, Jim —exigió Holmes—. Y te prometo que si lo haces correctamente quizás te libres de otro castigo y sea generoso contigo, ¿de acuerdo?
Moriarty afirmó sobre el pequeño charco de baba que había expulsado mientras era fuertemente penetrado.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Mycroft, sacando su polla de Jim, el cual gimió al verso vacío—. ¿Por qué te has tocado sin mi permiso?
El político caminó hacia un lateral de la mesa, con la intención de que el otro pudiera ver como se frotaba el pene con la mano. Moriarty comprendió lo desesperante que era aquella visión, lo frustrante que debía haber sido para Mycroft percatarse de lo que había hecho.
Se lamió los labios y tomó aire antes de responder.
—E-el anillo…, Mycroft, p-por favor… —tartamudeó, mirando directamente a los ojos del otro, mientras tiraba de sus ataduras.
Microftar.
—Entiendo —dijo, tomando de vuelta el camino hacia las piernas aún abiertas de Jim.
El criminal tembló ante la necesidad de ser nuevamente llenado pero, a cambio, notó las manos de Mycroft agarrando y deshaciendo el nudo de la corbata.
«Un dominante firme pero benevolente», pensó Jim, «Me gusta».
Cuando sus manos se vieron finalmente liberadas, no cometió el error de levantarse. Permaneció con la mejilla apoyada sobre la mesa, a la espera de que Mycroft le diera permiso de moverse.
—Quiero que te subas encima de la mesa y abras las piernas —ordenó Mycroft.
Jim apoyó las palmas de sus manos sobre la madera e hizo el máximo esfuerzo posible para levantar su cuerpo, pero el cansancio le tenía totalmente destruido y tuvo que ser ayudado por Mycroft, quien le tomó por el bíceps y empujó hacia arriba.
Notó como sus piernas temblaban cuando al fin todo su peso resposó sobre ellas y estuvo a punto de caer de rodillas, pero consiguió mantenerse en el sitio. Se dio la vuelta, enfrentando a Mycroft, que lo miraba con severidad pero también con interés y…, deseo .
Con un rápido movimiento, Holmes hizo desaparecer el espacio que les separaba, le tomó por la cintura y le subió encima del escritorio, mientras sus labios se unían en un poderoso y feroz beso cargado de ansiedad y pasión. A diferencia del primero, en el que tan solo se habían limitado a chocar sus bocas, en esta ocasión Mycroft empujó su lengua dentro de Moriarty, quien le recibió con sumo gusto.
Sus lenguas danzaron, alternando en el lugar de encuentro, e intercambiando la dulce saliva que contenían, impregnando con su sabor la contraria. Los mordiscos no se hicieron esperar, añadiéndole aún más urgencia a la situación vivida por sus pollas, que se estaban rozando entre sus cuerpos.
Sus labios se desconectaron y Mycroft pudo ver el rostro destrozado y cargado de lujuria del criminal que tenía frente a él. Era hermosa. Jim Moriarty era una persona bella en su naturaleza habitual, pero aquel aspecto, desgarrado y necesitado le aportaba el componente inocente que hacía brillar sus facciones.
El sudor les consumía y el calor se hizo completamente asfixiante. De pronto, la mano de Mycroft se lanzó hacia el pene del criminal y, con un movimiento suave pero rápido, le liberó del anillo.
Se habían acabado los castigos.
—Mycroft…, por favor… —jadeó Jim, con los labios entreabiertos y temblorosos, rodeando con sus piernas las caderas del otro, en un gesto suplicante.
Mycroft, sin apartar la mirada de aquellos oscuros ojos negros que lo buscaban entre las neblinas de placer que los cubrían, tomó su erección y la dirección directamente contra la entrada de Jim. Apretó con sutileza, internándose en aquel satisfactorio calor que lo acogía con anhelo, contrayéndose con fuerza como si temiera perderlo.
Moriarty giró y, en un acto reflejo, entrelazó sus manos en el cuello de Holmes. No había pedido permiso para ello, pero a Mycroft no le importó.
Jim había juntado sus frentes, como si tratara de conectar sus mentes y unirlas a la danza de sus cuerpos. Podían escuchar como sus respectivos alientos escapaban de sus pulmones, como si buscaran encontrarse, chocar y fusionarse.
Los movimientos, inconscientemente, se volvieron más lentos, permitiéndoles experimentar como sus cuerpos se estremecían con cada centímetro avanzado hacia el interior o el exterior.
—Voy a dar más fuerte —anunció Mycroft, con la garganta inundada por el placer—. ¿Estás listo?
—Me estás pidiendo permiso? —se burló, sin fuerzas, Jim.
—Algo así —admitió el político, acelerando un poco sus movimientos—. ¿Recuerdas tu palabra?
—S-si… —consiguió gemir Moriarty, antes de que el torrente de energía se descargara sobre su cuerpo.
Era evidente que ambos sabían que no podrían aguantar más de seguir así, y precisamente por eso Mycroft había escogido acelerar; no iba a permitir que se corrieran de una manera que no fuera salvaje y demoledora.
El político golpeó su pelvis contra el ano de Jim, abriéndolo con furia, mientras se deleitaba con las caras de placer que le proporcionaba el criminal. Era todo un espectáculo presenciar cómo se derrumbaba, y lo era aún más experimentarlo mientras él seguía el mismo camino.
—¡Mycroft, por favor! —chilló Jim, clavándole las uñas en la nuca—. ¡Por favor, no pares!
—No hasta…, ah…, hasta que te corras —le respondió con dificultad Mycroft.
—Espero que…, ah…, estés listo —gimió Moriarty—. ¡Porque me voy a correr!
—¡Hazlo! —ordenó Mycroft.
Inmediatamente, sus gritos se unieron y el semen de Jim salió disparado contra su abdomen mientras Mycroft le llenaba por completo con su propia eyaculación.
Los gemidos no se detuvieron de inmediato, si no que se mantuvieron mientras Mycroft soportaba los continuos empujes del año ajeno, que luchaba por demostrar su satisfacción con cada presión.
Mycroft agachó la cabeza para tomar aire mientras con una de sus manos consiguió liberar su pene. Jim jadeó al sentir como le extraían pero rápidamente centró su atención en el hombre que tenía frente a sí: tan sudoroso, satisfecho y cansado como él.
Por el puro impulso de hacerlo, se acercó para robarle un suave beso en los labios que fue, sorprendentemente, correspondido. La unión fue breve, pues el oxígeno apenas había llegado a sus pulmones y se encontró en una importante necesidad de llenarlos.
Cuando al fin consiguieron regular un poco su ritmo cardíaco, Moriarty se presionó más contra Mycroft, repentinamente inundado por el adormecimiento. Mycroft le rodeó con sus brazos y le arrastró lejos de la mesa.
—Ven conmigo —le pidió.
Jim usó las pocas fuerzas que le quedaban para sujetarse con firmeza al cuello y caderas de Mycroft con sus brazos y piernas enrollados, y éste cargó con él a lo largo de toda la sala, en dirección a la puerta. Con la punta del pie, Mycroft la abrió y salió fuera.
El contraste de temperaturas, entre la cálida oficina de Mycroft y el resto de la casa, hizo que Moriarty se sacudiera, apretándose más para guardar en su cuerpo el calor que desprendía la piel del otro.
—Lo siento, Jim —se dibujó Mycroft, al notar el incómodo gesto del criminal—. Ya casi estamos.
La pregunta de “¿Dónde?” Ni siquiera cruzó la mente de Moriarty.
No le importaba lo más mínimo hacia qué lugar le estuvieran dirigiendo. Mycroft podría estar llevándole directamente hacia la comisaría y no se resistiría, confiaba demasiado en que no lo hiciera.
Moriarty escuchó como otra puerta se abría y el calor volvía para reconfortarlo. Mycroft dio unos pasos más para entrar a la nueva sala y se paró en un punto indeterminado.
Se inclinó lentamente hacia adelante, dejando caer con suavidad a Jim sobre el colchón de su cama. El criminal se retorció, frotando su piel con el agradable calor de las sábanas blancas, pero sin soltar el cuerpo de Mycroft.
—Debo irme, Jim —le susurró el político—. Tengo que arreglar el papeleo, pero tú puedes quedarte aquí a dormir; vendré en un par de horas.
—Los modales son importantes, Mycroft —protestó, con una voz baja y melodiosa, Moriarty—. Y los modales postcoitales indican que debes quedarte conmigo.
—No sabía que ahora se te había permitido exigir —sonrió divertido Mycroft, tratando de soltarse del fuerte agarre que lo retenía.
—El juego ha terminado —se defendió Jim—. Ahora solo nos quedamos nosotros, el cansancio y los modales.
Antes de que pudiera haber una réplica, Jim se giró hacia un lado, desequilibrando a Mycroft, quien cayó junto a él sobre la superficie acolchada.
—Supongo que tienes razón —claudicó Mycroft, correspondiendo el abrazo de Jim y dejándose envolver por la calidez de su cuerpo.
—Siempre la tengo —le susurró el criminal.La noche por fin pudo recuperar su calma, cuando aquellos dos hombres, fieros, poderosos…, e iguales , se entregaron a las suaves redes de un sueño compartido por el abrazo y el calor.