En tu cielo
12 de septiembre de 2025, 20:41
Abrí los ojos y una luz blanca y cegadora nubló mi mirada. Cerré los ojos y pensé por unos instantes lo irónico que era que tras una vida de criminalidad y sufrimiento el cielo decidiera que yo era digno de habitar su reino. Noté las nubes rozando las yemas de mis dedos y mi nariz captó un olor tan familiar como desconocido.
—Oswald —me llamó una voz angelical. Abrí un poco los ojos, buscando el origen de aquella hermosa voz que tan solo podía pertenecer a un ser divino— Oswald -volvió a llamar la voz, ahora con un poco más de fuerza.
Miré a mi lado izquierdo, de donde parecía emanar el dulce sonido. La visión borrosa que llegó hasta mi cerebro me trastocó: Edward aparecía ante mí tumbado sobre una nube.
No podía ser.
No, no y no.
No podía ser cierto.
“Ha muerto”, me reprocharon mis pensamientos.
Mi sangre no había servido de nada, Edward había muerto y ahora ambos estábamos (inexplicablemente) en el cielo. Ed alargó con cuidado un brazo, rozó el dorso de mi mano, como cuando había tratado de frenar mi decisión de donarle mi sangre, y me acarició con suavidad.
—¿Cómo te encuentras? -me preguntó.
—Todo lo bien que se puede estar estando muerto supongo —respondí con una pequeña sonrisa mientras su tacto calentaba mi piel.
—¿Qué?
La extrañeza de su voz me impulsó a enfocar mejor mi vista para poder vislumbrar aquel entorno que nos rodeaba. Mis ojos comenzaron a acostumbrarse a la cegadora luz que me había deslumbrado y los colores se suavizaron. Miré mejor a Edward y reconocí en aquella amalgama blanca, en la que yo había distinguido un conjunto de nubes, una cama.
Mi mente confusa trató de encontrar sentido a las imágenes que comenzaban a pasearse por mi mente: el brazo que Edward había acercado hasta a mi había cruzado un pequeño espacio que nos separaba y que comprendía el vacío marcado por las dos camas en las que ambos yacíamos; además, el mismo brazo se encontraba plagado de finos tubos de plástico rellenos de diferentes texturas y colores.
Mis ojos decidieron pasearse por la estancia que nos acogía y que ahora se presentaba clara ante mí: una habitación de paredes blancas, con apenas alguna mota de color, y el suelo de una madera clara, cuyos únicos muebles eran las camas que nos resguardaban a Edward y a mi, y dos mesillas colocadas en uno de los laterales de éstas. Además, una gran cortina color crema se situaba en la mitad de la sala y servía como separación de las camas, pero en aquel momento se encontraba recogida, razón por la cual Edward me había visto despertar y había podido acariciarme la mano.
—Estamos en el hospital, pingüinito —me aclaró Edward.
—¿Pero cómo? —pregunté confundido— La ambulancia no iba a llegar a tiempo.
—No llegaría a tiempo para mi supongo —me respondió él, acomodándose de nuevo entre las sábanas—. Tu me has salvado la vida —aseguró, tomando ahora mi dedo índice, corazón y anular con la mano que hasta entonces se había limitado a acariciarme.
Mi mente era una marea de ideas desordenadas que trataban en vano de organizarse. A cada instante un nuevo recuerdo parecía conectar mis neuronas para luego diluirlas en una mezcla de confusión y descontrol.
—¿Pero qué ha pasado? —acerté a preguntar.
—Los médicos dicen que si no hubiera sido por tu transfusión habría muerto a los pocos minutos —me explicó—. Pero también me han dicho que has estado a punto de morir —me miró con el rostro contraído por la angustia—. Me has dado más sangre de la que un cuerpo normal es capaz de soportar donando…, podrías haberte desangrado —me apretó un poco la mano.
—Lo habría hecho con gusto si con ello conseguía que sobrevivieras —respondí con rotundidad, clavándole la mirada.
—No digas eso…—me pidió.
—Es la verdad Edward. No pienso mentirte, lo siento —le dije, correspondiendo el apretón de mano, como una forma de reconfortarlo.
Ambos nos quedamos en silencio por unos instantes.
—Cuando te clavaste la aguja —dijo Edward—, entré en pánico. Con cada gota de sangre que notaba fluir dentro de mí, más sentía que tu cuerpo se caía y perdía las fuerzas. Temí perderte —me relató, con las lágrimas asomándose ya por sus ojos.
—Pero no lo has hecho Edward, estoy aquí contigo —le dije. Levanté con suavidad su brazo y le planté un beso en el dorso de la mano—. Nunca he querido dejarte solo.
De nuevo se hizo el silencio.
—Nunca te habría odiado.
Eso me tomó un poco de sorpresa. Recordaba que aquello era lo último que le había pedido a Edward antes de desmayarme.
—No quería que te castigaras por el resto de tu vida por mi…—dudé al sentir como apretaba mi mano—, muerte —finalicé—. Y tampoco quería que significara para ti un abandono. Mi única intención siempre ha sido protegerte Edward, a cualquier precio…, porque te amo de verdad.
—Yo también te amo pingüinito.
El silencio apagó por unos breves instantes la conversación.
—Edward -le llamé.
—Dime Oswald.
—No importa lo que ocurra o cuanto quiera el mundo destruirnos. Si la oscuridad del universo se cierne sobre mí como ya ha hecho, no me costara pagar el precio que tenga tu sonrisa. Tengo miles de demonios, que me han atormentado durante toda mi vida, pero, con tu mirada los pusiste a todos de rodillas y te estaré eternamente agradecido por ello. Trajiste la paz a mi mundo en llamas.
Por cuarta vez el silencio llenó la estancia mientras ambos nos mirábamos. Fui yo el primero en apartar la vista y la dirigí hasta mis brazos en los que hasta ahora no había reparado y que habían comenzado a doler. La cara interna de mis codos se encontraban plagadas de tubos que me suministraban suero y sangre.
—Has perdido tanta sangre que los médicos no se explican cómo has sobrevivido —me dijo. Y añadió, levantando el lado derecho del labio, formando una leve sonrisa—. Me han despertado veinte veces esta noche mientras te cambiaban el suero.
—¿Noche?— pregunté confundido.
“¿Pero cuánto tiempo llevo dormido?”
—Llevamos aquí tres días —me explicó Edward—. Yo me desperté ayer.
—¿¡Tres días!? —repetí.
Edward me miró divertido.
—¿Cuánto crees que dura la recuperación de un casi desangramiento? —rio—. No lo sé —confesé, bajando la mirada al suelo, mientras notaba cómo la vergüenza se abría paso por mis mejillas.
—Eso ya no importa —resolvió Ed—. Lo que importa, es que ambos estamos juntos y estamos bien.
Levanté la mirada y sentí como mi cuerpo se movía solo para tratar de levantarse. Las agujas en mis brazos amenazaban con desgarrar mi piel, pero nada de eso era importante ante la misión que habían encomendado mis músculos al cerebro. Edward me miró preocupado pero antes de que pudiera detenerme yo ya me había sentado sobre el colchón y las plantas de mis pies rozaban las frías baldosas. Con un pequeño impulso llevé mi cuerpo hacia adelante y caí de pie.
—¿Qué haces? —preguntó alarmado Edward.
Sin responder me dirigí hasta su cama mientras notaba la tirantez de los cables en mis brazos. Apoyé mi manos sobre su colchón, luego, hice lo mismo con mi hombro y conseguí subir las piernas. Edward, que se había deslizado un poco para dejarme espacio en la cama, me miraba ahora con ternura.
—Ahora si estamos juntos —afirmé.
—No tienes remedio —me respondió, metiendo su brazo por debajo de mi cabeza y acariciando mi mejilla con la otra mano.
No importa cuán oscuro sea el mundo, ni cuánto fuego incendie las calles, ni siquiera me importará la maldad que pueda esconderse en las esquinas. Si he de sacrificarme por ti, lo haré con gusto. Te entregaré gota a gota mi sangre y alma, pero, por favor, no mueras.