Nunca Fuiste Un Error
13 de septiembre de 2025, 10:25
Si alguien le hubiera dicho, hace apenas un año o dos, que un día lograría caminar por un parque (aún con los recuerdos del pasado y las terribles vivencias experimentadas martilleándole el corazón) y ondeando en sus labios la muestra de su felicidad, posiblemente habría llorado de rabia al creer que aquellas palabras no correspondían a nada más que una sucia mentira, promulgada por las ansias de burlarse de sus esperanzas y sueños.
Pero ahora, tras años de sufrimientos y desprecios, aquello que en tiempos pasados no significaba más que un sueño tonto y casi imposible, correspondía a una realidad de su día a día.
El roce de la suave tela de su blusa le acariciaba la piel de los hombros, acompañando a los agradables rayos de sol que se entremezclaba con las suaves y frescas pausas que le ofrecían las sombras creadas por los cerezos en flor.
Era primavera.
Una de sus estaciones favoritas porque desde siempre le habían dicho que representaba una de las más bellas etapas que marcaban como en verdad debía ser la vida: con la oscuridad engullendo cada rincón de luz y las duras ráfagas de las tormentas heladas azotando contra los cuerpos sensibles (tal y como hacia el invierno) hasta la llegada de la luz y los colores, de la calma y la felicidad alcanzadas por la fortaleza adquirida hasta llegar a ellas.
Continuó caminando, haciendo ondear su larga falda —esa que caía lisa y holgada hasta sus tobillos y que se había convertido en una de sus favoritas desde que comenzó a usarlas— y permitiendo que sus zapatos resonaran contra las piedras del sendero que, distraídamente, seguía.
Recordaba cómo, desde su infancia, le habían tratado de explicar que los duros procesos seguidos en el periodo de su educación, tales como maestros abusivos y condescendientes, y largas y agotadoras horas de estudio, correspondían a ese periodo previo a la llegada de su primavera personal, que se presentaría como un trabajo estable y bien pagado, y la conformación de una familia.
Inconscientemente, exhaló un suspiro.
Aquellas promesas, tan firmes y claras como se le habían explicado desde su más tierna inocencia, se habían desintegrado de un momento a otro cuando, en busca de una felicidad que (pensaba) le pertenecía, había optado por dejar de engañarse.
Amaba el ejército, se sentía cómoda entre sus filas y con su rango, pero no en la forma en la que debía ser tratada. Cada vez que alguien quería atraer su atención debía esforzarse para que su cerebro entendiera que era a ella a quien se dirigía, pues su mente, siempre tan insolente y batalladora, se negaba a que la trataran como un hombre más.
Ella nunca fue un hombre.
Los años de autorepresión habían minado su confianza hasta el extremo, aplastándola entre capas y capas de reproches propios y de lágrimas indetectables bajo el agua de la ducha.
Tal había sido el odio que había creado hacia sí misma, que apenas si podía atreverse a tratar de contabilizar todas las veces que la hoja de su cuchilla de afeitar —la misma que había convertido en un silencioso aliado al ayudarla a desprenderse de la odiosa barba que oscurecía su rostro— se había acercado peligrosamente hacia sus muñecas, tentando la piel mientras su mente le suplicaba que no lo hiciera.
Demasiadas veces había llorado en la ducha, repudiando la idea de observar su cuerpo, perlado por las gotas de agua, y de tocarlo para limpiarse.
Hasta que por fin un día (que jamás olvidaría y llevaría siempre impreso en la bandera de su orgullo) decidió emprender la mayor batalla de su vida: ser sincera consigo misma.
Y el invierno, esa asoladora y terrible realidad, había llegado para azotarla con fuerza.
Sus propios padres la repudiaron durante semanas, gritándole insultos demasiado horribles como para siquiera hacer el esfuerzo de recordarlos. A ellos, pronto se les unieron los que alguna vez había considerado "amigos" quienes, aunque evitaron los insultos por un tiempo, fueron los encargados de añadir a la numerosísima lista de problemas con los que cargar, el hecho de explicarles a sus padres que lo que sentía no era algo que ni la medicina, ni las terapias ni los campamentos con cursos intensivos que prometían resultados milagrosos, pudieran arreglar.
Porque no había nada que arreglar.
Tardó mucho en entenderlo pero así era. Ella no era algo que los demás tuvieran que aceptar, solo era ella y no había más que eso. Y si alguien no quería estar a su lado por ello, no se molestaría siquiera en abrirle la puerta para que se marchara; porque no lo merecía.
Ante sus negativas y sus vanos intentos de explicar lo que sentía y lo que necesitaba, ellos —tanto amigos como familia— decidieron cerrarle la puerta de su cariño y su comprensión, justo en la cara. Y no contentos con dejarla a merced de las fieras que se ocultan en la oscura soledad, comenzaron a difundir rumores, a susurrar insultos en oídos que sabían que pronto se los transmitirían a ella y a enviarle de forma constante fragmentos religiosos que hablaban sobre los fuegos del infierno.
Una amenaza silenciosa o, más bien, casi un folleto más, avisándola sobre su próximo destino si no modificaba el curso de sus decisiones y volvía a encajarse en el redil de lo que ellos querían y esperaban que fuera.
Sin embargo, ellos no parecían darse cuenta de que, con cada paso que daban en su dirección, como lobos feroces planeando atacar a su presa, más se alejaba.
Eran el infierno —ese del que tanto la advertían— y con sus aterradoras llamas no hacían más que convencerla de que el camino que tenían planeado para ella tan sólo la conduciría a un paraje yermo y desolador...
Tal y como eran sus propias vidas.
Aquella idea resonó en su cerebro como un trueno, alterando cada zona que se había sumergido en el caldo de la ansiedad y la tristeza ahogada.
De repente, se detuvo.
Justo a mitad del camino de piedras blancas, ese sendero que había seguido hasta el momento sin cuestionarse el por qué, embaucada por su belleza.
Lo miró por unos instantes, contemplando, tal y como si fuera la primera vez, la línea blanca que se extendía hacia adelante y se perdía en la lejanía rodeada por el rosáceo tono de los cerezos y la mezcolanza de colores impuestos por los numerosos transeúntes que también disfrutaban, ya fuera en soledad o familia, de una agradable tarde en el parque.
Inconscientemente apretó sus puños y dejó escapar el aire que había retenido en sus pulmones sin darse cuenta de ello.
Era cierto que todo aquello, ese doloroso pasado, había quedado muy atrás en sus recuerdos, pero aún seguía pesando. Escocía como una ardiente herida que no dejaba de supurar pus y sangre, tratando de dejar impregnada de forma continua la mancha de la oscuridad.
Un recordatorio perpetuo.
El recordatorio de que siempre debería demostrar.
Demostrar que...
Maldita sea, ella no era un monstruo.
—¿Jin-woo?
La sangre se le heló al instante y los pensamientos comenzaron a correr por su mente, dejando libres de nuevo todos las voces de su desalentador pasado.
Reconocía aquella voz, la que había sonado justo a su espalda.
Pero sus palabras...
Ese nombre...
No era el suyo...
O al menos, ya no lo era.
Tenía que tratarse de una equivocación, de una nueva jugarreta sucia por parte de su cerebro para alterarla y consumirle los nervios.
—¡Jin-woo! —insistió la voz, ahora con más convencimiento.
No era una equivocación.
Su cuerpo se tensó al instante, apretando los labios y tomando aire solo para retenerlo en su interior, como si sus pulmones temieran quedarse sin oxígeno y trataran de almacenarlo instintivamente. La fuerza en sus rodillas desapareció y casi pudo asegurar que iba a desmayarse en aquel mismo instante.
Pero no podía hacerlo; una vez más, le tocaba ser valiente.
Con el corazón latiendo en sus sienes y su cuello, y con la mortal sensación de que se iba a encontrar con una fiera salvaje dispuesta a atacar justo frente a ella, tomó una vez más aire por la nariz y se dio la vuelta con toda la calma y la serenidad que fue capaz de recoger.
Al hacerlo, encontró una imagen que, si bien no parecía temible en lo absoluto, no hizo más que acrecentar la ansiedad que apretaba su pecho: una mujer, de unos sesenta años, con el pelo canoso y la cara llena de arrugas, se acercaba a ella con la expresión iluminada y una sonrisa impresa en los labios, que no hacían más que acentuar todas aquellas arrugas alrededor de su boca. Tras ella, un hombre de aproximadamente la misma edad, con apenas una fina línea de pelo grisáceo rodeando el lateral de su cabeza y la expresión marcada por la dureza y la seriedad, casi militar, le seguía los pasos para acercarse también.
La mujer por fin la dio alcance y se abalanzó sobre ella, sumergiéndose entre sus brazos con el ansia propia de alguien que lleva demasiado tiempo buscando un cuerpo, un calor específico, y por fin lo ha encontrado.
—Hola, mamá... — susurró Hyun-ju, devolviéndole de forma muy ligera el abrazo.
—Te hemos visto hace un rato, pero no te había reconocido hasta que has pasado junto a nosotros —le explicó la anciana mujer, aún apretándose contra su cuerpo—. Hace tanto que no te vemos...
Por fin, se separaron, pero el firme agarre de su madre —que no parecía dispuesta alejarse por completo, casi como si temiera que se esfumara de la nada si lo hacía— se mantuvo sobre sus bíceps, enredándose con fuerza en la carne que su blusa de mangas cortas dejaba al aire.
Expuesta y vulnerable a su toque que ardía con la intensidad del infierno. De ese infierno lleno de recuerdos que esperaba dejar atrás para siempre y que ahora la azotaban sin piedad alguna.
—Hijo mío, estás tan... —comenzó a decir la mujer, bajando su mirada hacia su cuerpo.
Pero justo al llegar a su hermosa falda, aquella que le cubría las piernas, volvió a alzar la mirada, como si aquella visión le quemara hasta lo más profundo de sus retinas. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, era más que evidente que el brillo en los de su madre había cambiado.
Una nota de tristeza los oscurecía.
—...guapo —completó al fin.
Pero su voz sonaba demasiado estrangulada. Demasiado falsa como para creer siquiera que pudiera esconder un mínimo de verdad en sus palabras. No había cariño ni amor en el tono escogido, sino algo mucho más cercano a la angustia y el desconsuelo.
A la decepción.
—¿Qué haces vestido así? —intervino de pronto el hombre que la acompañaba.
—Hola, papá —saludó Hyun-ju, consciente de lo rápido que iba a cambiar el tono de la conversación.
—Responde —insistió secamente su padre.
Sin embargo, el silencio se mantuvo y él pudo aprovechar para observarla con más atención. Exploró cada rincón de su ser y torció el gesto con cada nueva línea que descubrían sus ojos, aumentando a cada pequeño instante la sensación de abrumadora decepción y de asco contenido.
—¿Por qué llevas el pelo largo? —preguntó, su voz sonando con desprecio—-. Pareces una mujer.
Hyun-ju dejó escapar un bufido lleno de sarcasmo.
—Gracias, papá —dijo, apretando los dientes con impotencia—. Es justo lo que pretendo.
Su padre arrugó la nariz con desagrado.
—¿Todavía sigues con esa tontería? —espetó con disgusto—. Pensaba que con el tiempo habrías reflexionado.
—Y lo he hecho, por eso sé que no se trata de una tontería.
—Así que mi hijo aún va por la vida haciendo el ridículo...
—Yo ya no soy tu hijo —le interrumpió Hyun-ju, entrecerrando sus ojos para observarle con la más pura de las rabias.
De pronto, la presión en sus bíceps desapareció.
Al bajar la mirada, pudo ver como su madre la observaba, con el rostro lleno de un dolor inigualable. Parecía tremendamente horrorizada y sus manos reposaban entrelazadas sobre su pecho, como si temiera que el corazón le partiera las costillas de un momento a otro. Caminaba hacia atrás, alejándose poco a poco de ella y dirigiéndose junto a su padre, sin apartar en ningún momento de su cara la expresión llena de terror.
La abandonaba una vez más.
—¿C-cómo puedes decir eso? —tartamudeó su madre, con la voz quebrada por el dolor—.Jin-woo, tú...
—Mi nombre... —volvió a interrumpir Hyun-ju, tratando de ignorar la fuerte presión que se había asentado en el inicio de su garganta, dispuesta a dejarla sin aire, y el picor cada vez más fuerte de sus ojos.
Tomó aire con fuerza, tal y como si quisiera recoger todo el valor que durante años había imaginado que tendría en una situación así. Un valor que no sentía pero estaba dispuesta a fingir.
—Mi nombre es Hyun-ju —finalizó.
Su voz había sonado tremendamente desgarrada, cruda y rota. Pero eso, lejos de hacerla menos creíble o certera, había hecho que impactara en sus padres con una bestialidad salvaje y visceral.
Tenía los dientes apretados, los músculos tensos y la postura erguida. Como un bloque de piedra indestructible e impenetrable. Una figura que no permitiría un solo reproche más o, siquiera, que trataran de convencerla de que lo que había dicho no era cierto.
—¿Así que te has cambiado el nombre? —cuestionó su padre, mirándola con rabia.
Hyun-ju entrecerró los ojos.
—Pero mantengo el apellido...
—Como si pudieras tener hijos a los que transmitirlo —escupió con rabia su padre, haciendo que todo el veneno de sus palabras impactaran directamente, tal y como si de una flecha se trataran, en el corazón de su hija.
No podía negar la veracidad de sus palabras y ello no hacía que doliera menos, porque el hecho de que fueran pronunciadas dejaba en claro dos variantes de interpretación desgarradoras.
La primera de ellas, era el castigo al que la sometía lanzándole la dolorosa verdad de que jamás habría de poder experimentar en su vientre la dulce sensación de la vida creciendo en su interior. Independientemente de todos los cambios que la ciencia lograra hacerle, nunca podría obtener aquello porque la naturaleza, en su crueldad inexplicable, no le había dotado de los órganos necesarios para ello.
La segunda de las interpretaciones, y bien relacionada con la primera, era que su padre (como ya se había hecho cargo de hacerle saber a lo largo de la conversación) seguía sin entenderla como lo que era: una mujer. Y bajo esas circunstancias, creía que, en caso de poder tener un hijo de alguna forma, éste si llevaría el apellido de su familia porque, como "hombre", el suyo sería el escogido por la legalidad para inscribir al nuevo bebé.
—Yo crié a mi hijo para que fuera un hombre de provecho y el orgullo de la familia, pero tú no eres más que una vergüenza... —continuó hablando su padre, como si lo que ya había dicho no bastara para apagar el fuego que su ignorancia y ceguera habían construido en su pecho—. ¿¡Eso es lo que quieres para tu vida!? —añadió con furia.
—No necesito tu opinión, papá —respondió Hyun-ju, notando ya como el nudo de su garganta comenzaba a extenderse hasta sus pulmones—. Por eso me marché de casa.
Aquello fue demasiado.
Como si hubiera salido del mismísimo infierno, aquel hombre que hasta el momento se había mantenido erguido y serio, pareció explotar en una bola de fuego incontrolable. Sus ojos se incendiaron, brillando con la fuerza de la ira, y sus músculos se tensaron, volviéndose duros y rígidos como piedras.
—Serás...
Su padre comenzó a acercarse hacia ella, con los puños y los dientes apretados. Ya no había racionalidad (si es que acaso en algún momento la había habido), sólo una brutalidad desmedida dirigida por la más absoluta de las furias.
Tenía la cara roja y parecía capaz de echar humo por sus oídos, como si quisiera emular en cada una de sus facciones el peligroso y rápido avance de un tren que, lejos de pensar en detenerse, quisiera continuar hasta arrollarla.
El cuerpo de Hyun-ju se puso en tensión.
La adrenalina salió disparada, incendiando sus nervios y la mente se le nubló por unos instantes. Era una sensación con la que se había familiarizado durante su tiempo en el ejército, durante aquellos entrenamientos en los que debía demostrar ante todos de lo que era capaz para conseguir su respeto.
Un respeto que se esfumó en una neblina de prejuicios y murmullos en cuanto todos se enteraron de lo que era en realidad.
Estaba lista para la pelea.
Pero no quería golpearle. A fin de cuentas, el hombre que se dirigía hacia ella todavía era su padre y, aunque solo hubiera sido mientras era lo que él quería que fuese, la había querido con toda la ternura con la que un padre puede amar a su descendencia. Y ella, le había tenido todo el amor que se puede sentir hacia un padre.
Quizás ni siquiera le importaba que la golpeara, si eso hacía sentir mejor al hombre que desde su más tierna infancia había llamado "papá".
—¡Jin-tae!
Hyun-ju casi sintió que el aire se le salía de los pulmones de golpe.
Aquel era el nombre de su padre.
Un nombre que llevaba mucho tiempo sin escuchar y que ahora volvía a retumbar contra sus oídos con desgarro y desesperación.
Sin que Hyun-ju percibiera su presencia, su pobre madre, aterrada ante el avance embravecido de su esposo, se había interpuesto entre ellos. Tenía sus manos, temblorosas y huesudas apoyadas contra el pecho de su marido. Sus dedos, finos como pequeñas ramitas secas, se aferraban con fuerza a la tela de la camisa.
Una camisa que Hyun-ju jamás le había llegado a ver puesta y que ni siquiera recordaba. Había pasado demasiado tiempo como para saber cuánto había cambiado en la vida de sus padres o como ésta se había desarrollado desde que huyó.
La debilidad de en las extremidades de su madre era más que evidente y Hyun-ju supo que, de quererlo, su padre bien podría apartarla a un lado con facilidad y continuar con el camino que tanto ansiaba seguir.
Pero, aún con todo, así no era su padre.
—¡Tranquilízate, por favor! —continuó gritando su madre, ya con los ojos bañados en lágrimas.
Éste, casi de forma instintiva, había detenido el paso, y Hyun-ju se dio cuenta al instante de cómo aquella pausa se encontraba motivada por el temor de hacer daño a la mujer a la que siempre había proclamado amar.
Porque, aún sabiendo de todo lo que era capaz y lo que le había hecho a ella misma, Hyun-ju aún estaba convencida de que la ternura y el amor hacia su madre, aún prevalencia en los sentimientos de aquel hombre.
—¿Esto es lo que querías para tu vida? —le preguntó con rabia su padre.
A pesar de la inmovilidad de su cuerpo, el tono de su voz lograba hacerle llegar la violencia que éste quería descargar sobre su cuerpo, como si de una fuerte bofetada se tratara.
Hyun-ju agachó la cabeza y apretó la mandíbula con fuerza. La situación la estaba sobrepasando y las lágrimas eran cada vez más difíciles de mantener en el interior de sus ojos. El ardor era absurdamente abrumador y la pelota en su garganta apenas la dejaba ya respirar.
—Y qué vas a hacer, ¿eh? —continuó hablando, destilando veneno en cada una de sus palabras—. ¿Te vas a quedar solo toda la vida?
—¡Basta, por favor! —volvió a gritar su madre, aún más desesperada que al principio, empujándolo con más fuerza hacia adelante para frenar el movimiento que, inconscientemente, se había reanudado.
—¿¡Quién te va a querer así!? —bramó enfurecido su padre, dando un paso más hacia adelante.
Por fin, una pequeña lágrima escapó de los ojos de Hyun-ju, recorriendo con sutileza su mejilla derecha. Cuando llegó hasta la línea de su mandíbula, alzó la vista, enfrentando con su mirada enrojecida e hinchada por el esfuerzo de no llorar, al hombre que tan duramente la gritaba.
—Hijo mío, por favor, entiende a tu padre —intervino su madre, aún luchando por alejar a su marido, y girándose un poco para mirarla—. Él solo quiere lo mejor para ti...
—No, mamá, eso no es cierto —la interrumpió Hyun-ju, negando con la cabeza y sin apartar ni un momento la mirada—. Si así fuera, aceptaría quien soy.
—E-eres nuestro pequeño... —tartamudeó su madre, dejando caer también ella las primeras lágrimas.
—No lo soy...
—Jin-woo, por favor, vuelve a casa... —comenzó a suplicar la mujer.
Hyun-ju apretó los puños y los labios con fuerza.
Una vez más, a pesar de toda la situación que estaban viviendo y viendo reflejado el dolor en su mirada, su madre volvía a demostrarle que ella no iba a apoyarla como lo necesitaba.
Nunca sería una hija para ella.
—Deja todo esto y vuelve a ser el de antes —continuó hablando la mujer—, tú no eres…
—¡Mamá!
Hyun-ju volvió a sentir que le faltaba el aire.
Por un momento, temió que la rabia y el dolor que aquellas palabras que estaban derramando sobre ella hubieran sobrepasado el límite de lo soportable y que su garganta, independiente a los deseos restrictivos de su mente, hubiera estallado sin consultarla.
Y, sin embargo, al instante se dio cuenta de que aquella voz, tan ligera y angelical como si cientos de campanillas de cristal hubieran decidido tintinear de una sola vez, no le pertenecía.
Pero sabía a quién sí pertenecía.
Instintivamente, giró su cuerpo hacia la izquierda, desde donde había reconocido que llegaba la voz, y permitió a sus ojos deleitarse con la visión que tenía justo al frente, acercándose hacia ella a toda velocidad, como un tornado lleno de flores.
—¡Mamá! —volvió a sonar y Hyun-ju pudo notar como las lágrimas volvían a llenarle los ojos.
Una niña, de no más de siete años, se acercaba a toda velocidad hacia ella. Sus pantaloncillos azules y su chaqueta amarilla ondeaban con el aire, revoloteando a su alrededor como si fueran alas, y sobre la cabeza se encontraba un enorme gorro rojo —desproporcionado en tamaño tal vez— que le cubría por completo la cabeza.
Atado alrededor de su manita derecha tenía un fino hilo transparente, que se alzaba hacia el cielo, allí donde un globo azul se zarandeaba de forma violenta, tratando de seguir el ritmo acelerado e irregular del aire que lo azotaba.
—¡Mamá!
Instintivamente, Hyun-ju se agachó, y cuando la pequeña llegó a su altura, casi sin importarle la velocidad a la que iba, la tomó entre sus brazos. Hyun-ju la apretó con fuerza, sintiendo en todo momento que se aferraba a un bote salvavidas. Colocó su mano izquierda sobre el gorrito de la niña y lo acarició con cuidado, temerosa de arrancarlo de su lugar.
Siempre le había aterrado que el sol golpeara una zona tan expuesta y frágil.
Luego, y sin apartarse un instante, la levantó del suelo, cargándola en su brazos mientras permitía a sus lágrimas al fin salir. Sollozaba sin control, apretando su cara contra los hombros de la pequeña como si temiera que en cualquier momento esta se evaporara.
El abrazo se mantuvo por unos segundos, reparando en cada uno de ellos las duras cicatrices que habían agrietado su corazón y cuando Hyun-ju al fin hizo que se separaran un poco, tuvo que hacer frente a aquellos ojillos, traviesos, vivaces y llenos de inocencia.
—Mamá… —repitió la niña con preocupación—. ¿Estás llorando?
Hyun-ju usó su mano derecha, aquella en la que no estaba cargando todo el peso de la pequeña, para restregarse los ojos, tratando de ocultar las numerosas lágrimas que no cesaban de escapar de ellos, como si fueran cascadas vertiendo toda su amargura. Luego, posó esa misma mano sobre la regordeta mejilla de la niña y la acarició con ternura.
—No es nada, mi amor —mintió, tratando de tranquilizarla al tiempo que esbozaba una pequeña sonrisa—. Solo estoy un poco triste…
—¿Mamá?
Hyun-ju giró la cabeza. Su propia madre, dueña de aquella última pregunta lanzada con incredulidad, la observaba ahora junto a su padre, quien también la miraba asombrado.
—¿Cómo que “mamá”? —preguntó ahora su padre, abriendo mucho los ojos como si no quisiera creer lo que estaba viendo.
Hyun-ju abrió la boca, tratando de buscar las palabras que necesitaba para explicar la situación.
—¡Na-yeon!
Aquel grito, sonando en la lejanía, hizo que todo lo que hubiera pensado en decir muriera en lo más hondo de su garganta. Su cabeza volvió a girarse, abandonando la imagen de sus desconcertados padres para seguir la voz que había escuchado a su izquierda.
De nuevo, un tornado lleno de flores se acercaba para salvarla.
Un hombre de mediana edad, con el pelo peinado con raya al medio, oscuro y alborotado, y una incipiente barba cubriendo una buena parte de su mandíbula cuadrada, se acercaba con paso rápido.
Al reconocer la figura de Hyun-ju, una enorme sonrisa apareció en sus labios y sus ojos se iluminaron. Pero pronto, aquella misma luz que había surgido en su rostro comenzó a morir, junto con su sonrisa, cuando la cercanía le descubrió los ojos empapados de lágrimas y la mueca triste en la expresión de aquella mujer.
Sus pasos se aceleraron aún más hasta que, en cuestión de pocos segundos, las dio alcance.
—¿Estáis bien? —preguntó, su voz sonando llena de preocupación, mientras apoyaba sus manos en la espalda de la niña y en el hombro izquierdo de Hyun-ju.
Hyun-ju, aún con los ojos hinchados y rojos, asintió con suavidad. Luego, volvió a dirigir su mirada hacia el frente.
—Gyeong-seok… —susurró sin fuerzas—. Estos son mis padres.
Gyeong-seok siguió el recorrido de su mirada hasta dar con la figura, asombrada y expectante, de aquellas dos ancianas personas. Esas cuyo recuerdo, nombre y memoria habían hecho llorar en las madrugadas a Hyun-ju sobre su hombro.
Nunca había querido presionarla para que le hablara sobre su pasado; a fin de cuentas, y como le había dicho muchas veces, lo que más le importaba era el presente que ahora les pertenecía y el futuro que ambos iban a construir juntos.
Pero un día, la había encontrado sentada en el sofá del hogar que ahora compartían junto a Na-yeon, llorando desconsoladamente y con su cabeza apoyada sobre sus rodillas, formando un ovillo tembloroso.
“ N-no es nada ”, le había dicho cuando se había sentado a su lado, sin decir ni una sola palabra.
Y cuando, aún guardando el silencio, la había tomado entre sus brazos para que llorara entre ellos y supiera que no importaba cuánto quisiera mentir, él siempre estaría allí, no para juzgarla por hacerlo, sino para demostrarle que no era necesario.
Para demostrarle, que ella ya no estaba sola y que, si se lo permitía, nunca más lo estaría de nuevo.
Entonces, Gyeong-seok apartó bruscamente la mirada y, recuperando la ternura en sus ojos, observó a Hyun-ju con una sonrisa renovada en sus labios.
—Yo me encargo de esto —le aseguró, asintiendo con suavidad.
Inconscientemente, apretó un poco el agarre en el hombro de Hyun-ju, como si con ello quisiera reconfortarla.
—Llévate a Na-yeon —continuó, deslizando su mano hacia una de las mejillas de Hyun-ju.
Una vez allí, usó su pulgar para limpiar una nueva lágrima que había comenzado arrastrarse por la piel, dejando tras de sí un rastro húmedo y brillante. Hyun-ju inclinó su cabeza hacia su toque y cerró los ojos, disfrutando del calor de la palma de su mano.
—Yo os alcanzo ahora —añadió con suavidad.
Hyun-ju abrió los ojos y, con los labios apretados, asintió en respuesta. Luego, echó un último vistazo a su padres, y giró sobre sí misma, alejándose con la niña aún en brazos. Gyeong-seok siguió su recorrido por unos segundos, hasta que estuvo a unos metros de distancia, y devolvió su atención al frente.
—Entonces, ¿ustedes son los padres de Hyun-ju? —preguntó, entrecerrando los ojos, tal y como si quisiera examinarlos.
—¿Y tú quién eres? —preguntó a su vez el padre de Hyun-ju.
Aquel hombre que había significado la piedra angular por la que se movían la mayoría de los relatos que con tanta amargura Hyun-ju le había narrado.
Apretó los labios con fuerza, tratando de ahogar la marea de rabia y odio que comenzaba a fluir por sus venas y, como si fuera una forma de calmarse, movió su mano hacia adelante de forma mecánica, tendiéndola en un gesto amistoso.
—Su marido —respondió con sencillez.
Ante aquella respuesta, la cara del otro hombre se contrajo aún más, reflejando un enorme disgusto. Ignoró por completo la mano que le era tendida y se removió incómodo del agarre de su mujer que, ya por mero instinto, se había manteniendo sobre su camisa.
—Esto es maravilloso —escupió éste, apretando los dientes—. Ahora nuestro hijo también es un maricón…
—No, señor —le interrumpió Gyeong-seok, retirando la mano—. Yo no soy gay.
La miradas de ambos hombres se cruzaron en el aire, haciendo saltar chispas, como si aquello estuviera a punto de hacer estallar un conflicto armado entre ambos.
—Para ser gay —continuó, recalcando mucho la entonación de aquella última palabra, queriendo dejar en claro que aquel, y no otro, era el término correcto para usar—, yo tendría que haberme casado con un hombre, y yo me case con una mujer, no con un hombre.
—¡Mi hijo no es…!
—Su hija —lo corrigió Gyeong-seok—, es mi mujer, y no voy a permitir que use ese tono con ella… —y, tras mirar al otro de arriba a abajo, añadió—, aunque sea su padre.
Aquellas palabras habían salido de su boca con serenidad y calma, pero fueron recibidas como un hachazo. Gyeong-seok se presentaba ahora ante la mirada atónita de aquellos dos ancianos como un tigre de mirada fiera y garras afiladas, dispuesto a proteger hasta la muerte lo que amaba.
—Les agradeceré toda mi vida que hayan traído a este mundo a una mujer tan maravillosa como Hyun-ju —continuó hablando y, antes de que el padre pudiera intervenir, añadió con un tono endurecido—: Pero no pienso consentir que hable así a mi esposa —hizo una ligera pausa para observar al otro hombre con rabia contenida—. Y menos aún, voy a permitir que la insulte delante de nuestra hija.
El padre de Hyun-ju entrecerró los ojos, tal y como si le estuviera examinando y analizando los posibles puntos desde los que podía atacar para que fuera más factible ganar la pelea en la que se encontraban enzarzados.
Pero no había nada.
Gyeong-seok era un muro de piedra, impenetrable e inamovible. No había nada que pudiera pensar, o siquiera pensar, que le hiciera retroceder lo más mínimo. Porque la razón de su lucha era la más poderosa que existe.
El amor.
Un amor que no era fugaz ni infantil sino consciente y construido en base a las conversaciones de madrugada, la sinceridad mutua (aunque a veces fuese punzante), la confianza y el respeto.
Ese amor por el que se construye un altar a los pies de la otra persona para poder observar como el paso del tiempo va modificando cada una de sus facciones, alineándolas con las reglas marcadas por el avance de la naturaleza y el tiempo, y permite a los amantes adorar y recibir con curiosidad las arrugas que comienzan a surcar el rostro ajeno y como el pelo se transforma en una hermosa llanura de nieve.
El tipo de amor por el que se entrega la vida sin pensarlo, por el simple hecho de que la muerte termina convirtiéndose en un destino más amable que la existencia sin el otro.
—Si mi mujer quiere hablar con ustedes están invitados a ello —volvió a hablar Gyeong-seok, rompiendo el silencio—. Pero si no quiere, les voy a pedir que, para evitar cualquier problema, no se vuelvan a acercar a ella.
El padre de Hyun-ju gruñó.
—Es mi hija, así que puedo… —murmuró, sólo para detener abruptamente sus palabras al darse cuenta de lo que había dicho.
—Mire por donde —dijo Gyeong-seok, con una ligera nota de burla en la voz—, va aprendiendo.
Un nuevo gruñido, que se balanceaba entre la protesta y la impotencia, fue todo lo que recibió como respuesta.
—Encantado de conocerlos —dijo, justo antes de darse la vuelta.
Tras él casi podía sentir que dejaba un tsunami, cuyo aliento mortal podía notar suspirándole en la nuca. No le importaba lo más mínimo la mirada que, estaba seguro, le estaba lanzando el padre de Hyun-ju y que tan claramente acariciaba su espalda, y menos aún lo que aquellas dos personas pensaran de él.
Su mente ahora se encontraba embriagada por la hermosa vista que tenía frente a él: Hyun-ju cargando a la pequeña Na-yeon. La mano libre de Hyun-ju se movía de forma rítmica hacia el vientre de la niña quien inmediatamente estallaba en sonoras carcajadas como producto de las cosquillas que aquello le provocaba.
Aquella risa, tierna e infantil, contrastaba de forma violenta con las lágrimas secas que aún se encontraban dibujadas en las mejillas de Hyun-ju, haciéndolas brillar con el sol.
El fuerte amor maternal de la mujer había opacado la necesidad de ocultarlas, en favor de encargarse de su hija.
—Y para su información —volvió a hablar, atrayendo de nuevo la atención de las dos personas que tenía a su espalda, sin girarse lo más mínimo—, Hyun-ju es una madre maravillosa.
Luego, sin dar la oportunidad a los padres de ofrecer una respuesta, comenzó a caminar hacia adelante.
Dejaba atrás los restos de un edificio viejo y arruinado, demolido por sus palabras directas y firmes. Dos almas que tuvieron la oportunidad de amar la sangre que engendraron y prefirieron escuchar las voces de la ignorancia y del odio, antes que la voz de quien les había sonreído con una pequeña boca desdentada y vulnerable, tal y como lo había hecho Na-yeon siendo bebé.
Un error estúpido por el que deberían pagar por el resto de sus vidas.
Por fin, llegó hasta su familia. Hyun-ju le observó atentamente, como si estuviera viendo a un soldado que regresaba de la guerra y tratara de evaluar los daños sufridos. Una mirada que, si bien volvía a brillar, seguía cubierta por el oscuro velo de la amargura vivida anteriormente.
Sin perder un instante, Gyeong-seok colocó la mano izquierda sobre su mejilla, donde el rastro de una lágrima ya casi seca aún relucía, como una muestra constante y desgarradora de su sufrimiento, y la acarició con cuidado y ternura. Al mismo tiempo, situó su mano derecha en la espalda de Na-yeon, con su pequeña sonrisa y sus ojos brillando de alegría.
Sus padres se amaban.
Ellos la amaban a ella.
¿Existía algo más que pudiera pedir a la vida…?
—¿Queréis un helado?
Na-yeon abrió mucho los ojos al escuchar aquellas palabras por parte de su padre.
Quizás, eso podía ser algo más que quisiera pedirle a la vida.
Movió su pequeña cabecita de arriba hacia abajo, asintiendo con efusividad ante tal propuesta. Hyun-ju giró un poco su cabeza para mirarla y apretó sus labios con una sonrisa llena de amor. Aquello hizo que Gyeong-seok, quien también había comenzado a sonreír por el entusiasmo de su hija, curvara aún más sus labios hacia arriba.
Las miradas de Hyun-ju y Gyeong-seok se encontraron por un momento en el aire.
Gyeong-seok bebió de la hermosura de aquellos ojos marrones tal y como si fueran el más delicioso de los alimentos, el chocolate de su eterna felicidad. Hyun-ju, por su parte, admiró el brillo que los ojos del otro le ofrecían amando la sensación de conocer las galaxias que aquel oscuro abismo le mostraba.
La luz brillando por encima de la negrura, combatiéndola con fiereza y valentía.
Su príncipe azul.
—He visto un hombre que los vendía mientras veníamos —continuó Gyeong-seok, sin apartar la mirada ni por un instante—. ¿Vamos?
—¡Yo quiero uno de chocolate! —gritó emocionada Na-yeon.
Su padre la observó de reojo, tan solo unos instantes, antes de devolver su atención a Hyun-ju quien, sin apartar la sonrisa de su boca, asintió en respuesta. Acto seguido, Gyeong-seok apartó la mano, que había mantenido hasta el momento pegada a la mejilla de Hyun-ju, permitiendo que ésta se inclinara hacia adelante para dejar a Na-yeon en el suelo.
La niña hizo un pequeño puchero; no quería desprenderse del abrazo de su madre.
Sin embargo, aquella muestra de descontento pronto desapareció cuando Hyun-ju le tendió su mano izquierda (la única que le quedaba libre luego de que Gyeong-seok hubiera tomado la derecha).
Rápidamente, y con la sonrisa recuperada, tomó aquella mano y los tres juntos se encaminaron hacia la zona del parque en la cual, tal y como había afirmado Gyeong-seok, se encontraba un pequeño puesto callejero, gobernado por un anciano de mirada afable y movimientos pausados.
Apenas era un pequeño carrito, metálico y de color blanco en su mayoría, en el que se podían ver dibujados los diferentes sabores que se ofrecían, pero todo en él, desde la gran fila de niños que esperaban su turno y la ternura con la que el anciano repartía los pedidos, hacía recordar los momentos más felices de la tierna infancia.
Una infancia que ya quedaba muy lejos para Hyun-ju, y cuyos recuerdos se habían visto oscurecidos por los ecos de un pasado que seguía golpeando su mente, como si nunca quisieran marcharse.
—Mamá —escuchó decir a la pequeña Na-yeon y, al girarse para mirarla, pudo ver que en sus ojillos brillaba la conocida nota de la tristeza—. ¿Por qué estás llorando otra vez?
Instintivamente, Hyun-ju apartó la cara y soltó la mano que se encontraba aferrada a la de Gyeong-seok para comenzar a restregar sus ojos con fuerza, casi como si quisiera castigarles por exponerla de una forma tan cruda y vulnerable ante la niña.
—N-no es nada… —tartamudeó, repitiendo la misma mentira de siempre—. N-no es nada…
—Oye, Na-yeon —intervino de pronto Gyeong-seok. Se había agachado en el espacio que quedaba entre ambas y rebuscaba con su mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón—. ¿Por qué no vas con el resto de niños para que ese amable señor te dé un helado de chocolate? —añadió, moviendo al fin aquella mano hacia adelante y revelando un pequeño billete de color rojizo.
5000 wones.
La pequeña niña, ante la perspectiva de obtener aquel delicioso aperitivo, se olvidó por completo de todo lo que la rodeaba y rápidamente alzó su manita para tomar el dinero. Sin embargo, su trayecto se vio frustrado cuando su padre, en un movimiento veloz, apartó el billete de su alcance.
—Solo tienes permiso para una bola de helado —dijo Gyeong-seok, observando con diversión el ceño fruncido de su hija. Luego, volvió a colocar el billete frente a sus ojillos—. ¿De acuerdo?
Acto seguido, Na-yeon tomó el dinero con delicadeza y asintió tímidamente. Satisfecho, su padre le acarició la cabeza, justo por encima de su gorrito rojo, mientras se levantaba. Una vez estuvo de pie, vio como la niña salió corriendo en dirección del carrito, perseguida a poca distancia por el globo azul.
Ese globo por el que tanto había insistido la niña y que había significado la breve separación entre Hyun-ju y ellos.
Una sonrisa apareció al instante en su rostro y es que, a pesar de las desgracias por las que había pasado y que seguía soportando —como lo era la enfermedad de su hija—, no podía dejar de pensar en la enorme suerte que había tenido en su vida.
Se sentía el hombre más afortunado del mundo…
—L-Lo… l-lo siento tanto…
Aquellos débiles gimoteos llegaron a sus oídos de una forma abrumadora, disipando de golpe el calor que el recuerdo de su cotidianidad le había otorgado, y atrayendo su atención de forma inmediata.
Giró sobre sí mismo, sólo para presenciar una escena que terminó por partirle el corazón: Hyun-ju, aquella mujer por la que daría todo (incluso la vida), trataba de hacer frente, en vano, a las numerosas y constantes lágrimas que salían de sus ojos, hinchándolos y enrojeciéndolos hasta el extremo, mientras intentaba no ahogarse con su propia respiración, entrecortada y llena de sollozos lastimeros.
—Hyun-ju… por favor… —susurró con suavidad, acercándose a ella casi de forma instintiva.
Cuando por fin le dio alcance, la rodeó con sus brazos, apretándola en un abrazo que pretendía ser protector y cálido.
La cabeza de Hyun-ju se hundió en su pecho y las manos de dedos temblorosos se enredaron en la tela de su camisa, mientras los sollozos aumentaban en fuerza e intensidad.
Gyeong-seok la rodeó con una mano por la cintura mientras que con la otra le acariciaba el pelo, tratando de tranquilizarla.
—Tú no has hecho nada malo… —le susurró con delicadeza, apoyando la mejilla sobre la cabeza de Hyun-ju.
Los dedos de ésta se crisparon, aferrándose con más fuerza a la tela.
Quería creerle…
Deseaba tantísimo poder hacerlo…
Pero algo dentro de sí misma le gritaba que no podía ser cierto, ni era lógico pensar, que sus padres la despreciaran de aquella manera si en verdad sus decisiones de vida eran legítimas y correctas.
—A-A veces… —gimoteó— siento que sería muchísimo mejor que yo… que yo… —tomó aire con fuerza, casi como si quisiera armarse de valor para pronunciar sus siguientes palabras—. Que yo n-nunca hubiera existido…
Una nueva ráfaga de sollozos le atravesó como una ola la garganta.
T enía miedo.
Temía tanto la sensación que ahora la embargaba, demasiado parecida a la rendición, a la pérdida de la esperanza en el futuro. Pero, aún más, temía que aquellas palabras, no solo terminaran por convencerla a ella sino también al hombre que tenía justo a su lado.
Ese hombre que siempre había temido dañar y por cuyo amor siempre se sentía culpable.
Él no merecía aquellas escenas, ni debía tener que enfrentar los insultos y malos momentos que ella vivía por ser lo que era.
Quería que fuera feliz, lo anhelaba más que ninguna otra cosa en el mundo.
Y eso la atormentaba porque…
¿Acaso podía ser feliz él estando con ella?
—Soy el mayor error que mis padres pudieron cometer…
—Escúchame bien, Hyun-ju —habló de pronto Gyeong-seok, frenando con suma facilidad el torrente de pensamientos que la atormentaban, así como sus palabras.
Su voz era apenas un susurro, cálido y discreto, pero también firme: no estaba dispuesto a no ser oído.
—Nunca —continuó con suavidad—, nunca jamás, vuelvas a desear no estar…Tú mera existencia hace que mi vida, incluso en los momentos más insoportablemente agotadores, sea un auténtico privilegio.
La mano en la cintura de Hyun-ju se apretó cada vez más conforme las palabras salían de su boca, expulsando la frustración que tanto le presionaba el corazón.
—Eres la mujer de mi vida, y cada día me doy cuenta de que eso no ha cambiado —siguió—. Tú nunca has sido un error, por mucho que tus padres quieran pensarlo así.
—Gyeon-seok… —susurró a su vez Hyun-ju—, yo…
—Por favor… Hyun-ju… —volvió a suplicar el hombre, su voz sonando ahora mucho más rota—. No hagas caso de lo que el resto pueda pensar de ti, ellos no importan nada, pero tú sí.
La garganta de Hyun-ju se contraía con fuerza, luchando contra la ferocidad de la angustia y los sollozos.
Aquel hombre la amaba y ella apenas era capaz de vislumbrar una mínima parte de ese amor que le profesaba.
—No dejes que apaguen tú luz, esa luz de la cual me enamoré —continuó hablando Gyeong-seok.
Su mano derecha, la que se había mantenido sobre la cabeza de Hyun-ju comenzó a deslizarse hacia adelante hasta llegar a la mandíbula y, una vez allí, apretó con delicadeza hacia arriba, conectando una vez más sus miradas.
—T-tú nunca… —dijo Gyeong-seok, negando ferozmente con la cabeza— has sido un error para mí…
Aquello fue demasiado para Hyun-ju quien, de forma instintiva, se lanzó hacia adelante, capturando los labios contrarios.
Quería beber aquellas palabras, y empaparse la lengua con la sinceridad que desprendían.
El beso fue igualmente recibido por Gyeong-seok, con el ansia de quién busca demostrar que no miente.
Que el corazón no miente.
Sus bocas se movieron muy lentamente, danzando la una sobre la otra, como si quisieran descubrir (o redescubrir más bien) la suavidad que los caracterizaba y queriendo conectar sus almas para que éstas se repararan mutuamente, usando todo aquello que habían aprendido la una de la otra.
Cuando por fin se separaron, Hyun-ju agachó la cabeza.
Estaba demasiado avergonzada como para enfrentar aquel hombre que tantas veces la había salvado de sí misma.
Pero Gyeong-seok no la permitió refugiarse.
Volvió a colocar su mano bajo su barbilla y le alzó el rostro, conectando sus miradas, ahora enrojecidas e hinchadas, pero también libres y brillantes.
Gyeong-seok la sonrió con ternura y volvió a inclinarse, alcanzando en su trayecto la nariz de Hyun-ju, en cuya punta, dejó plantado un suave beso.
—¿Quieres un helado? —preguntó en un susurro.
Hyun-ju volvió a sentir como sus lágrimas le llenaban los ojos, pero esta vez, el motivo era completamente diferente.
Ya no le ardían ni eran dolorosas, y mucho menos deseaba hacerlas desaparecer.
Cuando comenzaron a caer por sus mejillas, en pequeños ríos relucientes, las dejó fluir con libertad absoluta.
Porque esas lágrimas, por fin, eran de la más pura felicidad. Una felicidad que se merecía y que había conquistado gracias a la ayuda del hombre que amaba.
Aquel hombre que le había entregado todo el amor que siempre había deseado en su vida. Y también una hija, eso que nunca pensaba poder tener y que anhelaba con locura.
Su Gyeong-seok.
Su Na-yeon.
Su familia.
Su primavera.