ID de la obra: 966

Vinculum Obscuria

Gen
G
Finalizada
1
Fandom:
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
31 páginas, 10.511 palabras, 1 capítulo
Descripción:
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Vinculum Obscuria

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“Vinculum Obscuria”

Hogwarts, en los últimos años del siglo XIX, era un lugar de viejas piedras y secretos aún más antiguos. Sus torres rozaban el cielo encapotado, sus pasillos susurraban nombres olvidados bajo tapices que se movían cuando nadie miraba, y sus jardines olían a niebla, tierra mojada y al aleteo errante de lechuzas invisibles. Tiempo atrás, el castillo había sobrevivido a un incidente que marcaría generaciones: una rebelión de duendes, sofocada no por un héroe célebre ni por un profesor, sino por un estudiante desconocido de quinto año cuyo nombre jamás se reveló. Desde entonces, el castillo se volvió más receloso… pero los estudiantes, fieles a su terquedad ancestral, siguieron desafiando lo prohibido. Aquella noche, la Sala de los Menesteres no era un refugio. El círculo de piedra húmeda, las velas de llama verde y las runas abiertas como heridas en el suelo hablaban de algo antiguo, más grande que cualquier travesura escolar. En el centro, dos jóvenes de séptimo año, ambos vistiendo las túnicas verdes y plateadas de Slytherin, preparaban lo que sería su acto final de desafío: uno hojeaba un grimorio robado de la sección prohibida, mientras el otro, sentado frente a él, afilaba un cuchillo de plata negra, la sonrisa forzada apenas disimulando el temblor de sus manos. Desde primer año, Ethan Halliwell y Mayr Trent habían sido inseparables: compañeros de bromas, confidentes de secretos no dichos, cómplices de travesuras que todavía arrancaban risas a los retratos polvorientos de su sala común. Pero esa noche, su vínculo estaba a punto de trascender cualquier amistad infantil. —Bueno —expresó Mayr, cruzándose de brazos con fingido desdén mientras observaba el círculo de invocación—, si morimos esta noche, prometo dejarte el retrato menos vergonzoso de mi colección. —¿El de la túnica con lentejuelas verdes? —arqueó una ceja el muchacho del grimorio, sin apartar la vista de las páginas. —Una reliquia familiar —bromeó su amigo, soltando una carcajada breve cargada de nervios. El humor había sido su escudo desde siempre. La verdad, sin embargo, era mucho más amarga: tras graduarse, los Trent emigrarían a Francia y los Halliwell, a América. Separados por océanos, por siglos de historia... a menos que hicieran algo imposible. Con un golpe seco, Ethan cerró el grimorio. —¿Estás seguro? —preguntó el otro, su voz temblando apenas. —Lo que somos… no será olvidado. Aunque el mundo se derrumbe. No hubo respuesta inmediata, solo una sonrisa triste que pesaba más que cualquier palabra. Ambos se arrodillaron en lados opuestos del círculo. La luz temblorosa de las velas proyectaba sombras contorsionadas, mientras la magia, cada vez más densa, se cernía sobre ellos como una tormenta inminente. El joven de cabello oscuro alzó su varita, mientras el de manos firmes sostenía el cuchillo ritual. —Por los nombres aún no escritos, y por las voces aún no nacidas —entonaron en perfecta sincronía—. Por la sangre no derramada, y por el eco del amor sin tiempo. Que nuestras almas sean hilos, y nuestras marcas, las agujas. El círculo de piedra estalló en un resplandor verde, y las runas comenzaron a moverse, vivas, entrelazándose en patrones olvidados incluso por el tiempo. —¿Eso debería pasar? —murmuró el castaño, frunciendo el ceño. —Probablemente no. —Perfecto. Sin necesidad de más palabras, extendieron las manos hacia la piedra central. El cuchillo descendió, trazando dos cortes limpios. La sangre cayó en espiral, roja primero, ennegreciéndose en el instante en que tocó la cuenca de ónix. —Vinculum Obscuria... —susurraron a la vez. El suelo tembló, la piedra crujió, y la Sala de los Menesteres... respiró. Una fuerza invisible, pesada como los siglos mismos, los rodeó, presionándoles el pecho hasta hacer crujir sus huesos. La sangre derramada se alzó, tejiéndose en un hilo líquido que los unió en un cordón vibrante de magia viva. De ella surgió la marca: una serpiente enroscada sobre una estrella rota, ardiendo en sus brazos como fuego líquido. El dolor fue insoportable. Gritaron, pero ninguno se apartó. Sin embargo, la magia, demasiado antigua y demasiado salvaje, no respetó su valor. Mayr cayó primero, su cuerpo sacudido por espasmos violentos. —¡Mayr! —gritó su compañero, lanzándose hacia él. Un viento helado surgió de la nada, repeliéndolo con violencia, como si el propio castillo quisiera separarlos. El slytherin herido le sostuvo la mirada una última vez, sus ojos inundados de luz y despedida. —Ethan... —susurró, antes de deshacerse en partículas de luz. El círculo explotó. Las velas cayeron como estrellas muertas y las runas se apagaron una tras otra, sumiendo la sala en un susurro final de ceniza y magia rota. Solo entonces el muchacho sobreviviente cayó de rodillas, temblando. Su brazo ardía. La serpiente seguía viva en su piel… pero la estrella en su interior, incompleta. Y el grimorio, devorado por la piedra, aguardó en el olvido, esperando que, en algún futuro lejano, alguien viniera a reclamar el precio de aquel juramento prohibido. El escándalo no tardó en esparcirse por los rincones de Hogwarts como un incendio imposible de sofocar. Lo ocurrido aquella noche en la Sala de los Menesteres, aunque oficialmente silenciado, se convirtió en leyenda a medias, distorsionada entre susurros de pasillos y miradas furtivas. Algunos hablaban de un ritual fallido; otros, de una traición sellada en sangre. Pero todos coincidían en algo: un vínculo había sido roto, y el castillo jamás volvió a ser el mismo. Ethan Halliwell fue expulsado sin ceremonia ni despedidas. Su nombre, una vez prometedor, se convirtió en un susurro incómodo, apenas tolerado en los registros antiguos. Los Trent, abrumados por la vergüenza, partieron hacia Francia sin mirar atrás, mientras los Halliwell, fracturados por dentro, se dividieron: las mujeres, guiadas por una sabiduría más profunda que cualquier decreto escolar, emigraron a América, llevando consigo la herencia más preciada de su linaje, el Libro de las Sombras, legado de Melinda Warren; los hombres, en cambio, permanecieron en Inglaterra, desperdigados como hojas al viento, intentando sepultar su apellido bajo vidas discretas y silencios convenientes. Rechazado incluso entre los suyos, el joven caído acompañó a las mujeres en su exilio. San Francisco, aún en ciernes, les ofreció un refugio. Allí, bajo nombres cambiados y viejas protecciones mágicas, forjaron una nueva rama familiar. Las generaciones que siguieron fueron, casi exclusivamente, de hijas: portadoras del poder latente en la sangre, destinadas a proteger a los inocentes de las criaturas que acechaban en las sombras. Hasta que, en los años noventa, tres hermanas excepcionales reescribieron la historia de la magia: las nuevas Halliwell, herederas de un legado tan antiguo como los propios cimientos de su estirpe. Mucho tiempo transcurrió antes de que otro Halliwell pusiera pie en Hogwarts. Ambrose Halliwell nació en Inglaterra en los últimos estertores del siglo XX, como una anomalía largamente anunciada. Era un Halliwell varón, una rareza en un linaje donde la magia solía transmitirse principalmente a través de mujeres. Desde su primer aliento, fue diferente: sobre su brazo derecho llevaba una marca imposible de ignorar, una serpiente enroscada abrazando una estrella incompleta. No un capricho genético, sino el eco físico de un juramento olvidado, sellado en carne, una cicatriz sellada generaciones atrás. De cabello castaño oscuro al nacer, durante su adolescencia, bajo la tutela estricta de Minerva McGonagall y tras dominar los principios avanzados de transformación personal, Ambrose alteró deliberadamente el color de su melena: un rojo intenso imposible de ignorar. Un acto pequeño, sí, pero también un grito de independencia en un mundo que pretendía encasillarlo en legados que él no había elegido. El paso de Ambrose por Hogwarts, aunque discreto en apariencia, dejó huellas profundas. Ingresó en 1984 en la casa de Ravenclaw, formando parte de una generación marcada por secretos que serpenteaban por los corredores del castillo, entrelazándose con viejas glorias y tragedias silenciosas. Mientras Harry Potter aún era solo un nombre olvidado en algún registro polvoriento, el joven mago ya exploraba pasadizos ocultos y enfrentaba terrores que ni los profesores se atrevían a nombrar en voz alta. Fue uno de los pocos en desafiar las bóvedas malditas: sitios ancestrales selladas bajo Hogwarts, protegidas por maldiciones tan antiguos que la propia piedra parecía recordarlos. En su sexto año perdió a su mejor amigo, Rowan Khanna, asesinado por quien había sido su mentora, Patricia Rakepick. Allí también descubrió una verdad más amarga aún: su padre, Peregrine Halliwell, era el líder en las sombras de la organización secreta conocida como R. Ambrose no titubeó. Traicionó a su sangre, rompió cadenas invisibles y destruyó los cimientos podridos de su herencia oscura. Venció a su progenitor y, en ese acto brutal y necesario, se forjó a sí mismo. Tras su graduación en 1991 —el mismo año en que Harry Potter cruzó por primera vez el umbral del castillo—, se unió a ROCC, una división secreta del Ministerio de Magia encargada de localizar y desactivar maldiciones ancestrales. Durante años vagó por Egipto, Rusia, América Latina, enfrentándose a maravillas imposibles y horrores que ningún libro había registrado. Forjó su alma en la fragua de lo extraordinario. Cuando la Segunda Guerra Mágica estalló, no regresó por patriotismo ni por gloria. Volvió porque una voz antigua latía en su sangre: proteger, incluso a costa de su propia vida. Luchó en los pasillos conocidos de su vieja escuela, donde la piedra lloraba bajo el peso de la muerte. Vio caer a Nymphadora Tonks, a Remus Lupin, a Fred Weasley, y a tantos otros cuyos nombres sobrevivieron en monumentos de piedra y en la memoria de quienes aún respiraban. Cargó cuerpos hacia el Gran Comedor, las botas pesadas de barro, ceniza y sangre. Sobrevivió, pero el precio fue alto. Ahora, años después de aquel primer escándalo, algo volvía a agitarse en los cimientos de Hogwarts. Algo olvidado. Algo enterrado entre pactos rotos y nombres que el tiempo no logró borrar. El sello antiguo, aquella serpiente dormida durante tantos años, comenzaba a palpitar como si despertara de un juramento olvidado. Y en las noches más oscuras, cuando el viento golpeaba los ventanales de su hogar en Londres, Ambrose oía un susurro que no era suyo: "Vinculum Obscuria..." La vieja fortaleza lo reclamaba, como si le reclamara una deuda antigua. Porque algunos juramentos no mueren. Solo esperan. Mayo de 2003. El tren resopló con fuerza al detenerse en la estación de Hogsmeade, liberando una nube de vapor que envolvió el andén en un susurro blanco. Más allá de la bruma, el pueblo, encajado entre colinas cansadas por el tiempo, parecía resistir los años como podía. Las chimeneas escupían humo gris al cielo incierto, y las calles olían a tierra mojada, pastel de calabaza recién horneado y magia antigua que se aferraba a las piedras. Entre los pocos pasajeros, Ambrose Halliwell descendió del vagón con paso firme, su figura emergiendo de la niebla como si nunca hubiese dejado ese suelo. Vestía un traje oscuro bajo una capa larga de tejido grueso; el chaleco entallado, la corbata azul marino y la camisa blanca inmaculada decían más de su disciplina que cualquier palabra. El cabello rojo intenso, hechizado años atrás con maestría en transformaciones, contrastaba con la barba negra bien perfilada. Sus ojos, sin embargo, eran lo que más llamaba la atención: serenos, pero con un cansancio que no era físico. A un costado, el viejo bolso de cuero encantado colgaba de su hombro, ondeando levemente con cada paso. Allí guardaba todo lo necesario para sobrevivir a maldiciones, tumbas o recuerdos que no terminaban de morir. Sin prisa, cruzó la estación dejando tras de sí un rastro de humedad sobre las tablas viejas, y se detuvo bajo la marquesina para observar el pueblo que tantos inviernos lo había cobijado. Ni el castillo partiría… ni él. El camino hacia Las Tres Escobas era corto, y lo recorrió sin mirar atrás. El interior del bar no había cambiado: cálido, denso, lleno de olor a mantequilla derretida, madera pulida y conversaciones que parecían no haber terminado nunca. Las lámparas flotaban bajo vigas gastadas, y los rostros detrás de las jarras le parecieron familiares aunque no recordara nombres. Se despojó de la capa con movimientos lentos y se acercó a la barra. Allí, Rosmerta levantó la mirada justo cuando él dejaba el bolso encantado junto a un taburete. Sus ojos azules se agrandaron. —¿Ambrose...? —la voz quebrada por la sorpresa. Él asintió. —Han pasado demasiados años —añadió ella, rodeando la barra con pasos firmes, aunque algo más lentos que antes—. No creí volver a verte por aquí. Él extrajo una carta arrugada del interior de la capa y la deslizó sobre la madera. El sello de Hogwarts, aunque roto, aún brillaba bajo la luz. —McGonagall me escribió. Habrá una ceremonia por la batalla… y parece que necesitan que esté. Rosmerta tomó el sobre sin leerlo. No hacía falta. Asintió lentamente, y durante unos segundos, pareció mirar más allá del bar, más allá del presente. —Esa escuela nunca olvida a quienes la defendieron. El silencio entre ambos fue corto, cómodo. Luego ella buscó tras la barra una jarra limpia, y con la soltura de siempre, sirvió la cerveza de mantequilla más espumosa que tenía. —Toma asiento, Halliwell. Bébete esto y deja que el calor haga lo suyo. Pareces arrastrar fantasmas más que equipaje. Ambrose obedeció, cerrando los ojos con el primer sorbo. El sabor era el mismo: dulce, espeso, lleno de memoria. Ambrose lo sabía: no era el único que volvía marcado. Pero esta vez, no venía a cerrar heridas… sino a abrir viejas puertas. Y algo —en la marca que ahora palpitaba bajo su piel— le decía que la historia no había terminado con él. El rompemaldiciones Acarició la cicatriz encantada en su antebrazo, como si con ello pudiera calmar el eco de aquella promesa antigua, evocando otro momento reciente en que había sentido esa misma llamada: una noche, no tan lejana, cuando la sangre antigua de los Halliwell habló más fuerte que la lógica o la prudencia. Un mes antes, en San Francisco, había comenzado todo. Abril de 2003. La habitación alquilada temblaba con el aliento mudo de la ciudad. Desde el piso superior, el traqueteo lejano del tranvía sonaba como un lamento metálico. Sobre la mesita, una taza de café enfriaba su aroma junto a pilas de diarios ajados, documentos mágicos desvaídos y fragmentos de pergaminos rescatados de archivos condenados al olvido. Ambrose hojeaba las páginas amarillentas con obstinada calma, su mirada, curtida en décadas de misiones, atrapando cada palabra perdida como si fueran migas de un mapa olvidado. En una esquina de la mesa, bajo la luz mortecina de la lámpara, una hoja recién encontrada parecía latir como un corazón extraviado. Se detuvo. Un silencio denso lo envolvió. En medio de esos papeles, algo temblaba más allá del papel: Era un diario. O los restos de uno.. La firma —temblorosa pero inequívoca— decía: Mayr Trent. Un nombre que, hasta esa noche, no era más que una sombra en las leyendas familiares que todos evitaban mencionar. Mientras sus dedos seguían el trazo irregular de aquellas líneas que hablaban de juramentos sellados y sangre derramada por un amor prohibido, la atmósfera se endureció como si la magia suspendiera el aliento del lugar. Y entonces, como un eco de esas palabras, la marca en su brazo vibró con fuerza. Primero fue un cosquilleo. Luego, una quemazón ascendente, como si algo enterrado bajo la piel intentara abrirse paso. El mago apretó la mandíbula, luchando contra el impulso de arrancarse la carne a zarpazos. No era la primera vez que la sentía… pero esa noche era distinta. Esa noche no estaba solo. El primer aviso fue una sombra deslizándose furtiva más allá del marco de la ventana; apenas un segundo después, el zumbido agudo que siempre precedía a un hechizo de ataque le erizó la nuca. Reaccionó al instante, rodando fuera de la silla justo cuando una flecha silbó por el aire y se clavó con un chasquido venenoso en el respaldo que acababa de abandonar. No necesitaba confirmarlo. Ballesta. Veneno. Ángel negro. Se incorporó de un solo impulso, desenfundando la varita desde su manga mientras su otra mano ya empuñaba una daga de empuñadura oscura. El suelo vibró bajo sus botas justo cuando una segunda flecha volaba hacia su rostro. —¡Protego Maxima! —rugió. Un escudo iridiscente se desplegó a su alrededor, desvió el proyectil con un estallido de chispas verdes que iluminaron la estancia. Sin darle respiro, una figura encapuchada irrumpió por la ventana rota, avanzando con la elegancia letal de un cazador entrenado. En la ballesta aún palpitaba la cuerda recién disparada, tensa, hambrienta. Ambrose no pensó dos veces. Canalizó su magia hacia la punta de las botas y se desvaneció en un estallido seco de aire comprimido. Aparición. El mundo giró en espiral. Los sonidos se deformaron, arrastrados como ecos en el agua. Y entonces, con el crujido breve de un aterrizaje impreciso, su cuerpo reapareció en un callejón trasero de ladrillo rojo. Frente a él, imponente como una reliquia encantada, estaba el P3. Pero más que un simple bar, el club era un santuario: un espacio donde la magia tejida por generaciones aún resistía la oscuridad.. El mago sintió aquella energía tan pronto como cruzó el límite del lugar. La marca en su brazo se aquietó, como si, por un breve instante, el sitio reconociera su linaje… y lo aceptara como propio. No había tiempo para recuerdos. Desde el interior, se alzaban gritos entrecortados y el zumbido agudo de nuevas flechas cortando el aire. Corrió hacia una entrada lateral, una que había explorado años atrás durante una inspección rutinaria. La empujó con fuerza, y con un conjuro seco, rompió el encantamiento que la mantenía cerrada. Dentro, la escena era puro caos. Paige Matthews, aún en ropa de civil, se enfrentaba a dos atacantes encapuchados que se movían con una agilidad sobrenatural. Sus gestos eran precisos: un giro de muñeca para desviar una flecha, un orbe luminoso para esquivar una embestida. Pero estaba superada. Ambrose no vaciló. Apuntó al primero y conjuró un Depulso potenciado que lo estrelló contra una consola de sonido, reduciéndola a astillas flotantes. La bruja aprovechó el desbalance para contraatacar: se desmaterializó en una lluvia de orbes y reapareció encima del segundo enemigo, estrellándolo contra el suelo con un impacto amplificado por la magia. El rompemaldiciones giró sobre sí mismo, cubriendo la espalda de Paige, justo cuando otra presencia surgía en la entrada del club. Phoebe Halliwell. Su rostro, lívido, hablaba más que cualquier grito. Una premonición reciente aún parecía estremecerla por dentro. Sus ojos encontraron los de Ambrose. Luego recorrieron la escena. La tensión se disolvió. —No es el enemigo —dijo con firmeza. Él bajó la varita sin apartar la mirada de los restos del combate, consciente de que, aunque la lucha había concluido, la amenaza persistía en el aire como un eco suspendido. El emblema latía bajo su piel, ya no como una herida abierta, sino como un recordatorio implacable de algo mucho más profundo. Algo antiguo, olvidado por el tiempo, se había reactivado ese día, y su sangre —más que su mente— era la primera en reconocerlo. El polvo aún flotaba en el aire cuando Phoebe dio un paso al frente. La energía residual del enfrentamiento se aferraba a las paredes. No necesitaban discutirlo. Lo que fuera que los había unido en ese instante, no era coincidencia. Phoebe fue la primera en romper el silencio. —Debemos llevarlo a casa —expresó, sin alzar la voz, como si solo estuviera verbalizando algo que llevaba siglos sabiendo. Paige frunció el ceño, aún tensa, pero no discutió. Las hermanas sabían cuándo no había coincidencias. Y aquella tarde no dejaba espacio para el azar. La mansión Halliwell conservaba ese equilibrio extraño entre lo sagrado y lo cotidiano: una casa encantada no por fantasmas, sino por generaciones de amor, magia y sacrificio. Ambrose sintió el cambio de atmósfera en cuanto cruzó el umbral. El aire vibraba con una carga antigua, como si las paredes aún conservaran ecos no pronunciados de algo que no sabía si era historia o destino. Desde el vestíbulo, Piper Halliwell los recibió con Wyatt, su hijo, en brazos y una mirada que era todo menos cordial. —¿Quién es él? —preguntó sin rodeos, ajustando al bebé con el gesto natural de una madre acostumbrada a lanzar hechizos entre biberones. —Lo salvamos —respondió Paige. —¿O nos salvó él? —añadió Phoebe, sin apartar los ojos del hombre. Leo, esposo de la hermana mayor y su guía blanco, apareció desde la cocina con el ceño fruncido, como si el mero hecho de que un extraño estuviera en su casa lo hubiera alertado sin necesidad de palabras. —No lo traje por capricho —insistió la vidente, mirando a su hermana mayor—. Lo vi. En una premonición. Está vinculado a nosotras. A algo que viene. La hermana mayor soltó un suspiro cargado de todo lo que no quería decir delante de su hijo. Leo, sin protestar, intercambió una mirada tensa con ella y luego desapareció escaleras arriba con Wyatt en brazos, como si instinto y deber fueran una misma cosa. Ambrose no se justificó. No pidió nada. Solo aguardó. Fue Phoebe quien señaló las escaleras del desván. —Si hay respuestas, están arriba. El Libro lo dirá. El ático los recibió con un crujido solemne. Sobre el atril, el Libro aguardaba. El especialista en maldiciones cruzó el umbral. Su cicatriz ardió, como si algo lo reconociera. Paige se mantuvo cerca de la puerta. Phoebe se acercó sin palabras, los ojos entre asombro y desvelo. El pelirrojo extendió la mano. El libro tembló. Y se abrió solo. Las páginas se desplegaron con un susurro como de alas. Sin necesidad de intervención, una hoja se deslizó suavemente hasta detenerse en una entrada escrita a mano, antigua, de trazo firme. Ambrose parpadeó. No era un conjuro. Era un mensaje.

A quien herede el eco del juramento sellado:

Nuestra sangre no olvida.

Nuestra promesa no se rompe.

Busca donde empezó la ruptura.

El linaje no ha sido olvidado.

— Penny Halliwell.

La lámpara colgante osciló levemente, como si el hogar hubiera escuchado y respondido. Phoebe se acercó por detrás y leyó en silencio sobre su hombro. La expresión de su rostro no era la de una bruja sorprendida, sino la de una nieta reconociendo una voz fraternal. —Eso… no estaba ahí antes —murmuró. Ambrose no replicó. Las palabras vibraban en su interior, despertando memorias que no eran suyas. como si esas palabras lo hubieran esperado desde antes de su primer aliento. La guía blanca se adelantó con cautela, su expresión ya sin rastro de ironía. —¿Quién eres tú… en realidad? El mago alzó la mirada. Esta vez, no habló con distancia ni con reservas. —Soy un Halliwell. No por linaje declarado, sino por la cicatriz que lo nombraba sin voz. Y porque alguien, hace más de un siglo, cerró su historia antes de tiempo. El grimorio se cerró con un murmullo leve, como si aceptara sus palabras. No como una prueba, sino como parte de un pacto sellado antes de que cualquiera en esa habitación respirara. Y al ver el Libro cerrarse sobre aquella verdad, comprendió que No era un comienzo, sino la continuación de un ciclo interrumpido mucho antes. Ninguno habló tras ese gesto. Phoebe se quedó en el desván unos minutos más, en silencio. Paige se retiró sin mirarlo dos veces. Piper no volvió a subir, pero Ambrose supo que seguía al tanto, como todas las madres brujas que entienden cuándo el equilibrio se ha alterado. De vuelta al presente, aquella noche durmió poco. O no durmió en absoluto. El eco del mensaje seguía repitiéndose en su cabeza con una claridad que rozaba la obsesión. Busca donde empezó la ruptura. Y entonces lo entendió. Debía ir a Hogwarts al día siguiente. La ceremonia no había comenzado aún, pero el castillo se sumía en un silencio reverente. El rompemaldiciones cruzó las rejas de entrada sin ser anunciado, como quien vuelve a casa después de demasiado tiempo, sin esperar reconocimiento. Los pasillos, aunque más luminosos de lo que recordaba, no habían perdido su solemnidad ancestral. Las armaduras mantenían sus posturas erguidas, los retratos lo seguían con miradas discretas, y las escaleras, por una vez, parecían respetar su rumbo sin jugarle malas pasadas. Aquel día, hasta Hogwarts parecía inclinar la cabeza. Al llegar al Gran Comedor, lo encontró transformado. No había mesas largas ni ruidos de cubiertos. Solo un silencio reverente, un aire suspendido, como si las paredes mismas recordaran lo que había ocurrido cinco años atrás. Los estandartes de las cuatro casas colgaban en lo alto, ondeando apenas con el viento inexistente del cielo encantado. En el centro, una tarima baja sostenía cinco pergaminos extendidos: los nombres de los caídos durante la Batalla de Hogwarts. Profesores. Estudiantes. Fantasmas. Padres. Hijos. Todos escritos con la misma tinta. Sin jerarquías. Sin distinciones. Ambrose no se acercó. Ya los había leído antes. Algunos los había recogido con sus propias manos. Otros, los había visto morir. Tomó asiento en uno de los bancos laterales, junto a otros veteranos. Nadie hablaba. Nadie preguntaba. Todos sabían que los gestos sobraban. Hermione le dirigió una mirada fugaz, como si tratara de descifrar si era un recuerdo o una amenaza. Ron, en cambio, asintió con una mezcla de respeto y cansancio. Ambos sabían lo que significaba volver. A su derecha, un rostro más joven, sereno, cargado de cicatrices emocionales: Neville Longbottom. No intercambiaron palabras. Solo una inclinación de cabeza, suficiente para decir te recuerdo sin necesidad de voz. La ceremonia comenzó sin anuncio. La directora McGonagall subió con la compostura de siempre, aunque sus ojos cargaban más años que su cuerpo. Alzó su varita, y de ella brotó una melodía sin letra, una armonía antigua que parecía surgir desde el mismísimo techo. No hablaba de victoria. Hablaba de pérdida. Las notas envolvieron el salón con una calidez casi insoportable. Era una canción sin palabras, pero todos conocían su significado. Cuando la última nota se extinguió, el silencio volvió. No se aplaudió. No se agradeció. Se respetó. Y luego, poco a poco, comenzaron los movimientos suaves. Algunos se acercaron a leer nombres. Otros abrazaron en silencio. Unos cuantos dejaron pequeñas ofrendas: una carta, una flor, una piedra. Ambrose no se movió. Hasta que vio, al otro lado del salón, dos figuras que lo sacaron del recogimiento. Jacob Halliwell y Olivia Green. Su hermano y su cuñada. Él con el cabello más canoso y la espalda más firme. Ella, elegante en su silencio, sujetándolo como si siempre supiera cuándo no hacía falta hablar. El mago les sostuvo la mirada. Jacob le devolvió un leve asentimiento. No era perdón. Era algo más simple. Más necesario. Estoy contigo. El rompemaldiciones bajó la vista. La marca en su brazo volvió a latir: no una simple alerta, sino una invocación. Porque mientras todos conmemoraban el final de una guerra, él sabía que otra historia —más antigua, más personal— apenas comenzaba a despertar entre las piedras del castillo. Las campanas del ala oeste resonaron suavemente en la piedra, marcando el paso del tiempo como si el tiempo hubiese decidido no avanzar. Afuera, la bruma comenzaba a disiparse, revelando los contornos familiares de los jardines, donde un grupo de estudiantes cruzaba en silencio hacia la biblioteca. El rompemaldiciones no los siguió. Permaneció junto a la columna más cercana al umbral, dejando que el peso del silencio le ayudara a ordenar lo que acababa de sentir. El eco de la ceremonia aún vibraba en sus costillas, pero algo más... algo nuevo se abría paso bajo la superficie. Un cambio. Un reflejo. Fue entonces cuando escuchó la voz. —Y aquí está nuestro último invitado especial —anunció la directora con su tono característico de severidad amable—. Señor Halliwell, me gustaría presentarle a alguien. El pelirrojo se giró lentamente, con la cautela de quien ha aprendido a no confiar en las sorpresas. A su lado, la anciana sostenía su bastón con firmeza, y junto a ella, emergiendo desde las escaleras con el andar elegante de quien no necesita imponerse para ser notado, venía un rostro que no conocía… y que, sin embargo, su sangre reconoció al instante. Era más alto que la mayoría de los presentes, con hombros rectos y una postura que rozaba lo militar, aunque su ropa —pantalones oscuros, camisa de lino gris perla y un abrigo largo color grafito— lo hacía parecer más un académico que un guerrero. El cabello castaño claro, peinado hacia atrás con descuido deliberado, dejaba ver un rostro anguloso, de pómulos marcados y ojos color avellana, profundos, atentos. No había arrogancia en su expresión, pero sí un tipo de seguridad que no se aprendía en libros. irradiaba una sobriedad contenida como alguien que lleva años intentando no destacar y fracasando cada vez que entra en una habitación. —Maddox Trent —expresó McGonagall—. Graduado en Beauxbatons. Ha venido por invitación especial del Ministerio. Colabora con un programa de integración mágica entre comunidades rurales muggles y magos desplazados tras la guerra. Su enfoque ha sido... poco convencional, pero sorprendentemente eficaz. El rompemaldiciones asintió, midiendo sus palabras. —Una tarea difícil. —Sobre todo para quienes aún creen que el Estatuto del Secreto es una muralla —replicó el muchacho, con acento francés suavemente disfrazado. Su voz era grave, con un tono que parecía tener filo… pero también música. —Ha estado ayudando a reconstruir pequeñas aldeas donde la magia solía ser temida —añadió la directora, con una mirada que cruzó brevemente a ambos—. En su tiempo libre, claro, estudia patrones mágicos antiguos. Su interés por Hogwarts no es meramente simbólico. Ambrose quiso replicar algo, pero en ese momento ocurrió. Un estremecimiento, breve pero inconfundible, recorrió su brazo. La marca. Un segundo después, el joven francés frunció el ceño, llevándose instintivamente la mano al antebrazo, como si el mismo aguijón invisible le atravesara la piel. Sus miradas se cruzaron. No hubo palabras. Solo un reflejo compartido. Una inquietud que no venía del presente... sino de muy, muy atrás. McGonagall, quizás notando el extraño gesto compartido, cerró el libro que sostenía entre las manos y los contempló con la gravedad de quien ha visto demasiadas casualidades para seguir creyendo en ellas. —Ambos tienen habitaciones en la torre oeste —informó—. Me pareció adecuado. Antiguamente pertenecía a Slytherin... pero ya no se usa para estudiantes. Supuse que preferirían cierta privacidad. Ambrose no replicó. Tampoco el otro joven. Algo en el aire entre ellos ya había comenzado a girar, y la piedra bajo sus pies, aunque inmóvil, parecía menos estable que antes. Y por primera vez en muchos años, el viejo castillo volvió a sentir lo que significaba que dos hilos antiguos empezaran a tirar de un mismo nudo. Uno que llevaba más de un siglo esperando volver a tensarse. El atardecer había cubierto el castillo de sombras alargadas cuando el exalumno cruzó el pasillo que llevaba a la torre oeste. Las losas crujían con un ritmo casi musical, y el eco de sus pasos se mezclaba con el viento que filtraba notas apagadas entre los vitrales. Al llegar a la puerta de su habitación, no se sorprendió al ver que la otra estaba entreabierta. Maddox estaba dentro, quitándose el abrigo. Se volvió al sentir la presencia del recién llegado, sin prisas ni sobresalto. —¿Fue idea tuya elegir la torre oeste o también te condenaron a la nostalgia? Ambrose sonrió apenas. —No fue elección. McGonagall cree en las coincidencias con propósito. —Eso suena peligroso —replicó el francés, colgando su abrigo con precisión quirúrgica—. ¿Y tú? ¿También crees? —No tengo el lujo de no hacerlo. El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí denso. El rompemaldiciones cruzó el umbral de su propia habitación sin cerrarla del todo, dejando que el aire circulara entre ambos espacios. —¿Qué hacías en Francia? —preguntó, sin levantar la voz. —Reparando cosas —replicó el otro, sentándose en el alféizar de la ventana con la espalda recta—. Barrios, vínculos, personas. Enseñando teoría mágica a niños muggles en aldeas donde nadie recuerda ya qué es un mago. El pelirrojo lo escrutó con detenimiento. —¿Y los llamas niños muggles? —¿Y tú los llamarías de otra forma? Ambrose no replicó. Caminó hasta su escritorio, abrió su bolso encantado y sacó un cuaderno de tapas de cuero. Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo. —No eres un investigador cualquiera —expresó finalmente—. Tu apellido no aparece en los registros del Ministerio, al menos no con ese proyecto. Beauxbatons tampoco menciona tu beca de intercambio. Trent no lo negó. Se limitó a observarlo como quien espera que el otro termine de atar los cabos por sí solo. —¿Y qué crees que vine a buscar? Ambrose levantó la mirada. Por un segundo, sus ojos se encontraron y algo —una vibración imperceptible, una palabra sin voz— se encendió entre ellos. La marca ardió. Ambos se tocaron el brazo al mismo tiempo. Sin necesidad de hablar, supieron que la sensación era mutua. Ambrose fue el primero en romper el contacto visual. Aflojó los botones del puño y dejó al descubierto la serpiente entrelazada. La estrella rota en su centro parecía… distinta. Como si un borde nuevo, antes apagado, se hubiera encendido tenuemente. Maddox lo imitó, y por primera vez contempló su propia marca con atención. No era idéntica. Pero el diseño… la curvatura del cuerpo, la posición de la cabeza de la serpiente… era imposible que fuese una coincidencia. —¿Tatuaje mágico? —preguntó en voz baja, como si temiera despertar algo. —No. Es… antiguo. Un legado —replicó Ambrose sin apartar la vista de su piel—. Un error. Un silencio más largo los envolvió. —¿Y qué haces con un error así? —susurró el francés, casi para sí. Ambrose se encogió de hombros. —Puedes ignorarlo. O enterrarlo. Pero tarde o temprano… te alcanza. La ventana vibró suavemente con el viento. Lejos, una lechuza surcaba el cielo nocturno. Maddox bajó la manga y se puso de pie. —¿Tienes un plan? Ambrose dudó. Luego asintió. —No uno que me guste. —¿Y uno que funcione? Expulsó el aire con un suspiro áspero. —Todavía no. —Entonces supongo que esta conversación no ha terminado. Trent cruzó el pasillo con paso firme y, antes de cerrar la puerta detrás de él, lanzó una última frase sin mirar atrás: —Despiértame si la marca arde de nuevo. El clic del picaporte fue el único sonido que permaneció, disipándose como un susurro que no se atrevía a quedarse. Ambrose bajó la mirada a su brazo, a La serpiente, inmóvil bajo la piel, latía con una paciencia que no pertenecía al presente. Porque todo acababa de empezar. La noche cayó sobre Hogwarts con un silencio tenso. El castillo parecía escuchar en silencio, como si su propia historia dependiera de cada palabra no dicha. El joven de Beauxbatons se removía entre las sábanas, atrapado en un sueño que no le pertenecía. Veía fuego verde, oía una voz susurrar en latín arcaico, y sentía en la piel el calor lacerante de un símbolo grabándose en su brazo. Por un instante, fue otro. Una túnica verde, ondeando en un círculo de piedra, una risa nerviosa, una mirada cómplice. Su mano, no suya, aferraba un cuchillo de plata. La marca ardía antes de existir. Despertó con un grito seco, jadeando. La marca vibraba como si un conjuro ancestral la hubiera despertado desde otro tiempo. En la habitación contigua, el rompemaldiciones se incorporó de golpe. No había pesadillas, ni ruidos evidentes. Solo el zumbido agudo de la magia desbordada. Sobre su escritorio, los libros se habían abierto solos, las páginas pasando con violencia hasta detenerse en un conjunto de símbolos que no veía desde su adolescencia: runas prohibidas, idénticas a las del ritual sellado por Mayr y Ethan. La torre oeste vibró sutilmente. Una ráfaga de aire helado se deslizó por los pasillos del sexto piso. Las antorchas titilaron, y un retrato de Brutus el Vehemente despertó sobresaltado, gritando: “¡La sangre no olvida!”, antes de volver a dormirse, sudando tinta. A la mañana siguiente, tres pinturas en el pasillo de Astronomía se negaban a regresar a sus marcos. Murmuraban nombres en un idioma muerto. En el aula vacía de Encantamientos, una inscripción apareció grabada en el escritorio que una vez perteneció al profesor Flitwick, aunque nadie había pisado esa sala durante la semana: “Donde se rompió el hilo, allí renace el eco.” Nadie supo quién lo había escrito. Nadie entendió del todo su sentido. Pero cuando el pelirrojo la leyó en el desayuno, bajó la vista con el ceño fruncido. Al otro extremo del Gran Comedor, el francés sintió un escalofrío idéntico, aunque no pudiera explicarlo. Esa noche, ambos se encontraron frente a la Sala de Astronomía, como si un hilo invisible los hubiese guiado. Ninguno preguntó por qué. —No fui yo —dijo Maddox, rompiendo el silencio. —Lo sé —replicó Ambrose, con la voz tensa—. Fue la marca. Se miraron en silencio. El aire se volvió espeso. Las paredes parecían retener el aliento. Desde algún lugar recóndito del castillo, las runas selladas comenzaban a brillar con una luz pálida. Como si una voluntad olvidada despertara. —¿Qué es todo esto? —susurró el francés, bajando la voz como si temiera nombrar en voz alta lo evidente. —He estado investigando —replicó el exalumno, cruzando los brazos—. Desde antes de llegar a San Francisco. Las pistas eran vagas, inconexas... hasta que apareciste. —¿Y ahora? —Ahora todo encaja. O empieza a hacerlo —añadió, con un gesto vago hacia las paredes del pasillo—. Si quieres respuestas, ven conmigo. —¿Y si no quiero? —preguntó el otro, aunque ya sabía la respuesta. —Entonces igual te van a encontrar. La serpiente tatuada en sus brazos parecía dormir… pero ambos sabían que no descansaba. El especialista en maldiciones se giró sin esperar réplica, y el otro lo siguió en silencio. Hogwarts, centinela de pactos olvidados, les abrió paso sin emitir juicio. La torre oeste estaba sumida en un silencio reverente cuando ambos cruzaron el umbral del despacho encantado que el rompemaldiciones había adaptado como centro de operaciones. Una lámpara flotante giraba sobre sus cabezas, derramando una luz ámbar sobre estantes repletos de volúmenes maltratados, pergaminos restaurados y un baúl cerrado con cinco cerraduras mágicas. Frente al escritorio, Ambrose se inclinó, retirando con cuidado un paquete envuelto en tela rústica. Lo desenvolvió con precisión, como si tocara un artefacto peligroso. El interior reveló un cuaderno de tapas negras, cantos dorados y una firma aún legible pese al desgaste del tiempo: Ethan Halliwell. Trent se aproximó en silencio. No preguntó. Sus ojos, atentos, recorrían las letras sin tocarlas. —Lo encontré en la mansión Halliwell —expresó el pelirrojo—. Bajo el piso del desván. Había un compartimiento oculto... como si hubiera esperado siglos para ser hallado. No hubo respuesta inmediata. Solo un leve asentimiento, y la mirada de Maddox, fija en el diario. —No está encantado —añadió el especialista en maldiciones—. Pero vibra. Como si lo que contiene no quisiera ser recordado. El francés guardó silencio. Luego, sacó algo de su abrigo: un cuaderno más delgado, cuero envejecido, el cierre gastado por el tiempo. Lo colocó junto al primero. —Me lo entregó una descendiente de los Trent. Bisnieta de Eulalie, hermana menor de Mayr. No sabía qué contenía. Solo expresó que había estado en su familia desde siempre... sin abrir. Ambrose lo observó en silencio, antes de abrir el suyo. —¿La marca... empezó a arder tras leerlo? El joven asintió. —Como si respondiera a algo que no entendía. El pelirrojo hojeó hasta una página específica. El tono de su voz bajó apenas. —Ethan describe el ritual como un pacto. No solo amoroso, sino mágico. Vinculum Obscuria... una simbiosis para proteger el linaje a través del tiempo. Maddox frunció el ceño. —¿Y falló? —Usaron magia ancestral sin aprobación del Círculo. Sin guía. Y lo pagaron. El francés abrió el diario marrón. Lo hojeó con precisión, hasta hallar una entrada escrita con trazo firme. —Mayr temía otra cosa. No la magia. A alguien. Alzó la vista. —Una bruja joven. Se les apareció en el ático antes del ritual. Habló como si los conociera... les advirtió que no lo hicieran. Que, si lo hacían, el vínculo los condenaría a siglos de repetición. Ambrose parpadeó lentamente. —Penny... —¿La conoces? El pelirrojo asintió. —Las Halliwell la invocaron. Hace un mes. Un hechizo de sangre. Penny replicó. Habló de su bisabuelo. De cosas que nadie más sabía. Dijo que Ethan le había confiado un secreto antes de morir... el lugar donde escondió esto. Abrió con cuidado un pequeño estuche, protegido por encantamientos de seguridad. Dentro, un frasco conteniendo un líquido plateado se agitó como si respirara. —¿Es lo que creo? Ambrose asintió. —Memoria destilada. La encontraron en la mansión. Penny dio instrucciones para guardarla, aunque no sabían por qué. El francés bajó la mirada al vial. Su voz fue casi un susurro: —¿La viste? —Aún no. Pero sé dónde hacerlo. Se giró, clavando la vista en él. —El pensadero de Dumbledore. Oficina de la directora. Oculto tras el retrato de Dilys Derwent... bajo la escalera. Solo sangre reconocida puede acceder. Maddox levantó una ceja. —¿Y si no nos reconoce? Una sonrisa fugaz, pero segura, cruzó el rostro del otro. —Lo hará. Un breve silencio los envolvió. Entonces, el francés extendió el diario. —Mayr dejó algo más. La página estaba desgastada. Pero el mensaje seguía intacto: "La marca no es castigo. Es hilo. Si alguien más la lleva, el ciclo puede desatarse. Esa mujer expresó que no era el final... solo una costura fallida. Que alguien vendría a comprenderla." Ambrose bajó la vista a su brazo. La serpiente no brillaba. No sangraba. Pero palpitaba con un calor imposible de ignorar. Sus miradas se cruzaron. Trent bajó la mirada al vial de plata. —¿Y si no queremos saber? —susurró, más para sí que para su compañero. Ambrose sostuvo el frasco un segundo más antes de responder. —Ya no es una opción. Debemos ver la memoria —expresó el rompemaldiciones con voz firme— Porque si confirma lo que sospecho… No somos los únicos marcados. Maddox no respondió de inmediato. Luego, asintió. —El castillo lo está. Ambrose guardó el diario y el frasco, abrochando los cierres con magia precisa. Se detuvo un momento antes de salir. —Hoy no venimos a romper el juramento. Le sostuvo la mirada. —Venimos a entenderlo. Salieron de la habitación. El pasillo los envolvió en penumbra. Y Hogwarts, con sus muros cargados de historia, los dejó avanzar sin resistencia. Pero algo, en lo más profundo del castillo, pareció despertar. El aire cambió. No de temperatura, sino de densidad. Como si las piedras hubieran inhalado al unísono. Una vibración leve recorrió el corredor, deslizándose por las paredes como una corriente apenas perceptible. El pelirrojo se detuvo primero. Maddox se giró hacia él. —¿Lo sentiste? Asintió lentamente, con los ojos clavados en la piedra. Justo entonces, en la intersección de los pasillos que conducían a la Torre Norte, una sección del muro comenzó a resquebrajarse… sin romperse. Las piedras no caían. Se replegaban hacia adentro, revelando una abertura negra, estrecha, pulsante como una herida que respira. Una escalera de caracol descendía en espiral hacia las entrañas del castillo. Vieja. Antinatural. Como si hubiese estado allí antes de que Hogwarts tuviera nombre. Ambrose tragó saliva. —Nunca aparecía en el Mapa del Merodeador… —¿Mapa del Merodeador? —Un objeto mágico. Lo tuve en mis manos una vez, cuando era estudiante. Pero una antigua profesora me lo quitó antes de que entendiera cómo leerlo. —¿Y no lo recuperaste? —preguntó el francés, frunciendo el ceño. —Fred y George lo usaron después. Creo que terminó en manos de Harry Potter… Nunca pregunté. Maddox sonrió, apenas. —Increíble que el castillo tenga su propio mapa. Sin responder, comenzaron a bajar. Cada peldaño latía bajo sus pies. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones que reaccionaban al calor de sus marcas. Las runas se encendían solo al contacto, como si reconocieran la sangre. El silencio era espeso. A mitad del descenso, Maddox murmuró: —Nací en Burdeos. Mi madre es Sanadora, mi padre fue bibliotecario mágico. —¿Por qué me lo dices? —inquirió el rompemaldiciones sin mirarlo. —Porque si morimos aquí abajo, al menos quiero que sepas quién estuvo a tu lado cuando pase. Ambrose soltó un suspiro áspero, sin detener el paso. —Y también —añadió el francés tras una pausa—, porque de niño, lo único que quería ser… era maldito. Eso hizo que Halliwell girara el rostro apenas, una ceja enarcada. —¿Maldito? —Sí. No auror, ni jugador de quidditch, ni héroe —replicó con una sonrisa ladeada—. Solo... tocar la magia antigua, la peligrosa. La que no sale en los libros. Supongo que en vez de temor, me provocaba curiosidad. —La misma que te trajo hasta aquí. Maddox no replicó de inmediato. Solo bajó un escalón más antes de preguntar: —¿Y tú? ¿Siempre supiste lo que eras? Ambrose tardó unos segundos en responder. Su voz bajó apenas, como si el eco del castillo pudiera traicionar cada sílaba. —No. Me lo enseñaron a la fuerza. El especialista descendió un par de escalones más antes de continuar, la voz ahora más baja. —Perdí a mi mejor amigo en el Bosque Prohibido. Hubo un silencio breve. Maddox no lo interrumpió. —Alguien que creía que era mi mentora resultó ser una traidora —añadió tras unos segundos, como si cada palabra le costara más que la anterior—. Lo asesinó con la maldición asesina frente a mis propios ojos. El francés frunció apenas el ceño, pero no expresó nada. Solo bajó con él, en sincronía. —Y mi padre… dirigía una organización clandestina para controlar mentes en el Ministerio. Maddox se detuvo en seco cuando escuchó esas palabras. —Supongo que desde que rompí la primera maldición de una bóveda antigua… decidí convertirme en rompemaldiciones. No por vocación. Por necesidad. El otro guardó silencio unos peldaños más. Luego, sin girarse, susurró: —Leí sobre eso antes de venir. ¿Y lo lograste? —Lo suficiente como para seguir bajando —replicó el pelirrojo—. Pero nunca dejo de dudar si pertenezco. También se detuvo un instante. Lo miró de reojo. —Todos lo dudamos. Los que no… suelen ser los más peligrosos. Volvieron al silencio. La escalera desembocó en una cámara circular. En el centro, suspendido sobre una base de piedra ennegrecida, flotaba un pensadero. No era plateado ni claro. Su superficie era densa, oscura, como un mineral vivo. Sobre la entrada, tallada con magia en el arco: "Solo aquel que carga el error puede mirar sin romperse." El rompemaldiciones se aproximó al pensadero. La marca en su brazo vibraba, no con dolor… sino con memoria. Sorda. Profunda. Sacó el vial de plata. Dudó. Lo sostuvo entre los dedos, miró al otro mago. Este asintió sin palabras. Vertió el contenido. La sustancia no cayó: fue absorbida. Como si el pensadero se lo hubiera estado esperando. Ambos se inclinaron. La superficie no era líquida, ni sólida. Era algo más. Y entonces el mundo desapareció. El aire cambió antes que la luz. Un tirón en el estómago. El frío. Cayeron de pie. Pero no en piedra, ni tierra. El suelo bajo sus pies era irregular, cubierto de baldosas agrietadas y estanterías desplazadas, como si la sala misma hubiera intentado contener la energía del ritual… y fracasado. La Sala de los Menesteres no se mostraba como un refugio; Esta vez era un santuario profanado: alta, cavernosa, con techos que parecían respirar y muros envueltos en oscuridad líquida. El fuego del círculo rúnico parpadeaba en tonos verdes, envolviendo a dos figuras en el centro. Ethan y Mayr. Jóvenes. Temblorosos. Unidos por las manos, recitando una plegaria mágica prohibida. No había espectadores. Solo el eco de sus voces y la oscilación del fuego. Las runas, escritas con tiza y sangre, ardían cada vez que una palabra era pronunciada. Pero algo no encajaba. El pelirrojo frunció el ceño. —¿Ves el desfase en el flujo? Su compañero no respondió. Había retrocedido un paso. Y entonces la vieron. Al fondo de la sala, justo fuera del círculo de fuego, una figura encapuchada permanecía inmóvil. Su presencia distorsionaba la magia como si absorbiera el entorno. No estaba hecha del mismo tejido que el recuerdo. Ambrose lo supo de inmediato. —Eso no estaba registrado. La figura alzó el rostro. No había rostro. Solo sombra. Y entonces, como una exhalación que no pertenecía al tiempo, se oyó: "El ciclo debe continuar." Las llamas del ritual se retorcieron hacia adentro, y todo se disolvió. Emergieron como quien despierta de un ahogo. El pelirrojo jadeó, con las manos temblando. Su compañero cayó de rodillas. La cámara vibraba. No por magia. Por verdad. El rompemaldiciones se incorporó. Lentamente. —No eran solo ellos. Maddox alzó la cabeza, pálido. —No fue un accidente… El otro cerró los ojos. La cicatriz palpitaba, viva, como si respondiera a una verdad recién desenterrada. —El ciclo fue escrito. Por alguien más. Sobre la puerta de salida, una nueva inscripción palpitaba: "El eco no termina en quienes lo inician. Solo en quienes se atreven a romperlo." Salieron de la cámara sin intercambiar palabra al principio. La piedra había guardado silencio tras la visión, pero en el aire aún flotaba el pulso de una verdad incómoda. Ninguno quería romperlo del todo. Fue Maddox quien lo hizo primero, murmurando con los ojos fijos en la escalinata: —Tenemos que encontrar esa sala dentro del castillo. Ambrose no replicó al instante. Inspiró hondo, como quien conecta puntos en su mente que no deseaba volver a tocar. —No cabe duda —dijo finalmente, con la voz más grave que antes—. Esa sala... es la Sala de los Menesteres. El francés se volvió hacia él, ceño fruncido. —¿Jamás creíste que existiera? Un suspiro escapó del pecho del pelirrojo, cargado de recuerdos más viejos que su expresión. —De estudiante, escuché rumores. Profesores susurrando en pasillos cuando creían que nadie oía. Decían que era una sala cambiante… mágica. Que aparecía solo cuando uno la necesitaba, de verdad. —¿Algo como un campo de entrenamiento? —aventuró el otro, con los brazos cruzados. —Más bien un centro de operaciones. —La mirada del británico se perdió por un segundo en el pasillo frente a ellos—. Te entrega lo necesario. No lo que deseas, sino lo que te ayuda a lograrlo. Un silencio breve los envolvió, antes de que Maddox diera un paso hacia la salida con una media sonrisa tensa. —Si logramos encontrarla, podríamos descifrar ese ritual. —No cantemos victoria todavía… —advirtió Halliwell, deteniéndose a mitad de camino. La pausa que hizo cargó la frase de un peso particular. —Nadie sabe con certeza dónde está esa dichosa sala. Si nuestros antecesores la usaron, es porque ellos la necesitaban. No porque supieran hallarla. El francés chasqueó la lengua, frustrado. —Tan cerca… y a la vez tan malditamente lejos. Ambrose no respondió. Se detuvo frente al muro más estrecho del corredor, donde la piedra parecía menos sólida, más blanda. Sin pronunciar palabra, comenzó a caminar de un lado a otro, tres veces, con la misma cadencia que recordaba de su adolescencia. Maddox lo observó, sin entender al principio. Pero entonces el muro tembló. —¿Qué estás haciendo? —Shhh… —sentenció el pelirrojo, deteniéndose en seco—. Tengo la sospecha de que estamos cerca. —No lo entiendo. —Ya lo verás. No se abrió como una puerta ni se desplomó como un pasadizo. Se replegó hacia sí mismo con un suspiro áspero, revelando un umbral irregular que palpitaba como si el castillo hubiese contenido la respiración demasiado tiempo. La Sala de los Menesteres los recibió sin ceremonia. —Si nunca estuviste en esta sala —preguntó el francés—. ¿Cómo sabías que estaría acá? —Te dije que la sala busca a quien la necesita… Entonces, apareció porque la necesitamos. El aire era espeso, cargado de una humedad antigua. El techo se hallaba recubierto de bruma suspendida en ámbar, como si cada partícula esperara ser inhalada por el destino. Fragmentos de cristal flotaban entre columnas agrietadas, y el suelo, cubierto de ceniza y polvo dorado, crujía con cada paso. En el centro, el círculo. Roto. Incompleto. Pero aún latente. Las runas que lo conformaban brillaban débilmente, como brasas ocultas bajo la piedra. Las marcas de sangre vieja se entrelazaban con líneas más recientes, que palpitaban con una luz espectral. Ambrose. Maddox. —No los tallé —murmuró el rompemaldiciones, con la voz ronca. —Ni yo —replicó el otro, frotando su antebrazo con una incomodidad creciente. Entonces ocurrió. Sin advertencia, el aire se contrajo. El círculo tembló. Entonces, dos figuras emergieron del centro del ritual: Ethan y Mayr. Pero no como en la memoria. No eran visiones puras ni fantasmas luminosos. Sus contornos eran inestables, oscilantes, como si el fuego del ritual original los hubiese distorsionado para siempre. No había emoción en sus rostros, solo vacío. Y entre ellos, la figura sin rostro. Alta. Oscura. Suspendida. Un agujero en la realidad. Un pedazo de noche sin estrellas que latía al ritmo de un conjuro maldito. Maddox sintió cómo la marca le ardía, pero no con dolor. Era como si alguien intentara escribir con fuego dentro de su carne. —¿Es él? —preguntó Maddox, sin aire. Ambrose no respondió. Porque en su interior, ya lo sabía. Ese no era Ethan Halliwell. Era lo que quedó de él. No un fantasma, ni una proyección. Sino algo peor: un fragmento arrancado de su alma el día en que el ritual falló. Una porción de conciencia detenida en el tiempo, corrompida por la pérdida, disuelta en culpa. Aquella presencia no respondía al Ethan que sobrevivió, ni al que tuvo descendencia. No había memoria en sus gestos, ni intención consciente en su forma. Solo el residuo de una decisión inacabada. Esa sombra, esa grieta flotando entre ruinas, era el eco del hechicero que no supo —o no quiso— dejar ir. —¿Qué es eso? —preguntó Maddox en voz baja, como si temiera ser escuchado. Ambrose no respondió de inmediato. Apenas respiraba. —No lo sé —dijo por fin, sin apartar la vista de la figura suspendida frente a ellos—. Pero no es él. No del todo. —¿Lo conoces? —No... —tragó saliva—. Y al mismo tiempo... siento que sí. —¿Cómo es posible? Ambrose bajó la mirada hacia su antebrazo. La marca palpitaba con un calor que no era físico. — La marca... está respondiendo. Como si algo en él… me recordara. No por linaje. No por poder. Sino por algo más primitivo. Un estremecimiento visceral. Un susurro que no venía de fuera, sino desde dentro. Desde la marca que ardía, reclamando un recuerdo que no le pertenecía… y, aun así, lo atravesaba. —No es solo él —murmuró Ambrose, más para sí que para el otro. —¿Qué dijiste? —preguntó Maddox, sin apartar la vista del círculo. El rompemaldiciones frunció el ceño. Sus ojos se movieron entre las dos figuras distorsionadas. Una de ellas —la que parecía Ethan— temblaba como si contuviera un dolor que no podía nombrar. La otra —Mayr— permanecía rígida, con la cabeza apenas ladeada, como si aún vigilara algo más allá de lo visible. —No son solo fragmentos. No están completos… pero tampoco están separados. Están atrapados —dijo el inglés, con la voz quebrada—. Atados por algo que los mantiene en este lugar… juntos, pero rotos. Maddox tragó saliva. La tensión en la sala se intensificaba con cada segundo. Las marcas en sus brazos ardían más fuerte, como si respondieran a una fuerza antigua despertando. —¿Crees que lo saben? —preguntó, apenas un susurro. —No lo sé —respondió Ambrose—. Pero si sienten lo que yo siento… entonces saben que no pueden sostenerse mucho más. El círculo comenzó a vibrar. Las runas emitieron un destello agudo, y una ráfaga de aire barrió la sala. Las figuras comenzaron a fundirse lentamente, sus contornos mezclándose, no como una unión armoniosa, sino como dos mitades que nunca debieron separarse, ahora forzadas a recomponerse. Entre ellas, la figura sin rostro se agitó. El conjuro no había terminado. Aún no. El suelo vibró. Una de las columnas del fondo crujió al quebrarse, cayendo a cámara lenta sobre el círculo sin llegar a tocarlo. El aire se volvió estático, denso, como si el tiempo mismo se rehusara a avanzar. La figura sin rostro se alzó. Extendió los brazos. Y el conjuro respondió. Un latigazo de energía surgió desde el círculo, directo hacia Maddox. El francés alzó su varita a tiempo. El escudo se formó por instinto, pero la fuerza del impacto lo arrojó varios metros hacia atrás. Ambrose gritó su nombre. Pero no pudo alcanzarlo. Las runas se encendieron bajo sus pies, formando un segundo círculo alrededor del pelirrojo, aislándolo. —¡Maddox! Otro rayo cruzó la sala. Esta vez no fue directo: una curva de energía en espiral buscó rodearlo. Maddox rodó por el suelo, alzando una barrera doble con un giro de muñeca. —¡No me vas a tocar! —espetó, jadeando. La figura sin rostro no respondió. Pero las runas sí. Del techo, fragmentos de cristal comenzaron a descender como cuchillas suspendidas. Una a una, giraban sobre sí mismas, convocadas por la voluntad del ritual incompleto. Maddox respiró hondo. Sabía que no podía resistir mucho más. Alzó su varita con firmeza, y esta vez no se limitó a defenderse. Disparó un hechizo frontal, directo al círculo. —¡Inverso! —gritó, torciendo el movimiento en el aire. La explosión desvió parte de la energía, haciendo temblar la estructura flotante. Las figuras de Ethan y Mayr parpadearon, como si algo en ellas se desestabilizara. Ambrose, desde el otro lado, trató de avanzar, pero el círculo lo mantenía prisionero. —¡No es una defensa! —gritó Maddox, comprendiendo de golpe—. ¡Está buscando completarse! —¿Qué? —El ritual... no busca repetir. ¡Busca terminar lo que no pudo! ¡Nos quiere a nosotros para sellar lo que quedó abierto! El rompemaldiciones palideció. Las runas bajo sus pies comenzaron a elevarse, flotando alrededor como hojas arrancadas por el viento. El mago francés apuntó al centro del círculo. La marca en su antebrazo ardía como fuego líquido. —Entonces… completemos el maldito ritual. Pero esta vez, a nuestra manera. Maddox se irguió con dificultad. La marca en su antebrazo ardía con un fuego que ya no era metafórico. Los cristales giraban sobre su eje, descendiendo como cuchillas lentas pero ineludibles. La figura sin rostro flotaba sobre el centro del círculo, como un dios silente esperando su ofrenda. Ambrose miró el patrón de runas que lo rodeaba. Su respiración era irregular, pero su mente no. Seguía funcionando. Descompuso las líneas, interpretó los cruces, rastreó el símbolo base. —¡Es un conjuro de eco! —gritó, más para sí que para Maddox—. No es solo un ritual fallido. Es un bucle. Está repitiendo las condiciones exactas del original. Nos está reemplazando. —¿Y qué propone tu cerebro brillante? —respondió el francés, con el pulso temblando. El pelirrojo clavó la mirada en él. Sus ojos estaban fijos, lúcidos. Ravenclaw hasta el último aliento. —No podemos romperlo desde fuera. Pero si entramos... si sincronizamos nuestras marcas al punto central y sobreescribimos el patrón, podríamos forzar un colapso interno. —¿Podríamos? —O podríamos quedar atrapados igual que ellos. El silencio duró un segundo. Uno denso, definitivo. —¿Y eso es un riesgo que estás dispuesto a correr? Ambrose bajó la vista. Luego, alzó la cabeza. —No. Pero es un riesgo que no vamos a dejar que alguien más herede. Maddox sonrió con amargura. —Por Merlín… ¿Siempre tienes que tener la última palabra? Ambrose caminó hacia el borde del círculo. Las runas intentaron repelerlo, pero no se detuvo. La marca en su piel brillaba ahora con un resplandor blanco, como si respondiera a la lógica que acababa de comprender. Maddox se alineó desde el lado opuesto, su varita lista, el cuerpo tembloroso, pero el alma firme. —¿Listo? —preguntó. —Nunca. Pero vamos. Ambos avanzaron al unísono. Las runas se reconfiguraron al instante, girando como engranajes arcanos. La figura sin rostro se retorció, como si entendiera demasiado tarde lo que estaban por hacer. Las marcas resonaron entre sí. Y el ritual comenzó a colapsar… o a cumplirse. La luz surgió del centro con un estallido seco, imposible de mirar. No era blanca ni dorada. Era el color de los recuerdos no dichos, del amor perdido, del sacrificio callado. Las runas dejaron de girar. No por rendición, sino porque algo había cambiado en su estructura. Como si el ritual hubiera entendido que el final no estaba en la sangre… sino en la voluntad. Ambrose sintió la marca consumiéndolo por dentro. No ardía: se expandía, como si deseara absorber todo lo que era. Como si quisiera tomar todo lo que era. Maddox, frente a él, alzó una mano. No como escudo ni amenaza, sino como ancla. —Si esto falla... —murmuró el francés. Ambrose sonrió. Un gesto leve, apenas una sombra. —Entonces no fallará. Las marcas brillaron. Las figuras atrapadas Ethan y Mayr se estremecieron. No hubo súplicas. No hubo gritos. Solo un atisbo de calma en rostros que llevaban siglos rotos. El conjuro reconocía su final. Y lo exigía. Ambrose y Maddox no huyeron. No imploraron. Solo unieron las manos, con la convicción de quien abraza su destino. La figura sin rostro se quebró en silencio. No fue un grito ni una explosión, sino la ruptura de algo que ya no tenía reflejo. Y con ella, los nombres dejaron de ser pronunciables. No grabados. No borrados. Solo disueltos en luz. El pasillo donde alguna vez estuvo la entrada permaneció cerrado por semanas. Algunos aseguraron que las paredes temblaban de vez en cuando, como si recordaran algo que no sabían cómo expresar. Filch prohibió a los estudiantes acercarse. McGonagall ordenó una revisión estructural. Ningún hechizo revelador mostró irregularidades. Solo un aprendiz de San Mungo, en prácticas con Pomfrey, notó una grieta delgada como una hebra de cabello en una de las paredes cercanas. Nadie supo decir cómo había llegado ahí. Tampoco por qué brillaba bajo ciertas fases lunares. Una noche, durante una patrulla rutinaria, el profesor Longbottom juró haber visto dos figuras cruzando la galería del ala oeste. Una de ellas cojeaba. La otra llevaba la cabeza cubierta por una capucha. Ninguno de los dos volvió a aparecer. Tampoco dejaron huellas. Días después, el diario de registros mágicos espontáneos anotó un símbolo no clasificado en la torre de Astronomía. Nadie lo entendió. Nadie lo borró. Pero alguien lo reconoció. Y desde ese día, Hogwarts volvió a dormir… aunque nunca del todo. San Francisco. Una madrugada templada. En la mansión Halliwell, todo dormía. Incluso la magia. Solo la luna, colándose entre las ventanas del ático, iluminaba el viejo atril donde descansaba el Libro de las Sombras. Ninguna de las hermanas lo había consultado esa semana. Hasta que algo... cambió. Sin manos que lo tocaran, el Libro se abrió por sí solo. Las páginas pasaron como movidas por una brisa invisible, hasta detenerse en una hoja que no estaba ahí antes. El papel parecía tejido con ceniza y memoria, y una tinta oscura aún vibraba como si acabara de ser escrita. Paige fue la primera en subir. —Piper —llamó, apenas un susurro—. Ven a ver esto. La mayor se frotó los ojos y subió con paso lento, Wyatt dormido en brazos. Pero al ver el Libro, se detuvo. La hoja no era común. No pertenecía al grimorio. Sobre ella, dos nombres. "Ambrose Halliwell. Maddox Trent. " Y, debajo, una única línea manuscrita: "Donde la sangre eligió callar, el eco decidió recordar."_ —Eso… no estaba ahí antes —murmuró Paige. —Y ahora sí —replicó Piper, apretando al bebé contra su pecho—. Tal vez siempre estuvo… y solo necesitábamos recordarlo. La página se desintegró en ceniza segundos después. No ardió. No se desvaneció. Se deshizo como si jamás hubiera existido… salvo para quienes debían verla. Ninguna de las dos dijo nada más. Pero aquella noche, el Libro de las Sombras no volvió a cerrarse.

“Y bajo el latido del libro, el eco... siguió respirando.”

FIN

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