ID de la obra: 977

Linea Blanca

Slash
NC-17
En progreso
2
Tamaño:
planificada Mini, escritos 18 páginas, 8.566 palabras, 2 capítulos
Descripción:
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Capítulo 1

Ajustes de texto
La habitación sumida en penumbras parecía suspendida en el tiempo, como si el mundo exterior hubiera decidido detenerse para este momento íntimo de preparación. El velador de mesa, con su pantalla de tela gastada por los años, proyectaba un círculo dorado sobre el suelo de madera, creando fronteras entre la luz y las sombras que danzaban en las paredes. Era pasada la medianoche, y Tokyo dormía inquieta bajo la amenaza que se cernía sobre todos. Koichi Yamada se encontraba de pie frente al espejo de cuerpo completo, contemplando al extraño que lo miraba desde el cristal. El traje de héroe se ajustaba a su cuerpo como una armadura forjada específicamente para él: negro azabache, confeccionado con fibras sintéticas de última generación que prometían resistir los impactos que su carne mortal jamás podría soportar. Las líneas del diseño seguían los contornos de su musculatura sin ser ostentoso, funcional antes que estético, como todo lo que Aizawa había enseñado a sus hijos. El chaleco sin mangas se superponía sobre una camiseta de manga larga, también negra, que se extendía hasta cubrirle las muñecas. Los guantes sin dedos permitían que sus manos mantuvieran la sensibilidad necesaria para el combate cuerpo a cuerpo que su padre le había inculcado desde pequeño. Las rodilleras metálicas, de un mate plateado que no reflejaba la luz, se integraban perfectamente con el diseño general, ofreciendo protección sin sacrificar la movilidad. La máscara táctica descansaba sobre su cuello, esperando ser colocada sobre nariz y boca. Era simple, sin adornos, negra como el resto del conjunto, con pequeños filtros de aire que le permitirían respirar incluso en ambientes contaminados. Pero por ahora permanecía baja, dejando que su rostro respirara aire libre antes de la batalla que se avecinaba. Sus ojos negros, herencia directa de Shota Aizawa, se veían más cansados de lo habitual. Las ojeras que siempre había llevado como marca distintiva parecían profundizarse en las últimas semanas, creando sombras púrpuras bajo sus párpados. Su cabello rubio, largo y lacio que llegaban hasta los hombros, caía desordenadamente alrededor de su rostro, algunos mechones rebeldes escapando hacia adelante. Era una mezcla perfecta de la sobriedad de su padre y la energía vibrante de Hizashi, aunque en este momento, la primera dominaba por completo. La luna cerca de su ojo izquierdo, pequeño pero distintivo, lo diferenciaba de Kaede, quien lo tenía en el lado opuesto. Era una marca que los convertía en un espejo imperfecto uno del otro, gemelos unidos por un destino que ninguno había elegido. — ¿En qué estás pensando, idiota? —murmuró a su reflejo, su voz apenas un susurro ronco. El televisor en la esquina de la habitación emitía un zumbido constante, las noticias de las últimas horas reproduciéndose en bucle. La reportera, una mujer de mediana edad con el cabello recogido en un moño impecable, hablaba con la seriedad que requería el momento: "...las evacuaciones continúan en los sectores Este y Norte de la ciudad. El conteo actual de héroes confirmados para la operación asciende a doscientos treinta y siete, incluyendo profesionales retirados que han regresado al servicio activo por la emergencia. Las autoridades insisten en que la población civil mantenga la calma mientras..." Koichi alzó el control remoto y bajó el volumen hasta convertirlo en un murmullo de fondo. No necesitaba escuchar más detalles; ya conocía las estadísticas, había estado en las reuniones preparatorias. Sabía que las probabilidades no favorecían a nadie, y que muchos de los nombres en esa lista de doscientos treinta y siete no regresarían a casa. Se acercó al espejo hasta que su aliento empañó ligeramente la superficie fría. Con la punta del dedo, trazó una pequeña línea en el vapor, observando cómo desaparecía lentamente. Como todo en su vida: efímero, frágil, destinado a desvanecerse. Sus pensamientos vagaron hacia los últimos meses, hacia la sensación constante de estar viviendo una vida que no era completamente suya. Ryōsuke dormía en la habitación contigua, confiado en que regresaría sano y salvo, esperando que esa guerra fuera solo una pesadilla pasajera. Kentarō descansaba en su cuarto infantil, rodeado de juguetes y sueños inocentes, ajeno a la posibilidad de despertar huérfano en unos días. La ironía lo golpeó como una bofetada. Había pasado años huyendo de la responsabilidad, ahogando sus demonios en cigarrillos, alcohol y sustancias que prometían un olvido temporal. Había lastimado a personas que lo querían, había tomado decisiones impulsivas que destruyeron lo que más valoraba. Y ahora, cuando finalmente había encontrado una estabilidad frágil pero real, cuando había aprendido a ser el hombre que Kentarō necesitaba, el mundo exigía que lo arriesgara todo nuevamente. — Típico —murmuró, pasándose una mano por el cabello. La narcolepsia había sido cruel con él esa semana. Los ataques se habían vuelto más frecuentes conforme se acercaba la fecha, como si su subconsciente intentara protegerlo manteniéndolo inconsciente. Apenas dos días atrás se había quedado dormido durante una reunión estratégica, despertando para encontrar las miradas compasivas pero preocupadas de sus colegas. El doctor había sugerido medicación más fuerte, pero Koichi se negó. Necesitaba mantener la mente clara, aunque eso significara luchar contra su propio cuerpo. Levantó la mano derecha y la observó bajo la luz tenue. Esas manos habían hecho muchas cosas: habían derribado villanos, habían consolado a Kentarō durante pesadillas, habían temblado sosteniendo el primer cigarrillo, habían acariciado el rostro de Ryōsuke en una tarde de primavera que se sentía como una vida anterior. Ahora, esas mismas manos se prepararían para algo que podría ser definitivo. Un ruido suave desde el pasillo interrumpió sus pensamientos. Pasos pequeños, descalzos, arrastrándose por el suelo de madera. Koichi reconoció inmediatamente el patrón: Kentarō había despertado y buscaba compañía. Era algo habitual; el niño tenía el sueño ligero y a menudo se despertaba durante la madrugada. La puerta se entreabrió lentamente, y una cabecita apareció por el hueco, asomándose con la cautela típica de los niños que no están seguros de si serán bienvenidos. Los ojos negros de Kentarō, redondos y brillantes incluso en la oscuridad, se fijaron inmediatamente en la figura imponente de Koichi vestido con el traje de héroe. El niño se quedó inmóvil por unos segundos, procesando la imagen. Sus pequeñas orejas de hámster se movieron ligeramente, captando todos los sonidos de la habitación, mientras su cola corta se agitaba con una mezcla de asombro y emoción contenida. — ¿Papá? —murmuró con voz somnolienta, pero llena de admiración—. ¿Eres tú? Koichi sintió cómo se le encogía el pecho. La pregunta era inocente, pero cargaba un peso que amenazaba con quebrar su fachada. Se giró lentamente, dejando que la luz del velador iluminara su rostro, y forzó una sonrisa que esperaba se viera natural. — Sí, soy yo, campeón. ¿Qué haces despierto? Es muy tarde. Kentarō entró completamente a la habitación, sus pasos pequeños pero decididos. Llevaba un pijama azul con estampado de pequeñas nubes blancas, ligeramente grande para su cuerpo menudo. Su cabello castaño claro estaba revuelto por el sueño, con algunos mechones parados en direcciones imposibles. — Te ves como un superhéroe de verdad —dijo el niño, acercándose sin miedo—. ¿Vas a salvar el mundo? La pregunta directa de Kentarō lo golpeó como un puño en el estómago. Los niños tenían esa habilidad particular para ir directo al corazón de las cosas, sin rodeos ni mentiras piadosas. Koichi se arrodilló lentamente, bajando hasta la altura de los ojos de su hijo, y extendió los brazos. — Ven acá, pequeño. Kentarō no dudó ni un segundo. Se lanzó hacia adelante y rodeó el cuello de Koichi con sus bracitos, apretándolo con esa fuerza sorprendente que solo poseen los niños cuando abrazan a quienes aman. El contacto fue como un bálsamo para el alma atormentada de Koichi, quien cerró los ojos y respiró el aroma dulce del cabello de su hijo, mezclado con el jabón de baño que usaba antes de dormir. — Sabes qué, Kentarō —comenzó Koichi, su voz más suave de lo que había sonado en días—, a veces el trabajo de los héroes no es salvar el mundo entero de una vez. A veces es salvar a las personas que más queremos, una a la vez. — ¿Como tú me salvaste a mí? —preguntó el niño, separándose ligeramente para mirarlo a los ojos. Koichi sintió un nudo en la garganta. La memoria de aquel día seguía fresca: Kentarō, apenas con tres años entonces, abandonado en la banca de un parque después de que sus padres biológicos tuvieran una discusión y ninguno quisiera hacerse cargo del menor. Koichi había llegado allí por trabajo, investigando un caso menor, pero algo en los ojos de ese niño lo había desarmado completamente. Una decisión impulsiva que cambió ambas vidas para siempre. — Exactamente como te salvé a ti —respondió, acariciando suavemente las pequeñas orejas de hámster de Kentarō—. ¿Y sabes qué más te voy a decir? No importa lo que pase allá afuera, siempre voy a volver a casa contigo. Es una promesa. — ¿Promesa de héroe? —preguntó Kentarō, sus ojos brillando con expectativa. — Promesa de papá —corrigió Koichi, y esas palabras sintieron más peso que cualquier juramento heroico—. Que es mucho más importante. Levantó en brazos a Kentarō y juntos se acercaron al espejo. La imagen que los reflejó era sorprendentemente hermosa en su contraste: el héroe vestido de negro, imponente y listo para la batalla, sosteniendo a un niño pequeño en pijamas de nubes, con orejas de hámster y una sonrisa que parecía capaz de derretir cualquier corazón. — Mira qué equipo tan genial hacemos —dijo Koichi, señalando al espejo—. El Héroe Mute Voice y su ayudante secreto, Hamster Kid. Kentarō se rio, una risa cristalina que llenó la habitación y, por un momento, hizo que todo lo demás pareciera menos amenazante. El niño tocó su reflejo en el espejo con curiosidad, luego el de Koichi. — Papá, ¿cuando seas famoso como el abuelo Hizashi, vas a tener tu propia canción? — ¿Mi propia canción? —repitió Koichi, genuinamente sorprendido por la pregunta. — ¡Sí! Como cuando la tía Kaede canta en los conciertos. Pero tuya. Koichi reflexionó un momento. Su quirk, Canceling Voice, era la antítesis perfecta de los dones de su familia: donde ellos creaban sonido, él lo anulaba. Donde ellos inspiraban y energizaban, él silenciaba y neutralizaba. Era poético de una manera cruel. — Tal vez algún día —respondió finalmente—. Pero será una canción muy particular. Una que solo algunos podrán escuchar. — ¿Los villanos no podrán escucharla? — Exacto. Los villanos se quedarán en silencio. Kentarō asintió con la seriedad de alguien que acababa de recibir información clasificada. Luego bostezó, recordándole a Koichi que era muy tarde para un niño de cuatro años. — Vamos, campeón. Es hora de que regreses a la cama. Cargó a Kentarō hasta su habitación, un espacio que contrastaba dramáticamente con la austeridad del resto del apartamento. Las paredes estaban pintadas de un azul cielo suave, decoradas con stickers de Red Riot, Dynamight, y otros héroes famosos. Una estantería baja albergaba juguetes cuidadosamente organizados: figuras de acción, bloques de construcción, y varios peluches que Kentarō había adoptado a lo largo de los meses. La cama individual tenía sábanas con estampado de pequeños héroes, y sobre la cabecera colgaba un móvil que Kaede había regalado al niño en su último cumpleaños. Representaba pequeños planetas y estrellas que giraban lentamente, proyectando formas suaves en el techo cuando se encendía la luz nocturna. Koichi acomodó a Kentarō bajo las cobijas, asegurándose de que estuviera cómodo. El niño se acurrucó inmediatamente, abrazando un peluche de un gato negro que tenía un parecido inquietante con Aizawa. — Papá —dijo Kentarō, su voz ya pesada por el sueño—, ¿vas a estar aquí cuando despierte? La pregunta fue como una puñalada. Koichi sabía que partiría antes del amanecer, que cuando Kentarō abriera los ojos, encontraría la casa vacía excepto por Ryōsuke. Pero no podía decirle eso a un niño de cuatro años que acababa de preguntarle si salvaría el mundo. — Puede que tenga que salir temprano para el trabajo —respondió, eligiendo sus palabras cuidadosamente—. Pero Ryōsuke va a estar aquí contigo. Y cuando regrese, vamos a hacer algo especial. ¿Qué te parece si vamos al parque de diversiones? ¿O al zoológico? Los ojos de Kentarō se iluminaron momentáneamente. — ¡Los dos! ¡Y también podemos comer helado! — Los dos, y helado —confirmó Koichi, inclinándose para besar la frente del niño—. Es una promesa. — Promesa de papá —repitió Kentarō, sonriendo mientras cerraba los ojos. — Promesa de papá —confirmó Koichi, su voz apenas un susurro. Se quedó sentado en el borde de la cama durante varios minutos, observando cómo la respiración de Kentarō se volvía profunda y regular. El niño dormía con la tranquilidad absoluta que solo poseen aquellos que confían plenamente en que estarán seguros, que alguien los protegerá durante la noche. Era una confianza que Koichi envidiaba y que, al mismo tiempo, lo llenaba de una determinación feroz. Cuando finalmente se levantó para salir, el suelo crujió ligeramente bajo sus botas. Kentarō murmuró algo ininteligible en sueños, acomodándose mejor en la cama, pero no despertó. Koichi cerró la puerta con cuidado, dejando apenas una rendija abierta por si el niño lo necesitaba durante la noche. De regreso en su habitación, la realidad lo golpeó nuevamente con fuerza renovada. En cuatro días, estaría en el centro de una guerra que definiría el futuro de la sociedad tal como la conocían. Los reportes de inteligencia eran claros: esta no sería como las batallas del pasado, con villanos individuales o grupos pequeños. Era una coalición organizada, con recursos y planificación que rivalizaban con los de los héroes profesionales. Tomó su teléfono del escritorio y revisó los mensajes más recientes del grupo de comunicación de los héroes participantes. Las actualizaciones llegaban cada pocas horas: confirmaciones de asistencia, cambios en las estrategias, reportes de último minuto sobre movimientos enemigos. Su hermana Kaede había enviado un mensaje hacía media hora: "¿Estás durmiendo? Porque si estás despierto pensando demasiado, te juro que voy a ir a tu casa solo para darte una patada en el trasero. Love you, idiota." Koichi sonrió a pesar de todo. Kaede tenía esa habilidad particular para leer su estado mental incluso a distancia. Escribió una respuesta rápida: "Estoy bien. Solo preparándome. Cuídate tú también." La respuesta llegó casi inmediatamente: "Mentiroso. Pero está bien. Mañana hablamos. No hagas ninguna estupidez." Guardó el teléfono y regresó al espejo. Se colocó la máscara sobre el rostro, ajustándola hasta que quedó perfectamente sellada. Inmediatamente sintió la diferencia: su respiración se volvió ligeramente más controlada, filtrada, y su voz adquirió un tono más profundo cuando habló. — Héroe Mute Voice, listo para el servicio —dijo, probando cómo sonaba. Las palabras se sintieron extrañas en su boca. Llevaba años siendo un héroe profesional, pero nunca había participado en algo de esta magnitud. Sus misiones habituales involucraban rescates menores, detención de criminales comunes, patrullaje de rutina. Esta era diferente: era el tipo de batalla que definía generaciones, que se convertiría en material de los libros de historia. Se preguntó qué habría sentido Aizawa durante sus primeros años como héroe, cuando el mundo parecía más simple y los villanos tenían motivaciones más claras. ¿Habría experimentado esta misma mezcla de determinación y terror? ¿Habría estado de pie frente a un espejo, cuestionando si estaba preparado para lo que venía? La diferencia era que Aizawa había tenido tiempo para crecer en el papel. Koichi se sentía como si hubiera sido lanzado a la profundidad sin saber nadar completamente. Un golpe suave en la puerta principal lo sacó de sus pensamientos. Miró el reloj: las 12:47 a. m. Solo una persona visitaría a esa hora. . . . Koichi caminó por el pasillo silencioso, sus botas resonando suavemente contra el suelo de madera. El apartamento que compartía con Ryōsuke y Kentarō era modesto pero acogedor: dos habitaciones, una sala pequeña conectada con la cocina, y un baño que había visto mejores días. Las paredes estaban decoradas con fotografías familiares y algunos dibujos que Kentarō había hecho en el jardín de infantes, creando un ambiente cálido que contrastaba con la funcionalidad espartana que Koichi había heredado de su educación. Al llegar a la puerta principal, pudo ver a través de la mirilla la figura familiar de Ryōsuke Lee. Incluso en la oscuridad del pasillo del edificio, su cabello blanco como la nieve era inconfundible, así como sus orejas de lobo que se movían nerviosamente. Llevaba una chaqueta gris sobre una camiseta blanca, y en sus manos sostenía una bolsa de papel que probablemente contenía comida. Koichi abrió la puerta sin decir palabra. Por un momento, ambos jóvenes se quedaron mirándose: el héroe vestido para la guerra y el universitario que había venido a despedirse. La diferencia entre sus mundos nunca había sido tan evidente. — Dios mío —murmuró Ryōsuke, sus ojos rojos recorriendo el traje de Koichi de arriba a abajo—. Te ves... — ¿Sexy? —completó Koichi, con una sonrisa que no llegó a sus ojos. — Terriblemente real —corrigió Ryōsuke, dando un paso adelante. Sin más preámbulos, Ryōsuke dejó caer la bolsa y envolvió a Koichi en un abrazo desesperado. Sus brazos se cerraron alrededor del torso del héroe con una fuerza que hablaba de miedo, de amor, de la certeza de que este podría ser el último contacto que compartieran. Koichi respondió al abrazo, sintiendo cómo la calidez del cuerpo de Ryōsuke contrastaba con el frío de su propio traje. — Te traje comida —susurró Ryōsuke contra su oído—. Sé que no has estado comiendo bien. — No tengo hambre —murmuró Koichi, pero sus brazos no se aflojaron. — Mentiroso. Ryōsuke se separó lo suficiente para mirar directamente a los ojos de Koichi, sus manos subiendo para enmarcar el rostro del héroe. Sus dedos, suaves y cálidos, trazaron las líneas de cansancio bajo los ojos negros. — ¿Cuando fue la última vez que dormiste más de tres horas seguidas? Koichi consideró mentir, pero la expresión en el rostro de Ryōsuke le dijo que ya conocía la respuesta. — La semana pasada, creo. — Koichi... — Lo sé, lo sé. Pero cada vez que cierro los ojos, veo escenarios. Mil formas diferentes en las que todo sale mal. Ryōsuke lo besó entonces, un beso suave pero intenso que sabía a café y a preocupación. Koichi respondió, pero parte de él se mantuvo distante, observando la escena desde afuera como si fuera un actor representando un papel. Era el mismo sentimiento que lo había acompañado durante los últimos meses de su relación: gratitud sin pasión, cariño sin fuego. Cuando se separaron, Ryōsuke tomó la bolsa del suelo y la levantó. — Ramen. El que te gusta, con extra de cerdo. Y también traje esos pasteles de crema que siempre compras para Kentarō. — Gracias —dijo Koichi, y lo decía en serio. Incluso si no tenía apetito, el gesto significaba más de lo que podía expresar con palabras. Se dirigieron juntos a la cocina, un espacio pequeño pero eficiente que Ryōsuke había ayudado a organizar durante los meses que llevaban viviendo juntos. El joven albino se movía con familiaridad por el lugar, sacando platos y palillos, calentando la comida en el microondas con la eficiencia de alguien que había hecho esto muchas veces antes. Koichi se sentó en uno de los taburetes altos junto a la barra que separaba la cocina de la sala, observando los movimientos precisos y cuidadosos de Ryōsuke. Sus orejas de lobo se mantenían alerta, captando cada sonido del apartamento, asegurándose de que
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