ID de la obra: 1012

Antes del amanecer

Mezcla
NC-17
En progreso
1
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planificada Maxi, escritos 13 páginas, 5.392 palabras, 2 capítulos
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Capítulo 2: “Sombras en la mente”

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La lluvia caía con furia, como si el cielo quisiera borrar sus huellas. Toya sentía el peso del niño inconsciente en su espalda, pero el verdadero peso era el de las decisiones que lo habían traído hasta ahí. Takeshi jadeaba detrás de él, sus pasos cada vez más erráticos, su chakra desordenado por el cansancio. —No vamos a llegar juntos —dijo Toya sin voltear, su voz apenas audible entre los truenos. —¿Qué estás diciendo? —Nos están rodeando. Si seguimos así, nos atraparán a los dos. Takeshi apretó los dientes. Sabía que Toya tenía razón, pero odiaba la idea de separarse. No después de todo lo que habían hecho. — Toma al chico y ve al norte —ordenó Toya—. Hay una cueva cerca del río. Si logras llegar, escóndete. Yo los distraeré. —No puedes solo. —Puedo hacerlo, lo importante es completar la misión. Takeshi dudó. El agua le corría por el rostro como si también llorara. Pero al final, asintió. —Nos vemos en la cueva. —Si llegas —respondió Toya, y con un salto, se desvió hacia la izquierda, atrayendo con él a los perseguidores. Takeshi lo vio desaparecer entre los árboles, como una sombra más en medio de la tormenta. Y entonces, corrió. Pero no llegó lejos. Un kunai lo alcanzó en el costado, cortando piel y músculo con precisión cruel. El impacto lo hizo tambalearse, y el peso del niño inconsciente en su espalda se volvió insoportable. Cada paso era una punzada. Cada salto, una amenaza de colapso. Takeshi cayó entre los arbustos, jadeando, con el rostro cubierto de barro y lluvia. El chakra enemigo se sentía cerca, como una marea que lo arrastraba sin piedad. Con manos temblorosas, rasgó una parte de su camiseta y la presionó contra la herida, intentando detener la hemorragia. La tela se empapó de rojo en segundos. El niño que cargaba sangraba por la pierna. Su cuerpo era liviano, pero su presencia pesaba como una promesa que no podía romper. Takeshi lo acomodó como pudo, protegiéndolo con su propio cuerpo, mientras el sonido de pasos se acercaba entre los árboles. No había tiempo. No había chakra suficiente. No había salida. Y entonces, una mano lo tomó por el cabello con violencia, arrancándolo de los arbustos como si fuera un animal atrapado. —Mira lo que me encontré… una niña en el bosque —se burló, sin saber con qué clase de ninjas se enfrentaba—. ¿Tú eres la que ha causado tanto alboroto? Takeshi intentó zafarse, pero el agarre era firme. El dolor le nublaba la vista, pero no la voluntad. —Déjalo —la voz de Toya surgió como un trueno entre la lluvia. Salió de su escondite con su katana en mano, su postura adolorida pero decidida. —Así que tú eres el causante de todo —dijo el ninja mayor, observando al Yuhi con desprecio—. El Raikage ni siquiera sabrá qué hacer con dos niños criminales como ustedes. Qué desperdicio. —Te dije que lo sueltes —gritó Toya, y con un movimiento rápido hirió el brazo del enemigo, liberando a Takeshi. Pero el grito del adulto reveló por completo su ubicación. En un abrir y cerrar de ojos, los niños se vieron rodeados por ninjas del Rayo. Eran sombras con sed de sangre, dispuestas a borrar de la tierra a ese par de rebeldes. Fue ante esa premisa que Takeshi cerró los ojos. “No puedo fallar. No esta vez.” Se concentró en su destino. En su habilidad. En el rincón más oscuro de su mente. El chakra del clan Samin comenzó a fluir como veneno dulce, como un canto de muerte que solo él podía entonar. Y entonces, los gritos de horror comenzaron. Voces desgarradas. Sangre mezclada con agua. Cuerpos que caían como hojas en la tormenta. La noche se cerró sobre el bosque como una maldición. La lluvia, los truenos, los cuerpos… todo parecía parte de un castigo divino. Takeshi no lo recordaba todo. Solo fragmentos. Gritos. Sangre. El rostro de Toya llamándolo entre la tormenta. La batalla no había durado más de dos segundos. Lo que ocurrió ahí no fue una pelea: fue una demostración brutal del poder mental del clan Senin. Takeshi, el príncipe y único sobreviviente, había desatado su técnica más temida: el control mental absoluto. “Un impacto en la mente puede ser más letal que cualquier herida.” Detectó al líder del escuadrón, escarbó en los recuerdos de cada ninja enemigo, revivió sus culpas, sus miedos, sus traumas. Los obligó a enfrentarse a sí mismos. Algunos se atacaron entre ellos. Otros se clavaron cuchillos en el corazón. Algunos simplemente gritaron hasta quedar inmóviles, esperando que Toya los liberara. Takeshi cayó inconsciente, con el cuerpo empapado y la mente fragmentada. Toya lo sostuvo con fuerza, sintiendo cómo el chakra se apagaba poco a poco, como una vela en medio del diluvio. La tormenta seguía. El bosque seguía. Y en otro rincón del mundo, el horror también seguía su curso. En la guarida, el silencio tenía otra forma. No era calma, era control. Los lloriqueos de una niña anestesiada resonaban entre los tubos y bisturís del laboratorio. Orochimaru trabajaba con precisión quirúrgica, su sonrisa apenas visible bajo la luz verdosa del quirófano. Frente a él, la pequeña yacía inmóvil, con los brazos extendidos sobre una mesa de cristal. —Lord Orochimaru… ¿qué está haciendo? ¡Pare, por favor! —suplicaba la niña, con la voz temblorosa. —Tú serás útil para mi próximo experimento. Bueno… una parte de ti al menos. —¿Una parte…? —Hemos trabajado mucho por tus manos tan delicadas. Lástima que no sepas utilizarlas. La niña gritó cuando sus brazos fueron colocados en un tubo de conservación. Kabuto, impasible, la arrastró fuera del laboratorio y la lanzó a la zona olvidada: un pasillo sin luz, donde los cuerpos se confundían con las sombras. La compuerta del laboratorio se cerró con un chasquido metálico. Orochimaru volvió a sus instrumentos, indiferente al llanto que se apagaba en el pasillo. Pero alguien sí lo escuchaba. Una figura pequeña caminaba descalza por el corredor húmedo, con una manta doblada entre los brazos. El cabello rubio, recogido en una trenza desigual, se pegaba a su cuello por la humedad. Las mangas del kimono raído rozaban el suelo, decoradas con hilos de colores que parecían haber sido cosidos por manos infantiles. Sus pasos eran tan suaves que ni los sensores de chakra la detectaban. Sabía cómo moverse. Sabía cómo no ser vista. La niña amputada yacía en el suelo, temblando. La figura se agachó sin decir palabra, le colocó la manta sobre los hombros y le ofreció un cuenco con agua. No preguntó su nombre. No preguntó qué le habían quitado. Solo la miró con esos ojos azules, grandes, que parecían saber demasiado. Kokoro no necesitaba hablar para que la escucharan. En su cuaderno, Kokoro anotó una palabra: “Manos.” Era su forma de recordar quién era cada uno. No por lo que les faltaba, sino por lo que alguna vez tuvieron. Mientras la niña dormía, Kokoro se sentó en el rincón más oscuro. Cerró los ojos. Y entonces, lo sintió. El chakra de Takeshi, desbordado, como un río que se salía de su cauce. La técnica del clan Senin había sido activada. Kokoro lo percibía como si fuera suyo. Podía ver los recuerdos ajenos. Podía sentir el miedo de los enemigos. Pero no lo mostraba. Nunca lo mostraba. Sabía que, si el Lord descubría lo que podía hacer, la convertiría en arma. Y entonces, su hermano dejaría de dormir. Y ella dejaría de ser niña. Así que guardaba silencio. Cuidaba a los cuerpos olvidados. Y esperaba. La lluvia cesó, pero el peso no. Toya caminó sin mirar atrás, con los dos cuerpos a cuestas, como si el bosque lo hubiera dejado ir a cambio de algo que aún no entendía. En la guarida, alguien ya lo esperaba. Desde el nivel superior, Kokoro observaba el monitor de chakra. No necesitaba ver los rostros para saber quiénes eran. El patrón de Toya era inconfundible: firme, contenido, como una promesa que nunca se rompe. El de Takeshi, en cambio, era errático, fragmentado, pero con una intensidad que solo ella sabía leer. Kokoro se inclinó hacia el cristal. Sabía que el regreso marcaría un antes y un después. Sabía que los cuerpos que Toya cargaba no eran solo cuerpos. Eran decisiones. Eran secretos. Y ella, como siempre, estaba lista para escuchar lo que nadie decía. La entrada a la guarida no tenía puertas. Tenía cicatrices. Un acantilado cubierto de musgo ocultaba la grieta que daba paso al sistema subterráneo. No había señales. No había chakra visible. Solo una presión en el aire, como si el bosque supiera que allí no debía crecer nada. Toya llegó con los pies arrastrando barro, el cuerpo empapado y los músculos al límite. Cargaba a Takeshi en un brazo, inconsciente, con la marca del amo aún encendida en su piel. En el otro, el niño raptado, atado como un costal, temblaba sin emitir sonido. Cada paso era una batalla. Cada respiración, una decisión. La entrada se abrió con un sello silencioso. El chakra de Toya fue reconocido al instante. Pero eso no significaba que fuera bienvenido. Dentro, los pasillos se estrechaban. El aire era más denso. La luz más artificial. Toya sentía cómo la libertad se le escapaba con cada metro recorrido. La guarida no era un refugio. Era una jaula con paredes de piedra y ojos invisibles. Los traidores lo vieron llegar. Los más pequeños se escondieron tras las columnas, pero lo miraban con admiración. Para ellos, Toya era el capitán del escuadrón de eliminación. El que siempre regresaba. El que nunca fallaba. El que podía matar sin temblar. Un héroe roto, pero suyo. Los mayores lo observaban con otra mirada. Respeto. Temor. Y algo más oscuro: resentimiento. Sabían que Toya tenía acceso directo al Lord. Que sus misiones eran distintas. Que su silencio era más peligroso que cualquier grito. Lo respetaban porque no podían vencerlo. Lo odiaban porque no podían entenderlo. Y luego estaba Takeshi. Los murmullos comenzaron apenas lo vieron colgando del brazo de Toya. —¿Otra vez desmayado? —¿Por qué lo protegen tanto? —Dicen que el Lord lo eligió. —Dicen que Toya lo cubre porque es débil. Nadie sabía lo que Takeshi había hecho en el bosque. Nadie había sentido el impacto mental. Nadie había visto los cuerpos gritar sin moverse. Toya no respondió a los murmullos. Solo caminó. Con los dos cuerpos a cuestas. Con la misión cumplida. Con el alma más pesada que nunca. Kokoro lo conocía lo suficiente para leer entre sus silencios. Sabía que cada misión lo desgastaba más. Sabía que Takeshi no era una carga para él, sino una promesa que aún no podía cumplir. Kokoro giró sobre sus talones y caminó hacia el despacho del Lord. Sabía que Toya sería llamado pronto. Sabía que Takeshi sería evaluado. Sabía que ella tendría que decidir qué parte de la verdad revelar. Porque en esa guarida, la información era poder. Y el poder, como el chakra, debía administrarse con precisión. Toya caminó con los dos cuerpos a cuestas, arrastrándose por las paredes del pasillo principal. Takeshi, inconsciente, colgaba de su brazo como una promesa rota. El niño raptado apenas respiraba, con la piel pálida y las extremidades temblorosas. El Lord estaba de mal humor. La misión había tardado demasiado. Pero cuando Toya cruzó la puerta, todo se detuvo. —¿Lo trajiste? —preguntó Orochimaru, con voz cortante. Toya tembló, pero se obligó a mantener la postura. —Lo logramos —respondió con seriedad, intentando ocultar sus nervios. Orochimaru lo observó con una mezcla de curiosidad y desdén. El niño estaba cubierto de barro, sangre y sudor, pero aun así mantenía la mirada firme. Takeshi seguía inconsciente, y el niño raptado apenas se sostenía. —Kabuto, llévalos al laboratorio. Quiero ver qué tan útil es este nuevo espécimen —ordenó sin mirar atrás Kabuto obedeció, tomando al niño como si fuera un objeto más. Toya apretó los puños, pero no dijo nada. Sabía que cualquier palabra fuera de lugar podía costarle la vida… o algo peor. Mientras caminaban por el pasillo, Toya alcanzó a ver una figura tirada en la zona olvidada. Era una niña. Había llegado apenas unos meses atrás. El Lord la había alabado por su trazo de sellos, por sus manos delicadas pero hábiles. Había sido entrenada para perfeccionar sus formas, para fortalecer sus músculos sin perder precisión. La niña que había entrenado con tanta dedicación ahora solo era un cuerpo que se desangraba y temblaba, acurrucado contra la pared. Y sus brazos… sus brazos ya no estaban. —Sus manos serán perfectas para un experto en marcas y sellos, ¿no lo crees? —susurró Orochimaru al oído de Toya, provocándole un escalofrío que le recorrió la espalda. Toya se quedó en shock por un momento. Las manos de la niña, tan delicadas, tan hábiles, ahora formarían parte del niño raptado. Injertadas. Transformadas. Robadas. Pero había algo más. Una manta. No era parte del protocolo. Era suave, limpia, con bordes cosidos a mano. Toya la reconoció al instante. “Kokoro.” Ella había estado allí. No para intervenir. No para salvar. Solo para cubrir. Para cuidar lo que ya no podía protegerse. Kabuto desapareció por el pasillo, y Toya se quedó a solas con Orochimaru. El Lord lo observó con detenimiento, como si analizara cada músculo, cada temblor, cada sombra en su mirada. —¿Y Takeshi? —preguntó finalmente. —Cumplió su parte —respondió Toya, sin titubear. —¿Y tú? ¿Cumpliste la tuya? —Fallé en protegerlo. Pero completamos la misión. Orochimaru sonrió. No era una sonrisa amable. Era la sonrisa de quien ya había decidido algo. —Interesante. Y sin más, se giró hacia el laboratorio. —Descansa. Mañana hablaremos de disciplina. Toya asintió y cargó nuevamente a Takeshi, sintiendo el peso de su cuerpo como una carga emocional. Mientras caminaba por los pasillos oscuros de la guarida, pensó en el niño mutilado, en la niña sin brazos, en los gritos que aún resonaban en las paredes. El aire se volvía más denso a cada paso. Las luces de chakra parpadeaban como si también dudaran. Al llegar a su celda de descanso, Toya colocó a Takeshi sobre el futón con cuidado, como si temiera que cualquier movimiento pudiera romperlo aún más. El niño apenas respiraba, su cuerpo cubierto de heridas, su piel marcada por el viaje y por lo que no se decía. Kokoro ya estaba allí. No preguntó. No gritó. Solo se arrodilló junto a su hermano y empezó a limpiar la sangre con una tela húmeda. Sus manos temblaban, pero no se detenían. Toya se unió en silencio, preparando ungüentos, lavando las heridas, sosteniendo la cabeza de Takeshi cuando el dolor lo hacía gemir. —No debería estar así —susurró Kokoro, con la voz quebrada—. Él solo quería ayudar. Toya la miró. Había algo en sus ojos que no había visto antes: culpa. No por lo que había hecho, sino por lo que no había podido evitar. —Vi la manta —dijo él, sin rodeos—. Sé que fuiste tú. Que trataste de protegerla… aunque ya era tarde. —¿Se lo dirás a Takeshi? —preguntó en voz baja, como si temiera la respuesta. Toya dudó un segundo. Luego negó con la cabeza. —No. Este secreto es tuyo. Y mío. Nadie más. Kokoro lo miró por fin. No con alivio, sino con una mezcla de gratitud y tristeza. —Gracias —susurró. —Pero no es seguro —continuó Toya—. Orochimaru lo ve todo. Y Kabuto… no necesita pruebas para actuar. —Lo sé —respondió ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Pero no podía dejarla así. No podía. Toya asintió. No había juicio en su voz, solo comprensión. —Solo ten cuidado. No podemos proteger a todos. Pero aún podemos protegernos entre nosotros. Kokoro apretó la mano de Takeshi. Toya la cubrió con la suya. Por un momento, el silencio fue sagrado En otro rincón de la guarida, el laboratorio estaba en penumbra, iluminado solo por el resplandor verdoso de los monitores. Reidan yacía sobre la camilla, con los brazos extendidos, mientras Kabuto ajustaba los sensores de chacra. —La mutación es irregular —murmuró—. Pero responde bien al trauma. Como si el dolor lo activara. Orochimaru observaba sin pestañear. No miraba al niño. Miraba el patrón. El potencial. —Las ratas más útiles son las que sufren antes de obedecer —dijo, casi con ternura—. El dolor las vuelve dóciles. Y el miedo, leales. Kabuto sonrió, sin levantar la vista. —¿Como Takeshi? —Exacto. Su chakra es inestable. Su vínculo con Toya lo hace débil. Pero si lo rompemos… si lo castigamos… será más puro. Más moldeable. Kabuto dejó el bisturí sobre la mesa, con un gesto casi ceremonioso. —¿Y Toya? Orochimaru se giró lentamente, como si saboreara la pregunta. —Aún cree que puede proteger. Que puede elegir. Eso lo hace peligroso. Pero también útil. Si lo hacemos sufrir lo suficiente, dejará de resistirse. Y empezará a construir con lo que le quede. Kabuto bajó la mirada, pero no por respeto. Lo hizo para ocultar la sonrisa que se le escapaba. —¿Entonces serán castigados? —Sí. No por fallar. Sino por sentir. La disciplina no es corrección. Es descomposición. Kabuto asintió, satisfecho. Como si el castigo fuera una herencia que por fin se repartía. —¿Y si Takeshi se rompe? —Mejor. Los fragmentos revelan más que la forma original. Y si no sirve… no es el único Senin. El silencio volvió al laboratorio. Reidan seguía allí, respirando apenas. Y en otro cuarto, Toya, Kokoro y Takeshi aún no sabían que el castigo ya había comenzado
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