Capítulo 1
24 de septiembre de 2025, 0:38
Armand aún saboreaba la carne sonrosada de aquel bello muchacho, abandonado en un callejón pútrido, tendido sobre los sucios adoquines. Una lástima; pero nada podía contra su atracción fatal hacia los jóvenes de rostro impecable y ojos candorosos.
Tan fáciles, tan irresistibles: acudían a él como polillas a la llama.
El vampiro avanzó entre las callejuelas de Londres, donde la noche se disfrazaba de fiesta y liberaba criaturas tan extravagantes que hubieran maravillado al ojo más cínico. Para Armand, antiguo e incrédulo, aquello era un mundo nuevo al que había temido demasiado tiempo.
Ahora se sentía como un estúpido. Se daba cuenta de que no había sido más que un crío asustado por lo desconocido.
Sí, aún quedaba en él un vacío inevitable y frío, que había hecho nido en las paredes de su interior. Pero por el momento solo deseaba disfrutar del nuevo milenio, permitir que la eternidad tomara su curso y esperar a ver qué sucedía después.
Con gracia entró al único bar que no rebosaba de borrachos. El aire era espeso: alcohol, tabaco, perfumes picantes y sudor humano. No le desagradaba, aunque esos seres, de los que alguna vez fue parte, ahora le parecían bestias sin alma ni cerebro.
De pronto, un súbito espasmo le atravesó la mente y lo obligó a sentarse. Buscó a su alrededor la causa de tal malestar; quizás otro condenado pretendía despojarlo de sus tierras. No podía olvidar que él mismo había instruido a sus vampiros del teatro a ser posesivos y a luchar por sus pertenencias materiales. Pero no había más inmortal ahí que él, y lo sabía a la perfección.
Se incorporó y avanzó hacia la barra. Dio un paso, y luego otro más. Su cerebro bombeaba, como advirtiéndole de un peligro inminente que se encontraba demasiado cerca y, entonces..., unos ojos... Una visión de ensueño que lo miró con la misma mueca de confusión y de perplejidad que la suya.
El muchacho, alarmado por los ojos castaños del vampiro, desvió la vista y huyó, tambaleante.
Armand liberó una sonrisa de arrogancia. ¿Cómo era posible que ese chico lograse resistirse a sus encantos? En los fugaces pensamientos arrancados de su mente había percibido deseo. ¿Por qué, entonces, resistirse?
Dio media vuelta y salió del lugar, decidido a perseguirlo hasta en sus sueños con tal de hacerlo suyo. Tenía que degustar esa sangre juvenil, así como de esos dos luceros avivados por un fuego que él deseaba comprender.
Lo siguió hasta un estanque desierto, donde el joven rubio se hallaba recargado contra la piedra. El silencio se quebró con su voz:
—No lo intentes, ¿quieres?
Armand no respondió.
—Sé que debido a mi apariencia juvenil puedes pensar que... bueno, que tú y yo. Pero créeme, no soy lo que aparento.
El vampiro lo rodeó, apretando su cuerpo contra el suyo.
—Puedo garantizarte que yo tampoco soy lo que aparento —le susurró al oído. Dorian sintió una sensación punzante en su cuerpo al escucharlo tan cerca—. Tienes un rostro hermoso.
—¿Lo crees así? Bueno, no serías el único... —respondió con amarga ironía.
Armand rozó su mejilla.
—De eso estoy seguro. Tu cara parece cincelada en alabastro y, además, tan finamente enmarcada por esos listones dorados que...
—No te recomiendo que sigas por ahí —interrumpió el joven—. ¿Acaso no sabes quién soy? Mi nombre es Dorian Gray. Pregunta a los indicados y te dirán que soy una pésima influencia para chicos de tu edad. Un hombre superficial, frívolo y malvado: eso te dirán sin dudar en una sola oración.
—Fácilmente podríamos tener la misma edad —aventuró Armand—. Poco o nada me interesan las habladurías. —Sonrió—. Para cuando el crepúsculo avance, quizás yo me habré ido.
—¿Para siempre? —preguntó el rubio, consternado.
—Soy un ser vagabundo. No tengo un hogar ni deseo tenerlo. Además, nada me ata aquí. —Dorian dirigió su mirada al estanque, sin poder ocultar su melancolía—. Claro que, si me permites, desearía pintar ese bello rostro. Inmortalizarlo en el lienzo. Sería razón suficiente para retrasar mi partida.
—Ya hubo una vez un pintor, y desde que él apareció no he sido nada más que un miserable.
—¡Oh! ¡Pero ninguno como yo! —dijo Armand—. Te aseguro que tengo un ojo maduro y una técnica precisa. Prometo plasmar hasta lo más recóndito de tu ser.
—¡No! —exclamó Dorian, retrocediendo un poco. Su gesto, más que repulsivo, lo hacía aún más atractivo para el vampiro.
Armand lo hizo dar media vuelta para mirarlo de frente.
—Ven conmigo. No temas hacerme daño. Si de algo puedes convertirme en víctima, es de esa faz que no puedo dejar de mirar; y, de ser así, no me importa admitir que quisiera que me dañaras. Además, no hay nada más puro que ofrecer tu rareza al mundo entero, ¿no lo crees?
Dorian no pudo responder, se sentía abrumado con la presencia de ese joven que parecía demasiado maduro para su edad. Ahogado en aquellos ojos penetrantes que pretendían acabar con su cordura y romper su promesa de llevar una vida pura, de volver a lo que Henry llamaba su adolescencia rosa y blanca.
El joven castaño acarició su mejilla, mirándolo como si lo amara de toda la vida.
—Tus ojos son de una exquisitez apasionante. Y el vigor de ese azul intenso... Creo que nunca vi semejante tonalidad. Parece arrancada de la flor más espléndida y bella del jardín de las hespérides.
—Te expresas de un modo demasiado intelectual para tu edad.
—Igual que tú.
—Bueno, yo he vivido reprimido a una educación constante. —Aunado al hecho de que tengo casi cuarenta años, pensó este para sus adentros.
—Y, en cambio, yo no he tenido adiestramiento alguno, salvo para la pintura. Mi única escuela ha sido la vida, y el dolor, por desgracia, se convirtió en mi graduación.
Dorian se sintió conmovido.
Algo en los ojos de ese joven tan extraño halaba de él, le hacía sentir que no era más que un jovenzuelo necesitado de cariño, ávido de amor.
De modo que rozó con sutileza la mano del vampiro y dio un respingo al sentirla tan fría.
—Parece que mi cuerpo necesita algo de calidez, ¿no es así?
—¿Deseas acompañarme? —se rindió este—. Mi residencia queda algo lejana, pero podemos tomar una habitación en el Savoy.
—Iremos a donde tú desees —expresó sonriente Armand, ansiando probar el dulce néctar de aquel chico en el que percibía algo extraño, atrayente.