Capítulo 4
26 de septiembre de 2025, 7:55
La sentina del Errante era un útero ruidoso y caótico. Olía a vapor, a pescado salado y al sudor de una tripulación que trabajaba sin descanso. Lian estaba sentado en un fardo de cuerdas, envuelto en una manta áspera y seca que picaba en su piel. En sus manos sostenía un cuenco de metal abollado con un caldo caliente y sorprendentemente sabroso. La mujer de piel verdosa, Mala, se lo había dejado sin una palabra, limitándose a señalarle un rincón. Desde entonces, permanecía allí, como una guardiana silenciosa y hostil.
Cada vez que el Calao se escoraba, el estómago de Lian daba un vuelco. Se sentía como una cría de pájaro en un nido sacudido por la tormenta. Había pasado de una prisión de sal, solemne y predecible, a esta jaula de madera viva, impredecible y llena de una energía que no entendía.
La escotilla se abrió de golpe, derramando un rectángulo de luz y el rugido del viento. La silueta del capitán se recortó contra la claridad.
—Muchacho —dijo la voz grave de Ganc—. Sube a cubierta. Hay algo que debes ver.
Lian se tensó. Mala no se movió, pero le dio un casi imperceptible asentimiento. Con las piernas aún temblorosas, subió la escalera.
El aire nocturno lo golpeó con un frío limpio que olía a sal. El cielo estaba despejado: Noctua, enorme y plateada, dominaba el firmamento; junto a ella, el Ojo Ciego, esa mancha de vacío que parecía devorar estrellas. Un presagio que Lian había aprendido a temer en los textos del Bastión.
El capitán estaba junto al timón, mirando al mar. El Calao cortaba las olas con una velocidad imposible, siguiendo una corriente de viento invisible.
—Mira —dijo Ganc, señalando hacia la estela—. Este es tu nuevo mundo, muchacho de tierra. Aprende a leerlo o no durarás nada.
Lian miró. La estela no era oscura: brillaba con miles de puntos de luz, un plancton bioluminiscente que encendía el mar al paso del casco.
—¿Ves cómo brilla? —la voz de Ganc bajó, la de un maestro a su aprendiz—. Eso es vida. Pero a veces las luces forman patrones extraños, constelaciones bajo el agua. Esos no son vida. Son señuelos. El Susurro Luminoso. Te canta para que te acerques… y te pierdes para siempre.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Había oído esas historias en los muelles de Koralia, contadas con miedo. Este hombre hablaba de ellas como quien recuerda un viejo accidente y sigue adelante. Por primera vez, sintió algo distinto al temor: un respeto incómodo.
Reunió valor.
—Capitán… ¿cómo supo que yo… que no era de aquí?
Ganc soltó una risa breve.
—Por cómo caminas. Aferras la cubierta como si temieras que te traicione. Buscas piedra en un mundo que es agua. Eso lo reconoce cualquiera que haya visto a un bastionino en un Calao.
Lian bajó la mirada, ardiendo de vergüenza. Pero el capitán añadió, sin burla:
—Además… me recordaste a mi hijo, Kaien. Cuando empezó a cazar. Igual de torpe.
Hubo un silencio pesado. El viento silbaba entre los mástiles, y Lian notó que el hombre endurecido frente a él había dejado escapar algo más íntimo de lo que quería. No vio al hereje de los sermones, sino a un padre.
Ganc pareció apartar la memoria con un movimiento brusco.
—¡Mala! ¡Prepara las vejigas de coral! ¡Vamos a mostrarles cómo vuela un pájaro de verdad!
Un estruendo mecánico retumbó en las entrañas de la nave. La cubierta tembló; a ambos lados, alas metálicas se desplegaron con silbidos de vapor. El motor rugió. El Errante se inclinó hacia arriba. Lian se aferró a la barandilla, incapaz de creerlo: la nave no navegaba, ascendía.
Los Nautilos Alados del Bastión eran silenciosos, elegantes. Esto era otra cosa: un monstruo de hierro y vapor arrancándose del mar por pura fuerza. Brutal. Hermoso. Fascinante.
El viento azotaba la barba del capitán; sus ojos grises brillaban con fiereza mientras ajustaba los motores. Era como si, por un instante, toda la tristeza se borrara y solo quedara el capitán en su elemento.
—Capitán… —se atrevió Lian—. Su hijo. ¿Era también cazador?
La tensión volvió a los hombros de Ganc.
—El mejor. Podía leer el mar como otros leen libros. Ganó el Duelo por el Honor del Abismo el último ciclo. Primer Cazador de nuestra generación.
El corazón de Lian se heló.
El Duelo. El último ciclo. El campeón que había derrotado a la Casa Lyra’thil. La ruina de su familia adoptiva, el inicio de su exilio.
De repente, el mundo se encogió a la cubierta del Errante. No había sido salvado por un cualquiera. Había caído en manos del padre del hombre cuya victoria había marcado su desgracia.
La conexión que había sentido antes se transformó en algo más turbio, como una hebra invisible que lo ataba a este hombre y a su dolor. No sabía si era casualidad, destino o el dedo caprichoso de Noctua.
El Errante siguió elevándose. Para Lian, acostumbrado a la piedra y al agua profunda, volar era una tercera herejía.
La Flota Aeringis se alzaba al frente. El capitán no apuntaba a los muelles bajos, sino a las plataformas ceremoniales.
—Escucha, muchacho —murmuró Ganc, solo para él—. Van a buscar excusas para castigarme y arrastrarte conmigo. Dales lo que esperan. Quéjate. Hazte el niño noble asustado. Eso entienden. No les des un mártir.
El cinismo era afilado, pero Lian lo entendió. Era una lección de política tan clara como cualquiera que había recibido en Koralia.
—Y chico… —añadió el capitán, sin mirarlo—. Si un día no tienes a dónde ir, si las Casas te fallan… búscanos. Los Corredores estamos en el mundo.
La nave descendió bruscamente sobre una plataforma ceremonial. Guerreros y acólitos los rodearon. Rongo al frente, furioso.
—¡Blasfemia! ¡Profanas nuestras terrazas!
—Devuelvo a su aspirante —replicó Ganc con calma insolente—. Se mareó y lo saqué a dar un paseo.
La indignación del sacerdote se volcó hacia Lian. Recordó el consejo, encogió los hombros y chilló:
—¡Ha sido horrible! ¡Su nave huele a grasa y casi me caigo mil veces! ¡Quiero volver a mi celda!
Rongo sonrió condescendiente. Ordenó que lo llevaran.
Mientras los acólitos lo arrastraban, Lian se giró una última vez.
—Capitán… ¿conoce las hebras de Noctua?
El viejo se detuvo. Su ceño se frunció, sincero, confundido. No respondió.
La pregunta quedó flotando en el aire mientras Lian desaparecía en los corredores de sal.