Capítulo 3
26 de septiembre de 2025, 7:48
El motor de vapor del Errante tosía y escupía su humo blanco, una exhalación áspera que se mezclaba con la bruma salina del océano. Bajo los pies de Ganc, la cubierta vibraba con cada latido de la nave. No era madera muerta ni hierro puro: era carne biológica trenzada con estructuras reforzadas, remaches de coral y hueso, tablones de alga-árbol. El Errante era un caleidoscopio de injertos, una criatura parcheada de tecnologías vivas y rescates imposibles. Fea, sí, pero también indómita. Como él.
El capitán acarició el timón como si fuera la espalda de un animal herido. Cada crujido y resoplido era familiar, íntimo. Aquí, aunque oliera a aceite, sal y sudor de tripulación, aún podía respirar. El Calao era su casa, y en él todavía encontraba un atisbo de libertad.
Una libertad que se desvanecía con rapidez.
Frente a él, emergiendo de la neblina como la osamenta de un leviatán encallado, la Flota Aeringis tomaba forma. Torres de sal, altas y esbeltas, se levantaban con arrogancia contra el cielo gris. El distante tañido de sus campanas de concha llegaba como un eco envenenado. A los oídos de Ganc no sonaba a liturgia, sino al tintinear de llaves en manos de un carcelero.
—Ja —masculló con un gruñido teatral, como quien cuenta un chiste malo solo para sí—. El perfume del dogma.
El Errante avanzó despacio, sus vejigas ajustándose al peso del cargamento y al oleaje. Y entonces, la sombra los cubrió.
Ganc no se movió. Solo levantó los ojos, cansados, hacia la inmensa forma que se deslizaba por el cielo. Una Mantaraya Celestial, tan vasta que su sombra era un eclipse. La piel iridiscente era un océano de colores, cada ondulación un arco iris vivo. El capitán reconoció en su aleta derecha la cicatriz en forma de media luna: la montura ceremonial del Sumo Intérprete.
Un espectáculo para cualquiera. Para él, solo un puñal torcido en el pecho.
—Vanidad… —murmuró, recordando cómo Kaien había usado la misma palabra con una sonrisa de niño insolente—. Una criatura nacida para el cielo, convertida en carroza de un fanático.
Maniobró el Errante hacia un muelle exterior, donde los acólitos lo esperaban. Al frente, un joven de piel pálida, más hecha a los salones húmedos que a la intemperie, sostenía una tablilla de hueso.
—El cargamento de azufre alquímico para el Templo del Rito —dijo el muchacho, con voz tan plana que parecía recitada—. Llegas tarde.
Ganc saltó a la plataforma, sonriendo con ironía. —La corriente tuvo otros planes —respondió, extendiendo los brazos como un actor en medio del escenario—. Y la corriente siempre tiene la razón, ¿no?
El acólito lo fulminó con una mirada helada. Comprobó las marcas, hizo su anotación ritual y le entregó al capitán una bolsa pequeña y pesada. Perlas Labradas.
—El pago acordado. Generoso, en memoria del Favor que tu hijo nos otorgó. Que su sacrificio siga alimentando a los piadosos.
Ganc apretó la bolsa. El frío de las perlas le atravesó los dedos como agujas. No dijo nada. ¿Sacrificio? Para ellos Kaien no era un hijo, ni un cazador brillante, ni un muchacho testarudo que aún reía a carcajadas en su memoria. Era una moneda de cambio. Un mártir conveniente.
Subió de nuevo al Errante sin mirar atrás.
—Leven anclas. Enciendan el motor. Quiero este hedor fuera de mi nave antes de que Noctua despierte.
La tripulación obedecía en silencio. Cuerdas tensándose, metal vivo gimiendo, la respiración profunda de las vejigas adaptándose. El sonido del mar era música comparado con el dogma.
Hasta que un grito los partió en dos.
No fue de orden ni de ira, sino un chillido de puro pánico, desde lo alto de una de las torres. Ganc alzó la vista y lo vio: un cuerpo pequeño cayendo, torpe, dando vueltas como una piedra mal lanzada. El agua lo tragó con violencia, en un estallido de espuma.
En lo alto, siluetas de acólitos se asomaron. No se movieron. Uno de ellos, creyó oír Ganc, pronunció con calma escalofriante: “La corriente reclama lo que es débil.”
La furia le atravesó el pecho como fuego.
—¡Sujeten el ancla de estribor! ¡Amarra de rescate, ahora! —rugió, arrancándose la chaqueta. Y sin esperar, se lanzó al mar.
El golpe del frío lo sacudió hasta los huesos, pero sus brazadas eran las de un Corredor Marino. Descendió entre las cuchillas de sal que se erizaban bajo la superficie. Alcanzó al muchacho, que pataleaba sin rumbo, arrastrándolo con su desesperación hacia el fondo. Ganc lo golpeó seco en el diafragma; el niño soltó aire, aflojó el agarre. Bastó para pasarle la soga bajo los brazos. Tiró dos veces: señal.
La tripulación los izó juntos, dos peces rescatados en la misma red. Sobre la cubierta, el joven temblaba, escupiendo agua y miedo. Sus ropas eran nobles, arruinadas por la sal. Piel pálida, demasiado limpia para este mar. Un muchacho de tierra.
Ganc se incorporó, empapado, y lo miró fijo.
Pasos resonaron en el muelle. Era Rongo, el mismo acólito de antes, con dos sacerdotes más. Su rostro, crispado por la furia.
—¡Hereje! —escupió—. Has interferido en el juicio del mar. El niño debía ser probado. Tú has roto la sentencia.
Ganc se interpuso, todavía goteando, los hombros erguidos.
—Yo no vi juicio. Vi a un niño ahogándose. Y bajo mi mando, nadie se ahoga. Nuestra ley es más simple que la suya.
—¡Entrégalo! —gritó Rongo—. La corriente lo juzgará.
Ganc lo miró con ojos de hierro. Luego se volvió a su tripulación.
—Leven anclas.
Mala vaciló. —¿Con el muchacho a bordo?
—Ahora.
El Errante se sacudió al liberarse, las vejigas resoplaron, el motor de vapor rugió. Los gritos de los sacerdotes quedaron atrás, devorados por el rugido del mar.
Ganc se agachó frente al joven, que aún temblaba bajo la capa pesada que él mismo le había echado encima.
—Olvida a tu familia y su dinero —dijo, con esa voz teatral que usaba para esconder el dolor—. Respóndeme: ¿quién eres, muchacho? ¿Y por qué caes de las ventanas?
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El mundo volvió a Lian en un torbellino de frío, dolor y sal. Tosió hasta vomitar agua sobre una cubierta áspera, de olor penetrante a algas y metal vivo. Una capa pesada lo envolvía, húmeda pero cálida. Olía a cuero y a una tristeza que no era suya.
Levantó la vista. Ante él, el hombre que lo había salvado: piel curtida, barba entrecana, ojos grises como tormenta. Un nómada. Un Corredor Marino. Un hereje. A su lado, una mujer de piel verdosa, ojos oscuros como abismos, lo observaba con recelo.
Había escapado de la prisión de sal solo para caer en manos de quienes el Cónclave llamaba blasfemos.
El capitán repitió, su voz grave y firme:
—Olvida tu familia. ¿Quién eres?
Lian tragó saliva, aún temblando. La mentira fue su primer instinto, como noble de Koralia. Pero esa mirada lo atravesaba. Optó por una verdad a medias.
—Soy Lian. Aspirante al Rito del Templo.
El hombre arqueó una ceja. —¿Solo Lian? ¿Sin una Casa detrás?
—Solo Lian.
—Bien, Solo Lian. Eso responde a la primera. Ahora dime por qué caes de las ventanas.
El calor de la vergüenza lo abrasó. No podía admitir la verdad: que la tierra viva lo había mareado.
—Fue un accidente. Resbalé.
El capitán lo observó un segundo más y luego se enderezó, girándose hacia la mujer.
—Mala, bájalo a la sentina. Ropa seca y caldo. Que no muera en mi nave.
Ella chasqueó la lengua, frustrada. —Capitán, acabas de declararle la guerra al Cónclave. Y Koralia nos dará la espalda. Nos acabas de condenar.
—Quizás —replicó Ganc, teatral, con media sonrisa torcida—. Pero hay líneas que ni un Corredor cruza.
Mala lo sostuvo con la mirada, y por un instante, en su tensión compartida, el Errante pareció respirar más fuerte.
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El Calao se alejaba de la Flota. La silueta de las torres era ya un diente roto en el horizonte.
Mala rompió el silencio. —Has perdido el juicio, Ganc.
Él soltó una carcajada seca, sin apartar la vista del timón. —Tal vez. Pero no vamos a huir. Vamos a enseñarles que no todas las corrientes corren bajo el agua.
El Errante viró bruscamente, ajustando sus vejigas y desplegando parte de su andamiaje. El motor rugió. El viento los tomó. La nave no huía: se preparaba para regresar con insolencia.