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Tokio. Cuatro años antes. Sakura Kinomoto, una joven castaña de ojos verdes y gafas se encontraba tomando un té y comiendo galletitas con agujero de una bolsa en la cafetería de la universidad. Le encantaban. Tenía un aspecto muy aniñado. Cualquiera diría que tenía catorce o quince años cuando en realidad ya se encontraba en la veintena. Pero no sólo el aspecto físico era aniñado, también su forma de vestir era inocente. Solía vestir camisolas y pantalones anchos. –Deberías tener cuidado. –le dijo a Shaoran, que se encontraba leyendo una revista. –¿Por? –Incluso cuando lees revistas de forma distraída, pueden ver lo que se te pasa por la cabeza. –contestó Sakura. –¿Qué? –preguntó Shaoran, que no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo su amiga. –Una de cada cinco personas es un esper, ya sabes, alguien capaz de utilizar la telepatía. Es cierto, lo he comprobado. –añadió Sakura ante la cara de incredulidad de Shaoran. –¿Cómo? –preguntó Shaoran interesado. –Es simple. Si piensas que alguien es sospechoso, piensa esto sin decirlo en voz alta: “Hay una araña en tu hombro”. –explicó Sakura mientras Shaoran se miraba el hombro izquierdo. –Y si se queda inmóvil y se mira el hombro seguro que es un esper. Me quedé muy sorprendida cuando lo hice en un lugar lleno de gente. Todo el mundo se miraba. Por cierto, en esta universidad, Tomoyo seguro que es una esper. Ambos miraban como Tomoyo Daidouji, una chica de pelo largo negro recogido en una coleta, llevaba una bandeja con comida y los buscaba entre las mesas de la cafetería. Era muy guapa y tenía mucho estilo al vestir. Llevaba una falda blanca y una camiseta azul marino. –¿Lo es? –preguntó Shaoran mientras Tomoyo se dirigía hacia ellos con una sonrisa. –Si no me crees, ¿por qué no lo compruebas? –le retó Sakura. –Siento haberos hecho esperar. –dijo Tomoyo poniendo la bandeja en la mesa y sentándose junto a Sakura. –¿Otra vez comiendo sólo rosquillitas en el almuerzo? –¿Quieres? –ofreció Sakura. –No, gracias. ¿Vas a la clase de esta tarde? –le preguntó Tomoyo a Sakura mientras Shaoran se quedó mirando a Tomoyo fijamente. –¿A estudios americanos? Sí. –Respondió Sakura antes de hacer una pregunta que no venía a cuento. –Oye Tomoyo, ¿eres virgo? –Sí. –contestó Tomoyo. –Hoy el número de la suerte de los virgo es el uno. –dijo Sakura. –Araña. –musitó Shaoran de manera inaudible mientras seguía con la mirada fija en Tomoyo. –Además, tu color de la suerte es el azul prusiano. –añadió Sakura. –Araña. –volvió a musitar Shaoran. Entonces Tomoyo se percató de que Shaoran la miraba y decía algo. –¿Qué pasa? –preguntó la morena mientras Sakura sonreía. Era consciente de que estaba intentando probar lo que le había dicho antes sobre los esper. –Nada. –dijo Shaoran. Pero Sakura se echó a reír. –¡Hey! –se quejó Shaoran. –¿Qué pasa? –volvió a preguntar Tomoyo más intrigada todavía. –Nada. –insistió Shaoran. Nueva York. Cuatro años después. Mientras recordaba con nostalgia, Shaoran lanzaba pan en el río para alegría de las gaviotas que se apelotonaron ante la presencia de un humano regalando comida. Después de dos años sin ver a Sakura, lo primero que le quería decir era que el bosque todavía existía. El bosque era un lugar en el que sacaban fotos con todas las aves de nombres impronunciables que mordían las galletitas en forma de donut. Aquel bosque en el que se conocieron. Shaoran miró a la derecha y vio como una pareja se abrazaba y reía cómplice mientras miraba el paisaje. Entonces cogió la cámara Canon que se había colgado al cuello, enfocó al paisaje y disparó. Tokio. Seis años antes. Al contrario que en el resto del mundo, los inicios de curso en Japón comienzan en abril. Era el día de la apertura del curso en la Universidad de Meikyou. Era una de las tantas universidades de Tokio. Se encontraba bastante alejada del centro de la ciudad. De hecho, incluso había una fábrica y un pequeño bosque muy cerca de allí. –Al decidir estudiar en la Universidad de Meikyou, me gustaría que considerarais seriamente qué podéis aprender de esta universidad… La voz del rector se escuchaba de manera sorda fuera del auditorio. Shaoran Li, un joven callado y solitario de cabello castaño algo rebelde se encontraba fuera sentado en una baranda mirando un cerezo en flor. Los árboles siempre le habían transmitido mucha paz. Había decidido no ir al discurso si podía evitarlo. Bastante tenía con lidiar con su enoclofobia como para ir voluntariamente. Es más, por si no fuera suficiente, a falta de un nombre, tenía dos: enoclofobia y demofobia. Las multitudes le producían ansiedad, agobio, hiperventilación, dolores de cabeza, molestias estomacales, palpitaciones, opresión en el pecho, tensión muscular, sensación de ahogo y un sudor incontrolable. ¿Quién en su sano juicio querría pasar por algo así voluntariamente? Bastante con que tendría que ir a clase cada día. Tras haber apreciado el cerezo, se levantó y caminó por el vacío campus universitario. Shaoran salió del campus y se dirigió al bosque. En la entrada había una valla de madera con un cartel prohibiendo el paso. Al fondo, a través de un pequeño túnel formado de roca se apreciaba ya un árbol. La entrada parecía algo lúgubre. Desde allí se escuchaba cuando algún coche que iba con demasiada prisa tocaba el claxon para llamarle la atención a otro coche o a algún peatón descuidado. Shaoran se extrañó de que los coches no pararan de tocar el claxon. Con curiosidad, se alejó de la valla y volvió hacia la ciudad. Allí, esperando a pasar por un paso de cebra, vio a una chica castaña muy joven, con una gran mochila y vestida casi como una niña. Llevaba gafas y no paraba de alzar la mano. La chica esperaba pacientemente con el brazo en alto a que algún coche parara. Los propios coches parecían avisarle con los claxon que en ese cruce era inútil esperar. Así que por eso los coches no paraban de pitar. Shaoran, al verla, se acercó tímidamente. –Hey. Hay un semáforo con botón de cruce más allá. Es mejor que cruces por allí. –dijo Shaoran, que ya conocía el lugar. La chica se le quedó mirando. Vio que tras las gafas se ocultaban unos ojos verdes. –Los alumnos siempre cruzamos por allí. Por eso los coches nunca paran aquí. –¿Ni aunque haya un paso de peatones? –preguntó la chica. No entendía que la gente no pasara por allí, ya que era un camino más directo, siempre que los coches pararan. –Exacto. –¿Eres un senpai? –preguntó la castaña. –Hoy empiezo la universidad. –Este también es mi primer año. –dijo él. –Intenté cruzar desde aquí el día del examen de admisión y me rendí. –Entonces los dos llegamos tarde a la ceremonia de apertura. –dijo la chica rascándose la nariz. –Bueno, ir a la ceremonia de apertura no estaba entre mis planes. –reconoció Shaoran. –¿Por qué? –preguntó la chica. –Bueno, no me gustan los lugares concurridos. Como te decía, deberías cruzar por allí. Adiós. –Shaoran se giró y se alejó. Entonces, tras unos pasos, Shaoran volvió la cabeza y volvió a ver a la desconocida esperando a cruzar con el brazo en alto. La chica lo pilló observándola. –¡No importa! ¡Quiero comprobar algo! –dijo la chica. –¡Quiero comprobar si hay alguien amable que pare por mí! La chica se volvió a girar y volvió a alzar el brazo para indicar a los conductores que alguien quería cruzar mientras se volvía a rascar la nariz. Shaoran sacó su cámara de fotos, la enfocó y le sacó una foto con el brazo alzado y mirando a su izquierda concentrada en el tráfico. Continuará…1. El primer encuentro
27 de septiembre de 2025, 5:27
Shaoran Li, un joven castaño de veintiséis años vestido con un pantalón beige y abrigado con un gordo jersey de cuello vuelto de color gris, un abrigo marrón y un gorro de lana azul marino se encontraba en un autobús urbano por las calles de Nueva York. Hacía frío pero los neoyorkinos no parecían ir tan abrigados como él, a pesar de ser pleno invierno.
Cansado del largo viaje, el sueño se apoderó de él mientras leía de nuevo una carta de ella. El cansancio era tal que la carta y el sobre con la invitación a una exposición fotográfica se le deslizaron entre las manos hasta caer al suelo del autobús. Una niña de color con dos coletas se dio cuenta y se levantó de su asiento para devolverle al asiático durmiente lo que se le había caído ante la orgullosa sonrisa de su madre por su buena obra. Al sentir unos golpecitos en el hombro, Shaoran, aún un poco dormido vio la cara de la niña.
–Se le ha caído esto. –dijo la niña en inglés.
–Oh, gracias. –contestó Shaoran cogiendo la carta y la invitación.
–De nada. Feliz Navidad. –dijo la niña antes de volver a su asiento.
–Feliz Navidad. –dijo Shaoran sonriéndole a la niña.
Una vez que se espabiló, Shaoran se quedó con la sonrisa en la cara. No podía evitar sonreír al pensar en que por fin se reuniría con Sakura. El mes pasado le había escrito confirmándole que iría. Habían pasado unos seis años desde que se conocieron de forma casual y en la actualidad, Sakura Kinomoto iba a realizar una exposición fotográfica en una ciudad como Nueva York. No podía esperar a verla. En cuanto recibió la carta con la invitación, él le envió una a esa misma dirección avisándole de que aceptaba la invitación y que no podía esperar para verla.
Tras el interminable viaje en autobús desde el aeropuerto, por fin llegó a la zona céntrica de Manhattan. Tras ponerse los guantes azul marino, una bufanda blanca y echarse la mochila al hombro, bajó del autobús y desplegó un gran mapa sin soltar la invitación de la exposición. Estaba completamente perdido y desorientado, así que decidió pedir ayuda a uno de los cientos de transeúntes que deambulaban por la Gran Manzana.
–Disculpe. –dijo Shaoran en un perfecto inglés a un chico de color mientras le enseñaba el mapa y el reverso de la invitación, donde Sakura le había dibujado un croquis de dónde debía esperarla. –¿Me puede decir dónde encontrar este lugar?
El transeúnte se fijó que estaba en algún lugar entre el Puente de Brooklyn y el Puente de Manhattan. Amablemente, el desconocido se lo indicó en el mapa.
–Oh, está a unas dos manzanas en esa dirección, y después a la izquierda.
Tras darle las gracias Shaoran siguió su camino mientras pensaba en todo el tiempo que pasó con Sakura. En los años que pasó con ella solía mentir a menudo. Perdió la cuenta de cuántas veces lo había engañado con sus extrañas mentiras.
Finalmente, Shaoran llegó al paseo que estaba junto a la orilla del río Hudson. Sonrió y se dirigió corriendo. No podía esperar a sacar su cámara y empezar a hacer fotos a los rascacielos. Desde luego, Sakura había elegido un gran lugar para quedar.