Herencia

Cinco años atrás

Claire, mi madre adoptiva, volvió a abrazarme. —Cariño, ¿empacaste todo lo necesario? Si yo hubiese sido una adolescente humana cualquiera, habría gruñido y, probablemente, respondido algo como «Ya no me aprietes así, mamá, y no te preocupes tanto». Pero no lo era. Desde niña, había mostrado un estoicismo —que casi podía confundirse con frialdad— en casi cualquier situación, salvo cuando mi ira e impulsividad tomaban el control. —Sí, señora. Mamá me soltó solo para tomarme el rostro entre las manos. —Llámame cuando puedas, ¿sí? El brillo de las lágrimas en sus ojos me provocó un extraño vacío en el pecho. A los cinco años aprendí que a eso se le llamaba tristeza. Asentí y me volví hacia Jonah, mi padre. —Cuídate mucho. —Me besó en la frente. —Sí, señor. Tomé la maleta del suelo con una mano y me encaminé hacia la parada del bus. Me esperaba un largo viaje desde la granja en Silvergrove (Nebraska) hasta el aeropuerto de Lincoln, y luego a National City. Apreté con fuerza el asa de mi morral y me giré una última vez para mirar a mis padres en el porche. Sentí que los ojos me escocían y que la garganta se me cerraba, pero no permití que las lágrimas salieran. Ese líquido emocional les pertenecía a los humanos, y yo no lo era. Inhalé hondo y traté de no pensar en lo que dejaba atrás, sino en el futuro que me aguardaba, en el camino que debía recorrer para volverme más fuerte y, al mismo tiempo, aprender a contener aquello que me devoraba por dentro.