ID de la obra: 1072

Labios púrpura

Slash
NC-17
En progreso
1
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planificada Mini, escritos 78 páginas, 43.821 palabras, 18 capítulos
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18. Bordes (Cinco de copas)

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Notas:
Bang. Bang. Bang. El eco de los disparos retumbaba en el campo de tiro, pero para Lan Xichen cada detonación sonaba como un juicio. El arma se sentía extraña en sus manos, pesada, como si cargara con un destino que nunca había querido aceptar. Sus músculos estaban rígidos, tensos, y aunque intentaba mantener la calma, los recuerdos lo sacudían sin piedad. Disparó de nuevo. El proyectil rozó apenas el borde del blanco. Falló. Y en el breve instante entre el apretar del gatillo y el tiro, no veía la diana de papel, sino rostros superpuestos: la sonrisa escurridiza del Escultor, el blanco de su fracaso profesional… y la nuca de Jiang Cheng, alejándose con rigidez implacable. Respiró hondo, conteniendo el aire hasta que le ardieron los pulmones, un viejo truco de meditación que ahora resultaba inútil. Disparó de nuevo. El proyectil se clavó en el anillo exterior del blanco. Un casi acierto. Un fracaso rotundo. No era la técnica lo que fallaba, era la grieta que se había abierto en su centro de gravedad, en su propio equilibrio. Bajó el arma, los ojos cerrados. El fantasma de la pólvora le recordaba a otro humo, a otro día. Meng Yao. La promesa que se hizo a sí mismo después de que su dedo, su voluntad, acabara con una vida frente a sus ojos. Nada de armas de fuego. Solo la espada, el símbolo de su linaje, de un control tallado a fuerza de disciplina. Pero las reglas eran claras: en esta vida moderna, no había lugar para reliquias espirituales. Hasta Yu Ziyuan había tenido que librar una batalla campal para conservar a Zidian. Él no era la excepción. Solo era otro policía con un arma reglamentaria que no podía dominar. Un silencio denso se instaló en el campo. Lan Xichen bajó el arma lentamente y miró la hoja perforada por los disparos erráticos. No era solo su puntería la que estaba fallando: era él. Wei Wuxian había sido brutalmente claro: “Xichen, lo alejaste. Él confiaba en ti y lo heriste”. La unanimidad del veredicto era un peso que aplastaba su pecho. Culpa. Devastación. Una soledad que resonaba en el eco de los pasillos vacíos de su casa. Jiang Cheng se marchaba en siete días. Siete días antes de que el silencio se volviera absoluto, irrevocable. Lan Xichen apretó el arma con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. El campo de tiro olía a pólvora y derrota. Alzó la vista una última vez hacia el blanco y pensó en lo que significaba perderlo. No solo a un compañero. No solo a un aliado. Perderlo a él. Perderlo no era solo perder a un compañero o a un aliado. Era perder el contrapeso a su propia contención, la brasa bajo la ceniza de su vida ordenada. Y esa certeza le dolía más que cualquier bala. El estruendo del campo de tiro quedó atrás cuando Lan Xichen guardó el arma en su funda y entregó el equipo. Su andar por los pasillos de la estación fue lento, como si cada paso lo hundiera más en esa sensación opresiva de pérdida. El murmullo de conversaciones, el repiqueteo de teclados, todo se desvanecía alrededor. Solo había un punto fijo al final del pasillo: el escritorio de Jiang Cheng. Se detuvo en seco. La escena era un lento desangramiento. Una caja de cartón, a medio llenar, descansaba sobre la mesa como un ataúd para lo que pudo ser. Unos cuantos objetos yacían dentro: carpetas de casos cerrados, el bolígrafo de tinta violeta que Jiang Cheng usaba para firmar lo importante, el marco de plata con la foto de los Jiang… pequeños trozos de una vida que estaba siendo empaquetada para desaparecer. El resto del escritorio ya estaba limpio, desnudo, anticipando la ausencia. Jiang Cheng estaba de pie, de espaldas al principio, con esa postura militar que nunca abandonaba. Sus movimientos eran económicos, precisos, como si cada objeto que tocaba fuera un cabo que debía cortar limpiamente. Al girarse, su rostro era un mármol impasible, pero en las sombras bajo sus ojos, en la tensión apenas visible en su mandíbula, Lan Xichen creyó ver el reflejo de su propio dolor. O quizá solo era el deseo desesperado de verlo. Xichen se quedó unos segundos en el umbral, incapaz de acercarse. El aire se le atoraba en los pulmones. Cada carpeta que veía desaparecer en esa caja le dolía como un disparo. Finalmente, se obligó a hablar. —Ya… estás empacando. Jiang Cheng levantó la mirada, sorprendido de verlo ahí. Su expresión no cambió demasiado, apenas un leve arqueo de ceja. —Tengo que dejar todo en orden antes de irme —respondió con tono neutral, casi frío. Xichen asintió, pero no halló palabras. Sus ojos se posaron en el escritorio vacío, en los espacios que ya no serían ocupados, y sintió que el silencio entre ellos se volvía insoportable. —La oficina se sentirá… diferente sin ti —dijo al fin, su voz más baja de lo que pretendía. Jiang Cheng sostuvo su mirada por un instante que se hizo eterno. En sus ojos grises pareció brillar algo, un destello de lo no dicho, de las palabras que nunca llegaron. Pero tan pronto como apareció, se apagó. Se encogió de hombros, un gesto pequeño y devastador. —Te acostumbrarás. La frase cayó con un peso insoportable entre los dos. Lan Xichen bajó la vista, ocultando la punzada en su pecho. El silencio volvió. Y en ese instante, mientras veía a Jiang Cheng cerrar la caja y apartarla del escritorio, Lan Xichen entendió que esa última semana sería una tortura: observar cómo cada día algo de él desaparecía, hasta que ya no quedara nada. El sonido de la cinta adhesiva al despegarse del rollo fue estridente, como el cuchillo que sellaba el destino de la caja. Jiang Cheng la apiló con otras dos junto a la mesa, su espalda rígida como una declaración de principios. Lan Xichen seguía en el umbral, paralizado, sintiendo cómo cada caja sellada era un pedazo de su propio ser que embalaban y se llevaban. —Wanyin… —logró articular, pero el nombre se le quebró en la garganta. Jiang Cheng no se volvió. Solo hizo una pausa mínima, casi imperceptible, antes de seguir recolocando las cajas con una eficiencia que destilaba distancia. —Tengo que llevar esto al almacén. El traslado es efectivo el lunes. Antes de que Lan Xichen pudiera encontrar una respuesta que no sonara a súplica desesperada, la figura serena y erguida de Lan Zhan apareció en el extremo opuesto del pasillo. Su llegada era tan silenciosa como su presencia, era imposible de ignorar. Sus ojos dorados, claros e implacables, se posaron primero en su hermano mayor, captando de inmediato la tormenta de angustia tras su máscara de compostura, y luego en la escena del escritorio desmantelado. —Hermano —saludó Lan Zhan con su tono habitual, pero había una intención adicional en esa sola palabra. Jiang Cheng, al verlo, emitió un sonido breve que podía ser un saludo o un gesto de fastidio. —Wangji. Si buscas a Wei Wuxian, está en la cafetería, probablemente añadiendo azúcar a una bebida que ya es puro jarabe. —No vine por él —aclaró Lan Zhan, sin apartar la mirada de Lan Xichen—. Vine por ti, Xichen. Necesitamos hablar. Era una orden, no una invitación. Lan Xichen sintió un escalofrío. Sabía de qué hablaría. Wei Wuxian podía ser el portavoz de las verdades incómodas, pero Lan Zhan era el juez que dictaba sentencia con una mirada. —Ahora no es el mejor momento, Wangji —intentó evadir, con una débil sonrisa. —Es el único momento —replicó su hermano, firme—. Es un asunto importante, que te está carcomiendo por dentro. Te veo en mi oficina. Sin esperar respuesta, Lan Zhan giró y se encaminó hacia su despacho. Lan Xichen lanzó una última mirada a Jiang Cheng, quien fingía una concentración absoluta en el contenido de una carpeta, pero el leve rubor en sus orejas delataba que había escuchado cada palabra. La humillación y el miedo se enredaron en el estómago de Lan Xichen, pero obedeció. Caminar hacia el despacho de su hermano fue como caminar hacia la guillotina. La oficina de Lan Zhan era minimalista, ordenada, un reflejo de su mente. La puerta se cerró con un clic suave que sonó a sentencia. Lan Xichen se quedó de pie, como un subordinado esperando un regaño. —Siéntate, Xichen —dijo Lan Zhan, tomando asiento detrás del escritorio. —Prefiero estar de pie. —No se trata de tus preferencias. Se trata de que estás al borde del colapso y te niegas a sentarte para descansar. Siéntate. La crudeza de la observación hizo que Lan Xichen cediera. Se dejó caer en la silla, sintiendo el peso de los últimos meses, de los últimos años, aplastándolo. —Wei Ying me contó lo del nombre —comenzó Lan Zhan, sin preámbulos—. Lo de esa noche. Fue un error grave, hermano. Imperdonable. Lan Xichen cerró los ojos. Allí estaba. La herida abierta, expuesta bajo la luz fría e imparcial de Lan Zhan. —Lo sé —susurró—. Yo… no estaba en mí. El alcohol, los recuerdos… —No —la voz de Lan Zhan cortó el aire como una espada—. El alcohol no es una excusa. Es un amplificador. Amplificó lo que ya habitaba en ti: tu incapacidad para dejar ir el pasado y aferrarte al presente que tenías frente a ti. Lan Xichen alzó la vista, sorprendido por la dureza. —¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no me odio por ello cada día? —El odio hacia uno mismo es un lujo egoísta —continuó Lan Zhan, implacable—. Es más fácil sumergirse en la culpa que enfrentar la responsabilidad de reparar el daño. Heriste a Wanyin de la forma más profunda posible. Le diste tu cuerpo mientras tu mente y tu corazón estaban en una tumba. Cada palabra era un golpe certero. Xichen se encogió en la silla. —¿Y qué quieres que haga? ¿Qué puedo hacer? Ya se va. Lo he perdido. —¡Esa es la actitud que lo perdió! —por primera vez, Lan Zhan alzó ligeramente la voz, una grieta en su serenidad que demostraba la profundidad de su frustración—. “He perdido”, como si fuera un objeto que se te cayó de las manos. No lo “perdiste”. Tú lo empujaste. Con tu indecisión, con tu lealtad a un fantasma, con tu miedo a vivir algo real que no fuera un duelo perpetuo. Xichen se quedó en silencio mientras su hermano hablaba. Muy dentro suyo sabía que tenía razón, que solo estaba huyendo de los hechos, ocultándose tras una máscara de fingida tranquilidad cuando lo que realmente sentía era un luto tan profundo que le estaba carcomiendo, que le impedía estar con quien le había demostrado una atención y un amor incondicional. Estaba alejando a quien realmente lo amaba por alguien que ya estaba muerto. Lan Zhan se levantó y se acercó a la ventana, mirando el paisaje urbano. —Wei Ying llegó a mi vida como un huracán. Cometió errores, muchos. Yo también. Pero aprendimos que el amor no es una estela quieta. Es una elección activa, diaria. Tú elegiste, una y otra vez, anclarte en la culpa de Meng Yao en lugar de elegir la posibilidad de felicidad con Jiang Cheng. —¡Era mi deber recordarlo! ¡Fui su verdugo! —estalló Lan Xichen, de pie ahora, la voz temblorosa por la emoción contenida. Lan Zhan se volvió, y su mirada ya no era de furia, sino de una lástima profunda y dolorosa. —No. Fuiste su amigo que falló en salvarlo, y luego el instrumento de un final necesario. Pero usar su memoria como un muro entre tú y el mundo no honra su memoria, lo convierte en tu carcelero. Y Wanyin pagó el precio de tu prisión autoimpuesta. El silencio que siguió fue denso, roto solo por la respiración entrecortada de Xichen. Las lágrimas, por fin, asomaron, calientes e imparable. —Tengo miedo, Wangji —confesó, su voz quebrada—. Miedo a fallarle de nuevo. A no ser suficiente. Lan Zhan se acercó y puso una mano firme en su hombro. Era un gesto raro, lleno de un afecto silencioso. —El miedo es natural. Pero dejar que el miedo te paralice y hiera a quienes te aman es una cobardía que no te corresponde, Xichen. Wanyin es fuerte, pero no es insensible. Se va porque el dolor que le provocaste es mayor que el amor que siente. O sentía. —¿Crees que… hay alguna esperanza? —preguntó Lan Xichen, casi sin aliento. —No lo sé —respondió Lan Zhan con honestidad brutal—. Pero si hay alguna, no se encontrará aquí, lamentándote. Se encontrará en demostrarle, con acciones, no con palabras, que has despertado. Que estás dispuesto a luchar por él, incluso si la batalla parece perdida. Deja de mirar la sombra de Meng Yao y empieza a ver la luz de la persona que aún está aquí, aunque se esté yendo por la puerta. Lan Xichen asintió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. La charla no había sido un consuelo, sino un electroshock. Le habían quitado las vendas de la autocompasión para mostrarle la herida supurante. Era doloroso, pero era necesario. Al salir del despacho, el pasillo parecía haberse estrechado. Jiang Cheng ya no estaba en su escritorio. Las cajas también habían desaparecido. Solo quedaba el escritorio vacío, un lienzo en blanco que gritaba una ausencia que ahora sentía más propia que nunca. Las palabras de Lan Zhan resonaban en su mente como un mantra liberador: "Deja de mirar la sombra de Meng Yao... lucha por lo que aún está aquí". Por un instante, un calor febril, casi una esperanza, había brotado en su pecho. La idea de luchar, de no rendirse, era seductora. Pero entonces, como un mazo, cayó la otra verdad que su hermano había dejado caer: "Heriste a Jiang Wanyin de la forma más profunda posible". Y esa verdad trajo consigo una oleada de frío que apagó el breve ardor. ¿Luchar? ¿Con qué derecho? ¿Con qué credibilidad? Él ya había tenido el amor de Jiang Cheng, una versión áspera pero genuina, ofrecida a pesar de todo. Y lo había mancillado. Lo había reducido a un sustituto en un momento de vulnerabilidad, profanando la confianza que le tenía. ¿Qué podría ofrecer ahora que no fuera un "lo siento" insuficiente y una promesa vacía de no volver a fallar? ¿Cómo demostrar que su cambio no era solo un pánico momentáneo ante la pérdida, sino algo permanente? Se sintió como un cirujano manchado de barro queriendo operar un corazón abierto: sus intenciones podían ser puras, pero sus manos estaban sucias. Acercarse a Jiang Cheng ahora, con toda su carga de errores, ¿no sería egoísta? ¿No sería exponerlo de nuevo al peligro de ser herido por la misma arma? Él, Lan Xichen, se había convertido en una fuente de dolor para Wanyin. Y la idea de que, en un descuido futuro, en un momento de debilidad, pudiera volver a dañarlo... era insoportable. Sería el monstruo que juró no ser. La amenaza del Escultor, acechando en las sombras, ya no era solo un recordatorio siniestro de lo que debía proteger. Era también una advertencia grotesca sobre sí mismo. El asesino destrozaba cuerpos; él había destrozado un alma. Y temía, por encima de todo, tener la capacidad de hacerlo de nuevo. Caminó lentamente hacia su propio escritorio, sintiendo el peso de cada paso. La batalla no había terminado, era cierto. Pero la primera y más feroz batalla no estaba fuera, contra un asesino, ni siquiera en el corazón de Jiang Cheng. Estaba dentro de él. Tenía que encontrar la forma de perdonarse lo suficiente para no seguir destruyéndolo todo, pero sin olvidar el daño causado, para no repetirlo. Tenía que merecerse su propia paz antes de poder siquiera soñar con merecer el amor que había perdido. Y en ese preciso instante, eso parecía una misión tan monumental e imposible como capturar al Escultor.
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