ID de la obra: 1072

Labios púrpura

Slash
NC-17
En progreso
1
Tamaño:
planificada Mini, escritos 78 páginas, 43.821 palabras, 18 capítulos
Descripción:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
1 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

17. Distancia (El colgado)

Ajustes de texto
El silencio, el humo de los cigarrillos, la sangre. Jiang Cheng debería estar acostumbrado a todo eso: a las escenas de homicidio, a las cartas que volvían a aparecer, a las señales sin un patrón fijo. Pero nada lo había preparado para lo que tenía delante: una escultura hecha de carne humana. En cuanto cruzó la cinta de seguridad, tuvo que cubrirse la boca. El impulso de vomitar le subió por la garganta con violencia. Había visto cadáveres antes, demasiados, pero no de esa forma. Lo que lo estremecía no era la muerte en sí, sino la perversidad del proceso: la intención artística detrás del horror. La víctima era un hombre de poco más de veinte años, informático, con vínculos en foros ocultos de la Deep Web según los investigadores. El lugar estaba iluminado de forma antinatural, casi teatral. El cuerpo, rígido y trabajado con precisión escalofriante, se erguía sobre un pedestal improvisado de bloques de yeso. Los brazos estaban abiertos, tensados con alambre y fijados con yeso, los dedos extendidos en un gesto de adoración. Como si recibiera la luz de un sol invisible. El rostro había sido maquillado con una sonrisa grotesca, forzada. Los labios, pintados de un rojo chillón, contrastaban con la palidez mortuoria de la piel. A sus pies descansaba una pequeña estatua: un disco dorado tallado con rayos, la imagen primitiva de un sol. Y en el pecho, atravesada con precisión quirúrgica, estaba la carta. El Sol. La mirada vacía de la víctima parecía seguirlos, atraparlos, como si toda la puesta en escena —cuerpo, estatua y carta— gritara en un silencio ensordecedor: “Mírenme. No aparten los ojos. Yo soy la luz.” Jiang Cheng se apartó un paso, intentando recuperar el aire. Sus manos aún temblaban, aunque trataba de ocultarlo tras la firmeza de su porte. No podía permitirse flaquear frente a su equipo. El médico forense, con guantes manchados de polvo y sudor en la frente, se acercó a él con un gesto contenido. —Para su fortuna —comenzó, con esa voz plana y entrenada para no cargar emociones en las palabras—, la víctima ya estaba muerta cuando fue colocada en esta posición. Jiang Cheng levantó la mirada con brusquedad. —¿Seguro? —Completamente. No hay signos de lucha posteriores al deceso. La rigidez cadavérica indica que fue manipulado varias horas después de morir. El proceso de “escultura” fue post mortem. Un suspiro imperceptible escapó de entre sus labios. No era alivio, exactamente, pero había algo en esa certeza que le permitía seguir de pie. Por lo menos aquel hombre no había sentido la humillación de convertirse en espectáculo. —¿Causa de muerte? —preguntó con la voz más firme de lo que esperaba. —Degüello. Preciso, limpio. Murió desangrado antes de que comenzara la… puesta en escena. —El forense se ajustó los lentes, mirando de nuevo al cadáver—. El resto… es obra del asesino, y lo hizo con paciencia. Esto no fue improvisado. Jiang Cheng desvió la mirada hacia la carta clavada en el pecho. El Sol brillaba con un mensaje que se sentía dirigido solo a él. Como si el asesino lo desafiara, como si le susurrara desde la sombra: mírame, sígueme, entiéndeme. El oficial apretó la mandíbula. El estómago aún revuelto, la náusea en la garganta, y aun así lo único que podía pensar era: No dejaré que me controle. No voy a mirarte en tus términos. Voy a encontrarte en los míos. —Entonces, ¿otra víctima asociada al tigre estigio? —no tenía que girar para saber que la voz era de Lan Xichen. Aunque su transferencia había sido aprobada aún había cosas por hacer, y el jefe de la unidad de homicidios había sido claro con el papeleo; quería que todo estuviera en orden, y que hayan encontrado su relación con Wei Wuxian y la de este con la mafia Wen no había sido bueno. “Irónico”, pensó, “incluso ahora le causaba problemas. —Parece— respondió secamente Jiang Cheng, observando las notas del forense quien se retiró con una reverencia formal. El silencio que siguió no era cómodo. De reojo, Jiang Cheng notó la mirada de Lan Xichen; apagada, fría, profesional. No había rastro de aquella calidez de cuando eran compañeros porque, técnicamente, no lo eran. Y no lo serían en unos días más. —Está cambiando su patrón—. El comentario de Xichen le sacó de su ensoñación, volviendo a los papeles del forense—. Es más agresivo, más decidido a mostrarnos de lo que es capaz. —Las estatuas parecen ser un fetiche. —Que escaló. —¿Algo que no vimos en los demás casos? —la voz de Jiang Cheng era suave, un tono de preocupación se sentía en el fondo, uno que solo Xichen conocía como de él. —El perfil era sólido. Un hombre, entre sus treintas, estatura promedio, su objetivo era el tigre estigio. —También hablamos de usar a jóvenes para sus propósitos, pero no hemos encontrado más cómplices en semanas. —¿Crees que necesitemos de un nuevo perfilador? —preguntó Jiang Cheng con suavidad. Levantó la mirada a su superior, pero Xichen estaba mirando la escena. No parecía especialmente afectado, como si fuera rutinario, como si algo dentro de él se hubiese roto. —Llamaré. Puede que necesitemos especialistas. “Necesitemos”, pensó Jiang Cheng con amargura. Ya no serían ellos de quien hablaba, sería de la unidad. De la que ya no haría parte. Negó en silencio, más para sí mismo que para su superior. Esto era lo mejor para ambos. Si se tomaban un tiempo, una distancia prudente, un respiro para ambos era lo más adecuado. ¿Por qué se sentía… intranquilo entonces? ____ La noche no fue como las otras. Ese día, Jiang Cheng volvió al bar. Tal vez cambiar de ambiente le daría una nueva perspectiva sobre el caso. ¿Era correcto? No lo sabía, pero tampoco quería pensarlo demasiado. En cualquier caso, durante unas semanas estaría fuera de esa investigación: su nueva unidad lo esperaba, con nuevos casos, nuevos compañeros. —Sí, todo nuevo —murmuró antes de tomar un sorbo de su bebida. —¿Tomando solo de nuevo? —preguntó una voz. Jiang Cheng giró el rostro y, por un instante, el hombre le resultó vagamente familiar. Pero no era alguien a quien recordara con claridad. —¿Te conozco? —Su tono fue seco, desconfiado. Su cuerpo se tensó de inmediato; la mano libre se deslizó instintivamente hacia el cinturón, buscando un arma que no estaba allí. No estaba en servicio. —Oh. Zhou Wei —respondió el hombre con una sonrisa fácil, extendiendo la mano como si fuese lo más natural del mundo—. Nos conocimos aquí mismo hace un tiempo. ¿Recuerdas? El desconocido con el que no querías hablar. Jiang Cheng frunció el ceño, asintiendo apenas. —Ah. Y dime, ¿por qué crees que eso cambió? El joven rió suavemente y se sentó a su lado en la barra, sin pedir permiso. Su proximidad era demasiado cómoda, demasiado confiada. —Porque ahora tienes los ojos cansados —dijo Zhou Wei, inclinándose un poco hacia él—. Y un hombre cansado siempre busca a alguien que lo escuche. Jiang Cheng se mantuvo en silencio, apretando el vaso entre sus dedos. El hielo tintineó con fuerza contra el cristal. —No necesito compañía —gruñó finalmente, pero la sonrisa de Zhou Wei no se borró. —Nadie la necesita… hasta que ya es demasiado tarde. —Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como una advertencia disfrazada de broma. Jiang Cheng lo observó de reojo, el mal presentimiento creciendo en su estómago. No sabía aún por qué, pero había algo en Zhou Wei que no encajaba, algo demasiado calculado en aquella falsa ligereza. Pensó en ignorarlo, pero contra todo pronóstico se quedó sentado. Quizá por cansancio, quizá por esa manera casi hipnótica que Zhou Wei tenía de llenar los silencios sin hacerlo sentir incómodo. La conversación comenzó con cosas triviales: el clima, la música del bar, el sabor aguado del licor que servían. Zhou Wei sabía escuchar, asentía en los momentos correctos, reía cuando debía y devolvía comentarios agudos que parecían abrir el terreno para que uno quisiera hablar más. Jiang Cheng lo notó de inmediato: ese hombre tenía un carisma peligroso, el tipo de magnetismo que podía derribar defensas con solo un par de frases. Y, contra todo su entrenamiento, se sorprendió contándole detalles mínimos sobre sí mismo: que prefería el whisky fuerte, que no soportaba la música alta, que casi nunca tenía tiempo libre. Cosas sin importancia… pero cosas al fin. Lo que no cruzó sus labios fue su trabajo. Nunca. —¿Y qué haces cuando no vienes aquí? —preguntó Zhou Wei con una sonrisa que no llegaba del todo a los ojos. Jiang Cheng bebió un sorbo antes de responder, midiendo cada palabra. —Trabajo. Mucho. —Eso suena aburrido. —Zhou Wei apoyó la barbilla en una mano, observándolo con una atención inquietante—. ¿En qué? El oficial giró apenas el vaso entre sus dedos. —Nada de lo que valga la pena hablar. La respuesta fue seca, cortante. Una línea que él mismo trazó, consciente de lo que estaba haciendo. Había aprendido hace mucho a no hablar de su familia ni de sus casos con extraños. Había demasiados riesgos: un enemigo podía arrancar información, usarla contra él o contra quienes quería proteger. Zhou Wei soltó una risa breve. —Eres difícil de leer, Jiang Cheng. Pero eso me gusta. El oficial se tensó al escucharlo pronunciar su nombre, aunque no mostró sorpresa en su rostro. ¿Lo había mencionado en su primera conversación? No lo recordaba. No debería haberlo hecho. Se inclinó apenas hacia adelante, bajando la voz: —Deberías tener cuidado con lo que dices. Zhou Wei sonrió aún más, como si la advertencia no hiciera sino entretenerlo. —Siempre lo tengo. —Y levantó su vaso en un brindis casual, como si nada en el mundo pudiera tocarlo. Jiang Cheng no respondió al gesto. Pero en su pecho, el mal presentimiento crecía como una espina. Mientras la conversación fluía las horas pasaban, las bebidas eran reemplazadas y la gente salía y entraba por diferentes motivos. El vaso estaba casi vacío, y la calidez del alcohol le había adormecido la lengua y aflojado los muros que siempre mantenía erguidos. Zhou Wei seguía hablando, riendo, llenando los huecos de silencio con comentarios ligeros. Pero Jiang Cheng apenas lo escuchaba ya: las palabras empezaban a escapársele solas, arrastradas por la amargura que el whisky no lograba apagar. —¿Sabes qué es lo peor? —murmuró, sin mirarlo, clavando la vista en el hielo que giraba en el fondo del vaso—. No es esta vida de mierda en la que siempre tienes que estar alerta. Zhou Wei ladeó la cabeza, curioso. —Entonces, ¿qué? Jiang Cheng soltó una risa breve, amarga. —Amar a alguien y no poder decirlo. No poder… quedarte. —Hizo una pausa, tragando saliva con dificultad—. Pasó algo entre nosotros. Algo que… jodió todo. Y desde entonces no hago más que alejarlo. Por un momento, la confesión pareció más un susurro para sí mismo que para su acompañante. —Y, aun así —continuó, bajando más la voz—, lo miro y todo en mí grita que me quede. Que no lo deje. Pero soy un cobarde. Lo alejo. Lo empujo. Porque eso sé hacerlo. Porque si lo toco demasiado… lo rompo. El silencio se extendió unos segundos. Zhou Wei lo observaba con los labios curvados en una sonrisa que no era burla ni compasión, sino algo más extraño, una mezcla de interés genuino y cálculo frío. —Suena como si lo amaras más de lo que admites —comentó suavemente, casi como quien lanza un anzuelo. Jiang Cheng se tensó, pero no lo negó. Solo bebió el último trago de su vaso y lo dejó caer sobre la barra con un golpe seco. —Suena como si no fuera asunto tuyo. Zhou Wei no se rio ni le lanzó una mirada de burla. No intentó escarbar más ni presionarlo. Simplemente se quedó ahí, sentado a su lado, girando su vaso entre las manos con un gesto relajado. —No suena fácil —dijo finalmente, con voz baja, casi confidencial—. Pero a veces lo único que necesitamos es alguien que nos recuerde que no estamos solos en lo que sentimos. Aunque no podamos decirlo en voz alta. Jiang Cheng lo miró de reojo. Esperaba el juicio, la crítica, tal vez una frase condescendiente… pero no llegó. Solo encontró una calma extraña en aquel rostro, una especie de paciencia que le resultaba inusual. —No soy bueno hablando de esto —gruñó, más para sí mismo que para el otro. —Nadie lo es —respondió Zhou Wei con una leve sonrisa—. Pero a veces hablarlo, aunque sea un poco, ayuda. El oficial bebió el último sorbo de su vaso y se quedó en silencio, dándose cuenta de lo fácil que había sido soltar algo que llevaba años callando. Se sintió expuesto, sí, pero también sorprendentemente ligero. —Eres tranquilo para hablar —admitió al final, sin mirarlo directamente—. Es… agradable. Zhou Wei alzó su vaso en un gesto de brindis suave. —Cuando quieras repetirlo, ya sabes dónde encontrarme. Jiang Cheng arqueó una ceja, pero no negó. Una parte de él, muy dentro, sabía que volvería.
1 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)