ID de la obra: 1084

The Rise of Empires

Gen
NC-17
En progreso
0
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planificada Maxi, escritos 45 páginas, 20.606 palabras, 5 capítulos
Descripción:
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Prólogo

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Notas de Autor: Esta obra es una ficción histórica inspirada en hechos reales, culturas y procesos sociales que dieron forma a distintos países. Los personajes que aparecen aquí son representaciones simbólicas de naciones, no de las personas que viven en ellas. Las interpretaciones, personalidades y opiniones que se presentan surgen de una lectura artística e histórica, y en ningún caso buscan ofender, simplificar o estereotipar a ninguna cultura. Cada capítulo refleja la perspectiva del personaje correspondiente, influida por su historia, época y carácter. Por tanto, algunas visiones pueden parecer sesgadas o parciales: esto es intencional, ya que responde a cómo el personaje percibe los hechos dentro de su propio contexto. Nada de lo aquí narrado debe entenderse como una afirmación sobre los pueblos o las personas reales, sino como una exploración narrativa de la historia a través de metáforas humanas. Desde ya, disfruten :)

***

El 17 de julio de 1453, el aire matutino de Gascuña temblaba sobre los campos empapados de sangre y los gritos ensordecedores de la guerra. La Guerra de los Cien años —que en realidad había durado ciento dieciséis años—estaba a punto de escribir su epitafio final. El amanecer teñía de oro rojizo a las empalizadas de madera y los terraplenes de tierra que protegían la artillería francesa. Un nuevo tipo de guerra era la que se gestaba en aquellos campos franceses: los rugientes cañones habían comenzado a reemplazar a los arietes y a las catapultas, la pólvora desafiaba siglos de tradición caballeresca y el olor acre de la misma se mezclaba con el aroma metálico de la sangre derramada y el sudor de miles de hombres que probablemente no volverían a ver el ocaso. Las flechas surcaban el cielo como enjambres furiosos, silbando promesas de muerte mientras se clavaban tanto en escudos como en cuerpos humanos. Los ejércitos–meros instrumentos de las voluntades de sus reinos– chocaban en un caos de acero y desesperación. Mientras que los legendarios arqueros ingleses, cuyas flechas largas habían decidido el destino en Crécy y Agincourt décadas atrás, ahora descargan andanadas que lamentablemente no eran tan fructíferas como antes, en cambio eran los caballeros franceses, con sus lanzas y sus armaduras relucientes, quienes claramente tenían una ventaja en aquel campo de batalla. Sin embargo, el verdadero terror no venía ni de los arcos ni de las lanzas ni de las armaduras, sino de los cañones– bestias de bronce de más de dos toneladas, con balas de hierro del tamaño de cabezas humanas– que creaban caminos de muerte a su paso, derribando filas enteras de soldados como si fueran castillos de naipes. Los artilleros franceses trabajaban con precisión letal: limpiaban los cañones con esponjas empapadas en vinagre, medían cuidadosamente la pólvora y ajustaban la elevación según las órdenes gritadas por sus capitanes. No era una batalla cualquiera la que se gestaba en esas tierras del suroeste francés. Era el último suspiro de una era, el momento en que el viejo mundo de caballeros y castillos cedería ante la pólvora y los cañones. Pero para las dos figuras que se observaban desde lados opuestos del campo de batalla, esto era algo mucho más íntimo: era la culminación de siglos de odio, pasión y rivalidad, un duelo que trascendía la mortalidad humana. Estas dos figuras eran entidades vivientes que representaban a sus reinos, conciencias eternas forjadas en siglos de sangre, dolor y gloria, seres inmortales cuya esencia misma estaba tejida y entrelazada con el destino de sus pueblos, sus tierras y sus historias. La manifestación de carne y hueso de Inglaterra desenvainó su espada con precisión, su hoja estaba bendecida por siglos de victorias pasadas. Alto y de complexión delgada, sus rizos dorados escapaban del yelmo como rayos de sol rebeldes. Sus ojos verdes oscuros eran del mismo color de los bosques ancestrales de sus islas y poseían un brillo sobrenatural que parecía contener siglos de conquistas y pérdidas. Su armadura de placas de acero, martillada en las forjas de Sheffield, llevaba las abolladuras de incontables batallas, algo desgastada por el pasar de los años. A simple vista, su cuerpo parecía tan vulnerable como el de cualquiera de sus soldados, pero las heridas que habrían destrozado a un mortal se cerraban en apenas cuestión de segundos en su cuerpo, la carne regenerándose mientras la sangre aún goteaba caliente. No era humano, aunque su forma lo sugiriera; era la voluntad colectiva de una nación forjada en invasiones normandas, cruzadas y ambición pura. Frente a él, oculto tras las empalizadas de madera que protegían la revolucionaria artillería, Francia observaba con una sonrisa elegante, una perfecta mezcla entre arrogancia y cortesía. Era un hombre alto, de complexión imponente, de barba cuidadosamente recortada y con unos ojos azul oscuro como la medianoche, del mismo color de las aguas del Sena en las noches sin luna, pero atravesados por vetas plateadas que reflejaban la astucia calculadora de una nación que había aprendido a sobrevivir tanto por la espada como por la diplomacia. Su armadura, más ornamentada que la de su rival, estaba decorada con lirios dorados, símbolos de su casa real que cada vez se alzaba más triunfante. Francia estaba en su apogeo, su pueblo florecía y su influencia continental se fortalecía, día a día, gracias a nuevas innovaciones tanto militares como políticas que Inglaterra aún no dominaba debido a que todavía se aferraba nostálgicamente a tácticas anticuadas. Mientras Inglaterra seguía confiando en sus famosos arqueros y la carga de la caballería, él en cambio había abrazado al futuro: cañones de sitio, bombardas y culebrinas. La pólvora era su gran aliado, capaz de derribar muros milenarios y romper formaciones. El rugido ensordecedor de los cañones franceses seguía rompiendo la quietud matutina como relámpagos de una tormenta. Las balas de piedra y hierro forjado silbaron por el aire con un canto de muerte, no solo hacia las líneas inglesas, sino hacia los muros de Castillón que Inglaterra había venido a socorrer. Era una demostración de poder, un mensaje claro: esta no era una batalla de honor, sino de fría eficiencia tecnológica. Esas bestias rugientes, innovadas por los hermanos Bureau, iban a ser las primeras en la historia europea en decidir el destino de una batalla. Cada disparo era un estallido de fuego y humo, despedazando filas inglesas, enviando fragmentos de metal y carne al aire por igual. Los soldados comenzaron a moverse en formaciones, los arqueros ingleses tensaron sus arcos y las cuerdas cantando una melodía familiar, sin embargo el ruido de los cañones era superior. —Viel ami— exclamó Francia en la lengua de oïl que él mismo le había enseñado a Inglaterra siglos atrás, cuando compartían tanto palabras como alcobas. Ahora Inglaterra había forjado su propia lengua, una mezcla rebelde entre normando, sajón y orgullo insular, pero aún entendía perfectamente cada sílaba que salía de sus labios. —Es hora de que aprendas que tu tiempo en mis dominios ha llegado a su fin. La ironía no se le escapaba.  Ambos habían sido amantes apasionados y enemigos implacables, aliados y rivales, en una danza que trascendía siglos. Habían compartido pasiones tan intensas como sus odios, porque para seres como ellos, el amor y la guerra eran manifestaciones del mismo impulso primordial de dominación y supervivencia, dos caras de la misma moneda. Sus cuerpos podían unirse carnalmente tan fácilmente como cruzar espadas en un campo de batalla, a menudo, ambas cosas eran indistinguibles. Ahora mientras los mortales derramaban sangre en nombres de tierras que nunca poseerán, las dos naciones se enfrentaban una vez más. —¡Por Carlos!— rugió Francia, su voz resonando sobre el clamor de miles de voces que gritaban en agonía y furia, mientras alzaba su espada a lo alto. El nombre del rey que había forjado su reino, unificado de los reinos feudales, salió de su garganta como una plegaria de guerra y su espada chocó contra la de Inglaterra en un ruido sordo. El sonido del metal contra metal resonó por encima del rugido de los cañones y los gritos de los moribundos. Cada golpe buscaba no solo herir, sino humillar. Ambos sabían que podían matarse—ya que al ser naciones, si morían, revivirán al poco tiempo en una regeneración dolorosa pero inevitable— y ya se habían matado en el pasado, pero el verdadero objetivo de esta batalla era más sutil. Inglaterra paró un tajo descendente que habría partido en dos el cráneo de cualquier otro, su espada vibrando con el impacto. El aire a su alrededor silbaba con flechas inglesas que volaban en formaciones mortales, algunas rozando su propio cuerpo y atravesando su carne con chasquidos húmedos, pero su fuerza sobrenatural le permitía ignorar el dolor por completo. La sangre que brotaba de las heridas se coagulaba y sanaba mientras peleaba, dejando apenas líneas rosadas sobre su piel. —Tu arrogancia te saldrá cara— escupió, su acento seco cortando el aire cargado. Sus ojos verdes brillaron con destellos más intensos, en ellos estaba la cólera de una nación insular que veía sus dominios desmoronarse como castillos de arena. Francia rió con un sonido encantador y cruel que contrastaba obscenamente con la carnicería que los rodeaba. Era la risa de un hombre que saboreaba su momento de triunfo. Giró con una agilidad superior, que desafiaba las leyes de la física, sus músculos respondiendo con precisión letal mientras su espada cortaba el aire en un arco plateado, que Inglaterra esquivó a penas. La hoja de Francia se movió rápidamente realizando una estocada perfecta hacia el pecho de Inglaterra, quien la desvió con un movimiento brusco y poderoso que habría quebrado los huesos de cualquier espadachín, pero que Francia simplemente se deslizó fuera del alcance con gracia felina. Era técnica pura contra fuerza bruta, siglos de refinamiento enfrentándose a determinación salvaje. Inglaterra contraatacó con un tajo descendente que partió el aire con un silbido, lo suficientemente fuerte como para partir un roble por la mitad, sin embargo, Francia lo esquivó por centímetros, el acero rozando su mejilla y dejando una línea roja que se curó a los segundos. —Siempre prefiriendo la distancia, ¿verdad, Albión?— se burló mientras ejecutaba una serie de estocadas que obligaron a Inglaterra a retroceder. —Tus flechas no pueden salvarte aquí. Era cierto. Inglaterra era letal con su arco entre sus manos—capaz de atravesar armaduras a distancias imposibles, de calcular vientos y trayectorias como ningún otro arquero—pero en combate cuerpo a cuerpo se veía tosco comparado con la elegancia letal de Francia. Compensaba con golpes devastadores que habrían destrozado fortificaciones, pero Francia danzaba entre sus ataques como si fuera un bailarín, su espada cantando mientras buscaba aberturas en la defensa inglesa. Alrededor de ellos, el infierno continuaba desatado. Un caballo sin jinete galopó entre ambos combatientes, interrumpiendo momentáneamente su duelo. Francia aprovechó la distracción para lanzar una estocada que atravesó el brazo de Inglaterra, pero este rugió y giró de dolor, descargando con su otro brazo, un puñetazo que envió a Francia deslizándose varios metros sobre la tierra empapada de sangre. Un cañonazo cercano explotó con fuerza, la tierra temblando bajo sus pies mientras más fragmentos de carne humana volaban por el aire. El humo de la pólvora quemada se mezcló con el olor metálico de la sangre y el hedor dulzón de los cuerpos destrozados. Un escuadrón completo de soldados ingleses fue derribado instantáneamente, sus cuerpos destrozados como muñecos de trapo. Los gritos de "¡Montjoie Saint Denis!" resonaron desde las filas francesas mientras una nueva oleada de ataques se desataba. Los arqueros de Gascuña, armados con ballestas de acero, disparaban desde sus posiciones elevadas, sus pernos atravesando armaduras inglesas con precisión quirúrgica. Un capitán inglés, Sir Thomas, intentó reagrupar a sus hombres cerca del molino en ruinas, pero una bala de cañón le arrancó la cabeza de los hombros, enviando una lluvia de sangre y sesos sobre sus soldados aterrorizados. Los tambores de guerra franceses redoblaron desde las colinas circundantes, marcando el ritmo implacable del avance mientras los cuernos ingleses sonaban la retirada con notas cada vez más desesperadas, las formaciones inglesas se desintegraron como sal en el agua. Francia aprovechó el momento de distracción de la retirada y con un movimiento fluido, hundió su hoja en el muslo de Inglaterra. El acero penetró sus músculos y se deslizó entre sus tendones, una herida que a diferencia de las otras, le dejaría una cojera permanente. El grito que escapó de los labios de Inglaterra no era completamente humano; tenía armónicos que resonaban con el dolor colectivo de la muerte a su alrededor. La herida no solo atravesaba su muslo como hierro al rojo vivo sino que era una manifestación física de la pérdida de esos territorios que había dominado durante siglos: Normandía, Anjou, Aquitania—todos esos ducados que ahora se desvanecen bajo el yugo francés. Podría "morir" aquí si el golpe hubiera sido letal—cabeza segada, corazón arrancado—, reviviendo pronto en un proceso de regeneración que podía tomar horas, días o semanas. Pero en esta batalla, el objetivo de Francia no era aniquilarlo sino que su objetivo real era dejarle una herida permanente que le fuera imposible de olvidar, una cojera que lo acompañaría como recordatorio físico de su humillación cada vez que caminara por los salones de Westminster, un recordatorio de la pérdida de sus dominios continentales. Alrededor de ellos, los ejércitos se desmoronaban. John Talbot, el veterano comandante inglés cuyo valor era legendario incluso entre los franceses, cargaba imprudentemente contra las líneas fortificadas con la desesperación de un hombre que sabía que estaba presenciando el fin de una era y el final de su propia vida. Su caballo galopaba entre los cráteres dejados por los cañones, esquivando cadáveres humeantes y charcos de sangre. Solo para ser masacrado por la artillería francesa que rugía como bestias metálicas sedientas de sangre. Los cañones seguían vomitando muerte, segando vidas como guadañas divinas que no distinguían entre nobles y plebeyos, entre veteranos curtidos en mil batallas y muchachos que apenas habían dejado las granjas de sus padres. Francia presionaba su ventaja, manteniendo su espada enterrada en el muslo del inglés y forzándolo a retroceder paso a paso sobre su tierra empapada en sangre. Cada movimiento enviaba ondas de agonía a través del cuerpo de Inglaterra, agonía que se mezclaba con la humillación de saber que estaba siendo vencido no solo militarmente, sino simbólicamente. —Admite tu derrota, Albión—, murmuró Francia con voz seductora y venenosa, usando el nombre que le dio Roma—Tu aislamiento te condena; mi centralidad me hace eterno. La Guerra de los Cien Años estaba a punto de encontrar su desenlace final, y con él, el mundo medieval se desplazaría para dar paso a una nueva era de reinos centralizados, diplomacia maquiavélica y, sobre todo, el poder transformador de la pólvora. Cuando el sol se hundió detrás de las colinas de Gascuña, tiñendo los campos de batalla de un rojo que se confundía con la sangre derramada, Castillón marcó el fin de una era que había definido Europa durante más de un siglo. La Guerra de los Cien Años concluyó no con fanfarrias heroicas, sino con la humillación de una potencia que había aterrizado en costas extranjeras durante generaciones y que ahora debía marcharse con el rabo entre las piernas. Inglaterra se retiró, cojeando, cada paso sobre los cadáveres de sus súbditos, un recordatorio doloroso de sus ambiciones truncadas. Sus ojos verdes, ahora apagados y sin los destellos de su anterior confianza, contemplaron por última vez las tierras que había considerado suyas por derecho divino. Mientras tanto, Francia, victorioso y radiante con el auge de su poder recién consolidado, observaba alejarse a su eterno rival con una mezcla de satisfacción y algo parecido a la nostalgia. Pero ambos sabían que esto solo era el final de un capítulo, no de la historia completa. Pronto, el mundo se abriría a nuevas rutas que se trazarán en mapas dibujados con sangre, tierras inexploradas que esperarían más allá del océano y que de sus voluntades y pasiones entrelazadas, nacerían tierras que se extenderían más allá de sus costas. Y en esa competencia futura, el verdadero ascenso de los imperios apenas comenzaba. GLOSARIO 1. Empalizadas: Cerca o muro hecho de estacas. 2. Terraplenes: Montículos de tierra hechos artificialmente para fortificaciones, sirven como función defensiva al crear una plataforma elevada dificultando los ataques enemigos. 3. Arietes:  máquina militar que se empleaba para batir puertas o murallas, consiste en una viga larga. 4. Yelmo: Elemento de armadura que protege la cabeza y el rostro. 5. Culebrinas:  Pieza de artillería de cañón largo, de poco calibre. Son armas de pólvora que disparan proyectiles a gran distancia, a diferencia de los cañones.     6. Viel Ami: "Viejo amigo" en francés. 7. Lengua oil: Francés antiguo, del norte de Francia.        8.  Montjoie Saint Denis: era el grito de guerra y lema del reino de Francia.
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