ID de la obra: 1084

The Rise of Empires

Gen
NC-17
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planificada Maxi, escritos 45 páginas, 20.606 palabras, 5 capítulos
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I. Inglaterra

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POV: Inglaterra. La niebla del Támesis se adhería a mi piel como sudario de muerte mientras la galera surcaba las aguas grises hacia territorio francés, esta vez no era para conquistar tierras ni para reclamar coronas sino porque los reinos más importantes nos reuníamos a establecer un nuevo orden mundial. El crujir de las maderas resonaba bajo mis pies, cada bandazo de la embarcación enviaba punzadas de dolor por mi muslo izquierdo, como brasas de fuego. "Qué ironía," pensé con amargura mirando el horizonte "que yo que fuí señor de Aquitania durante tres siglos ahora deba mendigar audiencia como un vasallo cualquiera, como un reino menor. " —¿Otra copa de vino, milord? El marinero extendía un cuenco de estaño, sus ojos evitando cuidadosamente mi bastón de roble y mis ojos. Escupí por la borda en lugar de responder. No necesitaba la lástima de mortales que no vivían lo suficiente para comprender lo que significaba perder tres siglos de conquistas en una sola tarde maldita. En el horizonte se alzaban las torres de piedra de Honfleur, y con cada milla que nos acercaba, el sabor de mi humillación se volvía más amargo en mi garganta, en especial donde Francia había clavado su espada con la precisión de quien conoce cada fibra de mi ser, y el muy bastardo la conocía. "¿Te duele, Albión?"  Sus palabras seguían en mi memoria como un susurro ardiente "Espero que sí. Espero que sea un dolor que recuerdes cada vez que camines." Y maldición, tenía razón. A diferencia de otras heridas que se cerraban en el lapso de un suspiro, esta supuraba como una llaga maldita, pestilente a pólvora quemada y orgullo fracasado. La Guerra de los Cien Años —ese conflicto que había comenzado cuando mi Eduardo III reclamó la corona francesa por derecho de sangre en el año de gracia de 1337— había devorado mi vitalidad como una enfermedad maligna. Haber perdido esos territorios se sentía como una amputación, lo cual haber ganado una cojera era casi simbólico. "Francia siempre fue hábil con la espada," reflexioné con sarcasmo, "tanto en el lecho como en el campo de batalla." Después de siglos de victorias gloriosas, como cuando lo aplasté en Crécy en 1346 con mis arcos o en Azincourt en 1415 donde tanto él como sus caballeros se hundieron en el lodo como cerdos empantanados. Ahora fui masacrado por la cobarde artillería francesa. "Artillería" escupí mentalmente la palabra como si fuera veneno. El arma de pusilánimes que no se atreven a mirar a los ojos a su enemigo. Pero dentro mío sabía perfectamente que la Guerra de los Cien Años nunca había sido solo por tierras o coronas; era una disputa por el legado de Roma, ese imperio que todos anhelábamos emular como hijos bastardos que buscan la bendición de su padre. Roma había unificado el orbe bajo sus águilas, sus leyes y su cultura; y ahora, en este umbral del Renacimiento donde los eruditos desenterraban textos clásicos como reliquias, naciones como Francia y yo veíamos en César y Augusto no solo modelos de grandeza, sino un legado que continuar. Y como si los cielos quisieran confirmar que el mundo antiguo agonizaba, apenas hace dos meses atrás había llegado la terrible noticia que heló la sangre de todas aquellos reinos cristianos: Constantinopla, el último bastión del Imperio Romano de Oriente, había caído bajo las cimitarras otomanas. Con la muerte de Constantino XI y la caída de las murallas teodosianas, mil años de historia se desplomaron en humo y sangre. Podía sentir en mis huesos cómo se fermentaban cambios que transformarán el mundo conocido, cambios de los cuales yo formaría parte sea cual sea el precio.

***

El desembarco en Honfleur fue un teatro de humillaciones tal y como esperaba. Los estibadores franceses1 me miraban con esa mezcla de curiosidad morbosa y desprecio mal disimulado mientras mi bastón resonaba contra las piedras del muelle con cada paso cojeante que daba, un compás patético que marcaba mi nueva condición. "Qué diferente era esto," reflexioné con amargura, "a cuando desembarcaba como conquistador en estas mismas costas hace apenas unos años." Sus murmullos en lengua d'oïl flotaban en el aire y apreté los dientes hasta sentir el sabor metálico de la sangre para evitar matar a alguien. El carruaje que Francia había enviado por mí era, naturalmente, ostentoso hasta lo vomitivo: lacado en azul real con ornamentos dorados que brillaban obscenamente bajo el sol como una burla. Los caballos, percherones normandos de pura sangre, relinchan y piafaban impacientes mientras el cochero me ayudaba a subir con esa cortesía forzada que solo los sirvientes franceses dominaban a la perfección. El viaje se convirtió en un desfile de todos los paisajes que alguna vez consideré míos: campos de trigos que antes habían ondeado mis estandartes, aldeas que pagaron tributo a mis cofres durante siglos y castillos donde se hablaba mi lengua. Ahora todo eso era francés, una lápida más en mi propio cementerio. Y cuando las torres blancas del castillo de Amboise emergieron sobre las aguas del Loira como una corona de piedra, sentí las tripas contraerse. Por supuesto que Francia habría elegido ese escenario para nuestra reunión, siempre fue aficionado a los decorados teatrales para sus crueldades. —Hemos arribado, milord. El portón principal se alzó con el gemido metálico de cadenas y engranajes. En el patio de honor, servidores con librea real aguardaban en formación perfecta, sus rostros impasibles como máscaras. El aire olía a incienso de las capillas reales, vino añejo de las bodegas, el humo de las enormes chimeneas y el hedor nauseabundo de la arrogancia francesa, que para mí era el más repugnante de todos los olores. El castillo de Amboise me recibió, y con él, el gran castigo del salón de los espejos. Un suplicio diseñado por un dios cruel con un retorcido sentido de la decoración y un peor sentido del humor. La luz se filtraba por los altos ventanales ojivales, rebotando en cada superficie de cristal y oro, multiplicando hasta el infinito la opulencia de la victoria francesa y, por extensión, mi cojera que me observaba desde mil ángulos diferentes. Me mantuve erguido como pude, una sombra solitaria en medio del sonido de conversaciones en múltiples idiomas. Carlos VII, el llamado "Bien Servido" —"qué nombre tan apropiado para una marioneta," pensé con desdén—, se había acomodado en su trono de roble tallado, sonriendo y regocijándose visiblemente con su victoria, mientras contemplaba a las naciones reunidas en su corte. Me mantuve deliberadamente alejado de la corte, ya que detestaba profundamente interactuar con nobles que no fueran los míos, especialmente si eran franceses presuntuosos. Además, lo que habíamos venido a discutir no era para oídos mortales que podían pudrirse con el tiempo. Y él solo era eso: marioneta, un eco mortal de la voz que verdaderamente me atormentaba. —Mon cher Albión. Ahí estaba. Esa voz aterciopelada que podía prometer paraísos y entregar infiernos con la misma facilidad. Me giré lentamente, usando mi bastón para mantener el equilibrio, y lo enfrenté. —No te preocupes, Albión —me dijo, deteniéndose a una distancia calculada—. No hemos venido a celebrar tu caída, sino a celebrar la paz. —Qué magnánimo de tu parte— repliqué, apoyándome con más peso en mi bastón — Aunque debo decir que para no estar celebrando mi caída, has elegido un escenario bastante teatral. ¿Los espejos eran realmente necesarios, o simplemente no podías resistir la tentación de ver tu propia imagen? Su sonrisa se ensanchó, revelando dientes perfectos que brillaban como perlas. Se llevó una mano enguantada al corazón en un gesto de fingida sorpresa. —¿Yo, vanidoso? Jamais. Los espejos están aquí por honestidad, mon amour. Reflejan la realidad tal como es, sin adornos ni ilusiones. —¿Honestidad?— solté una risa áspera que resonó entre los cristales —Qué concepto tan extraño viniendo de alguien como tú. Dime, ¿cómo te llamas este año? ¿Galia? ¿Reino de los Francos? ¿Carolingio? Pierdo la cuenta de tus reinvenciones. A diferencia de mí, que me aferraba tercamente a un solo nombre aunque el muy cabrón insistiera en llamarme como Roma me había bautizado en mi niñez, él en cambio, había ostentado muchas identidades a lo largo de los siglos. Era como un camaleón, no había nada auténtico en él, y tal vez por eso lo aborrecía tanto: era la personificación viviente de la falsedad. Sus ojos azules se entornaron ligeramente, el único signo de que mi púa había dado en el blanco. —Siempre tan encantador cuando pierdes —murmuró, dando un paso más cerca. Lo suficientemente cerca para que pudiera oler su perfume: lirios y rosas, con un toque de algo más peligroso— Los nombres cambian, mon cher, pero la esencia permanece. Y mi esencia, a diferencia de la tuya, no cojea. La sangre me hirvió en las venas, su presencia me evocaba vívidamente las innumerables veces que habíamos cruzado espadas, cada batalla librada en esos ciento dieciséis años malditos. Había presenciado reyes morir y nacer, estaciones cambiar como hojas al viento, castillos caer y alzarse nuevamente, esa maldita guerra había durado demasiado, mucho más de lo que cualquier conflicto debía prolongarse. Y allí estaba él, el muy bastardo erguido con la cabeza alta como un gallo de pelea victorioso, sus ojos azules penetrantes me observaban de soslayo con esa mezcla de triunfo y condescendencia que tanto detestaba. "Qué irónico," pensé con sarcasmo mordaz, "que el antiguo Gallus romano siga comportándose exactamente como un gallo: cacareando su victoria con esa arrogancia típicamente de él". Vestía un cotehardie de seda de la misma intensidad que sus ojos, ornamentado con brocados dorados que capturaban la luz. Las mangas estaban acuchilladas a la moda borgoñona, revelando el forro de terciopelo carmesí que contrastaba estridentemente junto con unas calzas rojas que habrían hecho sonrojar a cualquier cardenal "Tan propio de él" pensé con desprecio. "Siempre buscando destacar, aunque dañe las pupilas ajenas." A diferencia del resto de los nobles congregados en aquel palacio de dudosa reputación, él no portaba ningún sombrero extravagante con esas plumas llamativas que tanto adoraban los cortesanos franceses, aunque sí lucía anillos y cadenas de oro macizo que proclamaban a gritos su estatus elevado. Las naciones siempre éramos ataviadas con las mejores prendas, la joyería más exquisita, el cuidado más esmerado, no porque nuestros dirigentes nos tuvieran aprecio alguno —"¡qué idea tan absurda!"—, sino porque éramos la cara visible hacia el mundo, y por ende debemos lucir impecables aunque la realidad de nuestros pueblos fuera de miseria y hambruna. Sin embargo, yo siempre había preferido los colores sombríos, la joyería menos ostentosa pero igual de costosa y detestaba profundamente la opulencia francesa; Francia era, en esencia, un pavo real narcisista. Incluso en batalla usaba armaduras con brocados y ornamentos que podían identificarse a varias leguas de distancia, especialmente esa maldita espada suya: una hoja en forma de cruz sumamente decorada y ornamentada, como si fuera un objeto de arte sacro y no un instrumento de muerte. Por eso prefería mis arcos largos y flechas: eran armas infinitamente más nobles, sencillas en su elegancia letal, y con un alcance que mantenía la distancia apropiada entre un caballero y sus enemigos. —¿Recuerdas, mon amour —murmuró Francia, acercándose un paso más—, la última vez que estuvimos así de cerca en Castillon? —Cuidado, Francia —repliqué entre dientes—. La próxima vez que pruebes mi sangre, podría ser la última cosa que saborees. Su risa resonó musical entre los espejos. —Promesas, promesas... Pero dime, ¿cómo planeas cumplirlas? ¿Cojeando hacia mí con ese bastón encantador? No pude responderle porque Castilla se aproximó al costado de Francia, otro espécimen que lucía ridículo con su atuendo recargado. Él sí portaba un sombrero desproporcionadamente grande para su cabeza hueca, decorado con plumas de avestruz que se bamboleaban cómicamente con cada paso. "Tan característico de él," reflexioné con desdén, "siempre compensando la falta de sustancia con exceso de ornamentación." —Francia, mi querido —le dijo Castilla con esa sonrisa presuntuosa que tanto me disgustaba—, no seas cruel con nuestro invitado inglés. Después de todo, no todos pueden tener la fortuna de poseer artillería moderna. —Cierto, Castilla —respondió Francia sin apartar la mirada de mí—. Algunos siguen aferrados a métodos... anticuados. No pude escuchar el resto de lo que murmuraron entre ellos, pero Francia soltó una carcajada cristalina mientras me miraba directamente, seguramente burlándose de mi cojera o de algún otro aspecto de mi derrota. "Por supuesto que se alían contra mí," pensé amargamente. "Los mediocres siempre necesitan juntarse para sentirse relevantes." Al lado de Castilla lo seguía un pequeño Flandes —o como Castilla había empezado a denominarlo últimamente, "Países Bajos Borgoñones"—, en parte por su diminuta estatura —el mocoso no alcanzaba ni el pecho de un hombre adulto—y en parte porque representaba una confederación de varios condados. Tanto Castilla como Francia lo trataban como un mero sirviente, y no me extrañaba: antes de caer bajo el dominio castellano, Francia había sido su "tutor", una forma diplomáticamente elegante de decir que lo había controlado como a un títere. Además, debido a que el niño me había proporcionado ayuda durante la guerra, sospechaba que Francia le guardaba un rencor particular. Cada vez que contemplaba ese dúo, algo visceral ardía en mis entrañas. Castilla siempre había sido el gran aliado para Francia. Hasta mi propio hermano Escocia —ese traidor de sangre— prefería la compañía francesa antes que a la mía. Tal vez por eso lo odiaba con tanta intensidad: porque a diferencia de Francia o Castilla, yo nunca lograba caerle bien a nadie, nunca conseguía arrancar risas con facilidad ni inspirar confianza con mis palabras. Era una paria entre las naciones, una oveja negra entre mis propios hermanos y un marginado en toda Europa. Una isla demasiado salvaje e indómita hasta para sus propios reinos, siempre enzarzada en conflictos con alguien. La única persona que genuinamente era cordial conmigo era Portugal. Mi gran aliada. Mi mejor amiga. Mi amante. En el año de gracia de 1373 habíamos firmado el Tratado de Westminster, una alianza de mutua cooperación y defensa que aún perdura y perdurará a lo largo de los siglos: yo necesitaba desesperadamente ayuda contra Francia y ella necesitaba apoyo contra Castilla, que intentaba por todos los medios conquistarla. Era la promesa silenciosa de que, a pesar de todo, aunque mis hermanos me despreciaran y Europa me diera la espalda, no estaba completamente solo en este mundo hostil. Fue entonces cuando la divisé, como un oasis de calma en medio de esta tormenta de testosterona y política. Estaba en el extremo opuesto del salón, conversando animadamente con la República de Venecia, un niño pequeño de cabellos castaños claros y ojos color oliva, el sobrino del difunto Bizantino, quien había perecido definitivamente bajo las garras del Imperio Otomano. Esa muerte era precisamente la razón por la cual nos habíamos congregado aquí hoy: para debatir sobre la amenaza creciente que representaban los turcos tras la caída de Constantinopla. El niño veneciano reía con genuina alegría, aunque su mirada conservaba una tristeza profunda. Probablemente ella le estaba relatando al pequeño alguna historia sobre navegación o sus exploraciones atlánticas; ella siempre había amado el mar con una pasión que rayaba en lo místico. Vestía según la moda borgoñona de mediados de siglo: una hopalanda de lana fina color arena que se ajustaba al torso mediante un ceñidor de cuero con herrajes dorados, las mangas amplias decoradas con bordados de hilo de oro que formaban elegantes motivos florales. Su cabello chocolate, ondulado naturalmente, caía libre por su espalda según las costumbres de las damas solteras, cubierto por una cofia de red con hilos de oro y adornada con perlas que enmarcaban delicadamente su rostro. Pequeños pendientes de oro completaba su atuendo, reflejando la luz de las antorchas cada vez que movía la cabeza al gesticular. "Siempre estaba más hermosa cuando se emocionaba," pensé, sintiendo cómo se suavizaba algo en mi pecho endurecido por siglos de conflicto. "Especialmente cuando hablaba del mar, ese tema que ambos compartimos como una religión secreta." El murmullo de conversaciones se detuvo abruptamente cuando una figura joven pero imponente se alzó desde uno de los sitiales de honor. Los Estados Pontificios —un hombre de complexión robusta, barba cuidadosamente recortada y ataviado con ropajes cardenalicios de púrpura y oro— se irguió con la autoridad de quien hablaba en nombre de la Cristiandad misma y con un solo gesto llamó a Venecia, quien cortésmente se disculpó con Portugal, antes de dirigirse hacia donde su tutor lo aguardaba. Su gemelo Nápoles, un niño de cabellos oscuros y ojos dorados como monedas bizantinas, ya se encontraba allí a su derecha, ambos eran los herederos del difunto Imperio Romano de Occidente, nietos de Roma. "Qué conmovedor" pensé con sarcasmo, "el santo padre reuniendo a sus corderos perdidos." También distinguí entre la multitud a Aragón —una mujer de gran belleza con cabellos rubios como el trigo, piel olivácea curtida por el sol ibérico y ojos color ámbar— quien se había acercado sigilosamente al pequeño grupo que formaban Castilla y Francia. Mientras los dos hombres conversaban, ella permanecía junto a Castilla con una intimidad que iba más allá de la mera alianza política. Ocasionalmente fruncía el ceño cuando él decía algo particularmente arrogante o presuntuoso, pero la forma en que sus miradas se encontraban y la manera sutil en que se inclinaba hacia él revelaban un afecto genuino y profundo, una conexión que prometía convertirse en algo mucho más significativo en el futuro. Castilla siempre tuvo esa facilidad natural para conquistar corazones femeninos. Ya bastante me molestaba su persistente cercanía con Portugal —mi aliada y mi confidente—, y ahora también tiene a Aragón comiéndole de la mano. ¿Qué tiene ese presuntuoso que yo no poseyera? ¿Acaso era su sonrisa mediterránea, su labia seductora, o simplemente esa maldita suerte latina? Y Francia no era mejor, ambos eran seductores natos que parecían atraer mujeres como miel atrae moscas, mientras yo permanecía solo en mi isla, rodeado de hermanos que me despreciaban. Mi mirada recorrió el salón con la práctica facilidad de quien ha pasado siglos evaluando amenazas. Dinamarca estaba apoyado contra una columna, con esa sonrisa perpetua que hacía que uno nunca supiera si estaba genuinamente alegre o planeando algo terrible. Su cabello rubio caía desordenado sobre su frente, pero lo que realmente capturaba la atención—lo que siempre capturaba la atención—eran sus ojos. Azul hielo. No el azul suave de un cielo de verano, sino el color glacial de los mares del norte, penetrante y antiguo como los fiordos que definían su tierra. A su lado, intentando parecer importante y fallando miserablemente, estaba el pequeño Sacro Imperio Romano Germánico. . Alguien lo había vestido con un sobretodo negro bordado en oro—probablemente Francia—demasiado grande para su cuerpo diminuto. Todavía llevaba ese ridículo corte de cabello que lo hacía parecer un hongo, sus ojos aún tenían esa cualidad camaleónica irritante, nunca del mismo color dos veces seguidas. Ahora lucían del tono del acero mojado, pero en un minuto podían virar a ese verde enfermizo del cobre corroído o del mismo color del cielo nublado. El Estado de la Orden Teutónica, su hermano mayor se mantenía apartado, con esa rigidez militar que nunca lo abandonaba. Vestía completamente de blanco y negro, con una cruz bordada sobre el pecho que parecía demasiado nueva, demasiado limpia para alguien que supuestamente luchaba contra paganos. Mucho más alto, más imponente, pero con el mismo cabello rubio que parecía ser requisito en esa región. Ese color lila en sus ojos siempre me había perturbado, no era violeta, no exactamente púrpura, era el tono exacto de las vísceras expuestas al frío, de la carne congelada bajo la nieve o de moretones en proceso de sanación. Había algo vagamente cadavérico en ese tono púrpura pálido en su mirada y en la palidez de su piel. Polonia conversaba con Hungría cerca de las ventanas. A pesar de la conversación, su rostro estaba sombrío, comprensible, considerando que ella y su esposo Lituania habían estado lidiando con presiones otomanas en sus propias fronteras. Llevaba una hopalanda de seda en tono durazno que combinaba con las pecas que salpicaba su nariz y mejillas. Su cabello castaño estaba trenzado elaboradamente con pequeñas flores del mismo color entretejidas, como un toque de primavera en medio de las malas noticias. Hungría, a su lado, la escuchaba con paciencia, vestido con sobriedad en tonos marrones y grises, ropa de campaña más que de corte, como si hubiera venido directamente desde alguna frontera. Esa cicatriz suya torcía ligeramente su ojo izquierdo, una línea blanca que atravesaba desde la ceja hasta el pómulo, producto de la invasión mongólica en el siglo trece. El color musgo de su mirada siempre me recordaba a los pantanos: turbio, verdoso pero con ese subtono marrón de agua estancada donde crecían cosas que preferías no examinar muy de cerca.  El murmullo de conversaciones comenzó a apagarse cuando los Estados Pontificios se movió hacia el centro del salón. Respiré profundamente, llenando mis pulmones con el aire cargado de incienso y ambición. El espectáculo estaba por comenzar. Bizancio había muerto. Y todos en este salón estábamos aquí no para llorar su pérdida. Estábamos aquí para repartirnos los pedazos. GLOSARIO 1.  Sudario: lienzo o tela que se utiliza para cubrir el rostro o envolver el cuerpo de un difunto como acto de respeto. 2.  Pusilánimes: es un adjetivo plural que describe cuando una persona carece de valor y coraje para afrontar decisiones, es un sinónimo de cobarde. 3. Cimitarras:  tipo de sable de un solo filo, de hoja curva y ancha que se ensancha hacia la punta, característico de los pueblos de Oriente y Asia. 4.Librea Real: uniforme distintivo de los siervos, empleados o miembros de una casa real. 5.Mon Cher: "Mi querido" en francés  6. Magnánimo: Generoso 7. Jamais: "jamás" en francés. 8. Mon Amour: "Mi amado" en francés. 9. Cotehardie: prenda medieval para hombres y mujeres que se llevaba desde el siglo XIV hasta el siglo XVI.
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