ID de la obra: 1086

Semana FrontSales

Gen
R
Finalizada
2
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36 páginas, 12.014 palabras, 8 capítulos
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Dia 7: Si la vida hubiera sido más amable con nosotros

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Disclaimer: Violencia Doméstica (No entre los personajes principales), Traumas de infancia y Semidesnudez

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Título: Un Infierno Que Compartir —Ya está —susurró El Reclutador. Luego, se apartó un poco para contemplar su obra: Hwang In-ho, el hombre al que todos conocían como Líder, y que desde hacía ya varios años presentaba como su pareja, le observaba con su rostro cubierto por una mascarilla de color negro. Ambos se encontraban en su gigantesca habitación, sentados sobre la enorme cama de matrimonio —que constituía casi el centro mismo y de mayor importancia de la sala—, con el pelo en sus cabezas aún húmedo como producto de la ducha que habían compartido y con sus cuerpos tan solo cubiertos por la ropa interior. —Ahora tienes que intentar mover lo menos que puedas la cara hasta que se seque la mascarilla —explicó El Reclutador y, tras alzar sus manos hacia su propia cara, que también poseía aquella viscosa sustancia negra, añadió—: Entonces podremos arrancarlas y quitarte toda esa suciedad de los poros. In-ho apretó los labios, tratando de no sonreír ante la adorable infantilidad de su pareja y, con ello, cumpliendo en la tarea de mantener una rostro inexpresivo y casi carente de emociones. —¿Y qué hacemos mientras tanto? El Reclutador ladeó un poco su cabeza y, con un tono juguetón, respondió: —¿Qué te parece si hablamos como lo hacen las parejas normales? In-ho puso los ojos en blanco. —¿Nosotros somos normales? —cuestionó burlonamente. —Lo dudo —respondió El Reclutador, luchando por no echarse a reír—. Pero es una buena forma de no aburrirnos... —¿Y de qué quieres hablar? —le interrumpió In-ho. El Reclutador alzó su mirada hacia el techo al tiempo que apoyaba su codo sobre sus piernas cruzadas y colocaba su mentón sobre la mano, en una postura de fingida reflexión. Por fin, tras unos instantes, volvió a bajar la vista y le observó directamente. —¿Cuándo me vas a presentar a tu hermano? —espetó. Aquella pregunta hizo que el corazón de In-ho se acelerara y que los nervios comenzaran a trepar por cada una de sus extremidades, y sus ojos y boca se abrieron hasta el extremo, olvidándose por completo de la instrucción anteriormente dada sobre mantener una expresión neutra. —¿¡Quieres conocer a Jun-ho!? —preguntó alarmado. El Reclutador no pudo evitar reírse carcajadas ante su reacción . —No —respondió al fin, secándose con cuidado algunas pequeñas lágrimas que se habían formado en las comisuras de sus ojos. Luego, miró a In-ho y añadió con una sonrisa—. Quería ver qué cara ponías. In-ho gruñó con molestia. No es que no quisiera presentar a El Reclutador por temor a lo que pudiera decir o hacer, o por simple vergüenza. De hecho, se había esforzado siempre para que su relación permaneciera como algo perfectamente conocido para todos aquellos que trabajaban en los Juegos —aunque sin caer jamás en la indiscreción o en la promulgación excesiva de información sobre ellos—. Se trataba más bien del temor de verse obligado a reencontrarse con su pasado. Ese pasado del que su hermano formaba parte y al que se había jurado nunca regresar. —Aunque no le vendría mal que le enseñe a disparar... —volvió a hablar El Reclutador, manteniendo en su labios una gran sonrisa. In-ho siguió la dirección de su mirada: observaba atentamente la cicatriz que se encontraba en su hombro derecho, aquella que le recordaba día y noche que, en alguna parte, tenía un hermano que aún lo buscaba con desesperación, pues había sido el encargado de clavar la bala que había producido aquella marca. —No quería matarme... —susurró In-ho, aún con la vista clavada en su hombro. —Lo sé —le respondió El Reclutador, manteniendo su gran sonrisa. Luego, se inclinó un poco hacia adelante y posó su mano sobre el hombro de In-ho—. Pero si hubiera golpeado unos centímetros más abajo podía haberte perforado un pulmón —añadió, acariciando con su pulgar la pequeña protuberancia en la piel. In-ho alzó la vista para mirarle. A pesar de que la mascarilla le ayudaba a disimular un poco su expresión y aún con la presencia de una sonrisa en los labios, la experiencia ganada durante sus años de relación le hizo descubrir un pequeño brillo navegando sobre el negro mar de sus pupilas. Preocupación. Porque El Reclutador, a pesar de que siempre pareciera inmune a lo que la muerte suponía —e In-ho podría jurar que aquella indiferencia había sido completamente real en algún punto de su vida—, había descubierto lo que era tenerle miedo cuando su corazón, ennegrecido y congelado, se había cruzado con In-ho. No le importaba morir, pero si odiaba la idea de morir dejando a In-ho solo en el mundo o que éste muriera, dejándole solo a él y a merced de su propia crueldad. —¿Y la tuya de qué es? —preguntó In-ho, tratando de redirigir la conversación. Durante sus años de relación había podido admirar, como era lógico, el cuerpo desnudo de su pareja y, durante las amplias exploraciones que le había dedicado, se había percatado de que poseía una gran cicatriz en el pecho, en el lado izquierdo, justo encima del corazón. Pero nunca, puesto que no parecía relevante en los contextos que los acompañaban, se había atrevido o había pensado siquiera en preguntarle por su origen. El Reclutador miró hacia su pecho y su sonrisa pareció ampliarse. —Es el único recuerdo que conservo de mi padre. Se endeudó con una especie de mafiosos y amenazaron con matarle —explicó. Luego, alzó la cabeza para mirar a los ojos a In-ho y continuó—: Pero se enteró de que uno de los altos mandos tenía un hijo enfermo del corazón y ofreció el mío a cambio de que la deuda quedara saldada. Los ojos de In-ho se abrieron de par en par. No sabía decir qué era lo que le impactaba más, si la terrible historia que le estaba contando El Reclutador o el hecho de que éste, siendo protagonista y víctima de la misma, lo estuviera relatando con total tranquilidad, como si se tratara de una charla casual. El Reclutador ya le había hablado en tiempos pasados de su padre, y siempre retratándolo como un hombre absolutamente despreciable, aunque In-ho nunca habría podido imaginar que su crueldad pudiera llegar a tales extremos. —Los hombres aceptaron el trato, e incluso enviaron a uno de sus médicos para que me hiciera análisis para comprobar la compatibilidad —continuó hablando El Reclutador—. Dio la casualidad de que si éramos compatibles así que mi padre, entusiasmado, trató de engañarme para que lo acompañara a una clínica clandestina... —hizo una ligera pausa—. Pero yo le había estado escuchando cuando recibió la llamada de aquellos hombres exigiendo que me llevara de inmediato para realizar ese mismo día la operación. —¿Y qué hiciste? —preguntó In-ho, con genuina curiosidad. Los ojos de El Reclutador adoptaron un brillo diferente, que se balanceaba entre el salvajismo y la astucia, sin dejar en ningún momento las fronteras claras de esos dos mundos tan diferentes. —Luché —susurró. De pronto, la atmósfera que los rodeaba pareció hacerse más densa, como si el aire se hubiera contaminado con una ola de sangre y recuerdos ennegrecidos. —Luché —repitió con cuidado, con las palabras quemando sobre su lengua—, porque no iba permitir que ese hombre me usara para saldar una deuda que se había creado jugando y que tanto había hecho llorar a mi madre. In-ho recordaba como El Reclutador le había hablado de su madre, siempre tratándola como una de las pocas luces (aunque la única sólida y "duradera") que había tenido en su infancia. Y, como el resto de esas escasas luces, su padre había sido el encargado de arrebatarsela. Noche tras noche, cuando terminaba de gastarse el poco dinero que la familia tenía para pagar el hogar y la comida en las carreras de caballos, en las ruletas y bebiendo cada botella que se le ponía al alcance, regresaba a casa y, al menor signo de reproche (que, a veces, ni siquiera resultaba necesario) se encargaba de golpear a su esposa hasta dejarla tirada en el suelo y cubierta de sangre. El Reclutador había pasado muchas de aquellas noches consolando a su madre tras la paliza y limpiándole la cara de sangre. A pesar de que ésta trataba de apartarse, era tanto el cansancio y el dolor que sentía, que siempre terminaba por resignarse. —Mientras peleábamos —continuó El Reclutador—, agarró un cuchillo y me gritó que, si no iba con él, me arrancaría el corazón con sus propias manos —hizo una pequeña pausa y agachó la cabeza para observar, con una sonrisa, la marca sobre su pecho, y añadió—. Pero el muy inútil solo logró hacerme esto. In-ho volvió a mirar la gran cicatriz que surcaba la piel de El Reclutador y de nuevo a sus ojos. De pronto, una sensación de tristeza, profunda y desgarradora, se extendió por su corazón, haciendo que éste se contrajera entre las costillas. Casi por instinto, alzó sus manos hacia El Reclutador. La derecha se apoyó firmemente sobre la gran cicatriz del pecho y la izquierda sobre la mejilla de El Reclutador. —Yo jamás permitiría que vuelvas a pasar por un infierno así. El Reclutador, que en un primer momento le había observado confuso, con el cerebro tratando de asimilar el cariño de la acción, le regaló una cálida sonrisa. —Pero no te vuelvas un aburrido como en el trabajo —le dijo con tono pícaro. In-ho abrió su boca con ademán ofendido y apartó sus manos. —¿Cómo que "como en el trabajo"? —le reprochó con fingido disgusto, al tiempo que cruzaba sus brazos sobre el pecho. Por toda respuesta, El Reclutador se echó a reír a carcajadas e In-ho le siguió pocos segundos después. Aquellos rastros de su felicidad inundaron la habitación y rebotó contra las paredes haciendo que el sonido de sus carcajadas se convirtiera en un ente casi indestructible. Cuando, pasados algunos minutos, comenzaron a recobrar un poco la calma el primero en hablar fue El Reclutador: —C-creo que ya podemos q-quitarnos las mascarillas —tartamudeó, al borde de otro ataque de risa. In-ho asintió, limpiándose las pequeñas lágrimas que se habían formado en la comisura de sus ojos. Entonces, El Reclutador se acomodó en su sitio y se inclinó hacia adelante, exponiendo mejor su rostro frente a In-ho. —Quítamela tú —le pidió. In-ho le observó confuso. —¿Yo? —Será más fácil para que no queden restos —le explicó El Reclutador. Luego, le guiño y añadió—: Vamos, no me harás daño. In-ho volvió a asentir y acercó sus manos hacia la cara de El Reclutador hasta que sus dedos tocaron los bordes de la mascarilla. Rascó un poco y, cuando la capa negra comenzó a soltarse, empezó a tirar poco a poco para retirarla. La piel de El Reclutador fue apareciendo, centímetros a centímetro conforme la mascarilla se despegaba de su cara y limpiaba cada uno de sus poros. Al llegar a la nariz, la sensación de dolor se hizo presente, en forma de pequeños pinchazos y tirones, y El Reclutador cerró los ojos, en un intento de aguantar mejor. —Yo no quiero ser un infierno para ti... —susurró de pronto In-ho. Aquellas palabras ni siquiera habían pasado por su cerebro, sino que habían sido generadas por su corazón y enviadas directamente hacia su garganta que las había dejado escapar sin preguntar a nada ni nadie. Su preocupación era pura, genuina e incontrolable. El Reclutador abrió los ojos y en estos, la ternura pareció reflejarse cuando sus miradas se encontraron la una a la otra. —Créeme —susurró a su vez—, si te convirtieras en mi infierno, con gusto te abrazaría hasta que mis músculos y mis huesos se derritieran —aseguró—. Porque así, podría estar toda la eternidad junto a ti. In-ho sintió como un nudo se le formaba en la garganta, arrancándole la capacidad de respirar. Y es que él, tan alejado de los sentimientos y de la felicidad como se había sentido tras los Juegos, había encontrado en la soledad un refugio que había significado su mayor fuente de tranquilidad durante años. Pero ahora, esa tranquilidad le parecía despreciable porque había encontrado en El Reclutador un infierno. Pero no un infierno envuelto en llamas abrasadoras y mortales y castigos eternos, sino un hogar donde el calor se filtraba por debajo de la piel y abrazaba el corazón con la ternura del dolor compartido y el entendimiento mutuo. Habían vivido un infierno, pero ahora ambos lo compartían y se había convertido en un hogar. Por fin, la mascarilla de El Reclutador se desprendió por completo de su cara e In-ho pudo admirar la pálida piel de su pareja, tan hermosa y tersa como la recordaba. —Ahora te toca a ti —dijo El Reclutador. —Intenta no arrancarme la cara —respondió In-ho con un tono burlón pero cariñoso. El Reclutador alzó su ceja derecha con gesto divertido. —Jamás cometería tal crimen. Luego, acercó sus manos hacia la cara de In-ho y poco a poco, comenzó a retirar la mascarilla. Unos minutos después, la mascarilla ya había sido retirada y, como había asegurado El Reclutador, la cara de In-ho había quedado en su sitio. —Ahora tienes la piel más suave —le dijo El Reclutador, acariciándole con ambas manos las mejillas—. Pero ahora tenemos que hidratarla. Entonces, se inclinó a un lado, hacia un punto sobre la cama en la que había dejado un montón de mascarillas. —Tengo de melocotón, de fresa, de limón, de aguacate, de arándanos... —comenzó a enumerar, al tiempo que lanzaba los diferentes envases a In-ho. —¿Soy una ensalada? —se burló In-ho. —Muy gracioso... —refunfuñó El Reclutador. Luego siguió rebuscando entre la montaña de mascarillas hasta que, de pronto, tomó un par de ellas y las alzó con orgullo—. ¡Fruta de la pasión! In-ho asintió y tomó uno de los envases con una sonrisa. —Déjame que yo te coloque la tuya —pidió. El Reclutador alzó la vista y le miró con los ojos brillando con amor. Unos minutos después, In-ho se encontraba con la espalda apoyada en la cabecera de la cama y con El Reclutador acurrucado entre sus piernas y brazos, y con la cabeza, iba masajeando con cuidado, apoyada sobre su pecho. Ambos tenían los ojos cerrados y disfrutaban de la refrescante sensación de las mascarillas en su rostro y del calor de sus pieles unidas. —Te amo —susurró In-ho con delicadeza. —Yo también te amo —susurró a su vez El Reclutador. Entonces, In-ho le dio un pequeño beso sobre la cabeza y El Reclutador esbozó una ligera sonrisa. Estaba muy orgulloso de In-ho, del hombre que era y en el que se había convertido. Pero también estaba orgulloso de sí mismo, por ser el hombre al que amaba y el único de quien In-ho quería recibir amor. Porque solo con él, compartiría el infierno. ✒️✒️✒️ Bueno pues hasta aquí ha llegado la Semana Frontsales, ¡espero que hayas podido disfrutarla tanto como yo lo he hecho al escribirla! Quería explorar su relación desde contextos más diversos y la verdad es que me lo he pasado muy bien descubriendo cada uno de los escenarios planteados. Pero, definitivamente, seguiré escribiendo para el ship porque disfruto mucho de esta parejita y merecen muuuchas más historias 🙂‍↕️🙂‍↕️🙂‍↕️ Hasta la proximaaa!!!
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