Disclaimers: Menciones/Aparición de Armas
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Título: Caramelos La noche había caído hacía algunas horas y, en cuanto el sol había dejado paso a la oscuridad, los monstruos habían salido a la calle. Había zombies que arrastraban sus pies, arañando sus zapatos con el asfalto, y emitían grotescos sonidos que llamaban la atención de todos aquellos que les rodeaban. Los hombres lobo de vez en cuando se agachaban y, con las garras en el suelo, comenzaban a aullar a la Luna llena, uno detrás de otro. Las brujas, por su parte, emitían fuertes carcajadas y agitaban sus varitas y escobas en el aire, amenazando con proferir algún conjuro malvado que convirtiera en sapos o lombrices a quienes se atrevieran a molestarlas. Por cada rincón podían verse monstruos de todos los tamaños y colores, y también asesinos en serie. Pero, entre todos ellos, también podía vislumbrarse, de vez en cuando, criaturas que desentonaban de forma terrible con el resto de los presentes. Princesas de vestidos dorados y rosas, personajes de todas las películas Disney, con sus enormes sonrisas y los colores vivos brillando en sus vestimentas, unicornios blancos con cuernos arcoíris y hadas, se mezclaban entre la aterradora muchedumbre, destrozando por completo la estética del momento. Era Halloween. —Esto es mala idea... —susurró In-ho. El disfraz que había escogido era más bien básico: un traje de tres piezas, una larga capa negra con forro interior rojo, maquillaje blanco en la cara y las manos, una cantidad ingente de gomina en el pelo y, como remate, unos colmillos afilados asomando de su boca. Presentaba así la clásica figura de el Conde Drácula en una versión que, si bien podía resultar demasiado arcaica, seguía dentro de los límites de la lógica de aquella aterradora festividad. Junto a él se encontraba El Reclutador quien, dependiendo a la persona a quien se le preguntara, pertenecía a un grupo u otro. Había optado por rescatar, de entre los recuerdos de su pasado, el traje de guardia con el que, en tiempos pasados, había ocultado su identidad de los jugadores. En su mano derecha sujetaba, además, una máscara negra, con un triángulo pintado en la superficie. —Tú has dicho que querías caramelos —se burló El Reclutador, girando su cabeza para mirarle. Su pelo perfectamente peinado y engominado brillaba con la luz dorada de las farolas, resaltando sus facciones juveniles, dotándole de una apariencia tierna y dulce que, para cualquiera que reconociera el traje que llevaba, resultaba terrorífico. —No es seguro que vayas así vestido —le regañó In-ho—. ¡Nos podemos cruzar con un jugador! El Reclutador soltó una pequeña risilla. No podía negar que In-ho tenía toda la razón al temer ser descubierto por alguno de aquellos infelices que habían participado en los Juegos. Era consciente de que, debido a la naturaleza ingrata y victimista del ser humano, ninguno de los que formaba parte de aquella escoria les recibiría con el respeto que merecían por haberles brindado la oportunidad de escapar de sus deudas y sus miserables vidas. Muchos de los ganadores habían tratado de contratar mercenarios o incluso habían encargado a sicarios buscarle y matarle. Pero a El Reclutador no le importaban sus amenazas y persecuciones. A fin de cuentas, todos aquellos habían terminado con la sangre derramada de quienes querían dar con él y de quien les había enviado. Y, desde luego, no dudaría en destruir a cualquiera que tratase de hacerle daño a él o a In-ho. Además, aquello era un buen negocio puesto que, el dinero que no habían gastado los ganadores, pasaba directamente a las manos de In-ho y de él como parte de una "compensación" patética que los Vip's les otorgaban para que ninguno de los dos renunciara a su puesto. —No me preocupa —respondió con voz calmada—. Siempre podemos tomar una botella de soju con ellos —dijo burlonamente y, luego, alzó una ceja con soberbia y añadió—. Y les podemos retar a jugar al ddakji. In-ho gruñó con fastidio, pero no dijo nada. Sabía que no serviría de nada tratar de negociar con El Reclutador pues este, evidentemente, ya había tomado la decisión de no retroceder lo más mínimo. Ante su silencio, El Reclutador volvió a mirar al frente, y ambos continuaron abriéndose paso entre las oleadas de personas que llenaban las calles. Conforme avanzaban, In-ho iba notando como sus nervios le revolvían el estómago. No era solo el atuendo de su pareja lo que le preocupaba, sino la promesa. Esa promesa que El Reclutador le había hecho. De pronto, sintió como algo tiraba de él, lanzándole a toda velocidad hacia adelante. Sus piernas, en un intento por no tropezar, comenzaron a moverse a toda velocidad y, antes de que pudiera darse cuenta, estaba corriendo. Cuando pudo reordenar mínimamente sus pensamientos, se dio cuenta de que tanto él como El Reclutador, quien se encontraba justo frente a él —y también corriendo como un loco— era quien tiraba de su mano y le guiaba hábilmente entre la gente para evitar que chocara. In-ho le seguía como podía, tratando de no tropezar á cada instante y de que su mano no se soltara de la de El Reclutador. Pasaron lo que para In-ho se sintió como horas de continua carrera hasta que, de un momento a otro, El Reclutador se detuvo. Habían llegado a una zona en la que el tráfico de personas era muchísimo más escaso pero también la luz, por lo que apenas podían distinguirse bien las figuras que se movían entre las sombras. Entonces, El Reclutador le empujó hacia una pared e In-ho emitió un pequeño gemido cuando su espalda chocó contra los ladrillos de la misma. —Shhh —siseó El Reclutador, colocándole su dedo sobre los labios—. He visto a un grupo metiéndose en un callejón. Luego, y sin dar tiempo a que In-ho dijera algo, le dio la espalda y se puso a caminar lentamente. De inmediato, In-ho le siguió y, pronto, ambos se encontraron junto a un hueco abierto entre dos edificios. El Reclutador se había colocado justo en el borde de uno de ellos, con la cabeza inclinada hacia el callejón, con In-ho a su lado, y ambos con la espalda pegada a la pared. De pronto, El Reclutador volvió a erguirse y se giró para mirarle. —Cuando yo te avise —susurró, metiendo su mano izquierda dentro del cuello del mono—, sales conmigo, ¿de acuerdo? In-ho asintió lentamente y El Reclutador sacó su mano, revelando una brillante pistola de oro. Luego, se colocó la máscara sobre la cara y volvió a inclinarse hacia el callejón. El aire se volvió denso y la adrenalina pareció supurar de los poros de la piel. —Uno... —empezó a contar El Reclutador. Si alguien les veía podían meterse en un buen problema. —Dos... Pero lo peor, era la vergüenza que, al menos para In-ho, iba a suponer ser descubiertos en una tarea tan infantil. —¡Tres! —exclamó El Reclutador. De inmediato, ambos se lanzaron dentro del callejón. El Reclutador llevaba su pistola en alto y caminaba con paso firme y rápido. Tras él se encontraba In-ho, que miraba a su espalda de forma continua para asegurarse de que nadie les observaba. —¡Quietos! —exclamó con fuerza El Reclutador. Frente así, junto a la pared final del callejón había un grupo compuesto por unas cinco personas. Todos ellos, adolescentes. Estaban sentados en círculo y en el centro del grupo se encontraban reunidos todos los caramelos y chocolatinas que, posiblemente, habían reunido desde el inicio de la noche. —¿¡Pero qué hacéis!? —chilló, histérico, uno de los chicos. Todos los miembros del grupo se habían girado para mirarlo e, instintivamente, sus miradas se habían clavado sobre la brillante pistola con la que El Reclutador les amenazaba. —¿¡Qué es lo que queréis!? —preguntó otro de los muchachos. Por toda respuesta, El Reclutador movió su arma, de forma que esta apuntara directamente hacia la montaña de caramelos . —Dádselos a mi compañero —ordenó. Las miradas de los adolescentes se movieron de forma instintiva hacia donde la pistola apuntara y los rostros, hasta entonces aterrados, se tornaron en una mezcla de miedo y confusión que, hasta cierto punto, resultaba cómica. —¿L-los caramelos? —tartamudeó uno de ellos, girando la cabeza para mirar a El Reclutador. —¿¡Necesitáis que mate a uno de vosotros para entenderlo!? —gritó El Reclutador y su voz distorsionada por el modulador de la máscara convirtió su amenaza en algo aún peor de escuchar, De inmediato. los adolescentes comenzaron a recoger los caramelos del suelo, agrupándolos con nerviosismos en sus manos. Entonces, In-ho se adelantó. Sostenía el bajo de su capa, de tal forma que con esta había creado una especie en la que, al acercarse, todos los caramelos comenzaron a ser guardados. —¡Rápido! ¡Rápido! —gritaba El Reclutador. Los adolescentes temblaban mientras colocaban los dulces en la capa de In-ho, casi como si sintieran el olor a pólvora y fuego impregnada en las paredes internas de la nariz. —¡Listo! —gritó In-ho cuando la última chocolatina estuvo dentro de su capa. Al instante, ambos se echaron a correr hasta salir del callejón, dejando tras de sí a los confundidos adolescentes, tratando de asimilar que es lo que acababa de ocurrirles. Unos minutos después, El Reclutador e In-ho se encontraban ya dentro de una de sus limusinas, disfrutando del banquete de chocolate y caramelos con el que se acababan de hacer. —Estás completamente loco —se burló In-ho, abriendo un nuevo paquete de caramelos. —Dime que esto no es más divertido que ir puerta por puerta para conseguirlos —le retó El Reclutador, haciéndose con una de las chocolatinas que tenían crema de cacahuete en su interior. In-ho sacudió la cabeza con una sonrisa. —No tienes remedio... —dijo simplemente. Las carcajadas de ambos estallaron al unísono, llenando el aire cubierto de azúcar y el delicioso olor del chocolate con la felicidad de aquella locura y amor por la adrenalina que compartían. Porque en un mundo que fingía monstruos, ellos buscaban ser los peores. Pero siempre juntos.