Capítulo 25
16 de octubre de 2025, 10:58
El paso del tiempo había hecho su trabajo en la superficie, esculpiendo una ilusión tan convincente que incluso engañaba a quienes mejor conocían a Koichi.
Un año después de aquella guerra que había redefinido el panorama heroico de toda una generación, un año después de aquel funeral que había enterrado más que un cuerpo, un año después de aquella pérdida que lo había quebrado desde adentro, Koichi volvía a ser, a ojos de todos, el héroe joven que inspiraba confianza.
La transformación había sido gradual pero constante, documentada en las visitas médicas mensuales donde los doctores anotaban con satisfacción: "Mejoría significativa en el estado de ánimo", "Mayor interacción social", "Retorno progresivo a actividades cotidianas". Los terapeutas celebraban cada pequeño avance como evidencia de que el tratamiento estaba funcionando, de que el trauma podía ser superado con las herramientas adecuadas y el apoyo necesario.
Había sido un camino tortuoso, lleno de recaídas que destrozaban el corazón de su familia. Noches de insomnio donde Ryōsuke lo encontraba sentado en el balcón a las tres de la madrugada, mirando el vacío con ojos que no parpadeaban. Días donde no salía de su habitación, donde ni siquiera Kentarō podía arrancarle una sonrisa. Semanas donde su voz, que lentamente había comenzado a recuperarse, volvía a desaparecer porque simplemente no tenía nada que decir.
Momentos donde el silencio se volvía tan denso que parecía que podría ahogarse en él.
La terapia había exigido lo mejor de todos ellos. Sesiones semanales que se convertían en diarias cuando los episodios se intensificaban. Medicación que tenía que ser ajustada constantemente porque algunos antidepresivos lo dejaban tan sedado que no podía funcionar, mientras que otros no parecían tener efecto alguno. El apoyo incansable de su familia, que muchas veces creyeron que no sería suficiente, que lo perderían de todas formas a pesar de todos sus esfuerzos.
Muchas veces habían creído que no lo lograría, que se perdería para siempre en esa sombra oscura que lo envolvía como una mortaja. Aizawa había pasado noches sin dormir vigilando la puerta de su hijo, aterrorizado por la posibilidad de que Koichi tomara una decisión irreversible. Hizashi había llorado más en ese año que en toda su vida anterior, sintiendo impotente mientras veía a su hijo consumirse lentamente.
Pero allí estaba ahora, de pie, con la risa regresando a su rostro como un visitante tímido que poco a poco se volvía más frecuente. Con una sonrisa que, aunque tenue y nunca alcanzaba completamente sus ojos, les daba una paz inmensa a quienes lo amaban.
El alivio era palpable en cada reunión familiar. Su padre Aizawa volvía a bromear con él, haciendo comentarios sarcásticos sobre su cabello que siempre estaba desordenado, criticando con cariño fingido sus elecciones de ropa. Hizashi cantaba de nuevo mientras cocinaba, llenando la casa con una energía que había estado ausente durante meses. Kaede encontraba fuerzas renovadas al ver que su hermano ya no vivía en un pozo de luto permanente, que podía mantener conversaciones completas sin que su mirada se perdiera en algún punto del horizonte que solo él podía ver.
Ryōsuke brillaba con una felicidad nueva, genuina, que iluminaba cada rincón de su ser. Finalmente tenía de vuelta al compañero que había extrañado desesperadamente, al padre presente que Kentarō necesitaba, al esposo que había prometido estar con él en las buenas y en las malas.
Koichi volvía a asistir a eventos sociales, aunque selectivamente. Aceptaba algunas entrevistas, hablando con esa voz que nunca recuperó completamente su fuerza original pero que era funcional, útil. Sonreía para las cámaras cuando era necesario, ofreciendo palabras de aliento a los jóvenes aspirantes a héroes que lo miraban con admiración brillante en los ojos.
Comía con su familia los domingos, un ritual sagrado que nunca faltaba. Se sentaba a la mesa grande en la casa de sus padres, con Kentarō en su regazo o en la silla a su lado, y participaba en las conversaciones sobre temas mundanos y extraordinarios. Reía cuando Hizashi contaba historias exageradas de sus días como héroe activo. Escuchaba con atención cuando Aizawa compartía observaciones filosóficas sobre la naturaleza del heroísmo.
Corría detrás de Kentarō en tardes soleadas, persiguiéndolo por el jardín mientras el niño gritaba con deleite, escondiéndose detrás de árboles y arbustos. Jugaba con él durante horas, construyendo fortalezas con almohadas, dibujando con crayones, leyendo cuentos con voces diferentes para cada personaje que arrancaban carcajadas de su hijo.
Desde afuera, desde la perspectiva de cualquiera que lo observara, todo parecía un renacer hermoso y conmovedor. La historia de superación que los medios tanto amaban: el héroe que había caído en la oscuridad pero que había encontrado la fuerza para levantarse de nuevo, más fuerte, más sabio, más resiliente.
Era una narrativa perfecta.
Y completamente falsa.
Porque dentro de Koichi no había resurrección, solo simulacro. El fuego en su interior no se había apagado por completo en ese año —eso hubiera sido una muerte misericordiosa—, sino que se había convertido en algo peor: ceniza. Una ceniza fría y estancada que cubría cada rincón de su ser, que se asentaba en sus pulmones con cada respiración, que manchaba cada pensamiento con su tono gris uniforme.
Fingía con una destreza que lo habría convertido en un actor premiado si alguna vez decidiera cambiar de carrera. Pero ahora lo hacía con una convicción tan férrea, tan absoluta, que incluso lograba engañarse a sí mismo por días enteros. Había perfeccionado el arte de la automedicina emocional.
Se repetía, como un mantra inquebrantable que recitaba mentalmente desde el momento en que abría los ojos cada mañana hasta que finalmente se quedaba dormido cada noche, que era feliz. Que había superado el dolor como todos le decían que eventualmente haría. Que estaba exactamente donde debía estar, rodeado de personas que lo amaban, con un hijo maravilloso que dependía de él, con una carrera de héroe que podía retomar cuando estuviera listo.
Se lo repetía con tanta insistencia que a veces, durante breves momentos de gracia, casi lo creía.
Casi.
Pero bastaba un instante de soledad verdadera —cuando todos dormían y la casa estaba en silencio, cuando conducía solo en su auto hacia alguna cita médica, cuando se duchaba y el sonido del agua ahogaba cualquier otro ruido— para que la mentira se derrumbara como un castillo de naipes al primer soplo de viento.
En esos momentos de honestidad brutal consigo mismo, cuando bajaba la guardia porque no había nadie a quien proteger con su actuación, la verdad lo golpeaba con la fuerza de un tren: no era feliz. No había superado nada. Solo había aprendido a construir una fachada tan elaborada, tan meticulosamente detallada, que resultaba indistinguible de la realidad para quienes la observaban desde afuera.
Era disciplinado en su performance. Cumplía sus citas médicas con rigor militar, llegando siempre cinco minutos antes, respondiendo todas las preguntas del cuestionario psicológico con las respuestas que sabía que los doctores querían escuchar. Tomaba la medicación en horarios exactos, nunca saltándose una dosis, porque sabía que cualquier desviación sería notada y reportada.
Cuidaba su dieta con la precisión de un atleta profesional, comiendo las porciones adecuadas de proteínas, vegetales y carbohidratos. Su cuerpo era más fuerte que nunca, más sano según todos los indicadores médicos objetivos. Se había entregado al ejercicio físico con una dedicación casi obsesiva, levantándose antes del amanecer para correr kilómetros que dejaban sus piernas temblando y sus pulmones ardiendo, pero que al menos lo cansaban lo suficiente como para dormir algunas horas sin soñar.
Al orden de la vida doméstica también lo había abrazado con fervor. Su ropa siempre estaba limpia y organizada por colores. Su habitación estaba inmaculada, con cada objeto en su lugar designado. Ayudaba con las tareas del hogar sin que nadie se lo pidiera, lavando platos, doblando ropa, pasando la aspiradora con movimientos mecánicos pero eficientes.
Los domingos en casa de sus padres se habían convertido en un ritual sagrado que jamás, bajo ninguna circunstancia, se saltaba. Era el día en que toda la familia se reunía: Aizawa y Hizashi como anfitriones, Kaede llegando temprano para ayudar con la cocina, Ryōsuke y Kentarō apareciendo cargados con postres comprados en esa panadería que a todos les encantaba.
Kentarō corría entre todos como un pequeño tornado de energía, mostrándole a sus abuelos los dibujos que había hecho durante la semana, contándoles historias fantásticas sobre dinosaurios y superhéroes con esa imaginación desbordante que solo los niños de cinco años poseen. Kaede y Hizashi se unían en la cocina, trabajando en perfecta sincronía mientras discutían recetas y compartían chismes inocentes.
Y Koichi estaba allí, sonriendo también, sosteniendo la farsa con una perfección que había pulido durante meses hasta volverla un arte. Reía en los momentos apropiados. Hacía comentarios ingeniosos que arrancaban carcajadas de los demás. Abrazaba a su familia con gestos que parecían genuinos porque, en algún nivel profundo y complicado, lo eran. Amaba a estas personas. Quería que fueran felices.
Solo que su propia felicidad era una mentira que mantenía viva por ellos.
En su papel de padre, era intachable según cualquier métrica observable. Kentarō lo adoraba con esa devoción absoluta que los niños reservan para sus héroes personales. Y Koichi se esforzaba en corresponder ese amor con cada fibra de su ser que aún era capaz de sentir algo genuino.
Le enseñaba cosas con paciencia infinita: cómo atarse los zapatos haciendo orejas de conejo con los cordones, cómo escribir su nombre en letras grandes y temblorosas, cómo contar hasta cien sin saltarse números. Jugaba con él durante horas que se convertían en tardes enteras, construyendo con bloques, haciendo rompecabezas, persiguiéndolo por la casa mientras Kentarō gritaba "¡No me alcanzas!" con una alegría que hacía eco en las paredes.
Le daba tardes de complicidad y cariño que eran reales, genuinas, porque Kentarō era inocente de todo el dolor que Koichi cargaba. El niño no sabía nada de Touma, no entendía la guerra más allá de las explicaciones simplificadas que le habían dado, no podía comprender el peso que su padre llevaba sobre los hombros como una cruz invisible.
Y esa inocencia era preciosa, sagrada. Koichi haría cualquier cosa por preservarla.
Con Ryōsuke también era ejemplar en todos los sentidos externos. Habían tenido esas conversaciones difíciles que llevaba prometiendo desde antes de la guerra, sentándose frente a frente en sesiones de terapia de pareja donde un profesional los guiaba a través de sus problemas de comunicación, de sus expectativas no cumplidas, de los resentimientos acumulados durante años.
Habían hablado, finalmente y con honestidad (bueno, con toda la honestidad que Koichi podía permitirse), sobre cómo se habían distanciado, sobre cómo Koichi se había perdido en su trabajo de héroe mientras Ryōsuke se sentía abandonado emocionalmente. Sobre cómo necesitaban reconstruir su relación desde los cimientos si querían que funcionara.
Y Koichi se había comprometido genuinamente con ese proyecto. Era atento de maneras que antes no había sido, recordando fechas importantes, planificando sorpresas pequeñas pero significativas, preguntando sobre el día de Ryōsuke y escuchando realmente las respuestas. Era cariñoso, buscando contacto físico: tomando su mano mientras veían televisión, abrazándolo desde atrás mientras cocinaban juntos, besándolo con ternura antes de dormir.
Era detallista, notando cuando Ryōsuke estaba estresado y ofreciendo masajes en los hombros, preparando su café exactamente como le gustaba sin que tuviera que pedirlo, comprando ese chocolate importado que tanto le gustaba cuando pasaba por la tienda.
Ryōsuke vivía ahora convencido de que por fin tenía al compañero que siempre había soñado tener. Veía la transformación de Koichi como prueba de que el amor y la paciencia podían superar cualquier obstáculo. Hablaba con sus amigos sobre lo orgulloso que estaba de Koichi, de cómo había luchado contra sus demonios internos y había emergido victorioso.
La felicidad de Ryōsuke era genuina, palpable, contagiosa para todos los que los rodeaban.
La de Koichi era un reflejo vacío en un espejo que había aprendido a pulir hasta que brillara con luz prestada.
Porque en las noches, cuando Ryōsuke dormía profundamente a su lado —con su respiración regular y su cuerpo caliente presionado contra el de Koichi—, él permanecía despierto mirando el techo. Contando las horas hasta el amanecer. Sintiendo el peso del brazo de Ryōsuke sobre su pecho como una cadena de oro: preciosa, sí, pero cadena al fin.
El secreto de su infidelidad con Touma lo había sepultado en lo más hondo de su memoria, en un lugar tan oscuro y profundo que a veces se convencía de que quizás nunca había sucedido. Nadie lo sabría nunca. Era su carga, su penitencia, su pecado privado que llevaría solo hasta la tumba.
Y aunque cada día lo corroía por dentro la idea de haber amado a dos personas a la vez —con tipos de amor diferentes pero igualmente reales, igualmente intensos—, se negaba a arrepentirse. No podía. Arrepentirse de Touma sería traicionarlo una segunda vez, sería negar la validez de lo que habían compartido, por breve y clandestino que hubiera sido.
Touma había sido su primer amor real, su todo durante esos meses robados. El lugar donde había depositado la mejor versión de sí mismo, la más honesta, la más vulnerable. Con Touma no había necesitado fingir nada. Podía ser completamente él mismo: con sus miedos, con sus dudas, con sus ambiciones desmedidas y sus inseguridades profundas.
Esa versión de Koichi había muerto con Touma en ese campo de batalla.
Y ahora se veía obligado a entregar a Ryōsuke una versión editada, pulida, mejorada artificialmente de sí mismo. Una versión que cumplía todos los requisitos de un buen esposo en papel, pero que no era completamente real, que no era completamente suya.
A veces, cuando la casa dormía y el silencio era tan completo que podía escuchar su propio corazón latiendo, se sorprendía a sí mismo deseando morir. No con violencia, no con desesperación dramática, no con planes elaborados que pusieran en riesgo a otros o que dejaran un mensaje específico.
Sino con la calma de quien espera que el destino decida por él.
Soñaba con el día en que la muerte llegara por sí sola, naturalmente, inevitablemente. Un accidente de tráfico donde no tuviera tiempo de reaccionar. Una enfermedad que lo consumiera rápidamente antes de que los doctores pudieran hacer algo. Una misión de héroe que saliera mal de una forma que no pudiera predecir o prevenir.
Soñaba con el momento en que el ciclo natural de la vida lo arrancara de aquella máscara sofocante que había aprendido a usar con tanta perfección. Con el día en que pudiera finalmente dejar de fingir, dejar de actuar, dejar de cargar con el peso agotador de aparentar que todo estaba bien.
Y en esos sueños oscuros pero reconfortantes, se imaginaba reuniéndose con
Touma en otra vida. Una vida donde no existieran las complicaciones, las responsabilidades, las mentiras necesarias. Una vida donde pudieran ser simplemente ellos dos, sin esconderse, sin culpa, sin el peso del mundo sobre sus hombros.
Se aferraba a esa esperanza silenciosa como a un hilo invisible que lo mantenía caminando hacia adelante. Era su secreto más oscuro, más peligroso: no quería suicidarse, no activamente, pero tampoco quería vivir realmente. Existía en un limbo entre ambos estados, cumpliendo con las mociones de la vida porque su cuerpo se negaba a rendirse y porque no podía hacerle eso a Kentarō, pero sin encontrar verdadero significado en ninguno de sus días.
Era una forma de sufrimiento tan sutil que nadie a su alrededor la detectaba. Los terapeutas preguntaban en cada sesión: "¿Has tenido pensamientos suicidas?" Y Koichi respondía con honestidad técnica: "No." Porque no los tenía. No planeaba su muerte. Simplemente la esperaba como quien espera el autobús, con paciencia pasiva, sabiendo que eventualmente llegaría.
En sus noches más oscuras, cuando el insomnio se volvía insoportable y levantarse de la cama sin despertar a Ryōsuke se convertía en una necesidad urgente, también había buscado venganza.
Se sentaba frente a su computadora en el estudio, con solo la luz azulada de la pantalla iluminando su rostro en la oscuridad, y buscaba. Rastros, rumores, movimientos en la sombra que pudieran llevarlo a Kūgirō. El villano que había matado a Touma. El responsable directo de que todo su mundo se hubiera derrumbado.
Había dedicado meses a esa búsqueda obsesiva. Hackeaba bases de datos con herramientas que había aprendido a usar específicamente para ese propósito. Consultaba con informantes que se movían en los bajos fondos, ofreciendo dinero y favores a cambio de información. Seguía cada pista, por vaga o improbable que fuera, con una determinación que rayaba en la locura.
Había noches donde se quedaba hasta el amanecer rastreando direcciones IP, analizando patrones de actividad criminal, buscando conexiones que pudieran llevarlo aunque fuera un paso más cerca. Algunas veces encontraba hilos prometedores: un avistamiento reportado en otra ciudad, un rumor de que Kūgirō había sido visto en un bar conocido por ser punto de encuentro de criminales, una transacción financiera sospechosa que podría estar vinculada.
Pero cada hilo se deshacía en sus manos como humo. Cada pista lo llevaba a callejones sin salida. Cada vez que creía estar cerca, la información resultaba ser falsa, desactualizada o simplemente un rumor sin fundamento propagado por gente que no sabía de qué hablaba realmente.
Era como si el suelo se lo hubiera tragado completamente. Como si Kūgirō hubiera dejado de existir el mismo día que terminó la guerra. Como si el mundo entero se hubiera conjurado para esconderlo de los ojos de Koichi, negándole incluso esa pequeña satisfacción de poder mirar a los ojos al responsable y hacerle pagar por lo que había hecho.
La frustración lo carcomía desde dentro. Había momentos en que golpeaba el escritorio con los puños hasta que sus nudillos sangraban, lágrimas de rabia corriendo por sus mejillas mientras maldecía en silencio la injusticia de todo. ¿Cómo era posible que un villano de ese calibre simplemente desapareciera? ¿Dónde estaba la justicia en un mundo donde el asesino seguía respirando mientras que Touma yacía frío en una tumba?
Pero con el tiempo, con el alma progresivamente más cansada bajo el peso acumulado de la decepción tras decepción, Koichi se rindió.
Fue un día particularmente gris, seis meses después de la guerra, cuando finalmente cerró todas las pestañas de su navegador que contenían búsquedas relacionadas con Kūgirō. Cuando borró los archivos donde había estado compilando información. Cuando bloqueó los números de los informantes que lo habían estado ayudando.
Guardó esa búsqueda en un rincón oscuro del olvido, junto con tantas otras cosas que ya no podía permitirse sentir si quería seguir funcionando. Dejó que el odio se consumiera en su propia impotencia, que se convirtiera en ceniza junto con todo lo demás que una vez había ardido en su interior.
No era perdón. Nunca sería perdón. Era simplemente aceptación de que algunos males quedaban sin castigo, de que algunas injusticias nunca se corregían, de que el universo no tenía un sentido inherente de balance o justicia moral.
Era una lección amarga que lo dejó aún más vacío que antes.
El mundo lo veía como un héroe que había superado la tragedia de la forma más admirable posible. Los artículos en revistas especializadas en heroísmo lo describían como "un ejemplo de resiliencia", "un testimonio del espíritu humano inquebrantable", "la prueba de que incluso las heridas más profundas pueden sanar con el tiempo y el apoyo adecuado".
Lo invitaban a dar charlas motivacionales en escuelas de héroes, donde estudiantes de ojos brillantes y esperanzados se inclinaban hacia adelante en sus asientos para absorber cada palabra que salía de sus labios. Les hablaba sobre la importancia de cuidar su salud mental, sobre no tener miedo de pedir ayuda, sobre cómo la terapia no era una debilidad sino una fortaleza.
Y cada palabra que pronunciaba era técnicamente cierta, pero se sentía como mentira en su boca.
Les decía que había días oscuros pero que eventualmente llegaba la luz. Que el dolor no desaparecía pero se volvía más manejable. Que la vida continuaba y que valía la pena seguir adelante. Todo era verdad desde cierta perspectiva, desde cierto ángulo de observación.
Pero omitía la parte donde esa luz era artificial, proyectada desde afuera en lugar de emanar desde dentro. Donde el dolor no se volvía manejable sino simplemente más familiar, tan constante que se convertía en el nuevo estado normal. Donde la vida continuaba solo en el sentido técnico, en el sentido biológico, pero no en el sentido que realmente importaba.
Sus compañeros héroes lo miraban con respeto renovado. No solo por sus habilidades en combate, que seguían siendo impresionantes después de la recuperación total de su voz, sino por su aparente capacidad de recuperación emocional. Lo trataban como un igual que había pasado por el fuego y había salido no solo intacto sino fortalecido.
"Eres una inspiración," le decían, palmeándole la espalda con camaradería genuina.
Y Koichi sonreía, aceptaba los cumplidos con humildad apropiada, y sentía esa desconexión cada vez más amplia entre quién creían que era y quién realmente era bajo todas esas capas de performance cuidadosamente construida.
Él se veía a sí mismo en el espejo cada mañana y reconocía al extraño que lo miraba de vuelta: un cascarón que sonreía por obligación, que decía las palabras correctas en el momento correcto, que ejecutaba las acciones apropiadas en cada situación social.
Un hombre que había aprendido a imitar la vida tan perfectamente que incluso él mismo a veces olvidaba que solo estaba actuando.
Un hombre que esperaba, con paciencia infinita y resignación tranquila, el momento en que pudiera finalmente cruzar el umbral que separaba este mundo del siguiente.
El momento en que pudiera dejar caer la máscara y reunirse con aquel que, en vida, nunca pudo llamar suyo por completo, pero que en su corazón había sido siempre todo.
Porque al final, esa era la única verdad que Koichi guardaba celosamente en el centro más profundo de su ser: que estaba esperando morir. No persiguiendo activamente la muerte, pero tampoco aferrándose genuinamente a la vida.
Existía en un estado intermedio, cumpliendo con sus obligaciones porque era lo correcto, porque Kentarō necesitaba un padre y Ryōsuke necesitaba un compañero y sus padres necesitaban saber que su hijo estaba bien.
Pero en el fondo, en ese lugar secreto donde nadie más podía ver, donde ni siquiera los terapeutas más hábiles podían alcanzar con sus preguntas cuidadosamente formuladas, Koichi había hecho las paces con su propia mortalidad de una forma que no era completamente saludable pero que le daba un extraño tipo de consuelo.
Cuando llegara su momento —ya fuera en cincuenta años o mañana—, estaría listo. Más que listo: estaría aliviado.
Aliviado de poder finalmente dejar de fingir.
Aliviado de poder finalmente descansar de verdad.
Aliviado de poder, tal vez, en algún lugar más allá de este mundo cruel y complicado, encontrar a Touma de nuevo.
Y esta vez, sin complicaciones, sin secretos, sin culpa, poder decirle todas las cosas que nunca tuvo oportunidad de expresar completamente en vida.
Poder decirle: "Te amé. Te amo. Siempre te amaré. Y elijo estar aquí, contigo, donde sea que 'aquí' sea."
Esa fantasía, imposible y probablemente infantil, era lo único que lo sostenía en los días más difíciles. La idea de que el final no era realmente un final, sino una puerta hacia algo diferente. Algo mejor. Algo donde no tendría que elegir entre las personas que amaba porque el amor ya no requeriría sacrificio.
Mientras tanto, seguiría caminando por este mundo como el fantasma perfecto que se había vuelto.
Sonriendo cuando era apropiado.
Llorando en privado cuando el peso se volvía insoportable.
Amando a su familia con la porción de su corazón que aún funcionaba.
Y guardando el resto, la parte rota e irreparable, en un lugar sagrado marcado con el nombre de Touma.
Esperando.
Siempre esperando.
El día en que pudiera finalmente ir a casa.