ID de la obra: 1303

Linea Blanca

Slash
NC-17
Finalizada
0
Tamaño:
228 páginas, 129.285 palabras, 25 capítulos
Descripción:
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Capítulo 24

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El aire olía a hierro y humo, un aroma denso que se adhería a la garganta como una promesa de que nada volvería a ser igual. La tierra misma parecía haber quedado marcada por la furia de la guerra, cicatrizada con cráteres y escombros que antes habían sido edificios, esperanzas, vidas. Entre los cuerpos inmóviles y los héroes que apenas podían mantenerse en pie, el único sonido claro era el murmullo lejano de las sirenas que se acercaban, impotentes ante la escena devastadora que pronto encontrarían. Allí, en medio del desastre, Koichi permanecía arrodillado. Sus brazos, tensos y temblorosos, se aferraban al cuerpo de Touma como si ese abrazo pudiera revertir lo irreversible, como si la fuerza de su desesperación fuera suficiente para devolver el calor a esa piel que ya comenzaba a enfriarse. El mundo se había reducido a ese único punto: ese cuerpo inerte, esos ojos cerrados que nunca volverían a mirarlo con esa mezcla de ternura y travesura que tanto amaba. El temblor que sacudía a Koichi no provenía del frío ni del cansancio físico que lo consumía tras horas de batalla. Era algo más profundo, más visceral: la vibración de la impotencia pura, del dolor clavándose como espinas en cada nervio, en cada fibra de su ser. Los recuerdos llegaban en oleadas crueles, contra su voluntad. La risa de Touma resonando en los pasillos de la academia, contagiosa y brillante como el sol de mediodía. Las conversaciones nocturnas robadas entre misiones, cuando el mundo dormía y solo existían ellos dos, susurrando sueños y miedos en la oscuridad protectora de la noche. Las promesas hechas apenas unas horas atrás, cuando aún creían que habría un mañana, un futuro donde podrían caminar juntos sin esconderse. Promesas de un futuro que nunca existiría. La ironía era tan cruel que le arrancaba sollozos mudos del pecho. Jamás podría hablar de Touma como su pareja, aunque en su corazón ardiera la certeza absoluta de que lo había sido. No importaba que hubieran compartido secretos en la penumbra, que sus dedos se hubieran entrelazado cuando nadie miraba, que sus labios se hubieran encontrado en besos robados que sabían a urgencia y eternidad. A ojos del mundo, Touma quedaría reducido a un recuerdo ambiguo, un "casi algo", un compañero caído en batalla. Las esquelas dirían: "murió con honor". Nadie escribiría: "murió amado". Para Koichi, Touma lo era todo. Y ahora, todo se había convertido en nada. A unos metros de distancia, Kaede intentaba incorporarse. Sus piernas temblaban violentamente, negándose a sostener el peso de su cuerpo agotado. El dolor en sus costillas, donde Koichi la había golpeado, la atravesaba con cada respiración superficial que lograba tomar. Pero nada de eso importaba tanto como la escena que se desarrollaba frente a sus ojos. Desde el suelo, con la vista nublada por el cansancio y las lágrimas que se negaba a derramar, observaba a su hermano. Conocía a Koichi mejor que nadie en el mundo; había crecido viendo cada una de sus expresiones, cada matiz de su personalidad. Sabía cuándo fingía estar bien, cuándo guardaba secretos, cuándo su corazón latía por alguien. Y sabía, con una certeza que le dolía en el alma, cuánto significaba Touma para él. Lo había intuido desde hacía tiempo, en las miradas que su hermano le dirigía al pelinegro cuando creía que nadie lo notaba, en la forma en que su voz cambiaba sutilmente al pronunciar su nombre, en cómo su rostro se iluminaba cuando Touma entraba en una habitación. Ver ese amor truncado con tanta brutalidad, destruido en un instante por la violencia absurda de la guerra, le apretaba el pecho de un modo insoportable. Era como presenciar el asesinato no solo de una persona, sino de un futuro entero, de todas las posibilidades que Koichi y Touma nunca tendrían la oportunidad de explorar. Quiso hablarle, decirle algo, cualquier cosa que pudiera aliviar aunque fuera una fracción de ese dolor devastador. Quiso llamarlo, recordarle que no estaba solo, que ella estaba ahí y siempre estaría ahí. Pero su cuerpo, empujado más allá de sus límites, se rindió al agotamiento antes de que pudiera articular una sola palabra. La oscuridad la reclamó con suavidad, y cayó inconsciente sobre los escombros, mientras en su rostro quedaba el rastro brillante de una lágrima silenciosa. Koichi no notó cuando su hermana colapsó. Todo su ser estaba concentrado en Touma, en memorizar cada detalle de ese rostro que pronto le sería arrebatado para siempre. Con manos temblorosas, deslizó los dedos por la mejilla del pelinegro, limpiando con una ternura infinita la suciedad, las lágrimas secas y la sangre que manchaban esa piel que había besado tantas veces en secreto. — Perdón —susurró, aunque su voz estaba tan rota que apenas era un soplo de aire—. Perdón, perdón, perdón... La palabra se convirtió en un mantra desesperado que repetía una y otra vez, como si al decirla suficientes veces pudiera cambiar algo, reescribir la realidad, traerlo de vuelta. Perdón por no haber sido suficiente, por no haber corrido más rápido, por no haber llegado a tiempo. Perdón por no haber podido proteger lo único que le daba sentido a todo, lo único que hacía que valiera la pena seguir siendo un héroe. Entonces, incapaz de resistir la necesidad urgente de un último contacto, de un último momento robado, inclinó la cabeza y rozó los labios fríos de Touma con los suyos. Fue un beso sin respuesta, áspero, impregnado de un vacío que lo consumía desde dentro. Un beso que sabía a ceniza y desesperación, a despedida y negación. No buscaba amor en ese contacto —el amor ya estaba allí, había estado siempre—; buscaba negar la muerte aunque fuera por un instante fugaz, pretender que si cerraba los ojos con suficiente fuerza, cuando los abriera, Touma estaría sonriéndole con esa sonrisa boba que tanto amaba. El recuerdo del último beso que habían compartido, apenas hace un día —cuando aún había esperanza, cuando aún creían que volverían juntos—, se quebró como cristal contra este beso final. Aquel había sido cálido, lleno de promesas susurradas entre labios hambrientos. Este era frío, un epitafio en sí mismo, la firma cruel al final de una historia que nunca tuvo oportunidad de completarse. — No puedes irte —murmuró Koichi contra esos labios inmóviles, su voz quebrándose—. No así. No todavía. Teníamos... teníamos planes. Pero el silencio fue la única respuesta. A su alrededor, el campo de batalla se llenaba poco a poco de médicos y oficiales. Los gritos de órdenes urgentes se mezclaban con los sollozos entrecortados de los heridos, con gemidos de dolor que perforaban el aire denso. Los héroes caídos eran cubiertos con mantas blancas que pronto se teñían de rojo en los bordes, mientras que los villanos, algunos inconscientes y otros apenas aferrándose a la vida, eran encadenados con una frialdad mecánica que contrastaba brutalmente con el caos emocional que reinaba en el lugar. Las manos de los sanitarios temblaban visiblemente al ver el estado del terreno. Habían respondido a llamados de emergencia antes, habían visto accidentes terribles y tragedias impensables, pero nada los había preparado para esto. Extremidades separadas de sus cuerpos, tiradas entre escombros como muñecos rotos. Charcos de sangre ya oscura que formaban ríos irregulares entre las grietas del pavimento destruido. Cuerpos tan destrozados que apenas podían ser identificados, reducidos a fragmentos de lo que alguna vez fueron personas con nombres, familias, sueños. Nadie podía llamarlo victoria sin sentir un nudo doloroso apretándose en la garganta, sin que la palabra misma se convirtiera en ceniza en la boca. Cuando un equipo de paramédicos intentó acercarse a Koichi, él los fulminó con una mirada tan intensa, tan cargada de amenaza pura, que se detuvieron en seco a varios metros de distancia. El cuerpo de Touma permanecía entre sus brazos, protegido contra su pecho como si aún pudiera sentir dolor, como si aún necesitara ser resguardado del mundo cruel que se lo había arrebatado. — No lo toquen —ordenó con voz ronca, casi irreconocible—. No se atrevan a tocarlo. El aura de su quirk todavía flotaba alrededor de su cuerpo en ondas visibles, distorsionando el aire como el calor sobre el asfalto en verano. Era una amenaza silenciosa pero inequívoca, una advertencia clara: cualquiera que intentara separarlos enfrentaría la furia de un hombre que no tenía nada más que perder. Los médicos se miraron entre sí con expresiones de impotencia y compasión. Habían sido entrenados para lidiar con el trauma físico, pero nadie los había preparado para esto: para el dolor tan absoluto que veían reflejado en los ojos de ese joven héroe, para la desesperación que emanaba de él en oleadas casi tangibles. Finalmente, después de un intercambio silencioso de miradas y gestos, uno de ellos tomó una decisión. Con manos que temblaban ligeramente, sacó un sedante de su maletín: la última medida para evitar un enfrentamiento que podría resultar en más víctimas, en más dolor innecesario. Se acercó con cautela, como quien se aproxima a un animal herido, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, clavó la aguja en el brazo de Koichi con un movimiento rápido y preciso. Koichi sintió el pinchazo, el líquido frío entrando en sus venas, pero no reaccionó, no intentó detenerlo. Estaba demasiado perdido en ese mar infinito de dolor para resistirse, demasiado hundido en la realidad insoportable de que nunca más escucharía la voz de Touma, nunca más sentiría el calor de su mano entrelazada con la suya, nunca más despertaría junto a él después de noches robadas donde el mundo desaparecía y solo existían ellos dos. Su vista se fue nublando gradualmente, como si cayera una cortina gris sobre el mundo. Los sonidos se volvieron distantes, amortiguados, irreales. Antes de hundirse completamente en la inconsciencia, lo único que alcanzó a hacer fue estrechar aún más a Touma contra sí, con lo que le quedaba de fuerza, como si en ese abrazo pudiera mantenerlo con vida, como si la intensidad de su amor pudiera revertir lo imposible. — Te amo —murmuró apenas, tan bajo que nadie más pudo escucharlo—. Siempre te amé. Siempre... Cuando el sedante finalmente hizo efecto completo y sus brazos cedieron, perdiendo la tensión que los había mantenido firmes, un silencio denso y respetuoso se extendió entre todos los presentes. Los héroes que aún podían mantenerse en pie apartaron la mirada, incapaces de sostener la imagen. Los médicos tragaron saliva con dificultad, sintiendo el peso de lo que acababan de presenciar. Incluso los oficiales más curtidos, acostumbrados a ver lo peor de la humanidad, evitaron hablar, conscientes de que estaban ante algo sagrado y terrible a la vez. Nadie podía pronunciar palabra frente a la imagen de Koichi desplomado sobre el cuerpo de Touma, sus brazos aún rodeándolo en un abrazo que la muerte misma había tenido que romper. No era la derrota de un héroe lo que veían. Era el funeral de un amor que el mundo nunca conocería. ... El cuarto olía a desinfectante y a esa mezcla particular de metal y plástico que solo tenían los hospitales, un aroma que se infiltraba en los pulmones y los dejaba con una sensación de frío artificial. La luz blanca, demasiado intensa e implacable, caía sobre la cama en la que Koichi yacía inmóvil como una figura de cera. El pitido constante de una máquina monitoreaba su corazón con una regularidad mecánica que contrastaba brutalmente con el caos que sentía dentro. Sus párpados parecían estar hechos de plomo. Cada parpadeo era una lucha titánica, un esfuerzo que le costaba más energía de la que creía tener. El mundo llegaba a él en fragmentos inconexos y confusos: el murmullo de pasos lejanos resonando en pasillos estériles, el frío penetrante de las sábanas contra su piel marcada por moretones que dibujaban mapas de violencia en tonos púrpura y amarillo, el peso insoportable de su propio cuerpo contra el colchón. Quiso moverse, probar si aún tenía control sobre sus extremidades, pero su cuerpo no respondió a las órdenes desesperadas de su mente. Las piernas eran columnas de piedra, imposibles de levantar. Sus brazos estaban pesados como si fueran de hierro macizo, anclados a los costados de su cuerpo por una gravedad implacable. Y su garganta... su garganta ardía como si alguien hubiera encendido brasas dentro de ella y las mantuviera ahí, quemando constantemente. Cada respiración se sentía áspera, un castigo renovado segundo tras segundo, como si tragara vidrio que le desgarraba la garganta desde dentro. El dolor era tan agudo que le sacaba lágrimas involuntarias que rodaban por sus costados hacia las almohadas. Fue entonces, en medio de la confusión y el dolor físico, que los recuerdos regresaron de golpe. La batalla. Los gritos. El olor a sangre y humo. Los cuerpos caídos. Y Touma. Touma en sus brazos, con los ojos cerrados para siempre, con la piel fría, con los labios que no respondieron a su último beso desesperado. Su corazón dio un vuelco tan violento que la máquina emitió un pitido agudo y alarmante. Un sobresalto lo recorrió de pies a cabeza, como si quisiera arrancarse de la cama, arrancar los cables y tubos que lo conectaban a esas máquinas indiferentes y correr, correr a buscarlo, encontrarlo, verificar que todo había sido una pesadilla horrible, que Touma estaría esperándolo con esa sonrisa torcida y esos ojos brillantes que lo miraban como si fuera lo más importante del mundo. — Tranquilo, Koichi. —La voz lo atravesó como un cuchillo—. Él no está aquí. Reconocía ese timbre perfectamente, aunque ahora sonaba quebrado, cargado de un dolor que intentaba disimular sin éxito. Giró la cabeza como pudo, con un esfuerzo doloroso que le arrancó un gemido silencioso, y vio la figura de Hizashi sentado en una silla junto a la cama. Su padre, normalmente una tormenta de energía incontenible y ruido alegre, estaba allí callado y quieto. Tenía el rostro cansado, marcado por líneas que no recordaba haber visto antes, como si hubiera envejecido años en cuestión de días. Los hombros le pesaban visiblemente, caídos bajo un peso invisible pero real. Y la mirada... esa mirada normalmente brillante y llena de vida estaba apagada, opaca, como una bombilla a punto de fundirse. Koichi quiso hablar. Su mente formó las palabras con claridad: "¿Dónde está? Necesito verlo. Por favor, llévame con él". Su garganta vibró con el esfuerzo, sus labios se movieron articulando cada sílaba, pero no salió sonido alguno. Ni siquiera un susurro ronco, ni un murmullo apenas audible. Nada. Era como intentar invocar un eco en un pozo vacío e infinito. El pánico se apoderó de él. Intentó de nuevo, forzando su garganta hasta que el dolor se volvió insoportable, hasta que sintió que algo se desgarraba en su interior. Pero el silencio persistió, absoluto e implacable. Los ojos de Hizashi se oscurecieron al ver el terror reflejado en el rostro de su hijo. Conocía ese miedo, lo había visto en otros héroes cuyas voces habían sido robadas en batalla, y el dolor de presenciarlo en su propio hijo le partía el corazón en pedazos. Aun así, intentó ser fuerte, intentó ser el pilar que Koichi necesitaba en ese momento. Con manos temblorosas que delataban cuánto le costaba mantener la compostura, tomó la mano de Koichi entre las suyas. La piel del muchacho estaba fría, demasiado fría, y estaba marcada por moretones que teñían sus mejillas en tonos verdosos y morados, cicatrices vivas de una guerra que había cobrado demasiado, mucho más de lo que cualquiera debería pagar. Al sentir ese contacto cálido y familiar, Koichi no pudo contenerse más. Había intentado ser fuerte, había luchado por mantener algún tipo de control sobre sus emociones, pero la represa finalmente se rompió. Las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas pero imparables, rodando por sus mejillas magulladas como un río imposible de detener. Lloró sin sonido, sin los sollozos que deberían acompañar un dolor tan profundo. Lloró con todo su cuerpo temblando, con su pecho subiendo y bajando en espasmos irregulares, con su rostro contorsionándose en una expresión de agonía pura que Hizashi sintió como un golpe directo al corazón. Hizashi apretó la mano de su hijo con más fuerza, tratando de transmitirle todo el amor y el apoyo que no podía expresar con palabras adecuadas. Sabía que tenía que hablar, que tenía que contarle qué había pasado, pero cada palabra se sentía como traición, como una puñalada más en el corazón de Koichi. Habló despacio, midiendo cada palabra como si fuera vidrio frágil que pudiera romperse y cortarlos a ambos si no tenía cuidado. Le explicó lo ocurrido después de que perdiera la conciencia en el campo de batalla. La batalla había terminado oficialmente, sí, y en los informes que ya circulaban por todos los medios de comunicación la llamaban "otra victoria decisiva para los héroes". Pero todos los que habían estado allí, todos los que habían visto la carnicería con sus propios ojos, sabían que esa palabra era una mentira piadosa, un consuelo hueco para una sociedad que necesitaba creer que había valido la pena. Había héroes muertos, demasiados como para contarlos sin que la voz se quebrara. Nombres que Koichi conocía, rostros que había visto en los pasillos de la academia, compañeros con los que había compartido misiones y risas. Todos reducidos ahora a estadísticas en un informe oficial. Y otros más agonizaban en unidades de terapia intensiva, conectados a máquinas que respiraban por ellos, con familias que mantenían vigilias interminables esperando milagros que tal vez nunca llegarían. Los pocos héroes que habían logrado mantenerse de pie lo hacían con el alma rota en pedazos, con la culpa del sobreviviente pesando sobre sus hombros como una losa. Se había protegido al país, cierto. Se había evitado una catástrofe mayor. Pero a un costo que nunca podría calcularse en números, un precio que se mediría en pesadillas, en matrimonios destruidos, en niños que crecerían sin padres, en cicatrices que nunca sanarían completamente. Pero Hizashi sabía, con la certeza dolorosa de un padre que conoce a su hijo, que Koichi no quería oír cifras ni balances estratégicos ni palabras grandilocuentes sobre el deber y el sacrificio. Solo quería saber de una persona. Solo necesitaba escuchar sobre Touma. El nudo en la garganta de Hizashi se hizo insoportable cuando llegó a esa parte. Se secó los ojos con el dorso de la mano libre, tragó saliva con dificultad, y lo dijo en voz baja, casi un murmullo, como si pronunciarlo más alto pudiera hacerlo aún más real, más final: Touma no había sobrevivido. Había muerto en el campo de batalla, probablemente poco antes de que Koichi llegara hasta él. Los médicos habían confirmado que no habría habido forma de salvarlo, la asfixia lo había matado al negarle el aire que tanto necesitaba. Y lo peor, lo que convertía la tragedia en algo aún más desgarrador: Touma no tenía familia que reclamara su cuerpo. Era huérfano, sus padres eran villanos y se desconocía si seguían vivos lo cual era poco probable si no se habían presentado en la guerra, y las pocas personas que había conocido en su vida que podrían llamarse cercanas habían muerto en batallas anteriores o habían desaparecido hacía años. Así que ellos, la familia de Koichi, se harían cargo del funeral. Era lo mínimo que podían hacer por el joven que había significado tanto para su hijo, aunque no entendieran completamente la naturaleza ni la profundidad de esa relación. La fecha estaba fijada para dentro de unos días, aunque Hizashi admitió con amargura que las funerarias apenas podían manejar el volumen. Había lista de espera para enterrar a los muertos, como si la muerte misma se hubiera convertido en algo tan común que había que hacer fila para despedirse de los seres queridos. Mantendrían el cuerpo de Touma en buenas condiciones hasta entonces, preservado y respetado, esperando el momento en que pudieran darle un adiós apropiado. Cuando Hizashi terminó de hablar y el silencio cayó sobre la habitación como una manta pesada, Koichi lo sintió como un abismo abriéndose bajo sus pies. Algo dentro de él se apagó en ese momento, tan brutal y definitivo como un vidrio hecho añicos contra el suelo. Sus ojos, que una vez habían brillado con una luz obstinada y determinada, con la convicción de alguien que creía poder cambiar el mundo, se hundieron en una oscuridad profunda. Era como si una parte fundamental de él hubiera muerto junto a Touma en ese campo de batalla, como si todo su brillo, toda su esencia, hubiera cruzado al más allá para acompañarlo, dejando atrás solo una cáscara vacía que respiraba por inercia. Hizashi observó ese cambio con el corazón encogido. Había visto a su hijo enfrentar desafíos terribles antes, lo había visto levantarse de derrotas que habrían destruido a otros. Pero nunca lo había visto así: completamente roto, como si le hubieran arrancado el alma del cuerpo. Bajó la mirada, dándole tiempo y espacio para procesar, para sentir lo que necesitaba sentir. Pero también sabía más de lo que estaba diciendo. No era tonto. Conocía la historia de su hijo mejor de lo que Koichi creía. Lo había visto acercarse a Touma años atrás, había notado las miradas que intercambiaban cuando pensaban que nadie los observaba, había visto cómo el rostro de Koichi se iluminaba de una forma especial cuando el pelinegro estaba cerca. Lo había intuido mucho antes de que ellos mismos lo admitieran, tal vez incluso antes de que ellos mismos lo comprendieran completamente. Y aunque había sido una revelación difícil de procesar —su hijo estaba en una relación, tenía un niño—, Hizashi no era quién para juzgar. El corazón era un territorio complicado, especialmente en tiempos de guerra, cuando cada día podía ser el último. Quería creer, por el bien de su propia paz mental, que su hijo solo estaba llorando a un amigo muy cercano, a un amor de juventud que nunca tuvo oportunidad de florecer completamente, a alguien importante pero no definitivo. Pero en el fondo, en ese lugar donde los padres guardan las verdades que prefieren no examinar demasiado de cerca, sabía que era mucho más que eso. Y el dolor devastador de Koichi lo confirmaba sin lugar a dudas. El hombre tragó saliva con dificultad, sintiendo sus propias lágrimas amenazando con desbordarse, y continuó hablando. Su voz temblaba ahora, la fachada de fortaleza comenzando a resquebrajarse, pero sabía que tenía que decirlo todo, que Koichi necesitaba saber. Le explicó el daño en su garganta con términos médicos que apenas comprendía él mismo pero que repetía tal como se los habían dicho los doctores. Ese grito final, esa descarga brutal de poder concentrado que Koichi había liberado en el campo de batalla, había destrozado sus cuerdas vocales y dañado severamente los tejidos circundantes. Era un tipo de lesión que los médicos raramente veían, causada por el uso extremo de un quirk vocal más allá de todos los límites seguros. Los médicos habían hecho todo lo humanamente posible. Habían trabajado en turnos de doce horas, consultando con especialistas de todo el país. Y Eri, esa mujer maravillosa con su quirk de rebobinar, también había intentado ayudar. Había venido personalmente, y había puesto sus manos sobre la garganta de Koichi, concentrándose con toda la intensidad que podía reunir. Pero el daño era demasiado profundo, demasiado extenso. Retroceder el tiempo en un cuerpo requería una cantidad enorme de energía, y cuanto más severa era la lesión, más poder demandaba. Lo habían intentado, varias veces a lo largo de horas, con Eri agotándose hasta el punto del colapso en cada intento. Sin éxito. El tejido cicatrizado permanecía, las cuerdas vocales destrozadas no se regeneraban. — Tu padre está destrozado por esto —confesó Hizashi en un susurro quebrado, secándose las lágrimas con la manga de su chaqueta de una forma casi infantil que le restaba años a su apariencia—. Shōta... él cree que si hubiera llegado más rápido, si hubiera estado allí contigo, tal vez... No terminó la frase. No hacía falta. El peso de la culpa que cargaba Aizawa era palpable incluso en su ausencia. Hizashi intentó sonreír entonces, un gesto valiente pero transparente, como alguien que miente para sostener a otro, para darle algo a lo que aferrarse. Tomó ambas manos de Koichi entre las suyas y le prometió, con una convicción que quería creer, que todo estaría bien eventualmente. Que en un mes, tal vez dos, con sesiones constantes de terapia y el don de Eri, su voz volvería. Que todo sería como antes, que podría volver a reír, a gritar, a usar su quirk. Que la vida continuaría. Pero mientras pronunciaba esas palabras optimistas, mientras dibujaba ese futuro esperanzador en el aire con sus promesas, ambos sabían la verdad que flotaba entre ellos como un fantasma: Las cicatrices físicas podían curarse, tarde o temprano. Los huesos rotos se soldaban, la piel desgarrada se regeneraba, los músculos dañados podían rehabilitarse con suficiente tiempo y esfuerzo. Pero las cicatrices emocionales... esas eran otra historia completamente diferente. Koichi había perdido mucho más que su voz en ese campo de batalla. Había perdido la promesa de un futuro que ahora nunca existiría. Había perdido la posibilidad de despertar junto a Touma una mañana cualquiera y decidir que era el momento de dejar de esconderse. Había perdido años de conversaciones que nunca tendrían, de besos que nunca se darían, de momentos cotidianos y extraordinarios que se habían evaporado como humo. Había perdido la oportunidad de decirle "te amo" en voz alta, sin miedo, sin esconderse. Y ese vacío, ese agujero negro que se había abierto en el centro de su pecho donde antes latía la esperanza, nadie podría repararlo. Ninguna terapia, ningún quirk milagroso, ninguna cantidad de tiempo podría llenar el espacio que Touma había ocupado en su vida. Koichi cerró los ojos, dejando que las lágrimas siguieran cayendo libremente. Su mano apretó débilmente la de su padre, un gesto pequeño de agradecimiento por estar ahí, por intentar sostenerlo cuando se estaba desmoronando. Pero en su interior, en ese lugar secreto donde guardaba todos sus sentimientos más profundos, una verdad terrible comenzaba a solidificarse: Una parte de él había quedado enterrada en ese campo de batalla. Y nunca la recuperaría. ... El tiempo había perdido todo sentido para Koichi. Los días se sucedían unos a otros como un mismo lienzo gris, sin diferencia perceptible entre la mañana y la noche, entre el lunes y el domingo. Habían pasado dos semanas desde el funeral de Touma —una ceremonia pequeña y sombría donde Koichi había permanecido inmóvil como una estatua de sal, incapaz de llorar porque ya no le quedaban lágrimas que derramar—, y aunque el mundo seguía girando con su indiferencia habitual, él permanecía anclado en un estado donde nada tenía peso ni color ni significado real. Las noticias hablaban de reconstrucción, de fondos destinados a reparar la infraestructura destrozada, de planes arquitectónicos para levantar nuevos edificios sobre las cenizas de los antiguos. Los héroes supervivientes intentaban levantarse de sus heridas, tanto físicas como mentales, asistiendo a sesiones de terapia obligatorias y forzando sonrisas para las cámaras que los perseguían buscando historias de resiliencia. Las agencias movían hilos políticos y mediáticos para mantener viva la esperanza en una sociedad traumatizada, pintando la victoria con colores más brillantes de los que realmente tenía. Pero nada de eso alcanzaba a Koichi. Era como si viviera bajo el agua, viendo el mundo a través de una capa gruesa de distorsión que amortiguaba todo sonido, todo sentimiento, toda conexión con la realidad. Su cuerpo comenzaba a responder lentamente a los cuidados médicos rigurosos. Los moretones que habían pintado su piel en una paleta de púrpuras, verdes y amarillos enfermizos se desvanecían gradualmente, dejando solo manchas tenues que pronto desaparecerían por completo. Sus costillas, que habían estado fracturadas en tres lugares diferentes, ya no le arrancaban gemidos de dolor con cada respiración. Los cortes y laceraciones que habían cubierto sus brazos y espalda se habían cerrado, dejando líneas rosadas. La mejoría física era innegable, documentada en gráficas y reportes médicos que los doctores revisaban con satisfacción profesional. Sin embargo, esa recuperación tangible contrastaba brutalmente con un interior hecho trizas, con un alma que parecía haberse fragmentado en pedazos tan pequeños que era imposible saber por dónde comenzar a recomponerla. Estaba oficialmente fuera de servicio, al igual que muchos otros héroes jóvenes que habían participado en la batalla. La Comisión de Seguridad Pública había emitido órdenes estrictas: ninguno de los héroes afectados regresaría al campo hasta completar evaluaciones psicológicas exhaustivas y recibir luz verde de un equipo multidisciplinario. Era una medida sensata, necesaria incluso, pero para Koichi significaba días interminables sin estructura, sin propósito, sin nada que lo distrajera de los pensamientos que lo consumían. Aunque los médicos habían dado señales positivas sobre su recuperación física y su potencial retorno al trabajo de héroe, la verdad era que Koichi apenas era una sombra del joven que había sido. La determinación feroz que una vez ardía en sus ojos se había extinguido, reemplazada por una mirada vacía que asustaba a quienes lo conocían bien. La casa familiar estaba constantemente llena de presencias que intentaban sostenerlo de todas las formas posibles. La voz firme de su padre Aizawa resonaba en conversaciones que intentaban ser normales, hablando sobre el clima, sobre noticias triviales, sobre cualquier cosa que no fuera la guerra o la muerte. Las atenciones silenciosas de Kaede se manifestaban en comidas cuidadosamente preparadas que dejaba en su habitación, en la ropa limpia que aparecía doblada sobre su silla, en su presencia constante pero no invasiva, siempre cerca pero dándole espacio para respirar. El calor de Ryōsuke era diferente, más directo. Su novio intentaba abrazarlo, besarle la frente, sostener su mano durante horas mientras veían películas que Koichi no registraba realmente. Ryōsuke hablaba sobre Kentarō, sobre lo mucho que el niño lo extrañaba, sobre planes futuros cuando Koichi se sintiera mejor. Hablaba con un optimismo que se sentía forzado pero bien intencionado, como si sus palabras pudieran construir un puente sobre el abismo en el que Koichi había caído. Todos le daban apoyo, todos trataban de hacerle sentir acompañado y amado. Incluso su garganta, aunque destrozada, mostraba signos lentos pero constantes de sanación. Podía pronunciar algunas palabras al día ahora, con una voz rota y frágil que sonaba como papel de lija contra madera, pero eran palabras al fin y al cabo. Los terapeutas del habla celebraban cada pequeño avance como una victoria monumental. Y aun así, nada de eso llenaba el hueco en su pecho. Nada tocaba ese vacío que se había instalado en el centro mismo de su ser, ese espacio donde antes había vivido la esperanza, el amor, la certeza de que valía la pena seguir adelante. Se había vuelto un espectro entre paredes conocidas. Un fantasma que caminaba por los pasillos de su propia vida sin realmente habitarla. Dormía largas horas que se extendían más allá de lo saludable, no por descanso genuino, sino por inercia, porque el sueño era el único lugar donde a veces, en sueños crueles y hermosos, Touma seguía vivo. Despertaba desorientado, con las mejillas húmedas, buscando con la mano el cuerpo que debería estar a su lado antes de recordar, con un dolor que se renovaba cada mañana, que nunca estaría allí. Comía solo cuando lo obligaban o cuando el hambre se convertía en un dolor físico agudo que lo despertaba de su sopor como una alarma imposible de ignorar. Kaede había aprendido a reconocer las señales: cuando Koichi llevaba demasiadas horas sin probar bocado, aparecía con un plato de algo simple —arroz, sopa, fruta— y se sentaba a su lado en silencio hasta que él tomaba al menos unos bocados para tranquilizarla. La determinación que lo había movido siempre, esa ambición feroz que lo empujaba hacia adelante incluso cuando el camino se volvía imposible, se había desvanecido como humo en el viento. No tenía metas, no tenía planes, no tenía deseos más allá del básico impulso de sobrevivir otro día porque su cuerpo se negaba a rendirse aunque su mente ya se hubiera dado por vencida. Ni siquiera el reconocimiento que ahora pesaba sobre su nombre lo motivaba o le generaba algún tipo de emoción. Los reporteros habían comenzado a llamarlo "El Héroe del Grito Final", un apodo dramático que había pegado en los medios y las redes sociales. Querían entrevistas exclusivas, querían escuchar de su propia voz (oh, la ironía) la historia de ese último grito que había cambiado el rumbo de la batalla. Las agencias de héroes enviaban ofertas tentadoras, contratos con cifras que hacían que incluso héroes profesionales experimentados arquearan las cejas con envidia. Koichi los rechazaba a todos con mensajes de texto breves y cortantes. No quería salir de la casa. No quería hablar con extraños que lo miraban como si fuera un símbolo, una historia inspiradora, cuando por dentro era solo ruinas y ceniza. La gloria le parecía un insulto, una bofetada a la memoria de todos los que habían caído, especialmente a Touma. ¿Qué importaba ser llamado héroe cuando no había podido salvar a la única persona que realmente importaba? La única grieta en ese muro impenetrable de vacío era Kentarō. El niño, con su energía inagotable y su inocencia que aún no había sido manchada por la comprensión completa de lo que había sucedido, se había convertido en un faro diminuto en medio de la penumbra absoluta que envolvía a Koichi. Cuando Kentarō estaba cerca —corriendo por la casa con sus pequeños pies que hacían un sonido como tambores contra el suelo de madera, riendo con esa risa cristalina que solo los niños pueden producir, gritando "¡Papá!" con una alegría que no conocía reservas—, Koichi hacía un esfuerzo casi doloroso, físicamente agotador, por mantener el semblante erguido. Por arrancar una sonrisa débil que apenas levantaba la comisura de sus labios pero que era suficiente para que los ojos de Kentarō se iluminaran con felicidad. Jugaba con él, permitiendo que el niño le mostrara sus juguetes, sus dibujos, sus descubrimientos del día. Acariciaba su cabello oscuro con una ternura que era genuina, un recuerdo de que todavía era capaz de sentir algo parecido al amor. Y a veces, con una voz áspera y rota que hacía que Kentarō inclinara la cabeza con curiosidad, pronunciaba su nombre: — Ken... tarō... Esas dos sílabas le costaban un esfuerzo tremendo, dejaban su garganta ardiendo durante horas después, pero valían la pena por la forma en que el rostro del niño se iluminaba al escucharlo. — ¡Papá habló! ¡Papá dijo mi nombre! —gritaba Kentarō con entusiasmo, corriendo a contarle a quien estuviera cerca, como si fuera el milagro más grande del mundo. Y tal vez lo era. Tal vez esos pequeños momentos eran los únicos milagros reales que quedaban. Esos momentos con Kentarō eran breves pero preciosos, destellos de lo que Koichi había sido antes: un hombre capaz de reír, de querer, de compartir alegría. Cuando el niño estaba en sus brazos, cuando sentía el peso cálido y vivo de su hijo contra su pecho, cuando escuchaba esa risa que sonaba como campanas, Koichi podía recordar por qué había luchado en esa batalla. Por qué había gritado hasta destruirse la voz. Por qué seguía respirando. Pero esos momentos eran efímeros, frágiles como burbujas de jabón que flotaban en el aire antes de estallar. En cuanto Kentarō desaparecía de su vista —llamado por Kaede para la cena, llevado por Ryōsuke para su baño nocturno, quedándose dormido en su propia cama después de que Koichi le leyera (o más bien le mostrara las imágenes, señalando con el dedo porque su voz no resistía más) un cuento—, todo se desmoronaba otra vez. El silencio lo tragaba como una ola gigante, arrastrándolo de vuelta a las profundidades oscuras donde vivía permanentemente. Se hundía en un mutismo obstinado, respondiendo a las preguntas de su familia solo con gestos mínimos: asentimientos, negaciones con la cabeza, encogimientos de hombros que transmitían una indiferencia que dolía ver. Cada palabra no dicha se convertía en un recordatorio de lo que ya no podía tener. Cada silencio era un epitafio a las conversaciones que nunca tendría con Touma, a las confesiones de amor que nunca pronunciaría abiertamente, a los planes que nunca harían juntos. Ryōsuke lo observaba siempre desde cerca, con una vigilancia constante que bordeaba lo obsesivo pero que nacía del amor y el miedo. No se alejaba más de una hora sin verificar dónde estaba Koichi, qué estaba haciendo, si estaba bien. Había comenzado a trabajar desde casa, rechazando reuniones que requerían su presencia física, porque la idea de dejar a Koichi solo durante horas le generaba una ansiedad que no podía controlar. Veía en él el reflejo del trauma que tantos héroes compartían tras la guerra. Los grupos de apoyo estaban llenos de historias similares: héroes que no podían dormir sin que las pesadillas los despertaran gritando, que tenían ataques de pánico en medio de la calle cuando escuchaban un ruido fuerte, que se aislaban socialmente porque el mundo les parecía demasiado ruidoso, demasiado brillante, demasiado vivo cuando ellos se sentían muertos por dentro. Y aunque Koichi trataba de convencerse de que se trataba solo de eso —de una herida emocional que sanaría con tiempo, de un trauma de guerra que podía ser procesado con las herramientas adecuadas—, en su interior temía otra verdad más oscura y permanente: Que lo que lo consumía no era solo la batalla, ni los gritos de los moribundos, ni la sangre que había manchado sus manos y su ropa hasta que parecía que nunca podría lavarse completamente. Era la ausencia de Touma. Ese vacío específico, con la forma exacta del cuerpo que ya no podía abrazar, con el eco de la voz que nunca volvería a escuchar, con el fantasma de los besos que nunca se darían. Ese dolor que ni la compañía más fiel, ni el amor más genuino de su familia, ni todo el tiempo del mundo podría llenar. Koichi no estaba simplemente herido. Estaba incompleto. Y aunque todos a su alrededor buscaban desesperadamente rescatarlo, jalándolo de vuelta hacia la luz con cuerdas hechas de amor y esperanza y determinación, solo él sabía la verdad que no podía confesarle a nadie: Que la parte de él que habían perdido no era recuperable. Que había quedado enterrada junto a Touma en ese ataúd que habían bajado a la tierra mientras él permanecía de pie, sostenido físicamente por Hizashi y Aizawa porque sus piernas amenazaban con ceder en cualquier momento. Y que sin esa parte, nunca volvería a estar realmente completo, sin importar cuánto tiempo pasara, sin importar cuánto sanara su cuerpo, sin importar cuántas sonrisas forzadas lograra dibujar en su rostro para tranquilizar a los que amaba. Había aprendido a ser un fantasma. Y los fantasmas no vuelven a la vida. Solo aprenden a caminar entre los vivos, imitando sus movimientos, repitiendo sus gestos, pero sin pertenecer realmente a ese mundo luminoso que una vez llamaron hogar.
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