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22 de octubre de 2025, 10:39
Nota de la autora: Esta historia ha estado rondando en mi cabeza desde hace tiempo. Terminé escribiendo una versión muy breve para un intercambio de historias, pero decidí convertirla en una historia de varios capítulos. Y ambientarla en Australia.Si soy honesta, ya estoy saturada de investigar, y quiero escribir sobre algo que conozco.También, aviso importante: Edward y Bella están muy, pero muy rotos. Esta historia va a tocar temas bastante delicados y tendrá una carga fuerte de angustia (aunque siendo yo, también habrá algo de humor), así que, si solo buscas algo suave y tierno, tal vez esta no sea para ti.Bella, en particular, está realmente mal. Es un completo caso perdido que ha perfeccionado la forma de vivir sin enfrentar el trauma de su pasado, y si en algún momento no te dan ganas de gritarle, entonces he fallado. Pero va a mejorar, lo prometo. Y esta historia sí o sí tendrá un final feliz.
Si hay algo que creo que podría no entenderse, lo aclararé al final de los capítulos. También habrá cambios de narrador.
En fin, espero que la disfrutes.
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Vértigo
Capítulo 1
Edward
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Sigo pensando en ella casi todos los días. No me preguntes por qué; no tengo una respuesta. En mi mente, ella es «la que se me escapó…», lo cual es una completa estupidez. Nunca fue mía para perderla.
Solo era esa chica en la secundaria por la que tenía una erección constante, pero jamás tuve el valor de hacer algo al respecto. Al menos no hasta que ya fue demasiado tarde. Tal vez lo que me persigue en realidad es el arrepentimiento. O la falta de «cierre», como insiste Jake, pero ¿cierre de qué? No hay reglas no escritas sobre los enamoramientos adolescentes no correspondidos que expliquen por qué he suspirado por un fantasma virtual durante la mitad de mi vida.
Mi trabajo no ayuda en absoluto, porque ella está en todas partes. En cada grado hay una como ella: la introvertida que pasa cada descanso en la biblioteca. La chica que no tiene ningún interés en encajar o en ajustarse a los estándares del grupo popular.
Hay una en el Grado 11, y, carajo, cómo me recuerda a Bella: saca puras A, tiene casi asistencia perfecta, pero es una completa solitaria -por elección propia. No está en ninguna de mis clases; chicas como ella no suelen tomar Educación Física después de los cuatro años obligatorios, cuando ya pueden escoger sus materias optativas.
A veces la veo en los pasillos, con un libro pegado a la cara, los lentes deslizándose por el puente de su nariz; completamente ajena al mundo a su alrededor o al interés que despierta en más de uno. No es que desprecie a los demás chicos; simplemente no le interesan.
Así era Bella. Nunca fue grosera, nunca me ignoró ni me evitó. Nada de eso. Sabía quién era yo -el capitán del colegio; todos sabían quién era. Simplemente, yo no significaba nada para ella.
Eso fue lo que me volvió completamente loco… y lo que me hizo desearla más.
A esa edad, yo luchaba con mi propia identidad. Emmett y yo acabábamos de mudarnos con nuestro abuelo, alejándonos de la influencia de nuestra madre, y yo estaba en plena rebeldía. Como diría el abuelo, era un «sabelotodo» y me la pasaba en la oficina del director. Ahí fue donde la vi por primera vez; mientras esperaba que me dieran con la vara. El castigo corporal nunca desapareció del todo en los colegios privados. Mucho menos en uno tan exclusivo como Sydney Grammar -la escuela que ha producido la mayor cantidad de primeros ministros y jueces de la Corte Suprema. Es bastante poético si consideras que el edificio principal parece más un palacio de justicia que una escuela, pero si te metías con el jefe de la casa, lo pagabas caro. Por cuarenta mil dólares al año, a los chicos se les enseñaba disciplina estricta como cuestión de principios.
Para mi tercer año ya estaba bastante insensibilizado, y prefería el castigo físico al juego mental psicológico al que me tenía acostumbrado mi madre. Sentir algo era casi como terapia para mí. El director lo sabía, conocía la dinámica de mi familia, y llevaba tanto tiempo en el sistema educativo de élite en Sydney que sabía cuán jodidas estaban la mayoría de las familias.
Emmett y yo no éramos la excepción. Tampoco Jake. Ni Bella, ya que estamos. Todos sufríamos del Síndrome de la cuchara de plata de una forma u otra. Por irónico que suene, Bella en cierto modo fue más afortunada que nosotros. No descubrió lo disfuncional que era su familia hasta que su vida entera se fue a la mierda. Tal vez por eso siempre parecía tener todo bajo control… aunque supongo que nunca lo sabré con certeza.
Quien dijo que el dinero es la fuente de la felicidad, claramente nunca tuvo dinero. Es cierto, nunca pasé hambre, pero era absolutamente miserable. Tan miserable que a los nueve años intenté suicidarme saltando desde el techo de la casa de mi madre. Solo caí unos seis metros y me rompí un brazo. Fue nuestra niñera quien me llevó a urgencias. Mi madre ni se enteró. El personal no era tan estúpido como para interrumpirla durante una de sus muchas citas de spa, uñas, cabello o bótox. La furia que esa bruja habría desatado sobre toda la casa no valía la pena por mí, el chivo expiatorio de la familia.
Sí, el director sabía bien el infierno en el que crecí. Supongo que por eso prefería usar la vara en lugar del remo, y se mostraba más indulgente conmigo.
Aunque técnicamente Sydney Grammar es mixto, las clases están segregadas y las chicas tienen una entrada diferente. Nuestra entrada estaba frente a Hyde Park, en pleno centro de Sydney, sobre College Street. La de las chicas quedaba una cuadra más allá, hacia el lado de Darlinghurst. Los sexos se mantenían separados la mayoría del tiempo; los únicos espacios compartidos eran la biblioteca, el gimnasio, el comedor y, claro, la oficina principal, donde estaban la administración y la oficina del director.
Era junio, a mitad del año escolar. Yo estaba en noveno grado. Me mandaron a la oficina por ser el desafortunado al que le cayó en las manos la nota porno sobre Jessica Stanley que andaba circulando por el salón. Aunque, si no hubiera sido por eso, habría sido por cualquier otra cosa. El señor Banner era un viejo amargado que no me soportaba; pasaba cada clase con los ojos clavados en mí como un halcón, esperando la más mínima excusa para echarme. Sabía que la nota estaba pasando de mano en mano; solo esperaba que llegara a mí.
No es que me quejara; que me dieran con la vara era un precio bajo a pagar por salir del aula. Nunca fui muy buen estudiante. Para mí todo era deporte. Puede que la escuela produjera muchos primeros ministros, pero yo no iba a ser uno de ellos.
La señora Cope, la secretaria de la oficina -que se aseguraba de que cada alumno supiera cuánto odiaba su trabajo- solo rodó los ojos con fastidio cuando entré, antes de señalar con la cabeza la fila de sillas frente a la oficina del director.
—El chico Cullen está aquí otra vez para verlo —dijo secamente por el intercomunicador, antes de volver a teclear y suspirar con impaciencia, como si los treinta segundos que le había hecho perder hubieran arruinado su día entero.
Solo sonreí con superioridad, metí la mano en el bolsillo del blazer y saqué un chicle.
Fue entonces cuando ella entró, flanqueada por sus padres. No podía ver mucho de ella, aparte del cabello largo y oscuro que le caía a mitad de la espalda, y el blazer azul marino con amarillo de nuestra escuela.
Escuché a su madre explicarle a la señora Cope que se estaba transfiriendo de su primer año en Pymble Ladies College, antes de decir su nombre: Isabella Swan.
Eso me puso en alerta de inmediato. El apellido «Swan» me sonaba. Entonces presté atención a su padre; estaba de pie junto a ella, con la mano en su hombro, luciendo molesto, incómodo… y realmente intimidante. Fácil tenía más de cincuenta años, vestido con un traje hecho a medida, y por su actitud general, supuse que era el famoso distinguido abogado y consejero Charles Swan.
Sí, nada de becas para esta chica. Venía de una familia con dinero.
Escuché a la vieja bruja de la señora Cope hablar sobre lo buenas que eran sus notas, mientras su madre, que parecía más joven y mucho mejor vestida que la mía, llenaba los formularios de inscripción. Fue entonces cuando su padre, resoplando con fastidio, sacó su Blackberry del saco y se sentó en la fila de sillas directamente frente a mí.
Por supuesto, me ignoró, pero me dio una vista directa de su hija. Llevaba lentes, pero era linda. Realmente linda, lo cual no me sorprendía considerando a sus padres. Y eso si te gustaba ese estilo nerd de niña buena. Que no era mi caso. Tenía quince años, y a esa edad en realidad no tenía un «tipo». Odiaba a mi madre, eso lo tenía claro, y considerando que era la única figura femenina en mi vida, supongo que eso influyó, aunque fuera de forma inconsciente, en mi percepción de las mujeres.
En general, me parecían fastidiosas y débiles, y odiaba con el alma que me tocaran. Emmett pensaba que era gay. No lo era; simplemente no me gustaban las chicas. Al menos no las que me rodeaban a diario. Las niñitas ricas y consentidas que se bajaban las bragas en un segundo si alguien se los pedía por reto. Las que perdían la virginidad en los vestidores del gimnasio y luego lo contaban como si fuera un logro. Las mismas que pasaban cada minuto atormentando a las internas por su origen de clase media.
Si supieran que la mitad de mis genes venían del mismo tipo de origen, me pregunto si me habrían prestado tanta atención.
Todo lo que veía en las chicas de mi colegio era una copia de mi madre: superficiales, pretenciosas, narcisistas, unas malditas que me convertirían la vida en un infierno. Había jurado mantenerme lejos de todo eso desde que salí de primaria.
Pero esta chica… la observé con atención. Estaba mirando al suelo, aferrada a algo con ambas manos. Rápidamente me di cuenta de que era un inhalador; se lo llevó a los labios e inhaló profundamente un momento después.
Tenía asma, explicó su madre a la señora Cope. Asma crónica, y no se sentían cómodos con que siguiera internada lejos de casa en su escuela anterior.
Suspiró suavemente, molesta por ser el centro de una conversación como si no estuviera presente, y entonces sus ojos se encontraron con los míos. Me miró por uno o dos segundos, casi sin expresión, antes de volver a fijar la vista en el suelo.
Pero yo quería volver a ver ese rostro porque… mierda…
Soplé con fuerza el chicle que tenía en la boca, haciéndolo explotar ruidosamente, y con eso atraje no solo su atención, sino también la de la señora Cope. Y la de su viejo.
Él me observó por un instante, igual que lo hacía el señor Banner, antes de volver a mirar su teléfono, justo cuando la vieja bruja de la oficina soltó su grito característico:
—¡TIRA ESE CHICLE AHORA MISMO, NIÑO INSOLENTE!
Volví a sonreír con arrogancia y me levanté con aire de superioridad para tirarlo a la basura en la esquina del salón. Fue entonces cuando mis ojos se cruzaron otra vez con los de ella. Esta vez su expresión era ligeramente curiosa, pero… casi aburrida, antes de apartar la mirada por completo y darme la espalda.
Un minuto después, se fue para que la llevaran a clase, y en ese momento se abrió la puerta del director, quien me agarró del cuello del blazer y me arrastró dentro de la oficina a los empujones.
No la volví a ver ese día. De hecho, no la vi en el resto de la semana. Ni en el comedor, ni en el gimnasio, ni en el patio. Me vi obligado a hacer averiguaciones y le pregunté a Emmett. Emmett conocía a todos en la escuela, especialmente a las chicas. Era el idiota con el que perdían la virginidad por reto. El mayor mujeriego que había.
Mi hermano. Mi hermano mellizo.
Aunque crecimos en la misma casa, la infancia de Emmett fue todo lo contrario a la mía. Era el niño mimado de mi madre. El que no hacía nada mal. El que ella me echaba en cara todo el tiempo y usaba para hacerme quedar mal. Siempre tenía que agachar la cabeza ante él, y si alguna vez llegaba a superarlo en algo, como en la escuela, eso la enloquecía. Me daba una paliza brutal. Luego se hacía a un lado y lo dejaba a él hacer lo mismo, por orden suya.
Emmett siempre fue un gigante. Aunque yo mido apenas un poco más que nuestro abuelo, con 1.88 m, Emmett es casi 10 centímetros más alto. Aparentemente sacó la estatura de nuestro padre; aunque ninguno de los dos lo conoció. Murió antes de que naciéramos. Cuando tenía cinco años, encontré una foto suya en el armario del pasillo en casa de mi madre. Emmett es su copia; mientras que yo no me parezco en nada. Aunque somos gemelos, no somos idénticos. Yo me parezco a nuestro abuelo, Carlisle. Abue, como le decíamos.
Y por eso mismo mi madre me odiaba con tanta pasión.
Hasta que Emmett y yo nos mudamos con el Abue, nos detestábamos. Yo lo odiaba tanto, que me pasaba las noches ideando formas creativas de matarlo mientras dormía.
Cuando estábamos en sexto, Abue nos metió a terapia. Me tomó tiempo darme cuenta de que Emmett también era manipulado emocionalmente por nuestra madre, igual que yo. Fue entonces cuando empezamos a llevarnos bien, y por fin pude verlo como un hermano.
—Nunca he oído de ninguna Isabella Swan —respondió Emmett a mi pregunta durante el descanso, distraído mientras jugábamos básquet con Jake y un par de chicos de nuestro grado.
—Es nueva —insistí, robándole el balón y lanzándolo al aro. Rebotó en el tablero y cayó limpiamente en la red—. Nueva de la semana pasada —agregué con satisfacción al ver que me lanzaba una mirada de fastidio.
—Ni idea. Nunca oí de ella —repitió, empujándome y secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
No lo tomé como una buena señal. Si Emmett no había oído hablar de una chica, usualmente significaba que no existía. Empezaba a dudar si había escuchado bien, o si de verdad se había transferido a nuestra escuela.
—Entonces… —Me empujó con el hombro esa tarde mientras esperábamos al chofer de Abue para que nos recogiera, poniéndose a mi lado en la fila—. Averigüé sobre esa chica.
—¿Sí? —Me giré hacia él con más entusiasmo del que pretendía.
—Olvídalo, hermano. Uno: es una ñoña total. Y dos: ¿sabes quién es su viejo?
—Claro que sé —respondí con impaciencia.
—Además, loco, está en Grado 7. ¿Ya estás practicando para ser un sugar daddy o qué? —se burló.
—¡Son solo dos años, vete al diablo, imbécil! —repliqué a la defensiva. Emmett tenía un don para burlarse de mí.
—Y, además, ¿sabes dónde se la pasa?
—¿Dónde?
—En la biblioteca… haciendo la tarea. —Puso los ojos en blanco e hizo un ruidoso gesto de arcadas.
La biblioteca.
Iba a volverme íntimamente familiar con la biblioteca. ¿Isabella y yo, en cambio? Ni cerca.
Nota de la autora: Sydney Grammar School es en realidad una escuela secundaria solo para varones. Puede que haya exagerado un poco al decir que es mixta para los fines de esta historia.
Nota de la traductora: ¡Hola! Bienvenidos a esta nueva traducción, les garantizo una montaña rusa de emociones, espero me acompañen con sus comentarios.