ID de la obra: 1336

RWBY | Corazón de Herrumbre |

Het
NC-17
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planificada Maxi, escritos 42 páginas, 23.686 palabras, 3 capítulos
Descripción:
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Página 3 | Ecos de Acero y Hueso | RWBY

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Página 3: Ecos de Acero y Hueso

La Geometría del Deber ❄️

El amanecer en Atlas no era un evento natural. Era una operación de precisión. No había un despertador estridente que rompiera el silencio en los aposentos de la Especialista Winter Schnee. En su lugar, a las 05:00 en punto, las luces de su habitación comenzaron a iluminarse gradualmente, pasando de una oscuridad total a un suave resplandor blanco en el transcurso de exactamente sesenta segundos, imitando un amanecer que la ciudad flotante rara vez veía a través de su perpetua capa de nubes. Winter se levantó al instante, sin un solo bostezo o signo de pereza. Su rutina era un ritual inmutable, una serie de acciones calculadas diseñadas para la máxima eficiencia. La disciplina no era algo que practicaba; era el aire que respiraba. Mientras se vestía con su uniforme militar inmaculado, cada hebilla ajustada con una precisión milimétrica, cada medalla un testimonio silencioso de su dedicación, se acercó al enorme ventanal que dominaba un lado de su habitación. La vista era la de un dios menor observando su creación. Abajo, la majestuosa y silenciosa ciudad de Atlas despertaba. Naves de transporte, como diligentes insectos de metal, se movían en patrones perfectos a través de corredores aéreos invisibles. Las luces de la Academia de Atlas brillaban como una constelación artificial, una promesa de orden y poder. Y muy, muy por debajo de todo eso, a través de un espeso mar de nubes y la niebla industrial que se negaba a disiparse, apenas se distinguía el resplandor naranja y enfermizo de Mantle. No era una ciudad para ella. Era un problema. Una ecuación de logística y descontento que debía ser gestionada. Un recordatorio constante de que el caos siempre acechaba bajo la superficie de la perfección. Se apartó de la ventana y se sentó en su escritorio. Su Scroll cobró vida, mostrando una cascada de informes. Amenazas Grimm en las fronteras de Solitas. Escaramuzas con células del Colmillo Blanco. Y, como siempre, informes de disturbios civiles en los distritos de Mantle. Leyó cada uno con una expresión impasible, su mente analizando datos, evaluando amenazas, formulando respuestas tácticas. Las emociones eran un lujo, una variable incontrolable en la ecuación de la seguridad. Pero entonces, una notificación personal apareció en su calendario. [ENTRENAMIENTO PROGRAMADO: W.S. - 16:00] Un suspiro, tan ligero que fue casi inaudible, escapó de sus labios. Weiss. La imagen en su mente fue instantánea, no un recuerdo cálido, sino una evaluación táctica. La escena se trasladó al vasto y helado patio de la Mansión Schnee, un campo de entrenamiento personal tan opulento como brutal. Una Weiss más joven, quizás de dieciséis años, luchaba desesperadamente contra tres Boarbatusks. Su estoque, Myrtenaster, era un destello de plata en el aire, pero sus movimientos carecían de confianza. A una distancia segura, Winter la observaba. Impasible. Con los brazos cruzados. "¡Hermana! ¡Son demasiados!", gritó Weiss, su voz una mezcla de agotamiento y pánico. "¡Creo que estoy llegando a mi límite!" La respuesta de Winter fue fría, cortante como el viento de Solitas. No se movió de su sitio. "Levántate, Weiss. Lucha. El límite solo existe en tu mente. Nadie vendrá a salvarte cuando realmente importe. Tienes que ser capaz de salvarte a ti misma." Un Boarbatusk, aprovechando un momento de vacilación de Weiss, cargó por su flanco. Weiss se giró demasiado tarde. El terror paralizó su rostro. Justo cuando los colmillos estaban a punto de impactar, el aire se llenó de un destello blanco y azul. Winter ya no estaba en la distancia. Se había movido con una velocidad que parecía romper las leyes de la física, apareciendo entre Weiss y el Grimm. No había desenfundado su arma principal. En su mano, sostenía una daga elegante, la secundaria que ocultaba en la empuñadura de su sable. Con un movimiento increíblemente preciso, desvió la carga del Boarbatusk, no con fuerza bruta, sino redirigiendo su impulso, haciendo que la bestia girara y se estrellara contra el hielo. Al mismo tiempo, sin siquiera mirar, su mano libre se movió hacia atrás y creó un glifo de propulsión a los pies de Weiss, lanzando a su hermana menor fuera del alcance de otro Grimm que se acercaba. El Boarbatusk que había desviado se recuperó y cargó de nuevo. Esta vez, Winter desenvainó su sable principal. La hoja brilló, y al activarse, una débil niebla gélida brotó de la cámara de Dust. Creó un glifo de dilatación temporal frente a ella, ralentizando a la bestia a un paso de caracol. Luego, con una serie de estocadas tan rápidas que eran casi invisibles, golpeó los puntos débiles de la armadura del Grimm. El hielo se cristalizó en las grietas con cada golpe, y el Boarbatusk se congeló en su sitio antes de desmoronarse en una nube de polvo y fragmentos de hielo. Los otros dos Grimm, al ver a un depredador superior, retrocedieron. Pero Winter no continuó el ataque. Enfundó su sable, la niebla gélida se disipó. Se giró, no hacia los Grimm, sino hacia su hermana, que yacía en el suelo, sin aliento y con los ojos muy abiertos. "Estás muerta," dijo, su voz de nuevo fría, sin rastro del esfuerzo del combate. "Dudaste. Buscaste ayuda. En una batalla real, estarías muerta. Levántate." Con eso, se retiró con la misma velocidad con la que había aparecido, volviendo a su posición original, dejando a Weiss sola, temblando, en el centro del patio, con los dos Grimm restantes reagrupándose. La lección era clara: te protegeré de la muerte, pero no te salvaré de la lucha. El recuerdo se desvaneció, dejando a Winter en el silencio de sus aposentos. La dureza de su rostro, la máscara de "Especialista Schnee", se suavizó por una fracción de segundo, reemplazada por una profunda y oculta preocupación. «¿Era demasiado dura?» Se preguntó, sus propios pensamientos una voz silenciosa en su mente. «Quizás.» Pero el rostro de su padre, Jacques, apareció en su memoria, frío y calculador. Sabía que él no dejaría en paz a Weiss. El mundo no la dejaría en paz. La debilidad, en la casa Schnee, no era un simple defecto. Era una sentencia de muerte, una jaula dorada de la que no habría escapatoria. Cada golpe que Weiss recibía ahora, cada momento de terror que superaba en el patio helado, era una lebra en la llave que, con suerte, un día usaría para liberarse. Era un golpe que podría salvarle la vida mañana, lejos de esta casa. Lejos de él. Con un movimiento decidido para alejar esos pensamientos, redactó un mensaje corto en su Scroll. `[MENSAJE A WEISS SCHNEE]` `"Entrenamiento cancelado hoy. Tengo una asignación de última hora. No te relajes. Practica tus glifos. Concéntrate en la resistencia."` La respuesta de Weiss fue casi inmediata. `[MENSAJE DE WEISS SCHNEE]` `"Entendido, Especialista."` El uso del título formal fue como una pequeña daga de hielo. Un recordatorio de la distancia que ella misma había impuesto, una distancia necesaria para forjar a su hermana en el arma que necesitaba ser para sobrevivir. Se levantó, su rostro de nuevo una máscara de perfecta profesionalidad. Su Scroll vibró con una nueva directiva del General Ironwood. Una misión de reconocimiento cerca de los muros exteriores de Mantle. Salió de sus aposentos, sus botas resonando en los pasillos blancos y estériles de Atlas. Lista para imponer orden en un mundo caótico, sin saber que el mayor caos imaginable acababa de aterrizar, herido y sangrando, justo debajo de sus pies.

El Reflejo 💧

El corte fue abrupto, un parpadeo de la existencia. Un momento estaba en los pasillos blancos y estériles de Atlas, al siguiente, en la oscuridad húmeda y opresiva de un callejón en Mantle. El sonido pulcro y silencioso fue reemplazado por el goteo constante de agua de una tubería oxidada, el zumbido distante de maquinaria pesada y el suave murmullo del viento canalizado entre los edificios. Un gemido escapó de sus labios, un sonido bajo y áspero que lo trajo de vuelta a la conciencia. No fue un despertar repentino. Fue un lento y doloroso ascenso desde las profundidades del olvido, como un nadador que sube a la superficie a través de un agua espesa y oscura. Lo primero que sintió fue el calor. Un calor suave y constante en su espalda, que luchaba contra el frío glacial que se había apoderado del resto de su cuerpo. Por un momento, pensó que estaba en casa, en su cama, con el sol de la mañana entrando por la ventana. «Calor... ¿Por qué siento calor? ¿Estoy en el infierno? No, el infierno probablemente huele a azufre, no a... ¿masa madre?» El olor lo golpeó a continuación. No el hedor de la basura que esperaba de un callejón, sino el aroma inconfundible, cálido y reconfortante del pan recién horneado. Su estómago, vacío y dolorido, se retorció en respuesta. Abrió los ojos. La visión era un borrón de formas oscuras y la lejana luz naranja. Hizo un inventario mental. *Mueve los dedos de los pies. Hecho. Las manos. Hecho.* Nada parecía roto, pero cada centímetro de su cuerpo gritaba con un dolor sordo. Y luego, el dolor agudo. Un fuego blanco y punzante en su costado. Sintió la humedad pegajosa de la sangre a través de su vendaje improvisado. La sed era lo peor. Una sequedad arenosa que le raspaba la garganta. Vio un barril de metal oxidado en un rincón, con agua de deshielo acumulada en la parte superior. No era ideal, pero era agua. Arrastrándose sobre manos y rodillas, cada movimiento una tortura, llegó al barril. Se apoyó en el borde helado y se inclinó. Y entonces, vio su reflejo. El agua estaba turbia, pero la imagen era inconfundible. Y estaba mal. Terriblemente mal. Era su rostro, pero no el que había visto en el espejo esa misma mañana. Era más joven. Las finas líneas de estrés grabadas por años de burnout, habían desaparecido. Había una vitalidad en la piel que no recordaba haber tenido. Con una mano temblorosa, se tocó la cara. Sus dedos rozaron la piel sobre su ceja derecha. Lisa. La cicatriz no estaba. Se bajó la manga, su corazón latiendo con un pánico creciente. La cicatriz del "gusano perezoso"... también había desaparecido. Era su rostro de cuando tenía diecinueve años. «El pánico se instaló, frío y absoluto. ¿Es una alucinación por la fiebre? ¿Un efecto secundario de ese portal? La pregunta ya no era '¿dónde estoy?'. Era '¿quién soy?' 🎭.» Se quedó allí, arrodillado frente a su propio reflejo fantasmal. Estaba en un lugar desconocido, en un cuerpo que era a la vez suyo y no lo era, y la sensación de disociación fue tan abrumadora que casi deseó que los monstruos lo hubieran encontrado. Justo en ese momento de pánico, un sonido metálico y agudo lo sobresaltó. El cerrojo de una puerta trasera al final del callejón. Instintivamente, se arrastró hacia las sombras más profundas. La puerta se abrió con un chirrido quejumbroso, revelando la silueta de un hombre mayor, con la espalda encorvada por años de trabajo. Salió al aire helado. Llevaba un delantal cubierto de harina y, sobre su cabeza, Russet pudo distinguir la forma sutil de dos pequeños cuernos de carnero. El anciano no lo vio al principio. Dejó una bolsa de basura en un contenedor y se estiró, soltando un gemido cansado. Pero entonces, sus ojos se adaptaron a la oscuridad y se fijaron en la figura acurrucada en las sombras. Se congeló. Hubo un tenso momento de silencio. Los ojos del hombre no eran hostiles, pero sí increíblemente cautelosos. "No quiero problemas," dijo el anciano, su voz baja y áspera. Russet intentó hablar, pero las palabras no salieron. En su lugar, simplemente se movió un poco, revelando la gran mancha oscura de sangre en su costado. Los ojos del hombre se abrieron un poco más. Miró a ambos lados del callejón, luego de nuevo a Russet. Vio su rostro joven, sus ojos llenos de un pánico que no era el de un matón, sino el de un animal atrapado. Tras una larga y tensa deliberación, una lucha visible en su rostro arrugado, la decencia ganó. Con un suspiro que sonó como una maldición resignada, se acercó. "Maldita sea," murmuró. "Entra. Rápido. Antes de que nos vea una patrulla de Atlas."

Pan y Advertencias 🍞

El calor fue lo primero que lo golpeó al cruzar el umbral, una ola densa, húmeda y gloriosa que lo envolvió como un abrazo inesperado. El contraste con el frío cortante del callejón fue tan abrupto que sus músculos, tensos por el temblor, se relajaron involuntariamente, casi haciéndolo caer. El aroma a pan, levadura y algo dulzón y azucarado era tan abrumador que casi lo marea. Era el olor de la vida, de la normalidad, un santuario sensorial en un mundo que hasta ahora solo le había ofrecido el olor a nada de la nieve y el hedor metálico de la ciudad. El anciano lo guio con una mano firme pero no brusca en el hombro, llevándolo a través de la cocina trasera, un laberinto de mesas de acero inoxidable cubiertas de una fina capa de harina y hornos de ladrillo que irradiaban un calor reconfortante. Lo llevó hasta un pequeño almacén lleno de sacos de harina apilados hasta el techo, el aire pesado con el olor a grano crudo. Lo sentó en un taburete de madera desvencijado que parecía tan viejo como el propio panadero. "Quédate aquí," dijo el viejo Fauno, su voz un murmullo áspero. "No toques nada. Y no hagas ruido." Desapareció y regresó momentos después con un vaso de agua y un trozo de pan grande y oscuro, tan duro que parecía una roca. Russet no esperó una segunda invitación. Tomó el vaso con manos temblorosas y bebió el agua de un solo trago, sin importarle que se le derramara por la barbilla. Luego, atacó el pan con la ferocidad de un animal hambriento. No tenía sabor, era solo sustancia, pero era lo mejor que había comido en su vida. Era real. Era sustento. Mientras comía, el anciano regresó con un cuenco de agua humeante, algunos trapos limpios y una botella de un líquido de color ámbar que olía fuertemente a alcohol y hierbas. Se arrodilló frente a él sin decir palabra y comenzó a trabajar. "No soy médico," comenzó, su voz un murmullo bajo mientras le quitaba con cuidado el vendaje improvisado, "pero esto necesita puntos. Lo mejor que puedo hacer es limpiarlo. Va a doler. Mucho." Russet solo asintió, su mandíbula apretada mientras tragaba el último bocado. La herida, expuesta al aire cálido, pareció palpitar con una nueva intensidad. "Tuviste suerte," murmuró el panadero, examinando la herida con ojo crítico. "Las garras no tocaron nada vital. Pero te desgarraron bien. ¿Grimm?" La palabra era extraña, gutural. «Grimm...» "¿...Qué?", preguntó Russet, su voz ronca. El anciano levantó la vista, sus ojos cansados, del color del ámbar oscuro, fijos en los de Russet. "Las criaturas. Los monstruos de ahí fuera. Los de las máscaras de hueso y los ojos rojos. Así es como los llamamos. Grimm." La palabra resonó en la mente de Russet, dándole un nombre a las pesadillas. Un flashback fugaz, el recuerdo de su propio grito desgarrado en la tundra blanca, lo golpeó con una nueva y terrible comprensión. "¿Qué pasa si... si eres tú el que los atrae?", susurró. El panadero se detuvo. Una pequeña y triste sonrisa, desprovista de humor, se dibujó en sus labios agrietados. "Todos aquí atraemos algo, chico. El frío, la pobreza, la atención equivocada... Los Grimm son solo una cosa más en la lista. Se alimentan de la miseria, y aquí en Mantle, tenemos un buffet libre. La clave es aprender a vivir con los monstruos que llamamos." Volvió a su tarea. "Muerde esto," dijo, tendiéndole un trozo de cuero seco. Russet lo hizo. El anciano presionó el trapo contra la herida. El dolor fue una explosión. Un fuego líquido que se extendió por su costado. Russet ahogó un grito en el cuero, su cuerpo se arqueó, sus nudillos blancos. Soportó, contando los segundos hasta que la agonía se calmara. "Pero los Grimm no son tu único problema," continuó el anciano en voz baja mientras envolvía un vendaje limpio alrededor de su torso. "Ni siquiera el más grande, algunos días. Esa ropa que llevas... grita 'forastero'. Y aquí, ser forastero es ser un objetivo. Especialmente para las patrullas de Atlas. Creen que todos los que estamos aquí abajo somos criminales o basura. Les das una excusa, y te llevarán a las minas." Terminó el vendaje con un nudo apretado. "Y si las patrullas no te atrapan, lo harán los matones de la SDC. Creen que son dueños de la ciudad solo porque sus amos en el cielo poseen el Dust." "¿Dust?", preguntó Russet, el dolor haciendo difícil concentrarse. El panadero lo miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza. "¿De qué roca saliste, chico? El Polvo. La energía que mantiene las luces encendidas, la que calienta esta misma habitación. Cristales. Lo que hace que esa maldita ciudad flote." Señaló vagamente hacia el techo. Se puso de pie, sus rodillas crujiendo por el esfuerzo. "Ahora descansa," concluyó, su tono dejando claro que la conversación había terminado. "Te ves como si fueras a caerte de nuevo. Te despertaré cuando oscurezca. Las sombras son más amables en Mantle 🌆." El anciano se dio la vuelta para irse, pero la voz de Russet lo detuvo. "Espere," dijo, su voz un poco más fuerte ahora. El panadero se giró, una ceja levantada. "Gracias," dijo Russet, sinceramente. "Me salvó la vida." Hizo una pausa. "¿Puedo... saber su nombre?" El anciano lo estudió por un largo momento, su expresión indescifrable. "Elías," dijo finalmente. "Me llamo Elías." "Russet," respondió él, ofreciendo su propio nombre a cambio. "Russet Prime." Elías asintió una vez, un gesto corto y casi imperceptible. "Bueno, Russet Prime. Intenta no atraer más monstruos a mi puerta trasera." Con eso, se fue, dejando a Russet solo en el cálido y silencioso almacén. Por primera vez desde que había caído en este mundo, no estaba completamente solo. Tenía un nombre que responder y un nombre que recordar. Era un comienzo.

Una Ventana a Otro Mundo 🏙️

Elías no regresó. Russet se quedó solo en el silencio del almacén, un silencio solo roto por el suave crujido de los sacos de harina y el latido sordo y constante en su costado. El cansancio era un peso abrumador que tiraba de sus párpados, pero el sueño se negaba a llegar. Su mente, alimentada por el dolor, la confusión y una primera comida en lo que pareció una eternidad, estaba demasiado alerta, demasiado asustada para apagarse. Se levantó con cuidado, usando una pila de sacos como apoyo, y cojeó hasta la única ventana del almacén. Estaba cubierta por una gruesa capa de mugre y escarcha, pero había un pequeño círculo en el centro que alguien, probablemente Elías, había limpiado para poder vigilar la calle. Russet apoyó la frente en el cristal helado, el frío una bienvenida distracción, y miró hacia fuera. Y observó. No como un turista mira un paisaje. Observó como un *traceur* estudia una nueva ruta, como un depredador evalúa un nuevo territorio. Su cerebro, entrenado para descomponer entornos complejos en líneas, ángulos y dinámicas de movimiento, comenzó a analizar la ecología humana de Mantle. Vio a un Fauno, un joven con orejas de zorro nerviosas que se movían constantemente, salir de una tienda al otro lado de la calle. Casi de inmediato, dos guardias con uniformes blancos impecables de Atlas lo interceptaron. Russet observó la dinámica de poder en el lenguaje corporal, una danza tan antigua como el tiempo. Los guardias, con sus espaldas rectas y sus movimientos rígidos y económicos, ocupando el espacio, proyectando una autoridad sin esfuerzo. El Fauno, encogiéndose visiblemente, sus hombros hundiéndose, sus manos a la vista en todo momento, evitando el contacto visual. «Es la misma dinámica que había visto mil veces entre los matones del colegio y sus víctimas,»pensó, un sabor amargo en la boca. «Universal. Deprimente.» El recuerdo de haberse sentido pequeño e impotente frente a un patrocinador exigente, sonriendo y asintiendo mientras su instinto le gritaba que huyera, le recorrió como un escalofrío. La misma sensación de ser evaluado, juzgado y encontrado deficiente. 😒 Su mirada se desvió hacia un grupo de trabajadores que descargaban un camión con el omnipresente y arrogante logotipo del copo de nieve de la SDC. Movían pesadas cajas que brillaban débilmente desde su interior con cristales de un azul pálido. Dust, le había dicho Elías. La energía que hacía flotar a una ciudad. Los trabajadores, cubiertos de un hollín que parecía permanente, se movían con una lentitud resignada, sus hombros caídos por el peso físico y algo más, algo más pesado. Eran autómatas de carne y hueso, realizando la misma tarea una y otra vez. Luego vio a los supervisores de la SDC, limpios, con sus abrigos blancos, las manos en la espalda, observando desde la distancia. No ayudaban. No dirigían. Solo... vigilaban. Una punzada de un reconocimiento doloroso lo golpeó. La mirada vacía en los ojos de los trabajadores. El movimiento mecánico de alguien que ha convertido su vida en una obligación. «Esa era yo...,» pensó, la realización tan afilada como un trozo de cristal. «Hace dos días. Haciendo el mismo movimiento una y otra vez para la cámara, hasta que olvidé por qué empecé. Ellos cargan cajas de Dust. Yo cargaba el peso de la marca 'Zenith'. Diferente jaula, mismo pájaro.» 🦜 El ruido del camión de la SDC al arrancar fue más fuerte y opresivo que cualquier otro sonido de la calle, una afirmación sónica de su poder que hizo vibrar el cristal de la ventana contra su frente. Mientras el camión se alejaba, su mirada se posó en algo más pequeño, más silencioso. Dos niños, abrigados con ropa raída y de tallas incorrectas, estaban parados frente al escaparate de la panadería de Elías. Sus rostros estaban pegados al cristal, sus ojos muy abiertos y llenos de un anhelo silencioso por los pasteles y panes que se exhibían dentro. Uno de ellos levantó una mano y dibujó una forma en el vaho que su aliento creaba en el cristal. La imagen lo transportó instantáneamente a su propia infancia. A los veranos corriendo descalzo por los viñedos, la tierra cálida bajo sus pies. Al sabor de las uvas robadas directamente de la planta, tan dulces que le hacían cerrar los ojos. A la libertad. A la abundancia. A la simple y nunca cuestionada certeza de que siempre habría comida en la mesa. Una punzada de culpa lo atravesó, aguda e inesperada, por toda la fama y el dinero que una vez había dado por sentados, por haberse quejado de su "jaula dorada" mientras estos niños miraban a través del cristal de la suya. «Así que así es este lugar,» pensó, su voz interna ahora despojada de toda ironía. La única fuente de color vibrante en la calle gris y anaranjada era el brillo del Dust, un recordatorio constante de que la única "energía" real en Mantle era la que estaba siendo extraída de ella, dejando a su gente vacía y agotada. Se apartó de la ventana, el corazón pesado con una comprensión que iba más allá de las simples advertencias de Elías. Ya no era solo un extraño en una tierra extraña, un observador neutral. Por primera vez desde que había caído en este mundo, sentía algo más que miedo o dolor por sí mismo. Sentía empatía. Y debajo de ella, una brasa lenta, peligrosa y muy familiar de rabia.

La Partida 🚶

El mundo se desvaneció en una neblina de dolor y agotamiento. Russet no recordaba haberse quedado dormido, solo la sensación de rendirse en la cálida oscuridad del almacén. Durmió. Durmió de una manera profunda y sin sueños, como si su cuerpo, empujado más allá de todos sus límites, hubiera forzado un apagado de emergencia. Cuando la conciencia regresó, no fue de forma gradual. Fue un parpadeo. Un momento estaba en la nada, al siguiente, estaba despierto, alerta. El almacén estaba silencioso, solo iluminado por un rayo de luz anaranjada que se filtraba por la ventana sucia. El aire seguía oliendo a harina y a pan horneado. Se movió para sentarse y se preparó para la oleada de dolor que esperaba. Y llegó, pero... era diferente. Menos agudo. Más sordo. Como el eco de un grito en lugar del grito mismo. Con cuidado, se levantó el vendaje improvisado para mirar su herida. Lo que vio lo dejó perplejo. No estaba curada, ni mucho menos. Pero los bordes de los cortes, que recordaba rojos e inflamados, ahora tenían un tono rosado y parecían estar cerrándose. La hinchazón había bajado. No tenía sentido. Una herida como esa debería estar peor, infectada quizás. En su mundo, una recuperación así habría llevado una semana, no... ¿cuánto tiempo había pasado? Miró por la ventana. El sol se estaba poniendo. Recordaba haberse desmayado al anochecer. ¿Había dormido un día entero? ¿Casi dos? «Mi cuerpo se sentía... eficiente. La fatiga profunda había sido reemplazada por un dolor muscular manejable. No era normal. Era otra pieza en el rompecabezas imposible de este lugar. O tal vez, una pieza del rompecabezas de lo que me había convertido. 🤔» A su lado, sobre un saco de harina, había un cuenco con estofado frío y un trozo de pan, junto con un vaso de agua. Elías. El anciano había venido, lo había visto dormir y le había dejado comida. La silenciosa amabilidad del gesto lo conmovió más de lo que esperaba. Comió lentamente, saboreando cada bocado, permitiendo que la comida le devolviera las fuerzas. Mientras comía, su mente trabajaba. Estaba más fuerte. Su herida estaba sanando a un ritmo antinatural. Pero no era invencible. Y cada minuto que pasaba aquí, era un minuto en que la suerte del anciano se ponía a prueba. No podía quedarse. La comprensión era tan clara como dolorosa. Elías le había salvado la vida. Le había dado comida, le había curado la herida, le había ofrecido refugio. Pero cada hora que pasaba allí, era una hora en la que ponía a ese buen hombre en un peligro inmenso. Si una patrulla lo encontraba, si los matones de la SDC se enteraban... Elías pagaría el precio por su bondad. «En mi antiguo mundo, la gente ayudaba porque era lo correcto. Aquí... aquí ayudar a alguien parecía un acto de rebelión. Y yo no iba a arrastrar a ese anciano a mi guerra personal. Le debía más que eso. 😥» Terminó de comer y esperó. Unas horas después, cuando la oscuridad exterior era total, escuchó la puerta de la cocina abrirse. Elías entró, y se detuvo al ver a Russet de pie, con su mochila ya al hombro. "Veo que finalmente despertaste," dijo el anciano, su tono neutral. "Pensé que tendría que empezar a cobrarte el alquiler." "Gracias," dijo Russet, su voz ahora clara y firme. "Por todo. Pero tengo que irme." Elías asintió lentamente, como si lo hubiera estado esperando. "Probablemente sea lo mejor. La noche es más segura para los fantasmas." Russet sacó su cartera y extendió los billetes de su mundo. "No es mucho, pero por favor, acepte esto por las molestias." Elías soltó una risa seca y sin humor. "Guarda tu papel de colores, chico. Eso no vale nada aquí." Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña tarjeta de plástico, delgada y con una banda magnética en la parte posterior. Tenía un símbolo que se asemejaba a una L estilizada con dos líneas horizontales ( lien ). "Toma." Russet dudó. "No puedo aceptar esto." "No es un regalo," replicó Elías. "Es una inversión 💱. Me has costado un vendaje y un cuenco de estofado. Considera esto un adelanto. Si sobrevives, quizás algún día puedas devolvérmelo." Le tendió la tarjeta. "Hay suficiente ahí para vendas limpias y quizás una habitación barata por una noche. Úsalo con cabeza." Russet tomó la tarjeta, sintiendo el peso de la deuda. Una deuda que no sabía si alguna vez podría pagar. Se dirigió a la puerta trasera. "Un último consejo," dijo Elías desde detrás de él. Russet se giró. "Mantén la cabeza gacha," dijo el panadero. "Y no confíes en nadie. Aquí, la confianza es una moneda más cara que el Dust. Y la mayoría de la gente está en bancarrota." Russet asintió, grabando las palabras en su memoria. "Lo recordaré." Abrió la puerta y se deslizó en las sombras del anochecer de Mantle. El frío lo golpeó de nuevo, pero esta vez, estaba preparado. Estaba herido, pero sanando. Estaba solo, pero ahora tenía un nombre al que aferrarse. Y estaba en un mundo que quería matarlo. Pero ahora, tenía un vendaje limpio, el estómago lleno y una tarjeta con unos pocos Lien en el bolsillo. Era un comienzo.

Suministros 🩹

El aire nocturno de Mantle era una bestia diferente al del callejón. Era más frío, más afilado, y llevaba consigo el hedor de la ciudad: una mezcla de metal húmedo, carbón quemado y el olor acre y sutil de la desesperación. Las luces naranjas de las tuberías de calefacción que recorrían los edificios como venas incandescentes proyectaban sombras largas y danzantes, convirtiendo las calles en un escenario de claroscuros donde cualquier cosa podía esconderse. Russet se mantuvo pegado a las sombras, moviéndose con una cautela que bordeaba la paranoia. El consejo de Elías resonaba en su cabeza como un mantra: *Mantén la cabeza gacha.* Intentó obedecer. Encogió los hombros, hundió la barbilla en el pecho y trató de imitar el caminar arrastrado y resignado de la gente que se cruzaba con él, hombres y mujeres con los rostros marcados por el cansancio y el frío, sus miradas fijas en el suelo helado. Pero era una máscara que no le encajaba. Era como pedirle a un lobo que caminara como una oveja. Años de entrenamiento habían grabado en él un lenguaje corporal que ahora era una traición. No podía evitarlo. Sus pasos, incluso cojeando ligeramente por el dolor punzante en su costado, eran demasiado ligeros, demasiado eficientes. Aterrizaba sobre la parte delantera de sus pies, un hábito de *traceur* para absorber el impacto y estar siempre listo para el siguiente movimiento. Sus hombros, a pesar de sus esfuerzos por encorvarlos, se mantenían rectos por instinto, su centro de gravedad perfectamente equilibrado. Y sus ojos... sus ojos no podían evitarlo. Escaneaban. Constantemente. Mientras su cabeza apuntaba hacia abajo, su mirada se deslizaba de un lado a otro, analizando las azoteas en busca de rutas, los callejones en busca de salidas, las ventanas oscuras en busca de observadores, los rostros de la multitud en busca de amenazas. «Soy un faro,» pensó con una creciente ansiedad. «Un letrero de neón que parpadea 'no soy de aquí'. Cada músculo de mi cuerpo está gritando que no pertenezco.» La gente lo notaba. No lo miraban directamente, la vida en Mantle enseñaba a no buscar el contacto visual, a no invitar a los problemas. Pero sentía sus miradas de reojo, miradas rápidas y evaluadoras que lo catalogaban en una fracción de segundo. Forastero. Problema. Presa. El zumbido de la ciudad era abrumador. El retumbar de los camiones de Dust, el silbido del vapor de las rejillas de ventilación, el murmullo de cientos de conversaciones en un idioma que entendía pero que sonaba ajeno, salpicado de jerga que no comprendía. Todo era un asalto a sus sentidos, tan diferente del silencio de la tundra o de los sonidos familiares de su propio mundo. Su objetivo era simple: una botica. Elías le había dado indicaciones vagas: "Sigue la tubería principal tres manzanas, busca el letrero del mortero verde". Necesitaba analgésicos para el fuego en su costado, vendas de verdad para reemplazar el trapo sucio, y algo para desinfectar que no fuera el alcohol casero del panadero. Finalmente, la vio. Una pequeña tienda encajonada entre una casa de empeños con barrotes en las ventanas y un bar ruidoso del que salía una música discordante y agresiva. El letrero del mortero verde parpadeaba débilmente, una de las letras fundida. Entró, una campanilla oxidada anunciando su llegada. El interior olía a hierbas secas, a productos químicos y a polvo viejo. Un anciano con gafas gruesas, tan gruesas que sus ojos parecían dos pequeños puntos magnificados, lo miró sin interés desde detrás del mostrador. Russet se movió rápidamente, sus ojos escaneando los estantes llenos de frascos y cajas de aspecto extraño. Cogió un rollo de vendas, una botella de antiséptico y una caja de pastillas para el dolor con una etiqueta que no reconocía. Pagó con la tarjeta de Lien que Elías le había dado. La transacción fue silenciosa y anónima. El anciano ni siquiera lo miró a los ojos. Se sentía observado. Una sensación en la nuca, un instinto perfeccionado por años de explorar lugares donde no debía estar. Al salir, giró a la izquierda, como si se dirigiera de vuelta a la panadería, pero se detuvo frente a un escaparate oscuro, fingiendo mirar su reflejo. Y los vio. Dos hombres. Estaban apoyados contra una pared al otro lado de la calle, bajo el resplandor naranja de una tubería de calefacción, fingiendo una conversación. No eran guardias de Atlas, su ropa era demasiado tosca y desgastada. No eran trabajadores, sus manos estaban demasiado limpias y sus ojos demasiado alertas. Eran carroñeros. Depredadores urbanos. Y sus miradas no lo abandonaban. No estaban mirando a un chico herido. «No ven a una víctima,» se dio cuenta con un escalofrío. «Ven algo diferente. Ven la forma en que me muevo, a pesar de la herida. Ven la mochila, que probablemente parece de buena calidad en este lugar. Ven a un forastero que claramente no conoce las reglas de la jungla. Y en Mantle, lo diferente no es interesante. Es una oportunidad. 🤑» Russet sintió un nudo de hielo en el estómago. El consejo de Elías volvió a él: *No confíes en nadie.* Apretó la pequeña bolsa de papel con sus suministros y comenzó a caminar, no hacia la dirección de la panadería, sino en la opuesta, adentrándose más en el laberinto de calles, intentando perderse en las zonas más concurridas. Sabía que era inútil. El juego había comenzado. La presa, consciente de sus cazadores, ahora buscaba desesperadamente un terreno que pudiera llamar suyo.

Mantle Alley 🧱

Para Kael y Bor, la noche había sido decepcionante. El frío era más intenso de lo habitual, y la gente en las calles parecía tener menos en los bolsillos que nunca. Habían intentado asustar a un par de mineros borrachos, pero estos los habían mirado con una resignación tan vacía que casi les dio pena. Casi. En Mantle, la pena era un lujo que te costaba una comida caliente. Estaban a punto de darse por vencidos e ir a gastar sus últimas monedas de Lien en una sopa aguada cuando Kael lo vio. "Mira eso," siseó, dándole un codazo a su corpulento compañero. Al otro lado de la calle, saliendo de la vieja botica de Elara, había un chico. No era de por aquí. Kael lo supo al instante. La ropa, aunque desgarrada, era de un material que no se veía en los distritos bajos. Y la forma en que se movía... era extraña. La mayoría de la gente de Mantle caminaba con la cabeza gacha, los hombros encorvados, como si esperaran que el cielo de Atlas les cayera encima. Este chico, aunque intentaba pasar desapercibido, se movía con una fluidez elástica, una eficiencia que era completamente ajena. Y sus ojos, incluso a distancia, no estaban fijos en el suelo. Escaneaban. Siempre en movimiento. "Parece un pajarito de Atlas que se cayó del nido," gruñó Bor, sus pequeños ojos brillando con codicia. "Y parece herido." "Exacto," dijo Kael con una sonrisa cruel. "Herido, solo y perdido. Es perfecto." Comenzaron a seguirlo, manteniéndose en las sombras, sin prisa. Era un juego que conocían bien. Dejaron que se adentrara más en el laberinto de calles, que su confianza se erosionara con cada mirada de reojo que les lanzaba. Lo guiaron, sutilmente, cortándole las rutas de escape, canalizándolo hacia donde querían. Tres manzanas después, la presa entró en el callejón sin salida de la Calle del Óxido. El final del juego. Se tomaron su tiempo, bloqueando la única salida, sus siluetas recortadas contra la luz naranja de la calle principal. Vieron cómo el chico se daba la vuelta, la realización delatándose en su rostro. La mezcla de pánico y resignación en los ojos de una víctima era la parte favorita de Kael. "Parece que te perdiste, forastero," dijo Kael, su voz un siseo burlón mientras se adentraban en el callejón. Sus pasos resonaban en el espacio confinado, lentos y confiados. Saboreaba el momento. Russet retrocedió instintivamente hasta que su espalda golpeó la pared fría y húmeda del fondo. El impacto le envió una punzada de dolor desde su costado, pero no dejó que se notara en su rostro. Su mano apretaba con fuerza la pequeña bolsa de papel con sus suministros, el único fruto de su arriesgada excursión. Su otra mano se posó discretamente sobre su herida, aplicando una presión suave. «Cálmate,» se dijo a sí mismo, su propia voz interna fría y distante, un eco del entrenamiento de su padre. «El pánico es un lujo. El pánico te mata. Analiza. Evalúa. Busca una salida.» Pero no había salida. El callejón era una tumba de ladrillos. Bor, el corpulento, dio un paso adelante, haciendo crujir sus nudillos, un sonido seco y desagradable que pretendía ser intimidante. "Vamos a hacerlo fácil," gruñó, su voz grave y sin emoción. "La cartera, el abrigo y lo que sea que lleves en esa bonita mochila. Ahora." «El abrigo no,» pensó Russet con una ironía amarga. «Es lo único que me mantiene caliente. Y la mochila... la mochila no es negociable.» Sabía que no podía ganar una pelea. Estaba herido, superado en número y probablemente en peso. Su entrenamiento en parkour era sobre fluidez y evasión, no sobre combate cuerpo a cuerpo. Un golpe directo en su costado herido y se acabaría. Rendirse era la opción lógica. Entregar sus cosas y esperar que lo dejaran en paz. Pero algo se rebeló dentro de él. El recuerdo del consejo de Elías. La imagen de los niños mirando a través del escaparate. La visión de la ciudad flotante, arrogante y distante. Había sido una víctima desde que había caído en este mundo. Había sido cazado, herido, exiliado. Estaba cansado de ser la presa. Su mente de traceur, en lugar de apagarse por el miedo, se aceleró, entrando en un estado de hiperconciencia. Mientras sus ojos se mantenían fijos en los matones, su visión periférica lo absorbía todo, descomponiendo el callejón en un mapa de posibilidades. No buscaba armas. Buscaba rutas. La pared de ladrillos a su izquierda, áspera, con algunos ladrillos sueltos que podrían servir de agarre para los dedos. La tubería de desagüe oxidada que corría verticalmente por la pared de la derecha, inestable, pero posible. La pequeña y sucia cornisa a tres metros de altura. La distancia entre los dos edificios... «No hay salida... a nivel del suelo,» se dio cuenta, una chispa de desafío encendiéndose en su interior. Kael sonrió, confundiendo su silencio con sumisión. "Buen chico. Ahora, la mochila primero." Dio un paso hacia él, extendiendo una mano con los dedos sucios. En ese instante, Russet tomó su decisión. La opción lógica era la rendición. Pero la supervivencia, a veces, no tenía nada que ver con la lógica.

Fantasma 👻

El mundo se ralentizó. El aire pareció espesarse. En la fracción de segundo que Kael tardó en dar ese último paso, la mente de Russet se convirtió en un torbellino de cálculos. El miedo no desapareció, pero fue empujado a un segundo plano, reemplazado por la fría y precisa lógica del movimiento que lo había definido durante casi una década. «Estos muros...»pensó, sus ojos moviéndose de la pared de ladrillos a la tubería. «Estas tuberías... esta decadencia... es lo único familiar en este infierno. No conocen este lenguaje. Pero yo sí.» Una sonrisa fugaz, afilada y llena de un desafío nacido de la desesperación, cruzó sus labios. «Este es mi terreno.» Justo cuando los dedos de Kael estaban a punto de rozar la correa de su mochila, Bor, el corpulento, se lanzó desde el otro lado, intentando cortarle cualquier escapatoria lateral. Fue entonces cuando Russet explotó en movimiento. No fue hacia adelante, ni hacia atrás. Fue hacia arriba. Con una velocidad que desmentía su herida, dio dos pasos rápidos hacia la pared de ladrillos de su izquierda. Su pie impactó contra la superficie áspera, no para detenerse, sino para impulsarse. Usó el impulso para lanzar una patada giratoria, no para herir, sino para empujar a Kael hacia atrás, dándose un precioso centímetro de espacio. Aterrizó de esa patada directamente en una carrera de dos pasos hacia el contenedor de basura desbordado que estaba contra la pared opuesta. Saltó sobre él, el metal abollado gimió bajo el impacto. El salto no fue alto, pero fue suficiente. Desde la tapa inestable del contenedor, se lanzó hacia la pared de la derecha. Sus dedos, todavía entumecidos por el frío, encontraron un agarre precario en la tubería de desagüe oxidada. El metal estaba helado y resbaladizo por la humedad, y gimió en protesta bajo su peso. Por un instante, pareció que iba a caer. Sus pies resbalaron en la pared de ladrillos, y un dolor agudo le recorrió el costado. Pero sus años de entrenamiento se impusieron. Encontró un punto de apoyo para la punta de su zapatilla en una grieta del mortero, flexionó los músculos de su espalda y comenzó a escalar. Todo esto sucedió en menos de tres segundos. Kael y Bor se quedaron congelados, sus cerebros incapaces de procesar lo que acababan de ver. Un momento el chico estaba acorralado, al siguiente, estaba a tres metros de altura, ascendiendo por la pared como una araña. "¡Maldita sea! ¡Atrápenlo!", gritó Kael, la sorpresa convirtiéndose en furia. Bor, frustrado, agarró lo primero que encontró en el suelo: una botella de vidrio vacía. La lanzó con todas sus fuerzas. Russet, en medio de su escalada, escuchó el silbido del aire. Sin mirar, instintivamente empujó su cuerpo lejos de la pared, usando solo la fuerza de sus brazos. La botella pasó a centímetros de su cabeza y se estrelló contra el ladrillo en una explosión de vidrio. La evasión fue tan fluida, tan imposible, que Kael se quedó boquiabierto. Alcanzar esa altura ya era ridículo. Esquivar un proyectil en el aire mientras escalaba era algo que nunca había visto. Russet no se detuvo. Alcanzó la cornisa sucia, se impulsó hacia arriba con un solo brazo, y por un momento, se arrodilló allí, mirando hacia abajo a sus agresores. Sus ojos se encontraron con los de Kael. No había miedo en su mirada. Solo una fría y dura evaluación. Un par de civiles que pasaban por la entrada del callejón se habían detenido, atraídos por los gritos. Miraban hacia arriba, con la boca abierta. "¿Qué... qué demonios?", murmuró uno de ellos. Kael, enfurecido, sacó una navaja. "¡Baja de ahí, rata de tejado! ¡No puedes quedarte ahí arriba para siempre!" Russet le dedicó una última mirada, casi de lástima. Se puso de pie en la cornisa estrecha, corrió a lo largo de ella, y se preparó para el salto final al borde del tejado. Y fue entonces cuando algo extraño sucedió. Calculó el salto por instinto. Era un salto largo, uno que, en su mejor día, en su mejor estado físico, habría requerido un esfuerzo máximo. Ahora, herido y agotado, sabía que probablemente se quedaría corto, que tendría que luchar por agarrarse al borde. Saltó. Pero el impulso fue... más. Más de lo que esperaba. Su cuerpo se sintió extrañamente ligero, la potencia en sus piernas fue explosiva. En lugar de apenas llegar, sobrepasó el borde. No tuvo que luchar por agarrarse; aterrizó directamente sobre el tejado con una agilidad que lo sorprendió incluso a él. «Eso... no debería haber sido tan fácil,» pensó, una nueva capa de confusión añadiéndose a la adrenalina. Se puso de pie en el tejado, miró hacia abajo por última vez, y desapareció en las sombras antes de que sus perseguidores pudieran procesar lo que había sucedido. Kael y Bor se quedaron en el callejón, mirando la azotea vacía. El viento aullaba entre los edificios. El chico se había desvanecido. "Desapareció," susurró Bor, incrédulo. "Como un fantasma." Kael no dijo nada. Guardó su navaja, mirando la tubería oxidada, luego al tejado, y un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de Mantle le recorrió la espalda. En la calle, los testigos comenzaron a hablar en susurros emocionados. No habían visto a un chico asustado huyendo de dos matones. Habían visto algo imposible. Una sombra que desafiaba la gravedad, que esquivaba proyectiles en el aire, que saltaba entre edificios como si fuera su patio de recreo. Esa noche, en los bares y los comedores de los distritos bajos de Mantle, nació una historia. La historia de un fantasma. La primera y vacilante semilla de la leyenda del Cuervo de Cobre acababa de ser plantada. Y había sido regada con miedo y asombro.

Alturas 🦅

No se detuvo. La lógica le decía que se escondiera, que buscara refugio inmediato. Pero su instinto, el mismo que lo había hecho saltar del acantilado, gritaba que la distancia era la única seguridad. Corrió. El mundo se convirtió en un borrón de metal oxidado, hormigón agrietado y el cielo naranja de Mantle. Saltaba de un tejado a otro, sus movimientos ya no eran una huida aterrorizada, sino una sinfonía de memoria muscular. Su cuerpo, a pesar del dolor, recordaba el flujo. Un salto de precisión sobre un hueco de diez metros. Una rodada para absorber el impacto. Un *tic-tac* contra una pared para alcanzar una cornisa más alta. Era el lenguaje que había hablado durante casi una década, y en este mundo alienígena, era el único dialecto que seguía teniendo sentido. Solo se detuvo cuando sus pulmones ardieron como si estuviera inhalando brasas y sus piernas amenazaron con ceder por completo. Se había adentrado varias manzanas en el corazón de los distritos industriales, un laberinto de azoteas donde las chimeneas tosían un humo espeso y las tuberías gigantes se retorcían como serpientes de acero. Encontró un lugar oculto, un nicho oscuro detrás de una unidad de ventilación masiva que zumbaba con una energía monótona. Se deslizó en la sombra y su cuerpo se rindió. Se derrumbó contra el metal frío, su mochila cayendo a su lado con un ruido sordo. La adrenalina que lo había mantenido en movimiento se desvaneció de golpe, como una droga cuyo efecto termina abruptamente. Y el dolor regresó 🤕. Regresó con una fuerza vengativa, una marea de fuego blanco que se extendió desde su costado. Bajó la vista. Su vendaje improvisado estaba empapado de nuevo. Una mancha oscura de sangre comenzaba a extenderse lentamente por la tela, un recordatorio de que su espectacular huida había tenido un precio. Yacía allí, jadeando, el aire helado arañando su garganta. Desde su escondite, tenía una vista perfecta de la calle de abajo. Vio el flujo constante de gente, figuras encorvadas moviéndose bajo la luz naranja. Vio una patrulla de Atlas pasar, sus botas resonando en el pavimento con una arrogancia marcial. Vio las sombras profundas en los callejones, sombras que podían ocultar a hombres como los que lo habían acosado, o a cosas peores. «Ahí abajo,» pensó, su mente febril pero extrañamente lúcida, «es su mundo. Un campo de caza lleno de reglas que no entiendo, de depredadores que no puedo prever. Ahí abajo, soy la presa.» Su mirada se levantó, recorriendo su entorno inmediato. La red interconectada de tejados. Las autopistas de tuberías de vapor. Las escaleras de incendios que subían como enredaderas de metal por las paredes de los edificios. No era una ciudad. Era un ecosistema vertical. Una jungla de asfalto y acero que se elevaba hacia el cielo nublado. «Pero aquí arriba...» Una nueva comprensión, una epifanía nacida del dolor y la perspectiva, comenzó a formarse en su mente. «Aquí arriba las reglas son diferentes. Aquí no hay multitudes. No hay patrullas. Solo ángulos, distancias y gravedad. Aquí las reglas son las mías.» Una sonrisa amarga y sin humor se dibujó en sus labios. «El suelo es lava 🌋.» Ese simple juego de niños se convirtió en su nueva filosofía. Su evangelio de supervivencia. Con sus últimas fuerzas, se obligó a moverse. Necesitaba un refugio real, un lugar donde pudiera curarse, donde pudiera estar a salvo. Se arrastró por el tejado, sus ojos escaneando cada rincón. Y entonces lo vio: en la parte superior de un edificio de apartamentos adyacente, uno que parecía abandonado, una ventana del ático estaba rota. Llegar allí fue una prueba. Un último salto doloroso, un ascenso precario por una pared de ladrillos desmoronados. Pero lo logró. Se deslizó a través del cristal roto y cayó en la oscuridad polvorienta del interior. Era perfecto. Un ático abandonado. Frío, lleno de telarañas y los fantasmas de vidas pasadas, pero estaba seco. Y, lo más importante, era inaccesible desde abajo. Era su nido. Su santuario. Con un suspiro que fue mitad alivio y mitad agotamiento, se quitó la mochila. Sacó su pequeña linterna, su haz de luz cortando la oscuridad. Luego, los suministros médicos que había logrado salvar. El ritual del superviviente comenzó. A la luz temblorosa de la linterna, se quitó el vendaje ensangrentado. Limpió la herida de nuevo, esta vez con el antiséptico adecuado, ahogando un gemido mientras el líquido ardía. Aplicó una gasa limpia y la aseguró con una venda nueva, envolviéndola con una tensión firme y profesional. La acción era metódica, un pequeño acto de control en un mundo que se había salido de control. Cada vuelta del vendaje era una reafirmación. *Estoy herido, pero no estoy roto. Estoy solo, pero no estoy indefenso.* Cuando terminó, no se permitió descansar. Volvió a salir al tejado, a su nuevo dominio. La noche era ahora total, la ciudad flotante de Atlas un faro frío en el cielo. Encontró un charco de agua de deshielo casi congelada, su superficie un espejo oscuro. Se arrodilló y se miró. El rostro que le devolvió la mirada era el mismo que había visto en el callejón: el de un joven de diecinueve años, sin cicatrices, extrañamente saludable bajo la mugre y la fatiga. Pero la expresión en los ojos ya no era de pánico o confusión. Ahora había algo más. Algo frío. Algo duro. Una determinación forjada en el fuego de las últimas horas. Recordó las caras de los testigos en la entrada del callejón, sus bocas abiertas de asombro. Recordó las palabras incrédulas de los matones. *Desapareció. Como un fantasma.* No lo habían visto como un hombre. Lo habían visto como una historia. Una sombra. Algo que no era del todo humano. Y en lugar de rechazar esa imagen, una idea fría, pragmática y absolutamente necesaria comenzó a formarse en su mente. «Russet Prime, el atleta, está muerto,» pensó, su voz interna despojada de toda emoción. «Murió en esa instalación, con Zoe. El chico de los viñedos, el influencer, el amigo... todo eso se quemó en esa caída. Lo que queda... es un superviviente.» Su mirada se endureció, el reflejo en el agua helada pareciendo el de un extraño. «Y aquí, para sobrevivir, no puedes ser solo un hombre. Un hombre sangra. Un hombre se cansa. Un hombre comete errores. Aquí, tienes que ser más. Tienes que ser una historia. Tienes que ser un fantasma. Si eso es lo que vieron, si eso es lo que temen... entonces eso es lo que seré.» No era una decisión nacida de la arrogancia o de un deseo de poder. Era una herramienta. Una máscara. Una armadura forjada en la necesidad más brutal. Si iba a vivir en las sombras, se convertiría en una. Se puso de pie, apartando la vista de su propio reflejo. Ya no era una víctima huyendo. Era un depredador adaptándose a un nuevo ecosistema 🌆.

Eco en el Hielo ❄️

El patio de entrenamiento de la Mansión Schnee era un lugar de una belleza fría y despiadada. Mármol blanco y estatuas de hielo pulido reflejaban la luz grisácea de Solitas, creando un escenario tan elegante como una tumba. En el centro, sola, estaba ❄️Weiss Schnee. El aire era tan frío que quemaba los pulmones, pero ella apenas lo notaba. Su concentración estaba enfocada en un único y frustrante objetivo. Frente a ella, un glifo del copo de nieve característico de los Schnee brillaba en el aire, pulsando con una luz blanca. Era perfecto. Era poderoso. Y estaba vacío. «Concéntrate,» se ordenó a sí misma, sus propios pensamientos tan severos como la voz de su hermana. «Visualiza. Llama.» Intentó invocar. Buscó en su memoria la imagen del Caballero Armado que había derrotado, el mismo que Winter podía invocar con una facilidad insultante. Trató de darle forma a su Aura, de forzarla a tomar esa forma. El glifo brilló con más intensidad, vibró... y luego se disipó en una ráfaga de nieve etérea, sin dejar nada más que el eco de su fracaso. Un gruñido de frustración escapó de sus labios. Era la décima vez. O quizás la vigésima. Había perdido la cuenta. Se apoyó pesadamente en su estoque, Myrtenaster, clavando su punta en el hielo con una fuerza que hizo crujir la superficie. Su aliento formaba nubes de vaho blanco en el aire gélido, cada exhalación un pequeño fantasma de su exasperación. A su lado, sobre un banco de piedra tallada, yacía su Scroll. La pantalla todavía mostraba el último mensaje de su hermana, las palabras ahora pareciendo una burla. `[MENSAJE DE ⚔️ WINTER SCHNEE]` `"Entrenamiento cancelado hoy. Tengo una asignación de última hora. No te relajes. Practica tus glifos. Concéntrate en la resistencia."` Una parte de ella se había sentido aliviada. Pero ahora, enfrentada a su propia insuficiencia, la frustración era abrumadora. La cancelación se sentía como un despido, una interrupción en su propio y rígido horario, una afirmación tácita de que los deberes de Winter en Atlas siempre serían más importantes que su propio progreso. "Concéntrate en la resistencia," murmuró para sí misma, imitando el tono severo de su hermana con un sarcasmo que nadie más podía oír. «Como si hiciera otra cosa en esta casa. Resistir a Padre. Resistir mis propias limitaciones. Resistir el silencio...» Cerró los ojos por un momento, intentando alejar la frustración, buscando ese centro de calma que Winter siempre le describía. Buscó el silencio interior, el vacío desde el cual la verdadera creación de la Semblanza Schnee podía nacer. Y entonces, lo sintió. No fue un sonido. No fue una visión. Fue... algo más. Algo completamente ajeno. Una extraña resonancia en el núcleo de su ser, un tirón casi imperceptible en su Aura, como una cuerda de violín vibrando a una frecuencia lejana y disonante que solo ella podía oír. Fue una sensación extraña, una nota de caos introducida en la sinfonía ordenada de su alma, una ondulación en un estanque perfectamente quieto. Duró solo un instante, un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío, y luego se desvaneció tan rápido como había llegado. Abrió los ojos de golpe, su mano apretando instintivamente la empuñadura de Myrtenaster con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Su mirada de luchadora recorrió el patio vacío, buscando la fuente de la extraña sensación. ¿Un Grimm? ¿Un intruso? Pero no había nada. Solo el viento helado que barría remolinos de nieve sobre el hielo, el silencio opresivo de la mansión y la lejana y arrogante silueta de Atlas en el cielo, tan indiferente como siempre. Sacudió la cabeza, una pequeña arruga de confusión en su frente. «¿Qué... qué fue eso?» Su mente lógica se apresuró a encontrar una explicación. El cansancio. Una extraña fluctuación de su propia Semblanza, quizás un presagio de un avance, una nueva capa de su poder despertando por la frustración. Sí, eso debía ser. Era la explicación más lógica. La más controlada. Pero mientras se preparaba para intentarlo de nuevo, clavando los talones en el hielo y adoptando una postura de combate, no pudo quitarse la inquietante y persistente sensación de que el silencio a su alrededor había cambiado. Ya no se sentía vacío. Se sentía... expectante. Como el aire justo antes de una tormenta. La sensación de que, en algún lugar fuera de los muros de su mundo ordenado, una pieza de un juego que no sabía que estaba jugando acababa de ser colocada en el tablero. La sensación de que algo fundamental en el mundo acababa de cambiar, para siempre. **(Corte a negro).** | ❄️ Weiss Schnee | << A veces, el silencio no es paz. A veces, es solo el aire conteniendo la respiración antes del grito. >>
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