ID de la obra: 1336

RWBY | Corazón de Herrumbre |

Het
NC-17
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planificada Maxi, escritos 42 páginas, 23.686 palabras, 3 capítulos
Descripción:
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Página 2 | El Horizonte Blanco | RWBY

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Página 2 📖: El Horizonte Blanco

Despertar Sensorial ⚪

El silencio fue lo primero que registró. No el silencio tranquilo de una noche en los viñedos, lleno de grillos y el susurro del viento entre las hojas. Ni siquiera el silencio artificial de su apartamento insonorizado en la ciudad, donde siempre había un zumbido subyacente de tráfico y vida. Este era un silencio pesado, absoluto, como si el universo entero contuviera la respiración. Un silencio que devoraba el sonido. La negrura detrás de sus párpados comenzó a filtrarse con un resplandor lechoso. Con un esfuerzo que pareció requerir cada gramo de su energía, Russet abrió los ojos. El cielo lo llenó todo. Era un lienzo blanco, vasto e ininterrumpido. Un blanco tan puro que le dolía la vista. Lentos, casi hipnóticos copos de nieve caían a la deriva. No era nieve sucia de ciudad, sino cristales perfectos, cada uno una pequeña maravilla geométrica. Nieve ❄. La palabra flotó en su mente, desprovista de contexto. Se incorporó con un gruñido, o lo intentó. Sus músculos protestaron, no con el dolor agudo de una herida, sino con la fatiga profunda y desconocida de un cuerpo que había sido empujado más allá de todos sus límites. A su lado, medio enterrada en la nieve, estaba su mochila de parkour, una mancha oscura de familiaridad en este mundo de blancura. Fue entonces cuando la primera ola de lógica, la lógica desesperada de una mente que se niega a aceptar la realidad, se apoderó de él. RUSSET (V.O.): «Esto es un sueño.» La conclusión llegó con una extraña y tranquilizadora certeza. Por supuesto. Una pesadilla. Una alucinación febril, increíblemente detallada, provocada por el shock de la llamada... por la caída. Su cerebro, en un acto de autoprotección, había construido esta elaborada fantasía. RUSSET (V.O.): «Bien hecho, cerebro. El presupuesto de efectos visuales es impresionante. Diez de diez. 👏» Con una nueva confianza, decidió poner a prueba su teoría. Despertaría de esto. Tenía que hacerlo. Recordó los artículos que había leído, los videos que había visto sobre sueños lúcidos. Pruebas de realidad. Primero, el clásico. El pellizco. Con un movimiento lento y torpe, se pellizcó la piel del antebrazo izquierdo. Apretó con fuerza. El dolor fue agudo, frío y muy real. RUSSET (V.O.): «...Okay. Sensación táctil de alta fidelidad. Un detalle interesante.» Su confianza vaciló. Siguiente prueba. La palma. Intentó empujar su dedo índice a través de su mano izquierda. Su dedo se detuvo con un golpe sodo contra la piel y el hueso. Firme. Sólido. Real. El pánico, frío y afilado, comenzó a picar en el borde de su conciencia. Su mirada recorrió su propio cuerpo y luego los objetos esparcidos a su alrededor, caídos de su mochila. Su navaja multiusos. Sus guantes gastados. Su cuaderno de cuero. Y su teléfono. La pantalla era una telaraña de fracturas, el chasis doblado. Muerto. Fue entonces cuando se tocó la cara, un gesto inconsciente. Sus dedos rozaron su frente, buscando la familiar línea elevada de tejido cicatricial sobre su ceja derecha. El recuerdo de esa caída, del estúpido duelo en un bar que le valió esa cicatriz, era vívido. No había nada. La piel estaba lisa. Alarmado, se bajó la manga del brazo derecho, buscando la otra marca, en su antebrazo derecho, justo debajo de la muñeca, debería haber una cicatriz. Una línea blanca y dentada, recuerdo de un mal aterrizaje en una barandilla de metal cuando tenía dieciséis años. Una cicatriz que Zoe había apodado su "gusano perezoso". Tampoco estaba. RUSSET (V.O.): «No. No, eso no es posible. 🤯 Me estoy volviendo loco. Es solo un detalle que el sueño olvidó. Un fallo en la Matrix. Nada de qué preocuparse.» Pero era demasiado. Dos cicatrices, dos historias de su vida, borradas. La semilla de la duda se convirtió en una raíz helada en su mente. El frío, que antes era una sensación distante, ahora era un depredador. Respiró hondo y el aire helado le quemó los pulmones, un dolor limpio y terrible. El aire olía... a nada. No a la contaminación de la ciudad, no a la tierra húmeda del campo. Olía a un vacío limpio y frío. Necesitaba despertar. Ahora. Como último y desesperado recurso, se concentró, intentando querer volar. Puso toda su voluntad en ese único pensamiento, esperando la sensación de ligereza. Abrió los ojos. El cielo blanco seguía allí. La nieve seguía cayendo. Y él seguía firmemente, innegablemente, anclado a la tierra helada de una pesadilla de la que, empezaba a temer, no había escapatoria. Su mirada se posó en su cartera, que había caído abierta. De ella asomaba una esquina doblada. Con dedos entumecidos, la sacó. "Era una foto." Una única foto física, gastada por el tiempo en su cartera. Él, Zoe, Marco y Lena, de adolescentes, amontonados, haciendo caras tontas a la cámara. La sonrisa de Zoe era tan brillante que casi parecía irradiar calor en el aire helado. El objeto era sólido en su mano. Real. Demasiado real. Las esquinas dobladas, el ligero desvanecimiento de los colores... era imperfecto. Y los sueños, sabía, rara vez se molestaban en ser tan imperfectos. Y la verdad, fría y afilada como el viento que ahora le quemaba la cara, comenzó a abrirse paso a través de las grietas de su negación.

La Ruptura del Silencio 🗣️

La foto. Esa pequeña y arrugada pieza de papel era el ancla que lo arrastraba de vuelta a la realidad. Era una prueba tangible, un artefacto de un mundo que su mente intentaba desesperadamente catalogar como un sueño. Pero no podía. El peso de la foto en su mano entumecida era innegable, las esquinas dobladas un testimonio de años de compañía silenciosa en su cartera. Y con el peso de la foto, llegó el peso de la memoria. El frío, que antes era una molestia lejana, ahora era un depredador invisible. Calaba a través de las capas rasgadas de su ropa, no como el frío seco de un invierno en la ciudad, sino como un frío húmedo y penetrante que parecía tener garras. Se hundía en sus músculos, buscando sus huesos, robándole el aliento en nubes de vaho blanco. Su cuerpo, en un intento desesperado por sobrevivir, comenzó a temblar, un temblor violento e incontrolable que lo sacudía hasta los dientes. Su mente, asaltada por el dolor físico, buscó un refugio, un recuerdo cálido. Y encontró uno. El silencio se rompió por un eco. Una voz familiar, lejana pero insistente, que atravesaba la niebla de su shock. La voz que siempre lo había anclado. Zoe (V.O., eco suave): «...no te detengas...» RUSSET (V.O.): «Zoe...» El nombre fue un susurro silencioso en su mente, pero resonó como un trueno. Y abrió las compuertas. El recuerdo de la voz rota de su hermana en el teléfono. Las palabras que había estado reprimiendo, ahora gritando en el teatro de su cráneo: "Hubo un accidente... No lo logró... Se ha ido." Se ha ido. La negación se hizo añicos. El sueño se evaporó. La horrible verdad, que había estado arañando las paredes de su conciencia, finalmente derribó la puerta. El dique se rompió. 💔 Un grito gutural y desgarrado rasgó el silencio de la tundra. Fue el propio Russet. Un sonido animal, nacido de lo más profundo de su ser, que liberó toda la furia, la impotencia y la pérdida en una única y brutal explosión de sonido. Era el lamento por una promesa rota, por una vida arrebatada, el rugido de un corazón que se partía en dos. El eco de su grito se extendió por el paisaje blanco, una onda de pura agonía rebotando en colinas invisibles antes de ser devorado por la inmensidad. El grito lo trajo de vuelta a sí mismo. Y con la conciencia, llegó el dolor completo, no como un eco, sino como una puñalada de hielo en el pecho. Y con el dolor, llegó todo lo demás. El frío ya no era un depredador; era un tormento. La nieve que se derretía en su piel ahora quemaba como ácido. El viento ya no era una cuchilla; era una sierra que le arrancaba el calor. El dolor sordo en su cuerpo por la caída se agudizó, cada músculo gritando en protesta. RUSSET (V.O.): En un mundo donde los monstruos se alimentan de la miseria, yo acababa de encender un faro. Acababa de sonar la campana de la cena y gritar: "El banquete está servido." Buffet libre de desesperación. Y yo era el plato principal. Pero él no sabía eso. En ese momento, solo sabía que estaba solo, en un infierno helado, con el fantasma de su mejor amiga como única y terrible compañía. El sueño había terminado. Y la pesadilla acababa de empezar.

La Cacería 🐺

El eco de su propio grito se desvaneció, dejando a Russet en un silencio aún más profundo, roto solo por el silbido del viento. Cayó de rodillas en la nieve, su cuerpo sacudido por sollozos secos y agónicos que no producían lágrimas, solo un dolor vacío que le arañaba la garganta. La foto de sus amigos, todavía atrapada entre sus dedos entumecidos, era la única mancha de color en un mundo que se había vuelto blanco, gris y desesperado. Estaba completamente perdido, a la deriva en un océano de duelo. No prestaba atención al crujido sutil de la nieve a su alrededor, un sonido rítmico que no pertenecía al caos natural del viento. No escuchó el gruñido bajo y gutural que reptaba por el aire helado, un sonido que vibraba en lo más profundo de su pecho. Su universo se había reducido al tamaño de la herida en su corazón. RUSSET (V.O.): «El dolor tiene una forma de hacerte sordo y ciego. Te envuelve en una manta de miseria tan gruesa que no puedes ver la navaja que está a punto de atravesarla.» Primero fueron los animales. Un par de lobos de tundra, de pelaje grueso y blanco como la nieve, casi invisibles contra el paisaje. Se acercaron con la cautela de depredadores inteligentes, sus ojos amarillos fijos en la figura arrodillada, el vapor saliendo de sus hocicos en espesas nubes. Olían la debilidad, el sonido de una presa potencialmente herida. Pero entonces, se detuvieron. Sus orejas se aplanaron contra sus cráneos, un gemido bajo y temeroso escapó de sus gargantas. Olieron algo más en el aire, algo que su instinto primario reconocía como fundamentalmente incorrecto. Detrás de ellos, algo más oscuro se movía a través de la neblina de nieve que se arremolinaba. Eran más grandes. Mucho más grandes. Y no se movían con la cautela de un cazador, sino con la confianza impaciente de un verdugo que se acerca al patíbulo. Eran siluetas de pura negrura, una oscuridad tan profunda que parecía absorber la luz a su alrededor. Espinas afiladas y óseas, como fragmentos de una pesadilla, sobresalían de sus espaldas y hombros. Sus cabezas eran cráneos blancos y bestiales, una grotesca máscara de hueso que la naturaleza nunca habría diseñado, con mandíbulas llenas de dientes como dagas de obsidiana. Y sus ojos... Sus ojos eran dos puntos de un rojo carmesí, un resplandor antinatural que ardía con una malicia pura e inconfundible. No era el hambre de un animal. Era el odio de un demonio. 👿 Los lobos de tundra no necesitaron una segunda advertencia. Con un aullido de puro terror, se dieron la vuelta y huyeron, desapareciendo en el blanco como fantasmas. Pero Russet no se movió. Seguía de rodillas, con la cabeza gacha, ahogándose en su dolor, ajeno a la sentencia de muerte que se acercaba. Uno de los monstruos, un Beowolf, no esperó. Bajó su postura, sus músculos negros se tensaron bajo la piel sin pelo, y se lanzó hacia adelante. Era un borrón negro sobre la nieve blanca, cubriendo la distancia en un silencio aterrador. Saltó, sus garras, largas y afiladas como cuchillas, extendidas. El tiempo pareció ralentizarse. La cámara podría seguir la trayectoria de las garras, la nieve arremolinándose a su paso, mientras se acercaban al costado indefenso de Russet. No hubo advertencia. No hubo un rugido que lo alertara. Solo un impacto brutal y un dolor blanco y candente que explotó en su costado, incinerando todo lo demás. El dolor fue tan intenso, tan cegador, que su mente se reinició. La tristeza, la culpa, el shock... todo fue aniquilado en la agonía pura y física de la carne siendo desgarrada. Gritó de nuevo, pero este no era el grito de un corazón roto. Era el grito agudo y animal de una criatura atrapada en una trampa de acero. Cayó de lado en la nieve, su mano finalmente soltando la foto. Se agarró el costado, y cuando retiró los dedos, estaban manchados de un rojo brillante y humeante que contrastaba violentamente con la nieve prístina. RUSSET (V.O.): No hay sueño que pueda sentirse así. No hay pesadilla que pueda sangrar tan caliente. En ese instante, la última y más pequeña partícula de negación en mi alma se evaporó. 🔥 Esto era real. La nieve era real. El frío era real. Y los monstruos... los monstruos eran muy, muy reales.

Instinto Primario 🏃

El mundo se redujo a tres cosas: el blanco cegador de la nieve, el rojo humeante de su propia sangre y el dolor candente que ardía en su costado como un hierro al rojo vivo clavado entre sus costillas. La tristeza, la culpa, el recuerdo de Zoe, la promesa rota... todo se desvaneció, quemado por una urgencia más antigua y poderosa. Esos eran los lamentos de un hombre que tenía una vida que llorar, un futuro que perder. Russet ya no era ese hombre. En ese instante, despojado de su mundo y de su identidad, lo que quedaba era la esencia cruda de la existencia, un animal acorralado impulsado por una única y ensordecedora directiva grabada en cada fibra de su ADN. Miedo. Puro, sin adulterar, un miedo que le gritaba una sola palabra en el fondo de su cráneo: ¡SOBREVIVE! Levantó la cabeza con un movimiento brusco, sus ojos muy abiertos y salvajes, la nieve pegada a sus pestañas como cristales helados. Y por primera vez, vio a sus atacantes con la claridad aterradora que solo el terror mortal puede proporcionar. Eran cuatro. Lobos de pesadilla hechos de sombras sólidas y huesos afilados, formando un semicírculo, cortándole cualquier ruta de escape a través de la llanura. Sus ojos rojos, desprovistos de pupila o iris, ardían con una inteligencia hambrienta y malévola. El que lo había atacado estaba lamiendo su sangre de sus garras negras con una lengua bífida, el sonido áspero y húmedo resonando en el aire helado. Otro de los monstruos, a su derecha, se impacientó. Con un gruñido que sonó como rocas rompiéndose, se lanzó, una masa de oscuridad y dientes dirigida directamente a su garganta. El instinto, más rápido que el pensamiento, tomó el control. A pesar del dolor que le partía el costado, Russet giró sobre sí mismo. No fue un movimiento elegante de parkour, fue una rodada desesperada en la nieve profunda, un torbellino de extremidades y pánico. Las garras del Beowolf pasaron silbando por el lugar donde su cabeza había estado un segundo antes, el sonido del aire desplazado tan cerca que sintió el vaho helado de la criatura en su nuca. Mientras rodaba, su mano extendida chocó contra algo familiar, algo que no era nieve. La lona resistente de su mochila. RUSSET (V.O.): «Años de parkour te enseñan a evaluar un entorno en segundos. Calcular ángulos, distancias, rutas de escape. Mi cerebro, funcionando con el combustible del pánico, hizo el cálculo. Cuatro monstruos. Una herida abierta. Cero armas. Cero conocimiento del terreno. Las probabilidades no eran buenas. 😬 No eran ni siquiera probabilidades. Eran una sentencia.» Pero la mochila... la mochila era suya. Era el último archivo de un mundo muerto. El único objeto que probaba que alguna vez existió. Dejarla atrás era como dejar atrás la última parte de sí mismo. Su instinto de supervivencia, un cable de alta tensión que había estado dormido, ahora chisporroteaba con una energía frenética. En un único y fluido movimiento nacido de miles de horas de entrenamiento, pasó del final de su rodada a ponerse de pie, agarrando una de las correas de la mochila y tirando de ella sobre un hombro en el proceso. Los objetos sueltos —su cuaderno, su cartera, su teléfono roto— cayeron de nuevo dentro por la fuerza centrífuga. El peso desequilibrado era incómodo, un lastre, pero no importaba. No miró hacia atrás. No pensó en una estrategia. Corrió. No era la carrera fluida y elegante de "Zenith". No había gracia, ni estilo, ni "línea perfecta". Era una huida torpe, desesperada y fea. Sus zapatillas de entrenamiento, diseñadas para el agarre en el hormigón, se hundían en la nieve profunda con cada zancada, cada paso una batalla agotadora que le robaba una energía preciosa. La mochila golpeaba su espalda con cada movimiento, un recordatorio constante de todo lo que estaba a punto de perder de nuevo. El aire helado era como vidrio molido en sus pulmones, quemándolo desde dentro con cada bocanada desesperada. El sonido de su propia respiración irregular y jadeante se mezclaba con el gruñido gutural de las bestias que lo perseguían, un coro de muerte pisándole los talones. Podía oír el crujido de la nieve bajo sus patas, mucho más rápido y ligero que el suyo. RUSSET (V.O.): «Esto no era parkour. No era un juego. No era una competición. El parkour es control. Flujo. Precisión. Esto era lo opuesto. Era caos. Pánico. Y la horrible certeza de que si te caías, no te levantarías con un rasguño. No te levantarías en absoluto.» El frío se filtraba en su herida abierta, una sensación extraña y terrible de quemadura helada que se extendía por su torso. Sentía la sangre caliente corriendo por su costado, manchando su ropa y goteando en la nieve, pequeñas flores carmesí que marcaban su paso. Un rastro para los monstruos. Miró por encima del hombro, un error de novato. Estaban ganando terreno. Se movían sobre la nieve con una facilidad antinatural, sus cuerpos delgados y poderosos devorando la distancia. Uno de ellos saltó, sus mandíbulas chasqueando a centímetros de su talón. El sonido del hueso golpeando hueso resonó en sus oídos. Delante de él, el terreno cambió bruscamente. La llanura blanca dio paso a una pendiente descendente, salpicada por los oscuros y amenazantes contornos de un denso bosque de pinos. Y más allá, donde el bosque terminaba, el mundo simplemente... se acababa. El borde de un acantilado. 🏔 No había a dónde ir. Estaba atrapado. La desesperación, fría y pesada como el plomo, amenazó con aplastarlo. Pero el miedo era más fuerte.

Acorralado 🌲

La pendiente descendente le dio un impulso de velocidad, pero fue una ventaja traicionera. La nieve, más suelta en la inclinación, hacía que cada paso fuera un riesgo de resbalar y caer. Tropezó, casi perdiendo el equilibrio, sus brazos agitándose salvajemente antes de recuperar una precaria estabilidad. El bosque de pinos se cernía sobre él, una maraña de troncos oscuros y ramas cargadas de nieve. Podría ser un refugio. O podría ser una trampa mortal. Llegó a la línea de árboles, zigzagueando entre los troncos con una agilidad nacida del pánico. Las ramas bajas le arañaban la cara y la ropa, enganchándose en la tela de su mochila. Detrás de él, los Grimm no disminuyeron la velocidad. Se movían a través del bosque como espectros negros, sus ojos rojos brillando como brasas en la penumbra. El bosque no era un santuario. Era un laberinto que solo servía para canalizarlo hacia un único y terrible destino. Salió de entre los árboles de golpe, sus pies se hundieron en la nieve profunda y se detuvo en seco, el aliento congelándose en el aire. El mundo se abrió frente a él. Estaba en el borde de un acantilado. El viento aullaba aquí, un depredador invisible arrancado del abismo que se lanzaba contra él con una fuerza física que lo hizo tambalearse. Abajo, muy, muy abajo, se extendía un mar silencioso de copas de pinos, sus puntas verdes oscuras espolvoreadas de blanco, meciéndose tranquilamente como si no estuvieran al tanto del drama mortal que se desarrollaba sobre ellas. La caída era vertiginosa, una invitación al olvido, una forma rápida de acabar con el dolor y el miedo. RUSSET (V.O.): «Fin del camino. Literalmente. Un callejón sin salida con una caída de cien metros como única puerta. 💀» Se giró lentamente, su cuerpo protestando con cada movimiento. La jauría de monstruos salía del bosque, uno por uno, sus movimientos ahora lentos, casi arrogantes, saboreando el momento. Sabían que lo tenían. Formaron un semicírculo, bloqueando cualquier ruta de regreso. El que lo había herido dio un paso adelante, un gruñido bajo y retumbante vibrando en su pecho, el vapor saliendo de entre sus dientes como el humo del infierno. La adrenalina que lo había mantenido en movimiento comenzó a desvanecerse, reemplazada por una fría y resignada certeza. Este era el final. Iba a morir aquí, en este mundo desconocido, desgarrado por criaturas de pesadilla, su cuerpo nunca sería encontrado, su historia terminaría con un grito silencioso en la nieve. Los rostros de sus amigos aparecieron en su mente, no como fantasmas, sino como presencias vívidas. La sonrisa burlona de Marco, la mirada sensata de Lena. Y la sonrisa brillante y desafiante de Zoe. Zoe (V.O., un eco claro en su mente, como si estuviera a su lado): «No te detengas. Sigue avanzando.» La frase ya no era solo un recuerdo. Era una orden. Pero no era la única voz. Marco (V.O., el eco de una sesión de entrenamiento, gritando desde abajo mientras Russet dudaba en un salto particularmente difícil): "¡Vamos, Zenith! ¡Deja de pensar tanto y salta de una vez, idiota!" Lena (V.O., una voz más tranquila, después de una competición que perdió, pasándole una botella de agua mientras él miraba al suelo, derrotado): "Una mala caída no define la carrera, Rus. Lo que importa es cómo te levantas." Sus voces. Su equipo. Su familia. Morir aquí, acorralado y derrotado, era detenerse. Era fallarles a todos de la peor manera posible. Su mirada se desvió del monstruo principal al abismo a su espalda. Luego a las copas de los árboles más cercanos, a unos buenos diez, quizás quince metros de distancia. Una distancia imposible. Un salto suicida. Años de experiencia en parkour le gritaban que era una locura. Sus músculos estaban agotados, su costado en llamas, el viento era un enemigo impredecible. No llegaría. RUSSET (V.O.): «Pero entonces, ¿cuál era la alternativa? ¿Morir aquí, desgarrado, o morir allá, estrellado? Al menos una de las dos opciones tenía un poco más de estilo.» Tomó una decisión. No era una decisión lógica. Era un acto de pura fe ciega en las voces de las personas que más importaban. Un último desafío a un destino que parecía sellado. Con un grito que era mitad desafío y mitad terror, se giró y corrió hacia el borde del acantilado. No dudó. No miró hacia atrás. Saltó. Por un glorioso y terrible segundo, voló. El viento lo golpeó, el mundo se redujo al cielo blanco arriba y al verde oscuro abajo. Por un instante, casi pareció que lo lograría, una silueta desafiante contra la inmensidad. Se quedó corto. Obviamente. Sus dedos extendidos apenas rozaron las ramas más altas y flexibles de un pino corpulento. No hubo un agarre firme. Solo un roce, una fricción desesperada que le arrancó la piel de las yemas de los dedos. Pero fue suficiente. Las ramas delgadas y cubiertas de nieve no aguantaron su peso ni el impulso inicial. Se partieron con una serie de crujidos agudos, como huesos rompiéndose. Pero al hacerlo, absorbieron la primera y más brutal parte de su inercia, evitando que cayera como una piedra. Su caída no fue en picado. Fue un descenso caótico y violento a través del dosel del bosque. Chocó contra una rama más gruesa, que gimió bajo el impacto antes de lanzarlo hacia otra como una bola de pinball humana. Cada rama que se cruzaba en su camino actuaba como un freno imperfecto, arañándolo, golpeándolo, robándole velocidad a su caída mientras lo despojaba de su aliento. El aire se llenó del sonido de madera quebrándose, de su propia ropa rasgándose y de sus propios gruñidos de dolor mientras su cuerpo era zarandeado como un muñeco de trapo, enredándose y liberándose en una cascada de agujas de pino y nieve que llovía a su alrededor.

Un Aterrizaje Brutal 💥

El mundo era un torbellino verde y blanco, una confusión de agujas de pino arañando su rostro y el frío de la nieve que se colaba por cada desgarro de su ropa. Cada impacto contra una rama era una explosión de dolor sordo que resonaba en sus huesos, cada chasquido de madera rompiéndose un recordatorio discordante de lo cerca que estaba de que fueran los suyos. El aire fue expulsado de sus pulmones en un jadeo violento, dejándolo incapaz de gritar mientras caía en un silencio forzado. Finalmente, atravesó la última capa de ramas y el mundo se ralentizó por una fracción de segundo. Vio el suelo del bosque acercándose a una velocidad aterradora, una mancha blanca que prometía el final. Cerró los ojos por instinto, su cuerpo preparándose para el impacto final, el que lo rompería todo. Aterrizó. No fue el golpe seco y definitivo contra la tierra helada que esperaba. En cambio, fue un impacto profundo y amortiguado, como caer en un colchón hecho de hielo y aire. Un banco de nieve, de más de un metro de profundidad y acumulado al pie del acantilado por el viento, se tragó su cuerpo, absorbiendo la mayor parte de la fuerza restante de su caída con un suave y pesado *whoomph*. Por un momento, todo fue silencio y oscuridad. Estaba sepultado bajo el peso suave, frío y sofocante de la nieve. La presión lo envolvía, el sonido del mundo exterior se había desvanecido por completo. Su mente flotaba en un limbo de semiinconsciencia, un lugar tranquilo y entumecido, peligrosamente acogedor. RUSSET (V.O.): «¿Estoy muerto? ¿Esto es todo? Es... tranquilo.» Un sonido sordo, un crujido, resonó a través de la nieve, vibrando en sus huesos. RUSSET (V.O.): «¿Qué es eso? ¿Mis huesos... pulverizados por la caída? Espera...» Abrió los ojos en la oscuridad aplastante. No sentía sus extremidades. Solo un vacío entumecido. Pero el sonido continuó, un gemido de madera asentándose. RUSSET (V.O.): «No... no son huesos. Son las ramas. Las ramas que cayeron conmigo.» La lógica, fría y lenta, comenzó a abrirse paso. Pero entonces, una punzada de dolor agudo y familiar lo atravesó, un relámpago candente que cortó la niebla de su delirio. Su herida en el costado, ahora agravada por la caída, gritó en protesta, un recordatorio innegable y ardiente de que todavía estaba vivo. El dolor lo ancló. Lo arrastró de vuelta desde el borde del abismo, su conciencia regresando a la realidad con una sacudida violenta. Apretó los dientes, un grujido ahogado por la nieve. RUSSET (V.O., su voz interna ahora firme, dura): «Eso es bueno. Sigue doliendo. Significa que sigues consciente. El dolor significa que no te has rendido. Significa que el motor sigue en marcha. Usa esto. Usa el dolor para impulsarte. Deja que te queme, deja que te impulse. No te apagues. No aquí. No ahora. No permitas que este sea el final. No pierdas de vista la esperanza. No dejes que sus recuerdos, sus palabras, se conviertan en un epitafio vacío.» El pánico de la asfixia comenzó a instalarse. Con un movimiento espasmódico, luchó por salir, sus brazos y piernas agitándose salvajemente contra la nieve que lo aprisionaba como una tumba blanca. Salió a la superficie jadeando, escupiendo nieve y aspirando el aire helado en bocanadas desesperadas, cada una una daga de hielo en sus pulmones. Yacía de espaldas, su cuerpo temblando incontrolablemente, mirando hacia el agujero irregular que había creado en el dosel del bosque muy por encima de él. La luz blanca del cielo se filtraba a través, pareciendo a un millón de kilómetros de distancia. Estaba vivo. La realización lo golpeó con una fuerza casi tan grande como la de la propia caída. Debería estar muerto. Debería ser una mancha roja en las rocas, o un festín para esas criaturas. Pero no lo era. El salto suicida, las ramas que se rompieron justo de la manera correcta, el banco de nieve perfectamente posicionado... la cadena de improbabilidades era astronómica. Con un esfuerzo que le costó cada grama de su voluntad, se puso de lado y luego, usando un tronco de pino cercano como apoyo, se levantó lentamente. Sus piernas temblaban, cada músculo de su cuerpo gritaba, y su costado era una agonía constante. Pero estaba de pie. Miró a su alrededor, al silencioso y oscuro bosque. Ya no era una trampa. Era su escondite. Se puso en movimiento, un paso doloroso a la vez, adentrándose más en la seguridad de las sombras.

La Travesía en la Oscuridad 🌲

El bosque era un laberinto de sombras y silencios. La luz del día apenas se filtraba a través del denso dosel de pinos, creando una penumbra perpetua que hacía que el frío se sintiera aún más profundo, más personal. Cada paso era una agonía calculada. Russet cojeaba, usando un tronco de pino nudoso como un bastón improvisado, su costado herido protestando con una punzada de fuego blanco con cada movimiento que lo hacía jadear. La adrenalina de la caída y la huida se había desvanecido por completo, dejando atrás solo el dolor sordo, el frío penetrante y una soledad tan vasta como el cielo que ya no podía ver. Y en esa soledad, los muros que había construido en su mente comenzaron a agrietarse, desmoronándose bajo la presión de su agotamiento y su dolor. Los recuerdos, como espectros largamente ignorados, se deslizaron a través de las fisuras. RUSSET (V.O.): «Cuando no hay nada más que el sonido de tu propia respiración y el crujido de la nieve bajo tus pies, no hay a dónde huir. No hay distracciones. Los fantasmas te encuentran. Y los míos... los míos tenían mucho que decir. » Un olor fantasma lo golpeó primero. No el aroma limpio y resinoso de los pinos, sino el olor rico y terroso de la tierra húmeda después de una lluvia de verano en el viñedo. Un olor a hogar. 🏡 Cerró los ojos por un instante, tropezando con una raíz oculta y casi cayendo. Se apoyó pesadamente en su bastón, su cabeza gacha. Un flashback lo asaltó, tan vívido que casi podía sentir el sol en su piel. Javier Prime (Padre): Una mano grande, callosa y manchada de tierra, la de su padre, colocando un pequeño y afilado cuchillo de podar en la suya, que era entonces la de un niño de diez años. La mano de Javier envolvía la suya, guiando el corte preciso en un sarmiento de vid. Su padre rara vez hablaba sin necesidad, pero cuando lo hacía, sus palabras tenían el peso de la tierra misma. Javier (V.O., su voz grave y tranquila): "La tierra no te miente. La cuidas, y ella te cuida a ti. Cada vid tiene su historia, tienes que aprender a escucharla. Trátala con respeto. Es lo único que importa". El recuerdo era tan real que casi podía sentir el peso del acero frío y la madera lisa en su palma. Abrió los ojos. Solo sostenía una rama rota y áspera. El dolor en su costado lo trajo de vuelta a la fría realidad. RUSSET (V.O.): «Respeto. Había olvidado el significado de esa palabra. La había cambiado por 'likes' y 'shares'. Había dejado de escuchar.» Continuó su descenso, cada paso un castigo y una promesa silenciosa a un hombre que quizás nunca volvería a ver. La fiebre, un calor traicionero, comenzaba a extenderse desde su herida, haciendo que el mundo se balanceara ligeramente. El sonido del viento entre los árboles se transformó en risas y gritos de juego. Otro flashback, esta vez más ruidoso, más caótico. Mateo Prime (Segundo Hermano Mayor): Él y su hermano Mateo, apenas adolescentes, compitiendo para ver quién podía trepar más rápido al techo del granero más alto. Mateo, siempre el payaso, casi se resbala, soltando una carcajada que resonó en todo el valle. 😂 Mateo (gritando desde el tejado): "¡El último en llegar es un huevo podrido! ¡Y tiene que limpiar los establos por una semana!". Llegaron a la cima juntos, sin aliento, y se sentaron a observar la puesta de sol sobre los viñedos, compartiendo una botella de refresco robada de la cocina. RUSSET (V.O.): «Con Mateo, todo era una competición. Pero una en la que no importaba quién ganaba. Solo importaba el juego. ¿Cuándo dejé de jugar?» Se apoyó contra un árbol, su respiración entrecortada y dificultosa. El mundo se sentía irreal, los bordes de su visión se volvían borrosos por la fiebre y el agotamiento. El susurro del viento se transformó en una voz familiar, una que conocía mejor que la suya propia. Una que ahora era solo un eco. Un flashback lo golpeó, esta vez de una noche en la ciudad. Zoe (Mejor Amiga): Estaban sentados en el borde de una azotea, las luces de la ciudad extendiéndose bajo ellos como una galaxia caída. 🌃 Russet estaba revisando en su teléfono los comentarios de su último video, su ceño ligeramente fruncido. Zoe estaba a su lado, simplemente observando el horizonte, con las piernas colgando en el vacío. Zoe: "¿Sigues leyendo esa basura?" Russet (sin levantar la vista): "No es basura. Es 'feedback'. David dice que tengo que entender a mi audiencia." Zoe (soltó una risa sin humor): "Tu audiencia son niños de quince años que creen que eres inmortal. Su 'feedback' es inútil. ¿Qué te dice tu instinto, Rus?" Russet (finalmente bajó el teléfono, con un suspiro): "Mi instinto dice que el salto fue descuidado. Que tuve suerte." Zoe (asintió, finalmente girándose para mirarlo, sus ojos serios a la luz de la ciudad): "Exacto. Porque estabas pensando en la cámara, no en el salto. Estabas pensando en 'Zenith', no en ti. Escúchate a ti mismo, no a ellos. Tú eres el que está ahí arriba. Tú eres el que cae." El recuerdo era tan claro, la preocupación en su voz tan palpable. Ella nunca lo adulaba. Siempre le decía la verdad, por dura que fuera. La imagen se desvaneció, dejando solo el frío y el eco de su sabiduría perdida. RUSSET (V.O.): «Ella siempre fue mi ancla. La que me recordaba dónde estaba el suelo cuando yo solo quería volar. Ahora... ahora no hay suelo. Solo la caída.» La culpa era un veneno, un peso que amenazaba con paralizarlo, con dejarlo hundirse en la nieve para siempre. Sentía el frío calando hasta sus huesos, un frío que parecía devorar no solo su calor corporal, sino también sus fuerzas. La fiebre lo hacía temblar, y el hambre comenzaba a retorcerse en su estómago como una serpiente. Pero entonces, en medio del frío y el hambre, otro recuerdo, uno más suave, lo envolvió como una manta cálida que le habían puesto sobre los hombros. No fue una imagen, ni una voz. Fue un olor. El aroma dulce y embriagador de las uvas recién cosechadas, mezclado con el de la canela y la masa horneándose en la cocina de su infancia. El recuerdo era tan abrumadoramente real que casi podía saborearlo. Elena Prime (Madre): La imagen se formó en su mente con una claridad dolorosa. Él, con quizás catorce años, entrando en la cocina después de un largo día de trabajo en el viñedo, cansado y cubierto de tierra. Su madre, Elena, estaba de espaldas a él, tarareando una vieja melodía mientras sacaba del horno una bandeja humeante. No era una tarta elegante. Era su especialidad: "pasteles de cosecha", pequeños pasteles de hojaldre rellenos de una mermelada de uva casera tan oscura que parecía casi negra. 🍇🥧 Ella se giró, y su rostro se iluminó con una sonrisa que podría haber derretido el invierno más duro. Elena (V.O., su voz cálida, llena de una risa apenas contenida): "Ah, ahí está mi pequeño ladrón de uvas. ¿Dejaste alguna en las vides o te las comiste todas otra vez?" Sin esperar respuesta, cogió uno de los pasteles, sopló sobre él para enfriarlo un poco y se lo tendió. Elena (V.O.): "Anda, come. Estás demasiado delgado. Todo ese saltar por ahí te está consumiendo. No importa lo lejos que vueles, pajarito. Esta cocina siempre será tu nido." El recuerdo de la calidez del pastel en sus manos frías, del sabor dulce y ácido explotando en su boca, fue tan intenso que un sollozo seco escapó de los labios de Russet. El contraste entre la calidez nutritiva de ese recuerdo y la fría y hambrienta realidad de su situación era una forma de tortura. RUSSET (V.O.): «El amor de mi madre era simple. Era tangible. Podías saborearlo. Era la única cosa en el mundo que siempre me hacía sentir... a salvo. ❤️» La calidez del recuerdo, aunque dolorosa, le dio la fuerza para dar otro paso. Y luego otro. No era comida real, pero era un combustible para su alma. Los fantasmas no se habían ido. Seguían allí, caminando con él en la oscuridad del bosque. Eran su tormento. Eran su única compañía. Y eran la única razón por la que seguía avanzando.

Un Respiro 💧

El bosque parecía interminable, un océano de troncos y sombras que amenazaba con tragárselo. Cada paso era una negociación con el dolor. La fiebre lo hacía oscilar entre escalofríos helados y oleadas de un calor sofocante. Había perdido toda noción del tiempo. ¿Habían pasado horas? ¿Un día entero? El cielo, un enigma oculto por el denso dosel de pinos, no ofrecía ninguna pista. Estaba a punto de dejarse caer, de aceptar la derrota contra un árbol cubierto de musgo, cuando lo escuchó. Un sonido débil al principio, casi imperceptible bajo el silbido constante del viento. Pero estaba ahí. Un murmullo suave, rítmico, un sonido que su cerebro deshidratado tardó un momento en identificar. El sonido del agua. RUSSET (V.O.): «En todas las historias de supervivencia que había leído, en todas las películas que había visto, había una regla de oro. Una constante universal. El agua es vida. Y donde hay agua, tarde o temprano, encuentras gente.» Una nueva oleada de energía, nacida no de la fuerza física sino de una esperanza desesperada, lo impulsó hacia adelante. Siguió el sonido, cojeando más rápido ahora, tropezando con raíces y rocas en su prisa casi ciega. El murmullo se hizo más fuerte, convirtiéndose en un gorgoteo claro y definido, una promesa en la desolación. Atravesó un último y denso matorral de arbustos espinosos que le arañaron la piel expuesta y allí estaba. Un río. No era ancho, pero sí rápido y profundo, su agua tan oscura que parecía tinta negra corriendo sobre rocas lisas y cubiertas de hielo. Los bordes estaban congelados en intrincados patrones de cristal, pero el centro fluía con una determinación implacable. El sonido del agua corriente, claro y vibrante, era la música más hermosa que había oído en su vida. 🎶 Cayó de rodillas en la orilla nevada, sus manos temblando incontrolablemente mientras recogía un poco del agua helada. La llevó a sus labios agrietados y bebió. El agua era tan fría que le dolió los dientes y le provocó un espasmo en el estómago, pero nunca nada le había sabido tan bien. Era el sabor de la vida misma. Bebió hasta que su cuerpo protestó, cada trago un bálsamo para su garganta reseca y su espíritu agotado. Después de saciar su sed, su mente, ahora más clara por la hidratación, se centró en el siguiente problema inmediato: la herida ardiente en su costado. Con cuidado, se quitó la parte superior de su ropa de entrenamiento, ahora un desastre de jirones, barro y sangre seca. La herida era fea. Tres cortes paralelos, profundos y desiguales, la piel alrededor enrojecida e inflamada, un signo ominoso de infección. Necesitaba limpiarla, protegerla. RUSSET (V.O.): «En casa, tendría un botiquín de primeros auxilios. Desinfectante, vendas estériles, todo lo necesario. Aquí... aquí tenía una camiseta rota y el ingenio de un animal desesperado.» Apretando los dientes hasta que le dolió la mandíbula, se inclinó sobre el río y sumergió un trozo relativamente limpio de su camiseta en el agua helada. El primer contacto del paño frío sobre la herida caliente le arrancó un siseo de dolor, una agonía que le hizo ver estrellas. Pero perseveró, limpiando la sangre y la suciedad con movimientos metódicos y precisos, su entrenamiento mental para soportar el dolor finalmente dando sus frutos. Necesitaba un vendaje, algo para cubrirla. Su mirada recorrió la orilla del río. Cerca de las raíces expuestas de un árbol antiguo, donde la nieve no llegaba, vio una mancha de un verde vibrante. Musgo. Espeso, limpio y húmedo. Recordó haber leído en alguna parte, en uno de sus muchos agujeros de conejo de internet, que ciertos tipos de musgo tenían propiedades antisépticas. Era una apuesta arriesgada, pero era la única que tenía.🌿 Arrancó un trozo generoso de musgo, lo escurrió para quitarle el exceso de agua y lo colocó con cuidado sobre la herida. La sensación era extrañamente calmante, fría y suave. Luego, rasgó una tira larga de la parte más limpia de su camiseta y la envolvió firmemente alrededor de su torso para mantener el musgo en su lugar, haciendo un nudo apretado que le robó el aliento. No era una solución médica, pero era una solución de superviviente. Mientras trabajaba, su mente finalmente tuvo un momento para procesar la causa de su herida, la imagen de sus atacantes grabada a fuego en su memoria. RUSSET (V.O.): «Lobos... pero no eran lobos. Los lobos no tienen máscaras de hueso. No tienen espinas que se erizan como cuchillas. No tienen ojos que brillan en la oscuridad como carbones encendidos. Parecían... sacados de una pesadilla. Monstruos de un mal cuento de hadas.» Miró a su alrededor, al bosque silencioso y alienígena, al cielo blanco y sin sol. RUSSET (V.O.): «Quizás eso es exactamente lo que eran. Quizás, de alguna manera, había caído en el 'cuento de hadas equivocado'.» Se levantó, su cuerpo todavía dolorido, pero su mente ahora enfocada y terriblemente clara. Miró el fluir del río. Aguas abajo. Siempre aguas abajo. Con un nuevo sentido de propósito, comenzó a caminar de nuevo, siguiendo el curso del río, su única guía en este mundo de monstruos y silencios.

La Visión Distante 🏙️

El tiempo perdió su significado. Su mundo se redujo a la monotonía brutal de poner un pie delante del otro, un ritmo doloroso marcado por el latido sordo y febril en su costado. El sonido del río a su derecha era su única compañía constante, un murmullo que lo mantenía anclado a la realidad mientras su mente amenazaba con disolverse en delirios de viñedos soleados y risas perdidas. Caminó durante lo que parecieron horas, o quizás días. El bosque, que había sido su refugio, comenzaba a sentirse como una prisión sin fin, cada árbol idéntico al anterior. Justo cuando la esperanza comenzaba a desvanecerse, notó un cambio. Los árboles comenzaron a clarear. El aire cambió, perdiendo el olor limpio de los pinos. Ahora olía a humedad, a metal frío y a algo vagamente químico, como el regusto de una batería, un olor que le recordaba a los distritos industriales olvidados de su propia ciudad. Finalmente, atravesó la última línea de árboles y se detuvo en el borde de una vasta llanura nevada, parpadeando contra la repentina y cegadora apertura. Y lo que vio le robó el aliento. 😮 Primero, el muro. Una colosal muralla de hormigón y acero que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, diseñada para mantener a raya al desierto blanco... o para mantener a algo encerrado. Estaba dañada, con grietas y secciones enteras que parecían haber sido reparadas de forma precaria, un testimonio de una batalla constante y, al parecer, perdedora. Detrás de ese muro asediado, una ciudad se extendía bajo el cielo perpetuamente nublado. Pero no era una ciudad. Era una herida industrial. Un laberinto denso de edificios de metal oscuro y tuberías expuestas que se retorcían entre ellos como las entrañas de una bestia de acero. Una niebla gris y perpetua, más espesa que cualquier contaminación que hubiera visto, cubría las calles, un sudario que ahogaba la luz y el color. Y a través de esa niebla, brillaban las luces. No eran doradas ni acogedoras. Eran de un naranja antinatural, un resplandor constante y enfermizo que emanaba no de ventanas, sino de una red de tuberías que recorrían los edificios. No era la luz de la vida; era el brillo desesperado de un horno que lucha por no apagarse. RUSSET (V.O.): «No era Nueva York. No era Tokio. No era ningún lugar que hubiera visto en un mapa o en un sueño. Las luces de casa eran un faro, una invitación. Estas... estas parecían las luces de advertencia de una prisión.» Pero lo más extraño, lo más imposible, estaba suspendido en el cielo directamente sobre ella. La ciudad de abajo estaba construida al borde de un cráter gigantesco, una cicatriz colosal en la superficie del planeta. Y flotando en el centro de ese cráter, como si desafiara a la propia creación... había otra ciudad. Una metrópolis de torres blancas y brillantes, de un diseño elegante y futurista que desafiaba la gravedad, flotando en el aire como un glaciar imposible tallado en cuarzo y acero. Luces azules y blancas parpadeaban a lo largo de sus estructuras, y pequeñas naves, como insectos de metal, se movían entre sus edificios en patrones ordenados y silenciosos. Colgaba en el cielo como un juicio silencioso, una luna antinatural de cristal y poder, tan distante y perfecta como fría y aterradora. 😨 Y conectando ambas, vio unos cables imposibles, unas ataduras de metal que se extendían desde la ciudad flotante hacia abajo, anclándose en la miseria de la otra como las cadenas de un amo a su esclavo. Russet se quedó allí, inmóvil, un pequeño punto en la vasta llanura, completamente abrumado por la visión alienígena. La escala. La imposibilidad. La física de su mundo gritaba que aquello no debería existir. Los monstruos de hueso. El cielo sin sol. Y ahora esto. Una ciudad de siervos encadenada a una ciudad de dioses. La pequeña chispa de esperanza que el río le había dado se extinguió, reemplazada por una ola de una desesperación tan profunda que casi lo derriba. No solo estaba perdido en un lugar desconocido. Estaba en un lugar que operaba bajo reglas diferentes, una realidad fundamentalmente ajena a la suya. RUSSET (V.O.): «En ese momento, acepté la verdad. No estaba en un rincón inexplorado de mi mundo. Ni siquiera estaba en mi mundo. Estaba en otro lugar. Un lugar completamente nuevo. Y estaba completa, absoluta y terroríficamente solo.» Las preguntas lo inundaron, una avalancha que amenazaba con ahogarlo, cada una más aterradora que la anterior. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Cómo vuelvo a casa? ¿Puedo volver a casa? ¿Hay siquiera un "hogar" al que volver? Y la más aterradora de todas, mientras miraba las luces naranjas y enfermizas de la ciudad de abajo, su única y terrible opción de supervivencia. Y ahora... ¿qué hago? 🤔

Las Puertas de Mantle 🌆

La decisión no fue realmente una decisión. Era la única opción en un menú de una sola entrada: la muerte por congelación en la desolación blanca o la posibilidad de supervivencia en esa ciudad triste y anaranjada que se alzaba en el horizonte. Impulsado por la necesidad primordial y la falta total de alternativas, Russet comenzó la última y más ardua etapa de su viaje. La caminata a través de la llanura fue una tortura diferente a la del bosque. Allí, los árboles habían ofrecido una ilusión de refugio. Aquí, estaba completamente expuesto. El viento abierto era implacable, un depredador invisible que aullaba a través de la tundra sin nada que detuviera su asalto. Se clavaba en él como mil agujas de hielo, encontrando cada desgarro en su ropa, cada centímetro de piel expuesta. La ciudad flotante, Atlas, lo observaba desde arriba, un ojo blanco e indiferente en el cielo, un recordatorio constante de lo ajeno que era este lugar. A medida que se acercaba, los detalles de la ciudad de abajo, Mantle, se volvían más claros y más desalentadores. El muro, de cerca, era una monstruosidad de hormigón remendado y placas de metal oxidadas, cubierto de grafitis extraños en un lenguaje que no reconocía. Vio guardias patrullando sus almenas, figuras con uniformes grises y pesados, sus armas de aspecto extraño brillando bajo la luz anaranjada. No parecían guardias protegiendo a sus ciudadanos; parecían carceleros vigilando un corral. Llegó a la carretera principal que conducía a una de las puertas de la ciudad. El asfalto estaba agrietado y cubierto de una gruesa capa de hielo sucio. Vio vehículos pasar, camiones pesados y toscos que retumbaban con una energía que no era de combustión, emitiendo un zumbido bajo y extraño, como el de un transformador sobrecargado. Se escondió detrás de un banco de nieve, observando. La puerta era un control de seguridad fuertemente armado. No podía simplemente caminar hasta allí. RUSSET (V.O.): «Un tipo herido, temblando, vestido con ropa de entrenamiento que prácticamente gritaba "no soy de aquí", sin papeles, sin dinero, sin una buena historia. En el mejor de los casos, me arrestarían e interrogarían. En el peor, me dispararían por considerarme una amenaza. Necesitaba un plan B. Afortunadamente, los planes B siempre fueron mi especialidad.» Fiel a su naturaleza, se alejó de la carretera y siguió el perímetro del muro, manteniéndose en las sombras del anochecer que comenzaba a caer. Buscó una debilidad, sus ojos de explorador urbano, aunque nublados por el dolor y la fatiga, seguían siendo agudos. Buscó cámaras, sensores, puntos ciegos en las rutas de las patrullas. Y entonces lo vio. Una sección del muro donde una enorme tubería de la red de calefacción, del grosor de un hombre, salía de la ciudad y se hundía en el suelo congelado. Estaba cubierta de una gruesa capa de escarcha, lo que la hacía resbaladiza y peligrosa, pero las juntas y los soportes de metal que la anclaban al muro ofrecían un camino, una escalera improvisada para cualquiera lo suficientemente loco o desesperado como para intentarlo. RUSSET (V.O.): «Era una locura. Estaba herido, agotado, mis músculos eran gelatina. Mis dedos estaban tan entumecidos que apenas podía sentirlos. Pero también estaba desesperado. Y la desesperación, resulta, es un excelente motivador. 💪» Usando las últimas reservas de una adrenalina que no sabía que le quedaba, comenzó a escalar. Cada movimiento era una agonía calculada. El metal helado quemaba a través de sus guantes gastados. Sus dedos entumecidos apenas podían agarrarse a las juntas resbaladizas. Su costado herido gritaba con cada estiramiento, enviando oleadas de náuseas a través de él. Varias veces estuvo a punto de resbalar, su vida pendiendo de un agarre precario a treinta metros sobre el suelo helado. Pero el recuerdo de los monstruos de ojos rojos, y la promesa silenciosa que se había hecho a sí mismo, lo impulsaron hacia arriba, centímetro a centímetro. Finalmente, con un último y tembloroso esfuerzo, se izó sobre la cima del muro. Se quedó allí por un momento, agachado en las sombras de una estructura de vigilancia, el pecho agitado, intentando recuperar el aliento sin hacer ruido. Desde aquí, observó la ciudad desde dentro. El aire era diferente. Olía a carbón húmedo, a metal sobrecalentado... y a algo más. Algo inesperado. Un aroma débil pero inconfundible a pan recién horneado. Vio un callejón oscuro debajo de él, aparentemente vacío. Era su oportunidad. Se preparó, calculando la caída. RUSSET (V.O.): «El salto era fácil. El aterrizaje... el aterrizaje iba a doler.» Saltó. Aterrizó con una rodada entrenada, una técnica que había ejecutado miles de veces. Pero su cuerpo agotado no pudo absorber el impacto por completo. Un dolor agudo y crepitante le recorrió la pierna y su costado herido explotó en una agonía cegadora. Se derrumbó contra una pared de ladrillos, deslizándose hasta el suelo con un gemido ahogado. Lo había logrado. Estaba dentro. Estaba... a salvo. Se quedó allí, acurrucado en las sombras del callejón. Para su suerte, no era un callejón sin salida lleno de basura. Un lado estaba bordeado por la pared trasera de lo que parecía ser una panadería. El aroma a pan y levadura era más fuerte aquí, una fragancia cálida y reconfortante que era absurdamente incongruente con su situación. Se arrastró lentamente, centímetro a centímetro, hasta que su espalda quedó apoyada contra la pared de ladrillos de la panadería. Estaba tibia. Podía sentir el calor del horno al otro lado, un calor suave y constante que comenzó a filtrarse a través de su ropa húmeda y helada, luchando contra el frío que se había asentado en sus huesos. RUSSET (V.O.): «¿Ironía? ¿Destino? ¿O simplemente la suerte más extraña del universo? Sobrevivir a monstruos de pesadilla y a una caída mortal, solo para acabar siendo salvado por el calor residual de un panadero anónimo.» Oculto en las sombras, con el aroma del pan llenando sus fosas nasales, finalmente permitió que su cuerpo se rindiera. El muro de voluntad que lo había mantenido en pie, que lo había empujado a través de la nieve, el bosque y el dolor, se desmoronó por completo. La adrenalina se desvaneció, dejando paso a un agotamiento tan profundo, tan absoluto, que se sentía como si se estuviera hundiendo en el hormigón cálido. RUSSET (V.O.): «Había sobrevivido al desierto de nieve. Pero ahora... ahora me enfrentaba a un nuevo tipo de desierto. Una jungla de asfalto y desesperación. Y yo era el nuevo animal en el fondo de la cadena alimenticia.» Su visión se volvió borrosa. Los sonidos de la ciudad se convirtieron en un murmullo distante. Lo último que vio antes de que la oscuridad lo reclamara por completo fue el vapor que salía de una alcantarilla cercana, arremolinándose en la luz anaranjada, llevando consigo el dulce y torturador aroma de un hogar que no era el suyo. Y entonces, por primera vez desde que había caído en este mundo, arrullado por el calor prestado de un horno, se permitió el lujo de desmayarse. La conciencia lo abandonó, un apagón bienvenido que lo liberó del dolor, del frío y del terror. Por ahora.
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