El ático de la casa de los Dursley en el número 4 de Privet Drive era un lugar polvoriento y olvidado, un santuario de cosas rotas y recuerdos desechados que Vernon consideraba "tonterías". Petunia Dursley subió con la boca apretada en una fina línea de desaprobación, cargando una caja más con antiguos juguetes de Dudley que ya no quería.
"¡Vernon, asegúrate de que el niño no haga mucho ruido! ¡Está viendo esos horribles dibujos animados!" gritó hacia abajo, su voz aguda cortando el aire quieto y caluroso del desván.
"¡Sí, Tuney, querida!" retumbó la voz de su esposo desde el salón.
Tuney. El apodo que solo él usaba. Un nombre que alguna vez le había parecido cariñoso, pero que ahora sonaba a burla, a conformidad, a gris. Con un suspiro de fastidio, dejó la caja sobre una pila tambaleante y se giró para bajar. Pero algo llamó su atención.
En la esquina más oscura, donde el techo se inclinaba hasta casi tocar el suelo, había un pequeño hueco entre dos vigas. Un espacio negro, insignificante, que sin embargo pareció llamarla. Era absurdo. Pero sus pies, calzados con sensatas zapatillas, se movieron hacia allí casi por voluntad propia.
Se agachó, frunciendo el ceño, y trató de escudriñar la oscuridad. No había nada. Solo polvo y telarañas. Pero un impulso irracional, un calor repentino en su pecho, la obligó a extender su mano delgada y golpear la madera que rodeaba el agujero.
Crac.
El sonido fue seco y crujiente. Petunia retiró la mano como si se hubiera quemado. Luego, con una determinación que no entendía, comenzó a arañar y golpear el lugar con los nudillos, ignorando el dolor punzante en sus dedos. La madera, podrida por el tiempo, cedió con facilidad, astillándose hasta revelar una cavidad un poco más grande.
Y allí estaba. Una caja pequeña, de madera oscura y con intrincados grabados que parecían moverse bajo una capa de polvo espeso. Su corazón latió con una fuerza que no sentía desde… desde que una lechuza trajo una carta para su hermana hace tantos años.
Con manos que le temblaban ligeramente, sacó la caja. No tenía cerradura. Al abrirla, un olor a pergamino antiguo y a flores secas invadió el aire. En su interior, reposaba un libro encuadernado en cuero negro, sin título.
Abrió el grimorio. Las páginas, amarillentas y quebradizas, estaban llenas de una elegante caligrafía y dibujos de plantas y símbolos que hacían que se le erizara el vello de los brazos. Sus ojos, ávidos, devoraron los títulos que destacaban en tinta oscura.
"De Temporis Retro: El Camino de Vuelta al Ayer"
"Permutatio Vitae: El Intercambio de Destinos"
"Pulchritudo Aeterna: La Belleza que Hechiza"
"Corpus Ideal: La Forma de la Inocencia Deseada"
"Vox Sirenae: La Voz que Persuade y Encanta"
Petunia pasó las páginas cada vez más rápido. Cada hechizo, cada ritual, estaba detallado paso a paso. Y entonces, sus ojos se posaron en una línea crucial, escrita en los márgenes de una página que explicaba la obtención de ingredientes raros:
"Nota para el practicante sin don innato: La voluntad es la llave. Los componentes son puentes, no fuentes. Un muggle de propósito firme puede, con las herramientas correctas, torcer el brazo del destino."
Ella podía hacerlo. No necesitaba nacer con esa… anomalía.
Su mente, envenenada por décadas de resentimiento, comenzó a arder. Las imágenes acudieron sin invitación: Lily. Su hermana. Riendo, con su pelo rojo al viento, haciendo florecer una flor en la palma de su mano para un joven guapo y arrogante con gafas y pelo despeinado. James Potter. Rico, de una antigua estirpe mágica, seguro de sí mismo. Perfecto.
Luego, la imagen de Vernon, rojo, jadeante y gritando por el pastel que se había quemado. La mediocridad de su salón impecable. La vulgaridad de su vida.
Un odio profundo y negro, que siempre había estado allí, latente, estalló en su pecho. No era justo. Lily lo tuvo todo: la magia, el amor, la admiración… y luego a
él. Y a ella solo le quedó lo que sobraba: los padres, una vez Lily se marchó a su mundo fantástico, y luego a Vernon, un hombre anclado en lo ordinario.
Miró por la pequeña ventana del ático hacia el jardín perfectamente recortado. Allí estaba Harry, el hijo de ellos, con su ropa raída y sus gafas rotas, desyerbando los macizos de flores.
"¡Más rápido, niño! ¡No seas holgazán!" gritó, y su voz sonó estridente, cargada de una nueva amargura.
El niño se estremeció y apresuró el ritmo.
Si fuera mío, pensó, sería perfecto. Lo adoraría. Sería el niño más querido. No ese… mocoso indeseable que me dejaron como un trapo sucio.
Pero no era suyo. Era de Lily. Otro recordatorio de todo lo que ella tenía y Petunia no.
—Fue ella —susurró para sí misma, acariciando la página del intercambio de destinos—. Ella siempre se interpuso. Con su perfección. Su magia. Su… felicidad.
El grimorio era la respuesta. Era su boleto para tomar todo lo que merecía. La vida de Lily. Su belleza. Su marido. Su lugar en ese mundo fascinante que siempre le negaron.
Bajó del ático con el libro escondido bajo su delantal, moviéndose como un susurro. Esa noche, después de que Vernon roncara a su lado, encendió una lámpara y estudió cada página. Los ingredientes eran exóticos: lágrimas de fénix, polvo de cuerno de occamy, raíz de mandrágora… Cosas que no existían en su mundo.
Al día siguiente, fue a la biblioteca municipal, buscando desesperadamente en libros de botánica y química. Nada. Solo un lugar vendía esas cosas. Un lugar al que solo había ido una vez, con el corazón lleno de envidia y curiosidad, siguiendo a sus padres y a una Lily emocionada.
El Callejón Diagon.
—Vernon, cariño —dijo esa tarde, con una voz dulce que no usaba hace años—, necesito algo de dinero. Para… para un nuevo juego de cortinas. Las del salón se están descolorando.
—¿Eh? ¡Pero si están perfectas, Tuney! —refunfuñó él, tras su periódico.
—¡Vernon, por favor! —insistió, con un temblor calculado en la voz—. ¿Es que no quieres que nuestra casa se vea presentable?
Ante la perspectiva de una discusión o, peor aún, de lágrimas, Vernon cedió con un gruñido y le dio un fajo de billetes.
—¡Pero que no sea una locura de precio!
—Por supuesto que no, cariño —sonrió ella, fríamente.
Al día siguiente, con el dinero escondido en el bolso y el grimorio metido en una bolsa de la compra, tomó un tren a Londres. El corazón le latía con una mezcla de terror y excitación. En un rincón oculto de la ciudad, encontró el pub destartalado: El Caldero Chorreante.
Tomó aire, ajustó su vestido más anodino y empujó la puerta. El lugar estaba casi vacío. Con voz temblorosa, le dijo al anciano bartender:
—Necesito… cambiar dinero normal. Por… por la otra moneda.
El hombre la miró con curiosidad, pero asintió. Minutos después, con una bolsita de extrañas monedas de oro, plata y bronce que tintineaban, salió al patio trasero. Con el dedo, tocó los ladrillos en la secuencia que recordaba vagamente, como si fuera un sueño de otra vida.
El muro comenzó a deslizarse, a girar, a reorganizarse ante sus ojos, abriéndose como un portal a otro mundo. Y allí estaba. El vibrante, ruidoso y asombroso Callejón Diagon.
Las lágrimas de rabia y anhelo le nublaron la vista por un momento. Todo esto podría ser suyo. Todo.
Con determinación de acero, Petunia Dursley, la mujer que odiaba la magia, dio su primer paso hacia el lugar que le robaría todo a su hermana muerta, empujada por el eco de una envidia que, por fin, tenía el poder de saciarse.
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💠Jade💠