ID de la obra: 1474

Ashbourne Academy

Het
PG-13
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planificada Midi, escritos 16 páginas, 7.711 palabras, 2 capítulos
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Capítulo 1: El inicio de todo

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      Capítulo 1: El inicio de todo              El carruaje se detuvo frente a Ashbourne Academy y Beatrice Saint-Clare bajó con la compostura impecable que siempre había practicado frente a sus padres. Su madre le ajustó suavemente la bufanda, mientras su padre colocaba una mano firme pero cariñosa sobre su hombro.       —Recuerda comportarte con elegancia, Beatrice —dijo su madre con voz templada—. Y, sobre todo, aprende algo que te haga feliz y sea de provecho.       —Lo haré —respondió Beatrice, con una leve inclinación de cabeza.       Sus padres se despidieron con un abrazo rápido y formal, dejando a Beatrice sola con sus maletas. Un ser delgado y de porte distinguido, que parecía flotar más que caminar, apareció a su lado. Era un Luminúfugos, criaturas utilizadas normalmente para uso doméstico.       —Bienvenida, señorita Saint-Clare —dijo con voz suave y melodiosa—. Soy Alistair, y me encargaré de mostrarle el camino.       Beatrice asintió sin decir palabra. Caminaba con su uniforme impecable: la falda plisada bien colocada, la blusa blanca perfectamente planchada, sus mocasines relucientes y su cabello marrón elegante cayendo sobre su espalda. Sus ojos marrones recorrían cada detalle a su alrededor mientras avanzaban por los senderos adoquinados del internado.       El viento movía suavemente las hojas de los árboles que rodeaban los edificios de piedra, y las torres se alzaban como guardianes de siglos de tradición. Entre ellas, jardines perfectamente cuidados y patios con fuentes de mármol conectaban las distintas áreas, un gran salón con chimenea crepitante, bibliotecas con estanterías que llegaban hasta el techo y pasillos con vitrales que filtraban la luz creando destellos de colores sobre los pisos de piedra.       Finalmente llegaron a un amplio corredor adornado con tapices antiguos, donde los pasos de Beatrice resonaban con suavidad. Allí se encontraba la Prefecta de Estudios, una mujer alta y elegante, de cabello recogido en un moño impecable y mirada severa pero curiosa.       —Señorita Saint-Clare, bienvenida a Ashbourne Academy —dijo con voz firme y medida—. Soy la Prefecta Marguerite Selwyn. Como ya bien sabe por su familia, aquí en Ashbourne tenemos cuatro casas: Ravenhurst, elegante, leal y disciplinada; Ashknown, dedicada al conocimiento y la curiosidad; Faircliff, famosa por su espíritu artístico y refinado; y Blackthorne, donde se cultivan la ambición y la audacia. Su asignación es… Ravenhurst. Allí encontrará su torre, su dormitorio y a quienes serán su familia dentro de la Academia.       Beatrice respiró hondo: aquel lugar parecía exigir disciplina, pero también prometía aventuras inesperadas y secretos por descubrir.       Fue entonces cuando vio acercarse a una joven de cabello castaño claro y ojos brillantes. Sonriente y segura, parecía moverse por el internado como si lo conociera desde siempre.       —Hola, ¿eres nueva? —preguntó la chica, tendiendo la mano con naturalidad.       —Beatrice Saint-Clare —respondió, estrechando la mano con cuidado—. Y tú eres…       —Isabelle Harrington, aunque todos me llaman Izzy —dijo la chica, con una sonrisa—. Veo que estamos en el mismo curso… y en la misma casa.       Beatrice levantó ligeramente las cejas, sorprendida y aliviada.       —Entonces… si quieres, puedo llevarte a tu torre y a la habitación de las chicas —añadió Isabelle, mirando hacia la Prefecta.       —Muy bien —asintió Marguerite Selwyn—. Confío en que Izzy le muestre el camino.       Izzy tomó a Beatrice del brazo con naturalidad y comenzó a guiarla por los pasillos. Mientras caminaban, la imponente torre de Ravenhurst se alzaba frente a ellas, sus ventanas altas y estrechas reflejando la luz del atardecer. Por primera vez desde que había llegado a Ashbourne Academy, Beatrice sintió que quizás aquel lugar, con sus torres y secretos, podía convertirse en algo más que un internado… podía convertirse en su hogar.              Izzy caminaba con paso ágil, guiando a Beatrice por los pasillos de Ravenhurst. A medida que avanzaban, la joven le presentaba a distintos estudiantes, todos del mismo curso, que las miraban con curiosidad y sonrisas amistosas.       —Éste es Harper —dijo Izzy, señalando a una chica de cabello rubio y rizado—, siempre la encontrarás con un libro bajo el brazo.       —Y aquel es Theo —continuó, señalando a un joven moreno y de expresión traviesa—, uno de los mejores en encantamientos.       —Aquí tenemos a Fiona —añadió, mientras se acercaban a un grupo en el que una chica de ojos verdes parecía trazar símbolos con un lápiz invisible en el aire—, te va a encantar su forma de trabajar en runas.       Beatrice asintió, tratando de recordar todos los nombres, mientras se dejaba guiar por Izzy, que hablaba sin parar, animada, con esa facilidad que hacía que pareciera que conociera a todos desde siempre.       Finalmente llegaron a la puerta de su habitación. Izzy la abrió y Beatrice entró. La habitación era luminosa, con amplias ventanas que daban al bosque, paredes en tonos suaves y un escritorio de madera pulida junto a una estantería donde algunos libros ya la esperaban. Varias de sus pertenencias, enviadas días antes, estaban cuidadosamente colocadas sobre la cama y en los cajones, dándole un aire familiar que la reconfortó.       —¡Es preciosa! —comentó Izzy—. Las habitaciones individuales son lo mejor de Ravenhurst. Cada una tiene su espacio y luz natural… y como estamos cerca, siempre podrás pasar por la mía si quieres compañía o ayuda con algo.       Beatrice sonrió, dejando su maleta a un lado. Mientras comenzaba a acomodar algunas de sus cosas, Izzy se sentó en el borde de la cama y comenzó a explicarle un poco cómo era la vida en el curso:       —Las clases son una mezcla de lo normal y… bueno, de lo más extraordinario. Por la mañana tenemos Matemáticas, Historia de la Academia, Lenguas y Literatura, como en cualquier internado, pero por la tarde empiezan las asignaturas mágicas: runas, adivinación, pociones y encantamientos. Algunos cursos requieren práctica en laboratorios o en los jardines… —Izzy hizo un gesto amplio con la mano, como si abarcara toda la academia—. Y aunque parezca mucho, te acostumbras rápido.       Beatrice la miró con una mezcla de curiosidad y fascinación.       —No sabía que había algo así en Ashbourne —murmuró.       —Ah, sí —rió Izzy—. Y espera a ver las competencias entre casas, los torneos de pociones o los duelos de encantamientos… Todo se hace con supervisión, claro, pero te prometo que no hay otro lugar como este.       Mientras hablaban, Beatrice empezó a sentirse más cómoda. La energía de Izzy era contagiosa, y la forma en que le explicaba la Academia, los compañeros y las clases le daba la sensación de que no estaba sola en aquel mundo nuevo y enorme.       —Gracias, Izzy —dijo finalmente Beatrice, con una sonrisa más abierta que antes       —Bueno, tengo que irme —dijo con una sonrisa—. Quedé con alguien, pero nos veremos en la cena, ¿de acuerdo?       Beatrice asintió, devolviéndole la sonrisa.       —Está bien, nos vemos más tarde.       Izzy se despidió con un gesto ligero y salió de la habitación, dejando a Beatrice sola por primera vez en Ashbourne Academy. La luz del atardecer entraba por las ventanas, iluminando los estantes, la cama y los libros que ya empezaban a sentirse como propios.       Beatrice cerró la puerta tras Izzy y se quedó unos segundos en silencio. Observó cada detalle de la habitación: la amplitud, la claridad que entraba por las ventanas, el aroma a madera pulida y a libros antiguos. Todo era extraño y nuevo, pero a la vez acogedor.       Se sentó en la cama, dejando que sus maletas descansaran a su lado, y suspiró suavemente. Por primera vez desde que había llegado, se permitió un momento de tranquilidad. Ashbourne Academy era enorme, lleno de secretos y reglas, pero allí, en aquella habitación luminosa, Beatrice sintió que tal vez podría encontrar su lugar.              Unas horas después, Beatrice caminaba por los pasillos de la Academia, rumbo al comedor para la cena. Sus pasos eran firmes y su cabello marrón caía suavemente sobre los hombros mientras observaba con atención los vitrales que dejaban pasar la luz de la tarde.       De repente, chocó con dos jóvenes que caminaban en dirección contraria. Uno era alto, de cabello oscuro y ojos grises, con el porte elegante y arrogante que ya había intuido a primera vista: Edmund Hawthorne. A su lado estaba un joven más relajado, de expresión amable y sonrisa fácil.       —¡Lo siento! —exclamó Beatrice, retrocediendo un paso.       —¿Lo siento? —dijo Edmund con un tono quejoso, arqueando una ceja—. No esperaba que alguien de Ravenhurst fuera tan torpe.       Beatrice frunció el ceño, enderezándose con orgullo, ese chico de primeras ya le caía mal.       —Torpe no es la palabra correcta —respondió, con la voz firme—. Simplemente no estaba esperando que alguien con tanta… confianza en sí mismo se cruzara en mi camino.       Edmund sonrió, aunque de manera apenas perceptible, intrigado por su audacia. Antes de que pudiera replicar, el joven que lo acompañaba intervino:       —Tranquilo, Edmund —dijo con tono amistoso y una sonrisa—. Ella solo estaba yendo al comedor, nada personal. Yo soy Tom Pottery, encantado.       Beatrice asintió con un ligero gesto, algo más relajada ante la amabilidad de Tom, pero Edmund no se movió, manteniendo su mirada intensa sobre ella.       En ese momento, apareció Isabelle, caminando con paso ágil desde el lado opuesto. Sus ojos brillantes se iluminaron al ver a Beatrice, y rápidamente se acercó.       —¡Beatrice! —dijo con entusiasmo, luego cambiando el tono añadió—… oh, hola, Edmund.       La mención de su nombre hizo que Beatrice frunciera levemente el ceño, aunque no pudo evitar notar la manera en que Isabelle lo miraba con afecto. En ese instante comprendió algo que hasta ahora desconocía: Edmund e Izzy tenían algo.       —Hola, Izzy —dijo Edmund con un gesto elegante, algo más relajado—. Y tú debes ser la nueva de Ravenhurst.       Beatrice lo miró de reojo, consciente de la tensión que emanaba, y respondió con un ligero asentimiento, manteniendo su orgullo intacto.       —Sí, así es. Beatrice Saint-Clare —dijo con firmeza—. Encantada.       Izzy sonrió, como si nada ocurriera, y tomó suavemente a Beatrice del brazo.       —No te preocupes —susurró—. Vamos, la cena empieza en unos minutos, y quiero presentarte a algunos más.       Edmund permaneció unos segundos en silencio, sus ojos grises fijos en Izzy, con un ligero ceño fruncido que denotaba molestia y algo más que Beatrice no podía interpretar. Finalmente, habló con voz baja, casi amenazante:       —Izzy, ¿podemos hablar?       Izzy se detuvo apenas un instante, girando la cabeza hacia él con un gesto que mezclaba sorpresa y firmeza.       —Ahora no es buen momento… —dijo con calma, aunque la tensión en su voz era perceptible.       Edmund dio un paso más hacia ellas, pero Izzy no cedió. Sus ojos se encontraron por un instante; en la mirada de él había frustración, determinación y algo de reproche, mientras que en los de ella había firmeza, conocimiento de que no podía ceder ahora, y una pizca de complicidad que parecía decir “ya hablaremos luego”.       —Izzy… —insistió Edmund, pero ella ya había dado un paso adelante y empezó a caminar de nuevo, guiando a Beatrice por el pasillo.       Los dos chicos quedaron atrás, observando cómo se alejaban. Tom Pottery se limitó a lanzar una mirada rápida a Edmund, divertido:       —Tío, calma… no es el fin del mundo. Ya tendrás tu momento de aclarar las cosas.       Edmund frunció el ceño, con un suspiro apenas audible, pensando que más tarde tendría que arreglar asuntos con Izzy, aunque no sabía exactamente por dónde empezar.       Mientras tanto, Beatrice caminaba junto a Izzy, intentando concentrarse en los pasillos, los vitrales y los detalles del internado. Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la mirada intensa de Edmund, su porte arrogante, y la extraña sensación de que detrás de esa arrogancia había algo que la intrigaba, algo que la hacía sentir curiosidad a pesar de sí misma.       —Tranquila, Bea. Lo importante es que lleguemos a la cena y conozcas a algunos más. Todo lo demás puede esperar.       Beatrice asintió, intentando recomponerse, pero la sensación de tensión en el pasillo, y la presencia de Edmund, permanecieron con ella mucho después de que hubieran doblado la esquina hacia el comedor.              El sol de la mañana se filtraba por los vitrales de Ravenhurst, iluminando los pasillos de la torre con destellos dorados. Beatrice Saint-Clare se detuvo frente al espejo de su habitación, ajustando su uniforme: la falda plisada impecable, la blusa perfectamente planchada y los detalles en rojo profundo, distintivos de Ravenhurst, que decoraban la corbata y los bordes de la chaqueta. Sus mocasines brillaban y su cabello marrón recogido en una coleta rápida.       —Bien, Beatrice —susurró para sí misma—. Primer día.       Con su bolso colgado al hombro, salió de la habitación, decidida a llegar puntual a su primera clase. Sin embargo, los pasillos de Ashbourne Academy eran un laberinto para quienes aún no conocían bien la disposición de las torres y los caminos entre ellas. Beatrice giró a la izquierda, luego a la derecha, subió unas escaleras que no reconocía y, antes de darse cuenta, estaba completamente perdida.       Al mirar el reloj, sus ojos se abrieron con sorpresa: ya era tarde. Con un rápido ajuste de su uniforme, corrió hacia la sala de clases, tratando de no mostrar demasiado su apuro. Al entrar, el profesor la miró severamente y, sin ocultar su desaprobación, le indicó con un gesto que se acercara:       —Señorita Saint-Clare —dijo en voz alta, para que toda la clase escuchara—. Llegar tarde el primer día no es un buen comienzo. Por favor, tome asiento inmediatamente.       Beatrice respiró hondo y se inclinó ligeramente en una reverencia sutil, con una sonrisa educada:       —Mis disculpas, profesor. He tenido un pequeño contratiempo, pero prometo que no volverá a ocurrir.       La clase se asentó poco a poco tras la llegada tardía de Beatrice. El murmullo inicial fue apagándose hasta convertirse en un silencio expectante cuando el profesor se colocó frente al aula.       —Soy el profesor Cedric Montrose, algunos ya me conocéis del curso pasado —anunció—, encargado de Fundamentos de Encantamientos Teóricos. Espero que comprendan desde hoy que la magia no es indulgente con la improvisación ni con la falta de disciplina.       Beatrice tomó asiento con movimientos precisos, consciente aún de algunas miradas curiosas, aunque ninguna le resultó tan evidente como la de Edmund Hawthorne, a quien evitó mirar directamente.       El aula era amplia y antigua. En las paredes de piedra, grabados casi imperceptibles formaban símbolos arcaicos que parecían vibrar levemente bajo la luz que entraba por los ventanales. No era una sala común: allí, la magia se sentía contenida, observando. Isabelle se inclinó hacia Beatrice con discreción.       —No te preocupes —susurró—. Montrose es exigente, pero justo.       Beatrice asintió sin responder, concentrándose en las palabras del profesor.       —Un encantamiento no es una orden lanzada al aire —continuó Montrose mientras caminaba entre las filas—. Es una negociación con la energía que nos rodea. Señor Hawthorne.       Beatrice levantó la vista casi sin querer.       —Explique por qué un encantamiento ejecutado sin intención clara puede volverse peligroso.       Edmund respondió con calma, sin parecer sorprendido por ser llamado.       —Porque la magia amplifica la voluntad del ejecutante. Si la intención es confusa o contradictoria, el resultado lo será aún más. Y si intervienen emociones descontroladas, la magia no discrimina… reacciona.       El profesor asintió lentamente.       —Correcto. La magia no juzga, pero tampoco perdona.       Beatrice escuchó con atención. No le agradaba reconocerlo, pero Edmund sabía de lo que hablaba.       —Señorita Saint-Clare —dijo entonces Montrose.       Ella se incorporó de inmediato.       —Explique la diferencia entre un encantamiento estructurado y uno intuitivo.       —El estructurado sigue patrones probados —respondió Beatrice con voz firme—. Reduce el margen de error. El intuitivo depende de la percepción personal del ejecutante; puede ser más potente, pero también más inestable.       El profesor la observó un instante más, pensaba que siendo nueva iba a dudar en la respuesta.       —Una respuesta precisa. Bien.       Beatrice bajó la mirada hacia sus apuntes. No necesitó mirar para saber que Edmund la observaba, esta vez con un interés más atento que crítico.       Al finalizar la clase, el aula se llenó de movimiento. Beatrice recogió sus cosas con calma, permitiendo que la mayoría saliera antes. En el pasillo, Isabelle se detuvo junto a ella.       —Vaya primer día —comentó con una sonrisa—. Llegar tarde y aun así impresionar a Montrose no es algo que se vea a menudo.       —No era mi intención impresionar a nadie —respondió Beatrice.       —Claro que no, pero lo has hecho —dijo Izzy, divertida.       Unos pasos más adelante, Tom Pottery estaba apoyado contra la pared, conversando con otros estudiantes. Al verlas, se separó del grupo.       —Así que sobreviviste —dijo, recordando el encuentro del día anterior.       —Eso parece —respondió Beatrice.       —Montrose tiene fama de intimidar a los nuevos —añadió Tom—. Pero no a ti, por lo visto.       Beatrice encogió los hombros con elegancia contenida.       —Supongo que esperaba algo peor.       Tom sonrió.       —Si necesitas ayuda para orientarte, ya sabes —dijo—. Ashbourne puede ser un laberinto.       —Lo tendré en cuenta.       —Bueno, me voy —añadió él mirando su horario—. Nos vemos luego.       Tom se alejó, dejándolas solas. Izzy respiró hondo, como si se preparara para decir algo.       —Yo… voy a irme ahora —dijo—. Quedé con Edmund antes de la siguiente clase.       Beatrice asintió, sin cambiar su expresión.       —Nos vemos luego —respondió—. En Runas, supongo.       —Sí —dijo Izzy, aunque su tono fue menos ligero—. Luego hablamos.       Beatrice observó cómo Izzy se acercaba a Edmund, que la esperaba unos metros más allá. No intercambiaron palabras visibles desde allí, pero la cercanía entre ambos hablaba de una historia compartida.       Cuando desaparecieron por el pasillo, Beatrice sacó su reloj de bolsillo. La tapa plateada brilló suavemente al abrirse. Aún tenía tiempo antes de la clase de Runas. Guardó el reloj y, tras dudar un instante, giró sobre sus pasos.       —Alistair… —murmuró.       Sabía que encontrar al Luminúfugo no sería difícil si prestaba atención.       No tardó en ver un leve destello junto a una vitrina. Allí estaba Alistair: pequeño, de apenas treinta centímetros, con piel perlada que reflejaba la luz como nácar. Sus grandes ojos almendrados cambiaron de un azul pálido a un tono verdoso al verla, señal inequívoca de reconocimiento. Sus orejas, anchas y flexibles como hojas, se movieron con nerviosismo contenido.       —Señorita Saint-Clare —dijo con voz suave, cargada de una cortesía casi irónica—. Veo que ha sobrevivido a su primer contacto académico.       —Por poco, las clases en casa creo que me servirán de mucho—respondió Beatrice.       Alistair hizo un gesto leve, y un libro mal colocado en la vitrina se deslizó suavemente hasta su sitio, como si la luz misma lo empujara.       —Ashbourne observa antes de aceptar —añadió—. Pero usted observa también.       Beatrice caminó despacio por el pasillo menos transitado, dejando que el murmullo distante de la Academia se diluyera. La luz que entraba por los ventanales altos se reflejaba en las vitrinas de cristal, creando destellos suaves que parecían moverse con vida propia.       Alistair avanzaba unos pasos por delante de ella, flotando más que caminando. Su piel perlada capturaba la luz y la devolvía en reflejos tenues. Sus ojos almendrados habían adoptado un tono neutro, cauteloso.       —La señorita ha solicitado mi asistencia —dijo con formalidad medida—. ¿Puedo preguntar con qué propósito?       Beatrice mantuvo la espalda recta, las manos entrelazadas frente a ella.       —Solo necesito orientación —respondió—. Ashbourne es… extensa.       Alistair inclinó ligeramente la cabeza. Sus orejas se movieron con un instante de duda.       —Para eso existimos los Luminúfugos —replicó—. Aunque no todos solicitan ayuda con tanta… contención.       Beatrice no respondió de inmediato. Siguieron caminando en silencio unos segundos más, hasta que se detuvo frente a un ventanal que daba al bosque. La luz caía oblicua sobre el suelo de piedra.       —¿De verdad haremos que no nos conocemos? —preguntó de pronto, sin mirarlo.       El brillo en los ojos de Alistair vaciló. Pasaron del tono neutro a un ámbar suave, luego a un gris indeciso. Permaneció inmóvil, como si la pregunta hubiera suspendido el aire a su alrededor.       —Señorita Beatrice… —dijo al fin, con voz más baja—. Hace muchos años que ya no trabajo en vuestra casa.       Ella giró despacio hacia él.       —Lo sé.       Alistair desvió la mirada, y con un gesto casi imperceptible hizo que una mota de polvo luminoso se deslizara hacia la ventana y desapareciera.       —Las circunstancias fueron… complejas —añadió—. Vuestros padres tenían expectativas muy claras. Y yo… otras obligaciones.       Beatrice dio un paso hacia él.       —El problema lo tuviste con mis padres —dijo con calma—. No conmigo.       Los ojos de Alistair cambiaron nuevamente, esta vez a un azul profundo, casi melancólico.       —Eso nunca estuvo en duda —respondió—. Vos siempre fuiste… distinta.       Ella respiró hondo.       —No te pido que seas lo que fuiste antes —continuó—. Solo ayúdame a adaptarme. Aquí nadie me conoce. Quiero que siga siendo así.       Alistair la observó largo rato. Su humor irónico parecía haberse disipado, dejando lugar a algo más cercano, más antiguo.       —Ashbourne no es amable con quienes esconden demasiado —dijo finalmente—. Pero tampoco con quienes se exponen sin cuidado.       Beatrice inclinó apenas la cabeza.       —Por eso te necesito.       Alistair suspiró, un gesto curioso en un ser que parecía hecho de luz más que de aire.       —Muy bien, señorita Beatrice —concedió—. Seré… discreto.       Una leve sonrisa apareció en sus labios diminutos.       —Aunque no prometo no observar todo.       Por primera vez desde que había llegado, Beatrice sonrió de verdad.       —Eso nunca lo dudé.       Alistair dio un pequeño giro en el aire, satisfecho.       —Entonces comencemos —dijo—. Antes de Runas, hay ciertas cosas que conviene saber… y pasillos que es mejor evitar.       Beatrice asintió, sintiendo que, al fin, no estaba completamente sola. Y mientras se alejaban, la luz pareció acompañarlos, como si también hubiera estado esperando ese reencuentro.              La noche había caído sobre Ashbourne Academy, silenciosa y solemne. Desde su habitación luminosa, Beatrice Saint-Clare se asomó a la ventana. Su camisón blanco caía con suavidad sobre su cuerpo, y su cabello, suelto y brillante, se movía apenas con la brisa que entraba por los ventanales abiertos. Afuera, el bosque se extendía como un manto oscuro, los árboles meciéndose suavemente bajo la luz plateada de la luna.       Beatrice apoyó las manos en el marco de la ventana, inhalando el aire fresco, dejando que el aroma a tierra húmeda y hojas la envolviera. Cerró los ojos un momento y recordó todo lo que había sucedido desde su llegada. Su primer choque con la severidad del profesor, el encuentro con Isabelle, la tensión silenciosa con Edmund, y la curiosidad inmediata que el chico le había despertado.       Sus pensamientos se detuvieron en la clase de Runas de esa tarde. Recordó cómo Isabelle había llegado con los ojos ligeramente rojos, como si hubiera llorado, pero con la sonrisa habitual, fingiendo que nada había pasado. Beatrice había notado el esfuerzo de Izzy por aparentar normalidad y sintió un extraño nudo de curiosidad y preocupación. No podía evitar preguntarse qué había ocurrido, pero sabía que no tenía confianza suficiente con Izzy para hacerlo. Apenas se conocían, y su relación todavía era demasiado reciente como para indagar en secretos ajenos.       Suspiró suavemente y se apartó de la ventana. La luz de la luna iluminaba su piel, haciendo que su reflejo en el cristal pareciera etéreo. Caminó hasta la cama, sus pasos silenciosos sobre la alfombra. Se sentó, dejando que las cobijas suaves la envolvieran, y encendió un instante la lámpara de la mesita de noche para ordenar algunas ideas.       Apagó la luz con un gesto decidido y se recostó, mirando el techo por unos segundos. La quietud de la habitación le permitió escuchar los ecos lejanos de la Academia: risas apagadas, pasos de estudiantes que regresaban a sus habitaciones, el crujido de las maderas antiguas del edificio.       A pesar de la calma, un pensamiento la mantenía en vilo: la mirada de Edmund Hawthorne aquella tarde, intensa, observándola incluso cuando creía que nadie la veía. Había algo en él que la desafiaba, que le insinuaba secretos ocultos bajo la arrogancia, y que la dejaba con una extraña sensación de intriga y tensión contenida.       Beatrice cerró los ojos un instante, tratando de ordenar sus emociones. No sabía qué esperaba, ni por qué aquel joven le producía tanto desconcierto, pero una parte de ella no podía dejar de preguntarse qué ocurriría si se acercara más a él, si sus mundos chocaran más directamente.       Se acomodó bajo las cobijas, sintiendo la suavidad de la tela sobre su piel, y dejó que el silencio de la noche la envolviera. Aún así, antes de quedarse dormida, una pregunta persistente giraba en su mente, como un susurro que no quería desaparecer: ¿Qué hay realmente detrás de esos ojos grises?       El bosque y las estrellas parecían guardar la respuesta, y Beatrice sabía, con una certeza silenciosa, que no tardaría en descubrirlo. Con un último suspiro, cerró los ojos, dejando que la oscuridad y la curiosidad la abrazaran al mismo tiempo, mientras la noche se extendía sobre Ashbourne, prometiendo secretos, descubrimientos… y quizá, algún peligro aún por revelar.
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