ID de la obra: 1474

Ashbourne Academy

Het
PG-13
En progreso
0
Tamaño:
planificada Midi, escritos 16 páginas, 7.711 palabras, 2 capítulos
Descripción:
Notas:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

Capítulo 2: Vamos notando algo...

Ajustes de texto
      Capítulo 2: Vamos notando algo              El aula de Runas Prácticas no se parecía a ninguna otra que Beatrice hubiera visto en Ashbourne Academy. No había filas de pupitres ni una tarima elevada para el profesor. En su lugar, el espacio era circular, con el suelo de piedra cubierto por inscripciones antiguas que formaban un patrón concéntrico. Las paredes, más bajas que en otras salas, estaban cubiertas de símbolos tallados directamente en la roca, algunos apenas visibles, otros marcados con trazos profundos que parecían absorber la luz en lugar de reflejarla.       Beatrice se detuvo un instante al cruzar el umbral. Había algo en aquel lugar que imponía silencio sin necesidad de exigirlo.       —Es aquí —dijo Isabelle a su lado.       Beatrice giró la cabeza hacia ella. Izzy llevaba el uniforme perfectamente colocado, como siempre, pero había algo distinto. Su sonrisa era más tenue, casi automática. Y aunque intentaba mantener la vivacidad habitual en sus gestos, Beatrice no pudo evitar notar la ligera sombra bajo sus ojos.       Ojos rojos, recordó.       La imagen de la clase teórica del día anterior regresó con claridad: Izzy entrando tarde, sentándose sin hacer ruido, evitando miradas. Fingiendo que no ocurría nada.       —¿Estás bien? —preguntó Beatrice con cuidado, bajando la voz.       Izzy parpadeó, como si la pregunta la hubiera sorprendido.       —Claro —respondió demasiado rápido—. Solo fue una noche larga.       Beatrice no insistió. No se conocían lo suficiente. Apenas un día y medio. Aun así, la inquietud no desapareció.       Tomaron lugar en uno de los bancos de madera dispuestos alrededor del círculo central. Beatrice deslizó la mano por la superficie del asiento; la madera estaba tibia, como si hubiera retenido el calor de usos anteriores.       Poco a poco, los demás estudiantes fueron entrando. Algunos hablaban en voz baja, otros observaban las runas del suelo con atención casi reverencial. Entonces Beatrice lo sintió. No necesitó verlo para saber que Edmund Hawthorne había entrado.       La atmósfera pareció tensarse de manera imperceptible, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Cuando levantó la vista, lo encontró a pocos metros, conversando brevemente con Tom. Edmund vestía el uniforme con una pulcritud impecable; cada línea, cada pliegue parecía calculado. Su expresión era neutra, cerrada, distante.       No miró a Beatrice. Ni siquiera cuando Tom se despidió de él y se sentó unas filas más allá. Edmund ocupó un lugar frente al círculo rúnico, con la espalda recta y los brazos relajados, pero su postura transmitía una rigidez contenida, como si estuviera siempre preparado para retirarse o atacar, según fuera necesario.       Beatrice apartó la mirada. No le debía nada. No tenía por qué sentirse incómoda.       La profesora entró sin hacer ruido. Era una mujer de edad indefinida, con el cabello plateado recogido en una trenza larga que caía sobre uno de sus hombros. Vestía una túnica oscura sin adornos, y sus ojos claros recorrían la sala con una atención que parecía medir algo más que la presencia de los alumnos.       —Soy la profesora Elinor Vale —dijo—. Y esta es su primera clase práctica de Runas.       Su voz no era fuerte, pero llenó el espacio sin esfuerzo.       —Ayer hablasteis de teoría. De historia. De símbolos. Hoy aprenderán por qué las runas no son simples dibujos antiguos —continuó—. Son estructuras de intención. Y no toleran la negligencia.       Caminó hasta el centro del círculo y apoyó la palma de la mano sobre una de las inscripciones del suelo.       —Aquí no habrá errores “sin consecuencias”. Por eso trabajarán con cuidado… y con respeto.       La profesora levantó la vista.       —Trabajarán por parejas y de manera individual según el ejercicio.       Un murmullo recorrió el aula. Beatrice sintió cómo Izzy se tensaba a su lado.       —Las parejas ya están asignadas —añadió Vale, anticipándose a cualquier protesta—. Sus nombres aparecerán en las losas del círculo cuando los llame.       Beatrice bajó la mirada hacia el suelo. La piedra bajo sus pies comenzó a emitir un brillo tenue. Letras antiguas se delinearon lentamente, como si emergieran desde el interior de la roca.       Saint-Clare.       Levantó la vista justo a tiempo para ver cómo, a unos pasos de distancia, otra inscripción se iluminaba.       Hawthorne.       Un silencio incómodo se instaló entre ambos. Izzy giró la cabeza hacia Beatrice, con los ojos abiertos de par en par.       —Bea… —susurró.       Beatrice mantuvo la compostura.       —Está bien —respondió en voz baja—. No pasa nada, si en realidad no nos conocemos.       No estaba segura de creerlo. Edmund avanzó hacia el círculo sin mirarla. Su expresión seguía siendo impenetrable. Se detuvo frente a ella, dejando una distancia prudente, casi calculada.       —Saint-Clare. Hawthorne —dijo la profesora Vale—. Empezaremos con una activación básica.       Extendió dos placas de piedra lisa hacia ellos.       —Cada uno trazará una runa de apertura. No intenten activarla aún. Solo trácenla. Con precisión.       Beatrice tomó la placa que le correspondía. La piedra estaba fría al tacto. Edmund hizo lo mismo. Trabajaron en silencio. Beatrice se arrodilló con cuidado y comenzó a trazar la runa con el instrumento de grabado. Sus movimientos eran lentos, deliberados. Cada línea tenía un propósito claro en su mente.       A su lado, Edmund se movía con la misma precisión, aunque su técnica era distinta: más directa, más segura, casi cortante.       —No redondees ese ángulo —dijo de pronto, sin mirarla—. Debe ser exacto.       Beatrice alzó la vista.       —Lo sé —respondió con calma—. Es así como debe trazarse en esta variante.       Edmund la miró por primera vez. Sus ojos grises eran fríos, evaluadores.       —Esa variante es inestable.       —Solo si se activa sin control —replicó ella—. No es el caso.       El silencio volvió a caer entre ellos. La profesora Vale observaba desde el centro del círculo, sin intervenir. Edmund no respondió. Volvió a su trabajo, como si la conversación hubiera terminado.       Beatrice continuó trazando la runa, manteniendo la compostura, aunque una parte de ella se sentía extrañamente alterada. No por sus palabras, sino por la forma en que las había dicho: sin emoción, sin provocación, como si simplemente estuviera estableciendo un hecho.       Cuando ambos terminaron, la profesora se acercó.       —Bien —dijo—. Ahora activarán la runa. Juntos. Si hay algún fallo, ambas runas reaccionan.       Beatrice y Edmund se miraron apenas un segundo.       —A la cuenta de tres —indicó Vale—. Uno… dos…       Beatrice inhaló.       —Tres.       La piedra emitió un brillo suave. La runa se iluminó, estable, contenida. Un murmullo de aprobación recorrió la sala.       —Correcto —dijo la profesora—. Control y equilibrio.       Beatrice soltó el aire lentamente. Edmund retiró la mano primero.       —No estuvo mal —dijo, sin mirarla—. Para alguien sin práctica.       Beatrice levantó la barbilla.       —Gracias —respondió—. Para alguien tan confiado, fue aceptable.       Edmund la miró un segundo más. No sonrió. No frunció el ceño. Solo asintió levemente. Y se apartó.       Desde su asiento, Isabelle observaba la escena con una expresión que Beatrice no supo interpretar. Y mientras la clase continuaba, Beatrice tuvo la incómoda certeza de que aquella había sido solo la primera grieta.              La profesora Vale recorrió el círculo con pasos lentos, como si midiera no solo el trabajo realizado, sino también a quienes lo habían ejecutado. Las runas del suelo seguían emitiendo un resplandor tenue, pulsante, que se atenuó poco a poco hasta desaparecer.       —Bien —dijo finalmente—. Han demostrado que pueden seguir instrucciones. Ahora veremos si saben interpretar.       Un leve murmullo recorrió la sala.       —Las runas no responden solo a la técnica —continuó—. Responden a la intención, a la coherencia interna… y a aquello que no se dice en voz alta.       Beatrice sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Recordaba este tipo de ejercicio cuando aprendió en casa sobre las runas.       La profesora hizo un gesto, y del centro del círculo emergieron nuevas losas de piedra, esta vez cubiertas por símbolos incompletos.       —Este ejercicio no es de parejas —anunció—. Es individual. Pero no estarán solos, así que deben estar atentos a los demás.       Beatrice intercambió una breve mirada con Isabelle. Izzy había palidecido ligeramente. Sus manos descansaban sobre su falda, entrelazadas con demasiada fuerza.       —Cada uno deberá completar la runa frente a ustedes —prosiguió Vale—. No para activarla, sino para estabilizarla. Si fallan, la runa se disipará. Si lo hacen mal… reacciona.       Algunos estudiantes tragaron saliva.       —Comenzaremos —dijo la profesora—. Señorita Harrington.       Izzy alzó la cabeza de golpe.       —Yo… —empezó, pero se levantó obedientemente y caminó hacia el círculo.       Beatrice la siguió con la mirada. Algo en la forma en que Izzy sostenía el instrumento de grabado le pareció distinto: menos segura, menos ligera.       Izzy se arrodilló y comenzó a trazar la runa. La línea inicial fue correcta, pero al avanzar, la piedra emitió un leve destello irregular.       —Detente —ordenó Vale.       Izzy retiró la mano, respirando con dificultad.       —Estás forzando la intención —dijo la profesora—. ¿Qué ocurre?       —Nada —respondió Izzy con rapidez—. Puedo hacerlo.       Reanudó el trazo, pero la runa vibró con mayor intensidad, emitiendo un destello incómodo que obligó a algunos estudiantes a retroceder.       —Izzy… —murmuró Beatrice desde su sitio.       —Suficiente —interrumpió Vale con firmeza.       Con un gesto preciso, la profesora desactivó la runa antes de que se desestabilizara por completo. Izzy se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la piedra.       —No estás concentrada —dijo Vale—. Vuelve a tu sitio.       Izzy obedeció sin protestar. Al pasar junto a Beatrice, evitó mirarla. Beatrice sintió un nudo en el pecho.       La clase continuó. Algunos estudiantes lograron estabilizar sus runas; otros necesitaron correcciones. Cuando llegó el turno de Beatrice, intentó hacerlo bien aunque tenía cierta inclinación a equivocarse para no tensar más la situación con Izzy.       Se arrodilló con cuidado, observando la runa incompleta. No era difícil, pero exigía atención absoluta. Pensó en lo que Alistair le había dicho. Ashbourne observa antes de aceptar.       Trazó la línea con precisión, dejando que su intención fluyera sin imponerse. La runa respondió de inmediato, estabilizándose con un brillo suave y constante.       —Muy bien —dijo la profesora Vale—. Control sin rigidez. Exactamente lo que buscamos.       Beatrice regresó a su asiento con una calma que ocultaba su inquietud. Izzy, efectivamente, le evitó la mirada.       Después de varias intervenciones, solo quedaba un estudiante.       —Señor Hawthorne.       Edmund se levantó sin prisa. Caminó hacia el círculo con pasos medidos, sin mirar a nadie en particular. Se arrodilló frente a la losa y comenzó a trazar la runa. Desde el primer trazo, quedó claro que sabía exactamente lo que hacía. La piedra respondió con una estabilidad inmediata, casi excesiva.       —Interesante —murmuró la profesora.       Edmund completó la runa sin errores visibles. Sin embargo, cuando retiró la mano, el símbolo no se disipó como los anteriores. Se mantuvo activo.       —Hawthorne —advirtió Vale—. Desactívela.       Edmund no se movió de inmediato.       —Está estable —dijo—. No representa un riesgo.       —No te lo he pedido. Es una orden —replicó la profesora.       Por un segundo, el aire pareció tensarse peligrosamente. Beatrice observó con atención. Algo en la runa le resultaba… demasiado perfecta. Demasiado contenida.       —Edmund —intervino Beatrice sin pensar—. La runa está cerrándose sobre sí misma.       Él giró la cabeza hacia ella, sorprendido.       —Si no la liberas ahora —continuó ella, con voz firme—, absorberá la energía residual del círculo y… ya sabes.       Un silencio absoluto cayó sobre la sala, no sabían muy bien qué quería decir Beatrice, pero Edmund volvió la vista a la runa. Por primera vez, pareció dudar. Con un gesto rápido, desactivó el símbolo. La luz se extinguió de inmediato.       La profesora Vale los observó a ambos durante un largo instante.       —Correcto —dijo finalmente—. Señorita Saint-Clare, buena observación. Señor Hawthorne… recuerde que incluso el control absoluto puede convertirse en una forma de rigidez.       Edmund se levantó y regresó a su sitio sin decir palabra. Beatrice sintió su mirada sobre ella durante el resto de la clase. Cuando la campana sonó, los estudiantes comenzaron a salir. Izzy recogió sus cosas rápidamente.       —Tengo que irme —dijo, evitando mirarla—. Luego hablamos, ¿sí?       Y antes de que Beatrice pudiera responder, se marchó. Beatrice permaneció unos segundos más en el aula. Edmund pasó junto a ella sin detenerse.       —Gracias —dijo en voz baja, sin mirarla—. Por lo de antes.       Beatrice lo observó alejarse. No respondió. Pero supo, con una certeza inquietante, que algo había cambiado. Y que aquella frialdad no era indiferencia… sino una barrera cuidadosamente construida.              Por la tarde, la biblioteca de Ashbourne Academy estaba casi vacía. Filas interminables de estanterías de madera oscura se alzaban hasta el techo, repletas de libros antiguos y manuscritos cuidadosamente encuadernados. La luz de las lámparas colgantes iluminaba los pasillos con un resplandor cálido, mientras el murmullo lejano de la academia se filtraba por las ventanas altas.       Beatrice estaba sola en una de las mesas largas, rodeada de pergaminos y libros de runas. Sus dedos rozaban suavemente las páginas, mientras sus ojos repasaban los símbolos y las explicaciones de la profesora Vale. Pero, a pesar de su concentración, la mente de Beatrice vagaba, distraída.       Izzy… pensó. Solo Izzy se le acercaba con naturalidad. Nadie más parecía interesado en hablar con ella. Todavía no había hecho amigos verdaderos, y la mayoría de los compañeros la miraba con curiosidad contenida, sin atreverse a acercarse.       Beatrice suspiró y bajó la mirada hacia su cuaderno, intentando retomar la lectura, cuando escuchó pasos suaves que se acercaban.       —¿Estudias sola otra vez? —preguntó una voz amistosa y ligera.       Beatrice levantó la vista y vio a Tom Pottery sonriendo detrás de su mesa. Tom se apoyó ligeramente en la madera, observándola con curiosidad y cierta complicidad.       —Sí —respondió Beatrice con un leve asentimiento—. Es más fácil concentrarse sin ruido.       Tom se sentó frente a ella, dejando un espacio respetuoso entre ambos.       —Parece que la clase de Runas fue… interesante —dijo con un toque de ironía—. Especialmente la parte de la runa de Hawthorne.       Beatrice levantó una ceja, intrigada.       —¿Qué quieres decir? —preguntó, intentando mantener su compostura.       —No me digas que no lo notaste —replicó Tom—. Que percibiste cómo reaccionó. La runa no es sencilla. No cualquiera detecta esas cosas.       Beatrice hizo una pausa, recordando el destello irregular y la manera precisa en que Edmund la había controlado. Respiró hondo.       —Observé su intención —respondió con voz medida—. La energía residual comenzó a acumularse y pude notar cómo la runa trataba de estabilizarse. Él… es excepcionalmente hábil. No me sorprende que sea considerado de los mejores.       Tom arqueó las cejas, impresionado.       —¿Qué habría pasado? —preguntó, inclinándose hacia ella.       Beatrice parpadeó, sorprendida por la pregunta.       —¿Qué habría pasado si…? —dijo, dudando.       —Sí —insistió Tom—. ¿Qué habría pasado si no lo hubieras detenido y hubiese la energía residual?       Beatrice tragó saliva. Dudó. No quería responder; no era algo que pudiera decir en voz alta con facilidad. Tom la miró, con insistencia pero sin presión malintencionada.       —Vamos… —replicó—. Solo dime lo que habría ocurrido.       Beatrice exhaló un suspiro y bajó los hombros, como si soltar aquellas palabras fuera un alivio y una carga al mismo tiempo.       —La runa —dijo con cuidado— reaccionaría enviando toda su fuerza a la persona que el que controla la runa considere como posible causa de desequilibrio. Creo que iría directo a Izzy, últimamente se les ve muy tensos.       Se hizo un silencio pesado en la mesa. Incluso el leve crujido de la madera parecía amplificarse. Tom permaneció quieto, absorbiendo cada palabra, un poco nervioso.       —Eso… —murmuró—. Wow. No esperaba algo así. Eres observadora…       Beatrice levantó la vista y lo encontró sonriendo apenas, una mezcla de respeto y cautela.       —Debo irme —dijo él finalmente—. Nos vemos más tarde.       Se levantó y pasó entre las estanterías, justo detrás de Beatrice. Un par de ojos grises lo observaban desde la sombra entre los libros: Edmund Hawthorne.       Tom se detuvo un instante, intercambiando con él una mirada rápida, apenas perceptible. Un acuerdo silencioso, tácito. Edmund, que había estado escuchando toda la conversación desde su escondite estratégico, asintió levemente.       Tom siguió su camino, dejando que Beatrice regresara a sus libros, inconsciente del pequeño secreto que acababa de ocurrir. Edmund, detrás de la línea de estanterías, sonrió apenas, un gesto mínimo pero cargado de intención: había sido él quien había pedido a Tom que preguntara. Y ahora sabía que aquella chica realmente le intrigaba.       Beatrice volvió a inclinarse sobre su cuaderno, revisando las runas, ajena a la intriga que se tejía silenciosa entre sombras y palabras no pronunciadas, sintiendo, sin saber cómo, que Ashbourne Academy empezaba a revelar secretos mucho más profundos de lo que parecía.              La terraza superior de Ravenhurst estaba casi desierta a esa hora. Desde allí se dominaban los jardines interiores de Ashbourne Academy, con sus senderos curvos, los setos perfectamente delineados y las fuentes silenciosas. El aire era fresco, cargado de ese olor a piedra antigua y hojas húmedas que solo los edificios centenarios conservaban.       Edmund apoyaba los antebrazos en la baranda de piedra, la mirada perdida en el horizonte. Tom se colocó a su lado, cruzándose de brazos con aire relajado.       —Así que… —empezó Tom, rompiendo el silencio—. Escuchaste lo que dijo Saint-Clare en la biblioteca.       Edmund no respondió de inmediato.       —Es observadora —continuó Tom—. Mucho más de lo que aparenta.       Edmund soltó una exhalación breve, casi impaciente.       —Es irritante.       Tom giró ligeramente la cabeza para mirarlo, conteniendo una sonrisa.       —Curioso —dijo—. Siempre dices eso cuando alguien te descoloca.       Edmund frunció el ceño.       —No me descoloca —respondió con frialdad—. Simplemente… no habla cuando no sabe. Y eso no es común aquí.       Tom rió por lo bajo.       —Ahí está —murmuró—. Eso no es irritación, Edmund. Es que te está resultando difícil ignorarla.       Edmund se incorporó un poco, como si el comentario le hubiese tocado un nervio.       —No digas tonterías.       —No son tonterías —replicó Tom, sin perder la ligereza—. Te conozco desde hace años. Cuando alguien no te importa, no pides que investigue qué piensa ni cómo razona.       Edmund no respondió. Su mirada se desvió, involuntariamente, hacia los jardines. Abajo, entre los senderos, Beatrice caminaba junto a Izzy. Ambas hablaban animadamente; Izzy gesticulaba como siempre, mientras Beatrice la escuchaba con una sonrisa discreta, auténtica, distinta a la compostura medida que solía mostrar en clase.       Edmund parpadeó, como si se diera cuenta demasiado tarde de dónde estaba mirando. Intentó enfocar a Izzy. No lo logró. Tom lo notó de inmediato.       —Vaya —comentó, ladeando la cabeza—. Parece que tu mirada tiene voluntad propia.       Edmund apretó la mandíbula.       —Saint-Clare es una orgullosa —dijo, como si eso cerrara cualquier debate.       —No me lo parece —respondió Tom con tranquilidad—. Más bien sabe exactamente hasta dónde dejar entrar a la gente.       Edmund no replicó. Tom guardó silencio unos segundos antes de cambiar de tema, con más cautela.       —¿Y qué pasa con Izzy?       Edmund tardó en responder.       —Hablamos —dijo finalmente—. El otro día.       —¿Y?       —No vamos a terminar… por ahora —añadió, con voz neutra—. Pero tampoco sé si esto tiene futuro.       Tom lo observó con atención.       —Edmund —preguntó, sin ironía esta vez—. ¿La quieres?       El silencio que siguió fue más largo, más denso. Edmund volvió la vista al jardín. Beatrice se había detenido un momento, inclinándose para recoger algo del suelo; su cabello captó la luz del atardecer de una forma casi molesta.       —No lo sé —respondió al fin.       Tom no sonrió esta vez.       —Entonces ten cuidado —dijo en voz baja—. Porque cuando empiezas a no saberlo… es cuando ya es tarde.       Edmund no dijo nada. Pero no apartó la mirada del jardín. Y eso, para él, ya era una respuesta peligrosa.              El comedor de Ashbourne comenzaba a llenarse. La luz cálida de las lámparas colgantes se filtraba por los ventanales altos, proyectando sombras suaves sobre las paredes de piedra. El murmullo de voces y el tintinear de cubiertos llegaban amortiguados hasta el pasillo previo, donde los estudiantes se reunían antes de entrar.       Beatrice avanzaba sola, con el paso sereno y la espalda recta, cuando se encontró de pronto con Edmund y Tom detenidos junto a uno de los arcos de entrada. Se detuvo apenas un segundo. Lo suficiente para no parecer sorprendida.       —Buenas noches —saludó con cortesía impecable.       Edmund la miró de arriba abajo, sin disimular su evaluación. Su expresión era fría, cerrada.       —Saint-Clare —respondió, seco—. Veo que sigues evitando el contacto innecesario.       Beatrice alzó ligeramente la barbilla.       —Solo evito lo superfluo —replicó con calma—. Me alegra ver que no soy la única.       Tom soltó una risa suave, incómoda.       —Vamos, Edmund —intervino—. Estamos a punto de cenar, no hace falta empezar así.       Edmund no respondió. Se limitó a cruzarse de brazos, manteniendo la mirada fija en Beatrice con un desagrado que parecía deliberado.       En ese momento, Izzy apareció por el pasillo, sonriente, ajena a la tensión que se había formado.       —¡Ah, aquí estáis! —dijo con naturalidad.       Edmund se giró hacia ella y, sin decir palabra, colocó una mano en su espalda baja. El gesto fue sutil, pero inequívoco. Intencional.       Beatrice lo vio.       No bajó la mirada. No mostró reacción alguna. Pero algo se tensó en su interior, una molestia inesperada que no supo identificar de inmediato.       Izzy no pareció notarlo.       —¿Entramos? —propuso la chica con ligereza mirando a Edmund y luego a Beatrice—. Tengo hambre.       Beatrice asintió, pero dio un pequeño paso atrás, como si el espacio junto a Edmund se hubiera vuelto incómodo de pronto.       No dijo nada. Tom lo notó.       —Antes —dijo rápidamente, dirigiéndose a Beatrice—, quería presentarte a alguien. Está justo por allí. Me comentaste el otro día que querías descubrir la forma de pensar de alguno de la casa Ashknown.       Sin esperar respuesta, le ofreció el brazo con una sonrisa franca.       —¿Te parece?       Beatrice aceptó con un leve asentimiento, agradecida, y ambos se alejaron del arco de entrada. Izzy los siguió con la mirada unos segundos, divertida.       —Se les ve bien juntos, ¿no te parece? —comentó, sin malicia, mientras avanzaba junto a Edmund hacia el comedor.       Edmund no respondió de inmediato. Su expresión se endureció.       —Tu amiga es demasiado… orgullosa para estar con Tom —dijo finalmente, con frialdad.       Izzy rió, despreocupada.       —No lo creo —replicó—. Beatrice no es orgullosa. Sólo es… reservada.       Edmund no dijo nada más. Pero al cruzar el umbral del comedor, su mirada se desvió, inevitablemente, hacia el lugar donde Beatrice desaparecía entre las mesas, caminando junto a Tom.       Y esa vez, la molestia no fue de ella.       Fue suya.
0 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)