ID de la obra: 219

Paleta de emociones

Mezcla
R
En progreso
4
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planificada Mini, escritos 9 páginas, 2.578 palabras, 5 capítulos
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Capítulo 1: Caluroso atardecer

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Zen se ahogaba en papeles los últimos días, y su cuerpo suplicaba movimiento. Obi, en cambio, llevaba tres días vagando por el palacio, aburrido sin encargos. Aquella noche, impregnada de calor veraniego, fue su salvación común: una excusa para liberar la tensión acumulada. Las piedras del patio interior ardían con el calor del día; el aire vibraba con los golpes cortantes del acero. Las espadas cantaban al chocar, y en su sonido había algo vivo, como una discusión. — Nada de golpes en la cara, — soltó Zen con una sonrisa, desviando su espada. — No necesito más cicatrices. — Demasiado tarde para pedir piedad, alteza — respondió Obi, deslizándose a un lado; sus ojos brillaron al captar el reflejo carmesí de la luz del sol poniente. En el balcón apareció una sombra. Shirayuki. Su cabello rojo destelló bajo el atardecer, como una señal inesperada. Guardó silencio, pero su presencia fue como una chispa en pasto seco. La pelea dejó de ser un simple entrenamiento. Ahora era un desafío: por su mirada, por su corazón. Los golpes se volvieron más agudos, los movimientos más rápidos, a pesar del cansancio que se asentaba como fuego en los músculos. El acero chocó con un estruendo ensordecedor. Zen dio un paso adelante, su espada rozó la ligera armadura de Obi, atrapando un destello rojizo de la luz. Un poco más, y lo habría alcanzado. — Te distraes, — dijo Obi, su voz grave, áspera como arena al rojo vivo. — No por ti! — exhaló Zen, pero su mirada, ardiente como brasas, se aferró al rostro de Obi: gotas de sudor, un mechón pegado su frente, un rubor que ardía en sus pómulos. Algo en ese instante le robaba el aliento, nublaba sus pensamientos. Obi giró ligeramente su espada, y sus dedos — ¿accidentalmente? — rozaron la muñeca del príncipe. Zen se estremeció, como si lo hubieran quemado. La piel bajo los dedos de Obi ardía, y en el cuello del príncipe destelló una marca roja, no del filo, sino de otra cosa. — Estás sonrojado… — Obi sonrió con picardía, pero su propio pulso retumbaba en sus oídos, traicionándolo. — Y tú… estás injustificadamente cerca, — Zen se inclinó un poco más, y sus alientos se mezclaron: cálidos, pesados, como una confesión no pronunciada. El olor a sudor, metal y algo amargo como granada madura envolvió a Obi. Era demasiado: demasiado vivo, demasiado cercano. Bajó su espada, pero su mano, como guiada por voluntad propia, se deslizó por el costado de Zen, a lo largo del cinturón, donde la camisa se adhería a la piel húmeda. — Tus manos… no solo sirven para la espada, — susurró Zen, y en su voz temblaba una confusión mezclada con algo que aún no alcanzaba a comprender. — ¿Y tus labios… no son solo para dar órdenes? — Obi respondió con una sonrisa desafiante, aunque una sombra de duda cruzó sus ojos. Retrocedió un paso, pero sus miradas seguían unidas, tensas como la cuerda de un arco a punto de romperse. Zen exhaló bruscamente, como si cayera al vacío. Su corazón latía con una fuerza inesperada, y en ese ritmo había algo que no había previsto. El viento agitó las hojas. Desde el balcón llegó un suave sonido de pasos. Shirayuki se fue, dejándolos a solas con una verdad que ardía más que el atardecer: ya no era deber ni juego, sino algo distinto, palpitante entre ellos como un latido compartido.
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