ID de la obra: 219

Paleta de emociones

Mezcla
R
En progreso
4
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planificada Mini, escritos 9 páginas, 2.578 palabras, 5 capítulos
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Capítulo 2: Luz cálida

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Notas:
Shirayuki no podía concentrarse. El informe sobre el inventario de hierbas medicinales yacía en la mesa, pero su mirada volvía una y otra vez a la ventana. La luz del sol, brillante y cálida, caía sobre la rama del árbol donde Obi solía descansar. Como un gato callejero, libre de estar donde quiera. Pero la rama estaba vacía. ¿Era el tercer o quinto día? Había perdido la cuenta desde que él no estaba en el palacio. El príncipe Zen a veces lo enviaba a misiones, pero siempre la avisaban. Ahora, solo silencio. Ni Kiki ni Mitsuhide aparecían. «Solo es una misión complicada», se repetía Shirayuki, pero la inquietud no cedía. Sin darse cuenta, llevó un dedo a sus labios; una uña chocó contra los dientes. Creía haber dejado ese hábito años atrás. Obi sabía cuidarse, ¿verdad? Intentó calmarse a sí misma, pero su corazón latía intranquilo, como si supiera algo que ella aún no entendía. Se prohibió pensar en él hasta la cena, pero su ausencia allí dolió aún más. Cuando le preguntaron por qué estaba tan callada, respondió con evasivas: “Estoy un poco cansada, necesito dormir, mañana estaré mejor”. Se acostó temprano, pero el sueño no llegaba. Se revolvía en la oscuridad, hasta que un leve roce de cortinas la hizo detenerse. La ventana. ¿La había olvidado cerrar? ¿O la dejó abierta a propósito? Una sombra apareció en el alféizar. Obi. Su rostro, cubierto de rasguños y cortes, se iluminó con la luz de la luna. Sonrió: atrevido, sincero, como si el dolor no existiera. — Buenas noches, perdona si te desperté — dijo con ligereza. — Me vendría bien… un poco de ayuda médica, si no es mucha molestia. Shirayuki quiso reprenderlo: por desaparecer sin aviso, por regresar de noche, por estar herido. Pero su deber de boticaria era más fuerte que cualquier enojo. — Siéntate — dijo suavemente. Lo ayudó a bajar y lo sentó en una silla. Encendió una vela, cuyo resplandor anaranjado titilaba en la mesa, donde aparecieron vendajes, ungüentos y tinturas. Obi se quitó la camisa solo: nada roto, un alivio. Shirayuki limpiaba sus heridas a la luz de la vela, cuyo brillo cálido se reflejaba en su piel. Sus movimientos eran precisos, profesionales, pero cada roce destilaba una ternura contenida. Él estaba ahí: vivo, cálido, con esa sonrisa que hacía que su corazón se detuviera. Su respiración, constante pese al dolor, la calmaba. Ella sentía el calor de su piel, veía su mirada: suave, profunda, como si ella fuera lo primero que quiso ver al regresar al palacio. Y en ese instante — en el resplandor anaranjado de la vela, en la quietud, en su presencia — Shirayuki halló una paz inesperada. Frágil, pero profundamente real. Saber que él había venido a buscarla, que ella era su refugio, llenó su corazón de un cariño silencioso.
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