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El sol caía cuando Obi llegó al palacio, deshecho por dentro, pero con la determinación encendida en los ojos. — ¿Qué ha pasado? — preguntó Zen al ver su rostro. — Se la llevaron, — dijo entre dientes. — En el mercado, me despisté por un momento… El silencio que siguió fue corto pero intenso. Obi estaba preparado para cualquier reacción del príncipe. Pero Zen no dijo nada, solo se puso de pie y se dirigió hacia la salida del castillo. — ¡Prepárate Mitsuhide, vamos al puerto!***
Mientras tanto, en un almacén al sur del puerto, dos hombres vigilaban a su prisionera. — ¿Estás seguro de que vale tanto? — preguntó uno, bebiendo de una petaca. — Pelirroja, piel clara, cara bonita. Los nobles del continente pagan una fortuna por rarezas como esta. Shirayuki, atada de muñecas, los escuchaba sin decir ni una palabra. Pero en su mente ya planeaba. Si no por su fuerza, escaparía por su valor.***
La noche caía sobre los techos de la ciudad. El aire olía a sal y a urgencia. — Hay rumores de un barco que parte esta noche, — dijo Mitsuhide, mientras los tres se movían entre sombras. Obi no hablaba. Su mirada escaneaba el entorno como la de un halcón herido, buscando una señal, cualquier cosa. Y entonces, la vio. Un pedazo de tela verde atrapado en un barril. Uno que ella llevaba en la cintura esa mañana. — ¡Por aquí! — gritó, y echó a correr, el corazón latiendo tan fuerte que apenas escuchaba otra cosa.***
El muelle estaba casi vacío. Pero ahí, junto a un barco oscuro, se movían figuras. Dos hombres. Un tercero en la cubierta. Y ella, entre ellos, con las manos atadas, la cabeza baja. — ¡Shirayuki! — gritó Zen. El estruendo fue inmediato. Acero contra acero. Gritos. Choques de botas en la madera. Obi no esperó órdenes. Saltó al barco, desenvainando su arma en un solo movimiento, y con una rabia feroz en los ojos, cayó sobre los hombres como una sombra afilada. Mitsuhide cubría su espalda, Zen despejaba la cubierta. Uno a uno, los contrabandistas cayeron. Cuando el último huyó, la bodega quedó en silencio, con Shirayuki en el centro. Obi se acercó, jadeando, y desató sus muñecas con manos que temblaban más que las de ella. — Lo siento — murmuró él, sin atreverse a mirarla. Pero ella, incluso con los ojos llenos de lágrimas, sonrió.***
Cuando Shirayuki pisó tierra firme, seguía temblando. El viento del mar era frío, y las estrellas brillaban sobre una ciudad que ya no parecía tan festiva. Zen fue el primero en abrazarla. Con fuerza, como si al soltarla pudiera volver a perderla. — Ya estás a salvo, — murmuró él, apoyando la frente contra la suya. Mitsuhide se apartó discretamente. Pero Obi… Obi no se acercó. Estaba ahí, a unos pasos, con los hombros rígidos y la cabeza gacha. Shirayuki lo vio. Dio un paso. Luego otro. Y al ver que él no se movía, extendió su mano hacia él. — Obi… — su voz era suave, pero clara. Él levantó los ojos, sorprendido. — Yo… lo siento. Juré no apartarme de ti ni un segundo. Y te perdí… — Shhh... — ella negó con la cabeza, con una sonrisa cansada pero cálida. Cuando él se acercó, ella lo abrazó. A él, y también a Zen, acunando la cabeza de Obi contra su hombro mientras le acariciaba el cabello. — Ya pasó, estamos juntos. La brisa marina siguió soplando, pero ahora sólo traía paz. El azul del cielo empezaba a clarear con la llegada del amanecer, y en esa luz serena, no quedaba rastro de la tormenta.