ID de la obra: 24

Auroras boreales

Gen
G
Finalizada
3
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4 páginas, 1 capítulo
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      Frío, ligeramente nublado. Copos de nieve caían lentamente del cielo, pero en cantidades tan pequeñas que parecía que no nevaba en absoluto. Una brisa ligera se colaba traicioneramente bajo la chaqueta, calando hasta los huesos.       Los copos, blancos como la leche, crujían agradablemente bajo los pies. Los pantalones cálidos emitían un sonido dolorosamente familiar desde la infancia: "fiu, fiu, fiu". Y el aliento caliente se convertía al instante en vapor; parecía que el tiempo se había detenido, no avanzaba, y los años no galopaban como jóvenes potros hacia un futuro incierto. Todo estaba justo como hace mucho tiempo: acogedor, ligeramente frío, el cielo gris no era motivo de tristeza, y todo a su alrededor parecía inusualmente familiar, cómodo, propio.       Deteniéndose, escuchando, el viento frío paseaba travieso entre los árboles cubiertos de nieve, emitiendo un aullido prolongado. Como un lobo aullando en lo profundo del bosque: encantador y a la vez aterrador.       Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro sonrojado; las mejillas frías hormigueaban con un dolor suave, y los labios secos por el frío se agrietaron de inmediato. Dolía, pero era... habitual.       Los pies comenzaron a moverse solos, el crujido de la nieve bajo los zapatos se hizo más frecuente, sí, el cuerpo empezó a correr hacia adelante, girando en ocasiones en círculos. Y ahí estaba, el traicionero hielo, una trampa astuta escondida para el caminante distraído, un paso en falso y — ¡pum! — caída.       Pero en lugar de quejas de dolor — una carcajada sonora. Sin intención de levantarse, las manos y los pies comenzaron a formar un ángel de nieve.       Copos grandes caían lentamente del cielo, posándose suavemente sobre el rostro frío. Uno se quedó atrapado en las pestañas, otro en la ceja. Uno más se derretía en la mejilla congelada, y todo estaba tan en paz.       Con una sonrisa más amplia — ya con los labios totalmente agrietados —, un ligero movimiento de brazos y piernas llevó al cuerpo de nuevo a la posición vertical.       Una mirada rápida, disimulada, a los alrededores: “¡Ningún pájaro notó la caída, señor!” La figura se alejaba, en busca de viejas aventuras.       Y ya, no muy lejos, allá, más cerca del horizonte, se distinguían casitas de madera, iguales a aquellas de antaño, de aquel entonces...       Un olor agradable y cálido de pan recién horneado saliendo del horno impactó certeramente la nariz como un arquero experto.       El humo gris con olor a madera de coníferas se elevaba desde las chimeneas, como si enviara una señal al Invierno: "Las casas están listas. Que vengan los fríos".       Pronto, una mano tocó el portón — ese mismo, chirriante, helado, siempre necesitado de pintura. Igual que antes, sus goznes chillaron agudamente al cumplir con su deber, abriendo el paso.       Los primeros pasos hacia la casa ya vacía... Sí, algunas cosas simplemente nunca se detienen. Las ventanas frías de la vieja cabaña de madera, aunque solitarias, aún recibían cálidamente a su dueño.       El corazón empezó a latir más fuerte. Todo parecía como antes, pero ahora... más callado.       El mismo olor a pan caliente y espeso, pero no de esta casa. Un paso, luego otro, y otro. Los pies pisaban el porche cubierto de nieve, pero eso se puede arreglar.       Las ventanas estaban decoradas con escarcha — una parte de la magia invernal —, siempre estuvieron así. Pero más allá de las ventanas, había vacío. No, los muebles no habían huido, pero la oscuridad era extraña, incómoda, inhabitable.       Una mano temblorosa agarró con determinación la manija. La llave entró en la cerradura, un clic — y ya estaba abierta. Solo faltaba empujar la puerta hacia atrás.       El corazón latía cada vez más rápido. Un paso más, un instante, una sola acción. Una inhalación profunda, el aire frío llenó los pulmones, el latido retumbaba en los oídos, las sienes palpitaban y...       La puerta se abrió. Un olor antiguo pero tan familiar invadió las fosas nasales. Como si nunca hubiera abandonado la casa, como si hubiera sido envasado al vacío todos esos años, esperando su momento.       Los recuerdos cálidos se abalanzaron de nuevo, y la casa ya no parecía tan vacía, ni tan vieja, ni tan olvidada. Los dedos encontraron el interruptor, la lámpara “antigua” se encendió. A través de los años, seguía cumpliendo con su deber como un soldado solitario sin derecho a rendirse.       La luz tenue y amarilla iluminó la estancia. Sonido de botas golpeando el suelo. Los copos de nieve abandonaron su lugar, dejando los zapatos casi secos.       Las manos se frotaron instintivamente para entrar en calor. La mano derecha se metió al bolsillo y sacó una caja de cerillas. Solo faltaba encontrar la leña. Un breve recuerdo y los pies se dirigieron por sí solos hacia el viejo montón de leña. Algunos leños secos, sorprendentemente aún útiles.       Papel y ramitas secas se encontraron rápidamente dentro y fuera de la casa. El chasquido agradable del fósforo al encenderse. La cabeza del fósforo brilló con ese sonido característico, y la llama tocó la esquina del papel. Y así, el fuego comenzó a crecer: primero el papel, luego las ramitas con sus crujidos suaves, después las ramas más grandes, y finalmente los troncos fueron arrojados a la estufa.       El aroma de madera quemándose llenó la casa, provocando solo recuerdos cálidos.       Una rápida mirada al reloj. Ya estaba oscuro afuera, pero las agujas juraban que apenas eran las seis. Aún quedaba tiempo.       La cálida chaqueta de invierno fue colgada. El calzado se quedó cerca del fuego: algunas copas de nieve habían logrado infiltrarse.       Tres papas fueron envueltas en papel aluminio y arrojadas al fuego. Mientras se cocinaban, un par de salchichas fueron ensartadas en una rama y asadas sobre el fuego.       El sabor de la salchicha ligeramente quemada, con ese toque de madera de pino, una lágrima recorrió la mejilla. No se sabía si de tristeza o felicidad.       Tan caliente y a la vez tan fría, apareció sin aviso, descendió lentamente por la mejilla dejando una leve quemadura, y cayó al suelo sin despedirse.       Pero había una ligera sonrisa en su rostro. El sonido del viejo reloj mecánico: “tic-tac, tic-tac”. Y un sonido apenas audible en su mente: pasos descalzos corriendo por la casa... — ¡Abuelaaaa, abueliiiiiita! — un niño descalzo e incansable, rebosante de energía como siempre, volvía a importunar a su abuela. — ¿Qué quieres, mi sangre, mi pedacito? — respondía con ternura la anciana cansada, mirando a su nieto. — ¿Puedo salir a jugar? ¿Puedo, puedo? — insistía el chiquillo. — Está bien, pero espera, voy a buscar tus manoplas — decía la mujer, levantándose de su silla, donde acababa de sentarse, y se dirigía a comprobar si las manoplas ya estaban secas.       El viento golpeó la ventana, un sonido profundo lo sacó de sus recuerdos. Como si no fuera suficiente, el viejo cuco salió de su escondite y anunció que ya eran las siete de la noche.       Una sonrisa amarga. El atizador removía el fuego casi extinto, removiendo los viejos troncos y sacando tres envoltorios de papel aluminio. Nuevas ramas secas y un par de troncos fueron enviados a la chimenea.       Las papas, como siempre, se quemaron por los bordes, pero lo más delicioso siempre estaba en el corazón. Quemándose los dedos y la boca, el hombre comió la mejor comida de su vida. No fue hecha por un chef famoso, no parecía un plato de restaurante, y no llevaba especias, salvo una — nostalgia.       Una cosa tan simple, pero tan difícil de agregar a una receta. Un condimento único, cultivado durante años, solo para devolver a alguien a ese lugar lejano... pero cálido.       Habiendo terminado su cena, el hombre se recostó en la vieja butaca que milagrosamente no se había desarmado. Cerró los ojos.       Los sueños se mezclaban con recuerdos, los recuerdos con ojos entreabiertos para vigilar el fuego, y esos ojos entreabiertos con más sueños. Sueño, recuerdo, fuego, otro anuncio del cuco, otro sueño.       Con cada hora, dormir se hacía más difícil. Los pensamientos reemplazaban sueños, recuerdos, todo. Y para cuando el reloj marcaba las once, el hombre ya no dormía. Solo removía con desgano las brasas moribundas.       La casa empezó a enfriarse. — Es hora — dijo brevemente, sin mirar el reloj, solo lanzando una mirada a la ventana.       Afuera, en el cielo nocturno abierto y estrellado, se desplegaba una escena extraña hasta doler. La aurora boreal, pero no los habituales rayos de luz de colores. No... peces. Enormes peces de colores nadaban lentamente por el cielo, brillando intensamente con la luz de la aurora.       El hombre se levantó de su silla, se estiró y, mirando ese milagro, solo sonrió con tristeza.       No apagó el fuego que se apagaba por sí solo. No se puso su chaqueta de invierno. Al contrario, cambió sus pantalones por unos más ligeros, casi formales. Como si no fuera a una calle congelada y cubierta de nieve, sino a un baile.       La aguja del reloj se despidió por última vez de su dueño con su fatigado “tic-tac”. Su mano encontró rápidamente el viejo interruptor y la casa quedó iluminada solo por las luces moribundas del fuego.       La puerta se abrió al frío y esta vez se cerró para siempre. La llave, como siempre, quedó bajo la alfombrilla congelada. La verja chirrió largamente, despidiéndose de su dueño.       Y allí estaba él, vestido con ropa ligera de baile, caminando por el frío de la noche, respirando profundamente y sonriendo como un niño.       Pronto empezó a correr, como un niño pequeño, sin saber de fatiga ni del concepto de aliento entrecortado. Corría, acompañando a los enormes peces que nadaban por el cielo nocturno.       Parecía que él también volaba, no, nadaba en el cielo junto a esos peces. Todo era tan inusual... y tan familiar.       El frío dejó de morder la piel, la nieve se volvió tan suave como un cálido abrigo de invierno. Sus pies lo guiaban, y finalmente, frente a sus ojos, aparecieron SUS siluetas.       Muchas personas. Todas conocidas, todas jóvenes. Todos lo esperaban, saludándolo con la mano, vestidos con trajes de baile, transpirados por tanto bailar.       Los rostros sonrojados de las jóvenes se abrieron en sonrisas. Todas lo habían esperado. Una de ellas, con largas trenzas rubias, extendió su mano hacia él. Él respondió con la suya, ya no tan áspera, como si hubiera rejuvenecido.       Ella sonrió, sus dientes blancos brillaron con una luz traviesa. Sus dedos se cerraron sobre los de él y lo arrastró, lanzándose al baile.       Y ya estaba bailando con ella. La nieve volaba a su alrededor. Los copos grandes también se unieron al baile, como si la naturaleza misma los celebrara. Los peces celestiales comenzaron a girar en círculos, creando una tormenta de nieve a su alrededor.       Una tormenta que los ocultaría de ojos curiosos, que les daría un baile largo, muy largo, hasta que las fuerzas los abandonaran. Y cuando ya no pudieran bailar, esos peces de cuento se llevarían al hombre muy lejos... a un lugar donde él y todos los demás pudieran bailar para siempre, reír y ser felices, sin conocer la fatiga.       Y por la mañana, en el pueblo solo dirían que otro se fue en busca de su Aurora Boreal.       Y solo una casa solitaria, aún llena del aroma y el calor de una antigua comodidad, conservaría estos recuerdos... hasta que otra mano volviera a abrir su puerta.
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