Epilogó
7 de agosto de 2025, 16:30
1963
El tiempo había pasado como un parpadeo. Veinte años desde aquella guerra silenciosa de secretos, desde la incertidumbre y el desafío de haber cambiado el destino.
Hércules ya no soñaba con el futuro que alguna vez conoció. Las visiones de una historia teñida de muerte y desesperanza se habían desvanecido, difuminándose como tinta diluida en agua.
En su lugar, la realidad que ahora habitaba era una que había moldeado con sus propias decisiones, llena de matices que nunca imaginó.
Y en esa realidad, el apellido Black ya no era solo sinónimo de orgullo y pureza de sangre. Se había convertido en algo más profundo, más duradero. Significaba influencia, poder y una estabilidad construida con astucia y sacrificios calculados.
La Casa Black no era un pilar anclado en la tradición, sino una fuerza en constante evolución, dejando su marca en cada rincón del mundo mágico.
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Hércules estaba sentado en la biblioteca de Black Manor, un refugio de estanterías imponentes llenas de grimorios antiguos, tratados de magia avanzada y pergaminos polvorientos que sus ancestros habían recopilado durante siglos. Un cigarro descansaba entre sus dedos, su brasa brillando tenuemente en la penumbra del despacho, y en la otra mano sostenía un vaso de whisky añejo. La luz del fuego titilaba en su mirada, proyectando sombras alargadas sobre las paredes revestidas de madera oscura.
Sobre la mesa de caoba, una pila de documentos yacía desordenada: informes del Wizengamot, tratados políticos y, entre ellos, un pergamino que destacaba entre los demás.
Su sello aún sin romper llevaba el emblema de Hogwarts.
No tuvo oportunidad de analizarla antes de que Walburga entrara en la habitación sin previo aviso, como era su costumbre. Su porte seguía siendo majestuoso, digno de una reina sin corona.
Vestía un elegante vestido negro de tela pesada, y su cabello, oscuro, caía sobre sus hombros en ondas controladas. Su expresión permanecía severa, como siempre, pero sus ojos, los mismos ojos oscuros que sus hijos menores habían heredado, tenían una suavidad apenas perceptible, una que solo él sabía reconocer.
Se acercó con paso seguro y tomó uno de los pergaminos de la mesa sin molestarse en pedir permiso.
—Lucius está entusiasmado con su primer año en Hogwarts— comentó con indiferencia estudiada, aunque Hércules notó el leve brillo de orgullo en su mirada.
Hércules sonrió con algo de diversión y dejó que el humo del cigarro escapara lentamente de sus labios.
—Por supuesto que lo está. Lleva preparándose para esto desde que aprendió a caminar.
Lucius Malfoy, ahora de 11 años, era un reflejo perfecto de la sangre que corría por sus venas. Había sido adoptado por Alphard Black y Abraxas Malfoy después de la muerte de su madre, una prima lejana de los Malfoy que tenía sangre mestiza. Aunque el apellido Black figuraba en sus documentos oficiales, nadie podía dudar de su linaje Malfoy. Su elegancia natural, su ambición bien contenida y su sentido innato de superioridad lo delataban en cada gesto, en cada palabra cuidadosamente medida.
—Si lo dejan, tomará el control de Slytherin en su primera semana— añadió Walburga con una media sonrisa.
Hércules dejó escapar una risa baja.
—No lo dudo. Aunque me preocupa más que Cassiopeia lo haga antes que él.
Walburga alzó una ceja, pero no lo contradijo. Porque, aunque Lucius era el futuro de los Malfoy, la niña que Hércules mencionaba tenía la sangre de los Black corriendo con toda su intensidad por sus venas.
Pero no era solo Lucius quien estaba creciendo.
Su propia familia se había expandido de formas que Hércules jamás habría imaginado cuando llegó a este tiempo.
Sus hijos:
Lyra Black de16 años.
La segunda de sus hijos. Alta, elegante y meticulosa, Lyra poseía una mente analítica y una paciencia calculada que la convertían en un estratega natural. Siempre vestida con una perfección impecable, observaba el mundo con una mezcla de desapego y curiosidad fría. Tenía la gracia de su madre, la inteligencia de su padre y el veneno diplomático que solo los Black podían manejar con maestría.
Cassiopeia Black II de 11 años.
Un espíritu brillante y peligroso, con una sonrisa afilada y una lengua aún más cortante.
Cassiopeia tenía la habilidad de manipular situaciones a su favor sin que nadie se diera cuenta hasta que ya era demasiado tarde. Si bien su madre intentaba moldearla en la imagen de una dama perfecta, Hércules veía en ella algo mucho más letal.
Lucius y ella eran inseparables, una dupla temible que compartía secretos que nadie más conocía.
Sirius Black III de 3 años.
Un caos con piernas.
Sirius irradiaba una energía incontrolable, siempre corriendo, siempre riendo, siempre metiéndose en problemas y saliendo de ellos con un encanto natural que exasperaba a su madre y divertía a su padre. Era imposible no notar su presencia; su espíritu rebelde y su desdén por las reglas prometían muchas noches de insomnio para sus futuros profesores.
Regulus Black II de 2 años.
A diferencia de su hermano mayor Sirius, Regulus era un niño tranquilo, con una mirada profunda y observadora que contrastaba con su corta edad. No lloraba sin motivo, no reía sin razón. Era el tipo de niño que se sentaba en un rincón, viendo, esperando. Hércules sabía que ese silencio no era timidez, sino algo más calculado, más inquietante.
Cygnus Black III de 21 año.
Esta casado con Druella Rosier y era padre de tres hijas.
De las mellizas Bellatrix Black de 8 años ya mostraba una personalidad dominante y Andrómeda Black de 8 años era la más sensata.
Narcisa Black de 6 años la más observadora (enamorada en secreto de su primo mayor Lucius).
Cygnus llevaba el peso de la familia con la misma responsabilidad que su padre había esperado de él.
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Poppy Pomfrey había pasado más de una década trabajando en San Mungo, curando desde cortes y fiebres hasta maldiciones terribles y accidentes mágicos catastróficos. Su habilidad como sanadora era impecable, pero su verdadero don residía en su actitud implacable. No toleraba la necedad, la imprudencia ni las excusas de ningún paciente, sin importar su rango o apellido.
Cuando Dumbledore le ofreció el puesto de enfermera en Hogwarts, Poppy había dudado. Dejar un hospital de renombre para cuidar a niños, parecía en un inicio un desperdicio de su talento.
Pero entonces pensó en la cantidad de veces que los sanadores de San Mungo recibían estudiantes heridos por travesuras mal calculadas, duelos clandestinos o simples accidentes mágicos. Si iba a terminar curando a la mitad de la escuela de todos modos, bien podía hacerlo desde la fuente del problema. Así que aceptó.
Hércules supo desde el primer momento que Hogwarts nunca volvería a ser la misma.
Poppy Pomfrey no era solo una enfermera, era una fuerza de la naturaleza. Con una mirada podía hacer que los estudiantes más rebeldes se sintieran como niños pequeños otra vez. Con un chasquido de lengua podía reducir la arrogancia de cualquier profesor que cuestionara sus métodos. Y con un solo hechizo, podía poner en su lugar a cualquier alumno que intentara escapar de la enfermería antes de tiempo.
Para Hércules, su presencia en el castillo era casi divertida. Sabía que más de un alumno se lamentaría por su llegada, y que los profesores, tendrían que aprender a lidiar con su terquedad inquebrantable.
Pero en el fondo, también sentía orgullo.
Poppy se había convertido en una de sus amigas más cercanas, alguien en quien confiaba sin reservas. Y si alguien podía mantener con vida a los estudiantes de Hogwarts pese a su propia imprudencia, esa era ella.
Lo sabia de primera mano.
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Tom Riddle seguía siendo un enigma, incluso después de dos décadas de conocerlo. Había intercambiado su sueño de dominación absoluta por algo mucho más complicado y en cierto modo, más peligroso...
La política.
Desde su posición en el Ministerio de Magia, Riddle manejaba leyes y alianzas como si fueran piezas de ajedrez, anticipando movimientos con una precisión aterradora. Había conseguido influencia sin necesidad de levantar su varita, moldeando el mundo mágico desde las sombras con la elegancia de alguien que nunca perdió una partida. Pero más que su poder, lo que verdaderamente mantenía a Hércules en constante alerta era su persistente interés en su vida.
"Si no planeas conquistar el mundo, ¿por qué sigues comportándote como un villano de tragedia shakesperiana?" le preguntó Hércules una vez.
Riddle solo sonrió con su característica superioridad y respondió.
"Porque es divertido verte sufrir, Hércules".
Pero fuera de sus interminables disputas, fuera de los duelos verbales y la guerra fría de voluntades, había otra faceta de Tom Riddle que pocos conocían.
Era un padre.
Su esposa, Eleanor Whitmore, había sido compañera de Hércules en Hogwarts. Inteligente, mordaz y con una presencia imponente, Eleanor no era alguien que simplemente se dejara manipular, ni siquiera por Riddle.
Proveniente de una familia de sangre pura menor, había sido una Slytherin destacada, con una inclinación natural por la política y la diplomacia.
Fue una de las pocas personas que había logrado ver más allá del control meticuloso de Tom y de alguna manera, se había convertido en la única persona a la que parecía considerar verdaderamente su igual.
Juntos tuvieron dos hijos:
Víctor Riddle de 13 años.
El mayor, tenía la inteligencia y el carisma de su padre, pero sin su necesidad de controlar todo.
A diferencia de Tom, Víctor disfrutaba del caos, del desafío de lo impredecible.
No era un conquistador, sino un estratega nato que prefería manipular la corriente en lugar de forzarla.
Ambicioso, sí, pero con un sentido del humor afilado y una inclinación por la provocación que lo diferenciaba de su progenitor.
Sebastián Riddle de 11 años.
El menor, era más reservado y metódico.
Observador hasta lo inquietante, cada palabra que decía parecía calculada, y rara vez mostraba sus verdaderas emociones.
No tenía la necesidad de imponerse, porque su presencia hablaba por sí sola.
Aunque no era cruel ni despiadado, tenía una tendencia inquietante a analizar a las personas como si fueran meros experimentos.
Hércules había notado que, cuando Riddle miraba a su hijo, había un leve atisbo de orgullo... y de precaución.
Hércules no podía decidir si el hecho de que Tom Riddle estuviera criando a la próxima generación de mentes brillantes y potencialmente peligrosas era una señal de que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar mejor o peor.
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El crepitar del fuego en la chimenea llenaba la habitación con un resplandor cálido y oscilante, proyectando sombras suaves en las paredes de piedra. El aroma del whisky en su copa se mezclaba con el tenue olor a pergamino antiguo y madera quemada, creando una atmósfera de calma.
Walburga se sentó en el sillón frente a él con la misma elegancia de siempre, aunque había algo distinto en su postura.
Una serenidad que, veinte años atrás, habría sido impensable. La joven atrapada por el peso del apellido Black se había transformado en una mujer que había reclamado su destino con sus propias manos.
Su cabello, aún negro como la noche, caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos oscuros, siempre tan intensos, reflejaban una satisfacción que Hércules compartía en silencio.
Tomó un pergamino de la mesa y lo desenrolló distraídamente, aunque su mente estaba en otra parte.
Walburga observó su gesto con una leve sonrisa antes de romper el silencio.
—Después de todo lo que pasó, ¿Alguna vez imaginaste que terminaríamos aquí?— preguntó en voz baja, con esa mezcla de nostalgia y triunfo que solo aquellos que han cambiado su destino pueden comprender.
Hércules sostuvo su mirada por un momento, dejando que la pregunta flotara entre ellos. No necesitaba pensar demasiado en su respuesta.
—No— dijo finalmente, su voz firme pero tranquila —Pero tampoco me arrepiento.
Porque el futuro que alguna vez conoció ya no existía. Se había desvanecido como un sueño al despertar, perdiendo sus contornos con cada elección que hizo. Y, sorprendentemente, no sentía la necesidad de aferrarse a él.
Este era su mundo ahora. Su familia, su legado, su vida.
Walburga no respondió de inmediato. Solo lo miró, como si estuviera memorizando cada detalle de su rostro bajo la luz del fuego. Había algo en sus ojos, un brillo suave que contrastaba con la intensidad que siempre la había definido.
Entonces, sin decir una palabra, se inclinó hacia él.
El beso fue lento, dulce, sin prisa ni urgencia, como un eco de todo lo que habían construido juntos. No era el ardor de la incertidumbre ni la pasión de una batalla ganada, sino algo más profundo, más sereno: la certeza de que, a pesar de todo, habían llegado al lugar al que pertenecían.
Cuando se separaron, Walburga le sonrió, una sonrisa genuina, sin la dureza de una Black, sino con la calidez de una mujer que había encontrado su hogar.
Hércules exhaló suavemente, dejando que la tranquilidad del momento lo envolviera.
Fin