Prologo: El Telon De Sangre
3 de julio de 2025, 13:35
Si la oscuridad fuera tan solo una fracción de las historias que los grandes literatos exponen sobre la bondad, entonces la luz, diría yo, sería la mentira: el espasmo de un error fundamental, de ideas mal concebidas.
Pero si la misma sangre oscura te enseñase un escenario donde el horror se transformara en sombras danzantes ante tus ojos y quedaras fascinada, sin sentir miedo. Por el contrario, la fascinación por ver algo diferente te revelaría que la muerte es la expresión más hermosa y sonriente que jamás habías sentido.
Eso me ocurrió a los 9 años, un cambio crucial para una niña, y más si había sido muy consentida por mi madre. Ser testigo del próximo capítulo de mi vida puede dejar marcas, o tal vez unas cenizas mal quemadas en mi mente infantil.
Solo te diré que era de noche; no recuerdo la hora exactamente, pero sí el crujir de los relojes de mi casa sonando como si anunciaran el amanecer; gallos cantando por instinto, sin saber que aún no era el comienzo del primer rayo de sol. Y ahí, acostada, me hallaba entre sábanas de muchos colores y rodeada de velas de todos los olores.
Esperaba a mamá. Mi estómago gruñía un poco, pero no era una molestia real, solo un recordatorio suave de que la cena se acercaba. Para pasar el tiempo, me había sumergido en un libro infantil, uno de esos volúmenes antiguos que papá guardaba en estantes polvorientos, lleno de historias sobre magos ancestrales y sus extrañas aventuras.
El tiempo se estiró, o quizás se encogió, como un chicle de fresa que se ha masticado demasiado. Mamá no regresaba. La suave molestia en mi estómago se convirtió en un vacío, y el murmullo de los magos del libro ya no me mantenía cautiva. Me levanté, mis pies descalzos sobre la alfombra fría, y comencé a buscarla. Recorrí cada habitación, cada rincón de la casa, llamando su nombre en susurros que se perdían en el silencio. No estaba en la cocina, ni en el estudio de papá, ni en su laboratorio de pociones. Ni rastro. Finalmente, volví a mi cama, con el libro aún abierto, y decidí esperar. Mamá siempre regresaba.
El cansancio me venció, y mis párpados se cerraron sobre las últimas palabras de un conjuro olvidado. No sé cuánto tiempo dormí, pero de repente, un estruendo me arrancó del sueño. Abrí los ojos, aún pesados, y la vi. Mamá estaba en el umbral de la puerta, su rostro pálido y desfigurado por un terror que nunca le había visto. Parecía huir de algo, sus ojos fijos en un punto detrás de ella. Y entonces, apareció. Un hombre, silueta oscura contra la penumbra del pasillo, vestido de negro y con una capa larga que se fundía con las sombras. Pero lo que más me impactó fue su máscara: de un color dorado pulido, sin facciones, solo dos orificios donde brillaban, con una intensidad inquietante, unos ojos como rubíes.
¿Es normal para una niña haber disfrutado de ese escenario de muerte tan perfecto, pero a la vez traumante? No lo sé. Pero mi mamá gritaba como esos cuervos que matan a sus presas, sus ojos eran ya muy cristalinos, su rostro se desfiguraba con la tensión de los apuñalamientos de su asesino. Y lo más hermoso es que su daga era de un metal rojo metálico con incrustaciones de diamante, tal vez. El mango, un dragón perfecto que parecía cerrarse bien en tu mano.
El hombre de máscara dorada, con una delicadeza que rozaba la pureza, ejecutaba su danza letal sobre mi madre. Cada movimiento no era al azar, sino una coreografía precisa, planeada y efectiva. La daga, con su brillo carmesí y sus incrustaciones, se hundía y emergía con una gracia terrible. Cuando enterró el metal en el cuello de mi madre, la sangre brotó, no como un chorro caótico, sino como un hilo vibrante que se aferró a la hoja. Se combinó con el metal, dando más vida a esa daga, como si la absorbiera. Ambos colores se fusionaron en una luz de sangre, un espectáculo brillante y efímero que me cautivó por completo.
Era un baile hermoso el que hacía él, tomando a mi madre y haciéndola girar frente a mí, como en un tango oscuro y silencioso. Y él sabía que yo lo veía. Con cada vuelta, noté cómo enterraba su punzón con una precisión asombrosa: una vez en el estómago, luego, mientras la hacía girar como una muñeca, lo clavó en su espalda, y finalmente, con un movimiento final y elegante, en la cabeza. No solo lo hacía ver elegante, sino que enamoraba. Su teatro era limpio y natural, nada forzado; ni una sola gota de sangre manchaba el suelo o su ropa, solo la daga absorbía el carmesí, brillando con una luz interna que la hacía aún más hipnotizante.
Y entonces, lo más hermoso llegó. La tomó de nuevo, con una fuerza que desgarró sus ropas, dejándola no completamente desnuda, pero sí entreviendo su piel pálida. Sacó un cetro que jamás había visto: todo su contorno se retorcía con el furor de una serpiente alargada, culminando en una cabeza ofídica con ojos azules como si fueran lapislázuli. Lo empuñó con una maestría asombrosa; sus dedos largos y finos se envolvieron alrededor del mango, formando una composición perfecta, como si el objeto serpentino fuera una extensión natural de su propia voluntad. Era inevitable que, con aquel instrumento mágico en su mano, no sé cómo lo hizo, pero a mi madre la empezó a controlar como si de una marioneta se tratase, moviéndola con hilos invisibles que danzaban en el aire, dictando cada temblor y cada espasmo de su cuerpo sin vida.
Él la controlaba por completo, como esos cuentacuentos callejeros que, con un simple movimiento de muñeca, dan vida a sus marionetas. Mi madre, ya sin voluntad propia, se convirtió en su más trágica bailarina. Él movía el cetro con una delicadeza precisa, y el cuerpo de mamá respondía con espasmos, con giros, con un patetismo que para mí era pura coreografía. Era un espectáculo para mis ojos, un teatro íntimo y personal, donde el asesino no solo mataba, sino que narraba una historia con cada movimiento de su instrumento, ofreciéndome una función privada que me dejó sin aliento.
Al terminar, mis manos se unieron en un aplauso espontáneo, resonando en el silencio de la habitación. Una risa angelical e inocente brotó de mis labios, evocando más entretenimiento, más asombro. El hombre de la máscara dorada se giró hacia mí, y con un gesto sutil, me invitó a pasar, como si fuera al siguiente telón de la obra. Me tendió la mano, y yo, sin dudar, la tomé. Él me condujo a la sala de nuestra casa, y una vez allí, hizo una señal con sus dedos, llevándolos a sus labios en un gesto de silencio. De repente, una gran luz apareció, inundando la estancia con un brillo que lo abarcaba todo.
La luz, como un foco teatral, señaló una silla en el centro de la sala, donde mi madre ya estaba sentada, un cuerpo sin vida, inerte. El asesino se quitó su capa, una sombra más que se desprendía de su figura, y la arrojó con una extraña reverencia sobre el cuerpo de mi madre. Con movimientos que recordaban a un mago ilusionista, se acercó a ella, y ambas manos, separadas al principio como si fueran a agarrar algo invisible, se postraron justo encima de su cabeza.
Luego, con una elegancia escalofriante, tomó la cabeza de mi madre, que aún estaba cubierta por la capa oscura. Con un movimiento rápido y fluido, como si la hubiera girado sobre un eje invisible, la separó del cuerpo. De una forma otra vez cortesana, se acercó a mí con aquel macabro despojo en sus manos, como si quisiera que yo sintiera lo que él. Y con cada paso que daba hacia mí, la capa sobre la silla se iba deslizando, revelando lentamente el cuerpo de mi madre, ahora sin cabeza, un detalle más en su calculada puesta en escena. Pero yo estaba completamente enfocada en lo que el asesino tenía en sus manos, mirándolo con una curiosidad insaciable y un deleite que me pareció hermoso.
Sin que yo lo notara, él acercó aquel macabro despojo aún más, completamente oculto entre sus manos, su cercanía gélida erizando los pequeños vellos de mi brazo. Con un tono de voz sombrío que parecía surgir de las profundidades de la noche, me preguntó:
—¿Quieres saciar tu curiosidad?
Yo, con la inocencia de mis nueve años, respondí con un ligero asentimiento y un susurro:
—Sí.
Entonces, él me indicó que debía retirar la capa de su mano para que se revelara lo que ocultaba. Obedecí, pero él me detuvo con una suavidad inquietante:
—Despacio, pequeña Luna. La prisa mancharía este acto.
Accedí, y con una lentitud casi reverente, descorrí la tela oscura, como si se abriera un telón. Mis ojos se posaron en el rostro desfigurado de mi madre. Sus ojos, arrancados de sus cuencas, dejaban dos abismos negros y húmedos, como si la oscuridad misma los hubiera reclamado. La boca, grotescamente cosida con un hilo grueso y oscuro, formaba una mueca antinatural, un sello brutal sobre cualquier grito. La piel de su rostro, desprendida en jirones, revelaba la carne cruda y expuesta, un tapiz de tejido desgarrado que se desprendía con cada imperceptible vibración del aire. Sus orejas, mutiladas, presentaban formas irregulares y dentadas, como si alguna bestia hambrienta hubiera masticado esa zona con saña. Pero en medio de aquel horror, su perfecto peinado rubio y largo se mantenía intacto, y el moño rojo en su cabello resaltaba, creando ante mis ojos inocentes un escenario donde la repulsión y una extraña hermosura danzaban juntas.
De pronto, la voz sombría del asesino, un susurro que se deslizó como una serpiente hasta mi oído, me sacó de mi trance.
—Despierta, pequeña Luna. No es un sueño. Es una pesadilla real.
Su aliento frío rozó mi piel.
—Deberías ser más comprensible. Fuiste testigo de cómo maté a tu madre. Las niñas buenas no hacen eso. A menos que... —su voz se volvió una caricia helada—, a menos que en ti guardes un poco de esa oscuridad, y eso te haga reaccionar así de natural.
En ese instante, como si un hilo invisible se rompiera, la fascinación se desvaneció. La realidad se abalanzó sobre mí. Un grito, un sonido gutural que jamás había emitido, se desgarró de mi garganta. Mis manos volaron a mis mejillas, apretándolas con desesperación, mientras mis ojos se cerraban con fuerza, intentando borrar la imagen. Sentí la necesidad de vomitar, un movimiento natural de mi cuerpo que no pude contener. Mis ojos se abrieron de golpe, y mis manos se apretaban el estómago con violencia. El asesino rió con una sutileza escalofriante, una risa que apenas se escuchaba. Todo el contenido de mi estómago cubrió gran parte de mis ropas y el suelo. Cuando di un paso atrás, me resbalé en mi propio vómito y caí, impactando mi cabeza fuertemente contra el suelo. Y ahí es donde todo se volvió negro. Sin recorda nada de lo sucedido despues.