Capitulo 1: Un Encuentro Indiferente
3 de julio de 2025, 13:36
Ya han pasado 2 años desde ese extraño accidente que recuerdo con claridad. Escenas vienen y otras van.
Los grandes profetas magos dirían que mi acontecimiento caótico sería un chiste mal contado. ¿Cómo confiar en los demás cuando ellos son los primeros en traicionarte o hacer mofa de tu vida o apariencia?
Vaya, ya son las 5 de la tarde y aún el sol baña mi rostro; no arde, pero me hace recordar que la noche te trata con mejor decencia, abrazando siempre tus pesadillas.
Nada sucede, nada cambia; todo está estancado y mi cuerpo se aburre con tanto silencio en mi vida.
De repente, un viento fuerte abrió la ventana de mi cuarto, dejando entrar una ráfaga de aire que jugó con las cortinas. En ese instante, apareció un búho de plumas blancas salpicadas de leves matices grises, posándose suavemente en el respaldo de una silla. El ave se aferró con determinación a la silla, como si supiera la importancia de lo que traía consigo. Para mi sorpresa, noté que colgaba de su cuello una carta sellada; la misteriosa invitación que, según cuentan las leyendas, solo reciben los elegidos para ingresar a la escuela más prestigiosa de magos y hechiceros del mundo.
Me acerqué al búho con cautela y, con manos temblorosas, tomé la carta que colgaba de su cuello. En el instante en que mis dedos rozaron el pergamino, éste pareció cobrar vida al elevarse lentamente en el aire, como impregnado de un aura propia. De repente, el búho batió sus alas con brusquedad, desatando el desconcierto que hizo que yo, asustada, perdiera el equilibrio y cayera sobre mi cama. En ese mismo momento, la carta comenzó a emitir destellos y chispas, semejantes a fuegos artificiales en una noche festiva, envolviendo la escena en un halo de magia. Con voz suave pero clara, la carta anunció: — ¡Felicidades! Has sido elegida para asistir a Hogwarts, la mejor escuela de magia y hechicería de todos los tiempos.
Yo, sin rastro de sorpresa o emoción, simplemente tomé la carta. Mis dedos, que antes temblaban por el susto, ahora se movían con una extraña indiferencia mientras buscaba un espacio en el pergamino y, con la punta de mi uña, grabé mi nombre: "Luna". Apenas terminé, la carta volvió a resonar con la misma voz serena:
— Ya todo está listo. Deberás reportarte el día de mañana para tomar el tren más cercano de tu domicilio e irte a la escuela. Ya todo está pagado, no necesitas llevar cosas ni ropa, solo viaja ligera.
Con un suspiro apenas audible, tomé la carta y, con la misma falta de entusiasmo, la adherí de nuevo al búho. El ave, sin más dilación, batió sus alas una última vez y se perdió en la noche, abandonando mi habitación. Entonces, toda desanimada, como si el anuncio de un futuro mágico fuera solo otra carga, solo tomé mi mochila y las cosas más básicas: un pequeño estuche de maquillaje que me permitía ocultar las ojeras de mis noches de insomnio, un reloj de bolsillo que, a veces, parecía detenerse en momentos cruciales, y un par de aretes y collares que, aunque no eran mágicos en sí, guardaban recuerdos y me daban una tenue sensación de conexión con algo más allá de mi realidad estancada. No eran objetos de poder, sino reliquias personales que, para mí, poseían una magia propia.
Con la carta ya fuera de mi vista, me dejé caer en el borde de mi cama, el silencio de la habitación volviendo a ser mi único compañero. Mis ojos, acostumbrados a la penumbra, se posaron en el viejo reloj de pared que colgaba frente a mí. Las manecillas, con un crujido apenas perceptible, marcaron las once de la noche. Un sonido monótono, pero que para mí, significaba el fin de otro día sin sobresaltos. Mañana sería diferente, o al menos eso me habían dicho. La escuela, esa que me había "escogido", me esperaba. Sin más preámbulos, y con la misma apatía que había mostrado desde la llegada del búho, me deslicé bajo las sábanas, cerrando los ojos. El sueño, como siempre, no tardó en abrazarme, prometiendo una tregua temporal de la realidad, aunque solo fuera para sumergirme en mis habituales pesadillas.
El reloj digital de mi mesita de noche brillaba con un tenue resplandor, marcando las 5:00 AM. Abrí los ojos, no con la sorpresa de un despertar abrupto, sino con la resignación de quien sabe que el día ha comenzado. Un nuevo comienzo, me habían dicho. Un escape de mi vida aburrida, estancada. Me levanté sin prisa, el frío del suelo acariciando mis pies descalzos. Tomé mi mochila, ya preparada desde la noche anterior, y de un cajón saqué lo que, según la carta, sería mi "identificación mágica": un pequeño medallón de plata con un grabado de un búho, que hasta ahora había permanecido inerte. Lo sostuve en la palma de mi mano, sin sentir la emoción que quizás otros habrían experimentado. Solo era un objeto más, un pasaporte a lo desconocido, a un futuro que aún no sabía si deseaba.
Con la mochila colgada de un hombro y el medallón guardado en el bolsillo, llegué a la estación de trenes más cercana. La plataforma bullía con la energía nerviosa de niños y adolescentes, muchos de ellos acompañados por sus padres, quienes ajustaban baúles y ofrecían últimas palabras de aliento. Observé la escena con una distancia fría. La imagen de familias unidas evocó un recuerdo punzante de hace años: la puerta cerrándose tras la espalda de mi padre, su figura alejándose sin mirar atrás. El abandono, la soledad... sentimientos que se habían arraigado en mí, reforzando mi visión de un mundo donde los lazos eran frágiles y la indiferencia, una armadura. La escena familiar en la estación no despertó en mí anhelo, sino una confirmación más de lo que ya sabía: en la vida, estaba sola, y hacía mucho que había dejado de importarme. ¿Para qué buscar lazos, si al final, cada existencia es una isla, condenada a su propia marea? La vida, en su esencia más cruda, no era más que una serie de despedidas, un eco vacío en la vastedad de la indiferencia.
Sin más dilación, me abrí paso entre la multitud y subí al tren. Mis ojos buscaron el número asignado en la carta: 202. Recorrí el pasillo, ignorando las risas y conversaciones que escapaban de los compartimentos, hasta que di con el vagón designado. Abrí la puerta. Para mi sorpresa, no había nadie dentro. Era una pequeña habitación, más bien, con una cama individual y lo necesario para un viaje corto: una pequeña mesa plegable, una lámpara de lectura y una ventana que prometía vistas a un paisaje que, de momento, no me interesaba.
El tren comenzó a moverse con un suave traqueteo, ganando velocidad. Mis ojos, casi por inercia, se dirigieron a la ventana. Detrás del cristal, el paisaje se transformaba. Las casas y edificios urbanos dieron paso a vastas extensiones de verde, y luego, majestuosas, se alzaron montañas. Eran picos imponentes, cubiertos de un manto blanco en sus cumbres, que perforaban el cielo con una solemnidad silenciosa. Sus laderas, salpicadas de densos bosques de abetos, descendían en valles profundos donde pequeños lagos de un azul gélido reflejaban la inmensidad del cielo. La escala de todo era abrumadora, una belleza cruda e indiferente, tan vasta que hacía que mis propios problemas parecieran insignificantes motas de polvo en su presencia.
Ya casi absorta en el paisaje, que para mí no tenía nada de sorprendente, noté cómo el sol se despedía, cediéndole su lugar a la noche, como un elegante catrín dando paso a una bella dama.
En ese momento, unos leves crujidos en mi estómago me recordaron que tenía hambre, así que tomé mi mochila para sacar un par de galletas y saciarla. A los pocos minutos, el chofer anunció por el altavoz que comenzaríamos a subir. Las luces del vagón podían apagarse con un interruptor para quien lo deseara, pero para mi sorpresa, unos cinco minutos después de iniciar el ascenso, la luz de mi camarote disminuyó hasta desaparecer por completo. Inmediatamente, una sensación de frío intenso me invadió, no un frío común, sino uno que presagia la presencia de algo inusual.
Una sensación opresiva me invadió, como si una fuerza invisible me abrazara con firmeza. La extrañeza de la situación me desconcertó por un instante, pero pronto la familiaridad de esa sensación regresó a mi memoria. "Ah, esto otra vez", pensé, olvidando a menudo la peculiar sensibilidad que me hacía vulnerable a estas experiencias.
Sin embargo, mi relativa calma se desvaneció abruptamente cuando una presencia me impulsó a girar hacia la puerta de mi camarote. El espejo reflejaba una figura imponente, envuelta en una especie de capa oscura y deshilachada que ocultaba por completo sus rasgos. Su magnitud era innegable, y una certeza escalofriante me aseguraba que sus ojos invisibles me observaban fijamente.
Mi mirada quedó imantada a la suya, en un silencioso duelo visual. Una oleada de curiosidad audaz, casi un desafío, se encendió en mi interior, comparable a la adrenalina de un vehículo a toda velocidad. Sin dudarlo, impulsada por esta intensa emoción, trascendí cualquier vacilación y me aproximé bruscamente a la misteriosa figura. En ese instante, vislumbré fugazmente unos ojos de un gris profundo, apenas perceptibles bajo la sombra de la capa.
—¿Qué demonios quieres? —pregunté, mi voz sonando extrañamente plana en el silencio del compartimento, sin un atisbo de miedo, solo una curiosidad teñida de hastío—. ¿Por qué esa mirada persistente, vacía y sin embargo tan pesada? ¿Quién o qué te atreves a enviarte a mi presencia, y por qué no puedes apartar esos ojos grises de mí, si es que acaso los tienes?
Me acerqué aún más al vidrio que nos separaba, mi reflejo apenas visible superponiéndose a su forma oscura. Su mirada grisácea parecía clavarse en mí, y la nada que le servía de rostro se sentía cargada de una intención desconocida.
—¿Acaso eres la Muerte? ¿Has venido a dictarme sentencia por el pecado que cometí hace años? —Una sonrisa lúgubre se dibujó en mis labios, una expresión que rara vez visitaba mi rostro—. Si la muerte viniera por mí, sería una recompensa, pero no tendría tanta suerte. Sería otra burla más, seguir viva, porque para mí, la vida es el tormento.
Toda desilusionada, dejé de ver al ser. Me volví a sentar en la cama, notando que los últimos rayos del sol se habían ocultado, sumiendo el compartimento en una penumbra que el tren iluminaba apenas con sus luces interiores. Con una abrumadora sensación de desprecio, golpeé el mueble que tenía cerca. —¡Qué apatía la mía! No poder sentir nada por algo que debería darme miedo o al menos gritos. Solo obtuve una decepción más, y la vida se burla de mí.